Читать книгу Entre el amor y la lealtad - Candace Camp - Страница 10
Capítulo 5
ОглавлениеSin duda era de lo más apropiado, pensó Thisbe, que su primer beso tuviera lugar en un lugar tan mundano como un taller. Pero en el beso no había nada mundano. Solo duró unos instantes, pero la hizo sentir como si el corazón estuviera a punto de saltar de su pecho.
Desmond levantó la cabeza con la mirada algo nublada.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó mientras se erguía—. ¡Lo siento! —sus manos, que se habían cerrado en torno a las caderas de Thisbe, se apartaron de golpe mientras él daba un paso atrás y seguía balbuceando—. No debería haber… jamás quise… le dije que no me aprovecharía, y voy y… lo siento.
—Pues yo no lo siento —Thisbe alzó la mirada hasta sus ojos, dio un paso al frente y lo besó mientras le rodeaba el cuello con los brazos.
Desmond emitió un extraño ruido antes de abrazarla con fuerza. Sus labios eran suaves y cálidos, la presión aumentando a medida que el beso se volvía más apasionado. Ella se agarró con fuerza, casi mareándose con las sensaciones. Sensaciones de la fuerza con la que él la abrazaba, cómo sus manos se posaban sobre ella, sensaciones como el indefinible olor de su cuerpo, y con esa boca… ¡esa boca! Sus labios se movían sobre los suyos, la lengua entrando en su boca. Bueno, eso sí que le resultó algo sorprendente y consiguió que todo su interior saltara, pero a continuación comenzó a derretirse contra él, apretándose contra su largo y fibroso cuerpo.
Le pareció que había transcurrido una eternidad antes de que Desmond interrumpiera el beso, pero cómo odió que terminara. Desmond levantó la cabeza y la miró a la cara con sus ojos oscuros y profundos.
—Thisbe.
¿Cómo era posible que la excitara tanto oírle pronunciar su nombre? Resultaba tan placentero que decidió devolverle el gesto.
—Desmond —Thisbe retiró los cabellos que habían caído sobre la frente de Desmond, cuyo rostro respondió con un sutil cambio. Qué extraño y excitante que su caricia ejerciera algún efecto en él. Tentativamente, posó una mano sobre su mejilla y, en esa ocasión, sintió aumentar la temperatura de su piel.
Desmond posó una mano sobre la de Thisbe, sujetándola contra su rostro durante un instante antes de tomarla y levantarla para besarle suave y dulcemente la palma.
—Yo… nosotros… deberíamos marcharnos.
—Sin duda tienes razón.
Él asintió, pero no se movió. En cambio inclinó la cabeza y volvió a besarla, lentamente, prolongadamente, antes de apartarse y hundir las manos en los bolsillos de su chaqueta. Se mantuvo en silencio mientras cruzaban la tienda y salían por la puerta. Thisbe tampoco dijo nada. No había nada y al mismo tiempo tantas cosas que decir, la emoción entre ambos demasiado frágil para romperla con palabras.
Desmond la acompañó hasta la parada del ómnibus, donde ella repitió la misma pantomima hasta acabar finalmente sentada en el carruaje que la condujo hasta su casa. Durante todo el trayecto se abrazó al recuerdo del beso de Desmond. Era un momento demasiado íntimo, demasiado nuevo, para compartirlo, ni siquiera con sus hermanas. Quizás más tarde lo analizara y considerara su significado. Pero de momento solo quería deleitarse en su recuerdo.
Al cruzar el umbral de Broughton House, Thisbe encontró a su madre junto a la mesa del vestíbulo, mirando con el ceño fruncido una carta sellada que descansaba sobre la mesa. Alta y con la espalda muy recta, bastaba con echarle un vistazo a la duquesa para saber cuál sería el aspecto de Kyria cuando alcanzara la mediana edad. El flamígero cabello rojo estaba salpicado de hebras grises, y su figura se había engrosado un poco alrededor de la cintura, pero aún conservaba su belleza innata. Era la mujer más intimidante que Thisbe hubiera conocido jamás. Leal a sus creencias y de propósito firme, Emmeline rara vez permitía que algo se interpusiera en su camino. Por tanto no era habitual verla con esa expresión indecisa, incluso recelosa, ante una sencilla carta.
—¿Madre? ¿Va todo bien?
—Es de la duquesa viuda.
—Ya —Thisbe lo comprendió de inmediato. La madre del duque no era muy prolífica en su correspondencia, y casi nunca escribía a su nuera, salvo para criticar u ofrecer algún consejo no solicitado, normalmente ambas cosas a la vez. También era la única persona, que supiera Thisbe, capaz de poner nerviosa a Emmeline—. Más vale que acabes con ello cuanto antes.
—Lo sé —la duquesa suspiró y rompió el sello—. Es que hoy ha sido un día tan agradable. Kyria y Olivia han dedicado casi toda la tarde a perseguir a Alex y a Con por los jardines, y han agotado tanto a los pequeños que se fueron directamente a la cama después de cenar. Puede que me hayan evitado tener que contratar a una nueva niñera. Pero ahora ha llegado esta carta.
—Por lo menos no es muy extensa —señaló Thisbe cuando su madre desdobló la única hoja.
—Eso sí es verdad —concedió su madre mientras alargaba un poco más el brazo para leer. Era una de las pocas concesiones a la vanidad de la duquesa: se negaba a ponerse gafas para ver de cerca—. Nos desea a todos una feliz Navidad y, ahí está, lo sabía… se queja de haber estado sola en Bath durante las vacaciones —Emmeline hizo una mueca de desagrado y miró a su hija—. Como si yo la hubiese obligado a quedarse allí. La invité a reunirse con nosotros aquí. Gracias a Dios que no vino.
—A la abuela siempre le ha gustado dramatizar. Estoy segura de que se lo ha pasado en grande con todos sus secuaces.
—Pues claro que sí… ¡Maldita sea! —Emmeline contempló horrorizada la carta—. Ha cambiado de idea.
—¿Va a venir? Yo creía que odiaba la ciudad.
—Así es. Según ella, el aire es «insalubre». Bueno, para ser justa, eso no puede negarse. Pero ¡mira! —la duquesa agitó la carta delante de Thisbe—. Es peor. ¡Viene para la temporada de baile! Yo no la invité para toda la temporada.
—Madre mía…
—Está convencida de que Kyria no está siendo adecuadamente promocionada, dada mi «inexperiencia en actividades sociales». Como si lady Jeffries no fuese uno de los pilares de la alta sociedad, además de una generosa contribuyente a mi campaña contra el trabajo infantil. Fue muy considerado por parte de lady Jeffries ofrecerse, y Kyria la adora. Estoy segura de que está haciendo una labor de presentación de Kyria en la sociedad mucho mejor de lo que puede hacer la duquesa viuda, que, y escúchame bien, habrá ofendido a la mitad nada más llegar.
—A Kyria no le va a gustar —concedió Thisbe—. Estoy segura de que la abuela pondrá pegas a todo lo que hace.
—Claro que lo hará. A eso viene. Con la ventaja añadida de complicarme a mí la vida —añadió Emmeline sombríamente—. Yo me siento capaz de hacerle frente, pero tu pobre padre… esa mujer siempre logra disgustar a Henry. Si no es quejándose de su dejadez en sus deberes como duque para «jugar con sus jarrones», lo consigue comparándolo con su «bendito» padre, al que quiere mucho más ahora que está muerto que cuando vivía. Siempre encuentra la oportunidad de recordarle que se casó por debajo de sus posibilidades. Y eso siempre consigue enfurecer a tu padre, y ya sabes lo mucho que odia enfadarse.
—El tío Bellard se largará en cuanto ella aparezca.
—Sí. Seguramente permanecerá todo el tiempo encerrado en sus habitaciones. El pobre siente terror hacia esa mujer. No sé de qué la creerá capaz, no es más que su cuñada.
—Creo que fue porque ella dijo que el tío Bellard estaba loco como una cabra y que debería ser encerrado en el ático.
—Sí. Eso no fue nada amable por su parte, pero el tío Bellard debería saber que Henry jamás lo permitiría. Hasta el viejo duque lo habría impedido, por mucho que se quejara Cornelia. Henry está convencido de que su padre le seguía la corriente a ella porque era la única forma de que le dejara en paz —la duquesa suspiró—. Lo siento, querida. No debería criticar a tu abuela delante de ti. Ella os quieres a todos. A su manera.
—Lo sé. Sobre todo a Theo. Reed y él podrán mantenerla apartada de papá durante un buen tiempo. Y los gemelos estarán felices de verla de nuevo.
—Cierto —Emmeline rio por lo bajo—. Ella no es capaz de intimidarlos.
—Pocas cosas lo consiguen. Ellos adoran todas esas cosas brillantes que se cuelga. Es a Olivia a quien le da miedo, con toda esa charla sobre que ha heredado el «don» de su abuela.
—Sí, Olivia seguramente le hará compañía al tío Bellard en su habitación de lectura y batallas. Pero ya conoces a Livvy, le encantará hacerlo. Y así se asegurará de que el tío Bellard no se salte sus comidas.
Thisbe subió las escaleras, parándose delante de la puerta de la habitación de su mellizo. Theo estaba sentado ante el pequeño escritorio de la esquina con un libro abierto, mientras escribía en una hoja de papel. Ella lo contempló durante un rato.
Toda su vida, Theo había sido la persona más cercana a ella. No podía decirse que lo quisiera más que al resto de sus hermanos, pues cada uno de ellos era imprescindible en su vida. Pero tenía un vínculo adicional con Theo, un entendimiento y una consciencia que no requería de palabras. A pesar de lo diferentes que eran sus respectivos intereses, Thisbe siempre se sentía capaz de compartir con su hermano lo que sentía, y a él le sucedía lo mismo. Ella, por ejemplo, no sentía el menor deseo de viajar a Egipto, pero el año anterior, cuando Theo había ido, había sentido y participado de su ilusión. Y cuando fallaba algún experimento, podía contárselo a Theo y sabía que él sentiría una parte de su decepción.
Pero de repente había un hombre nuevo abriéndose paso en su vida y, por primera vez, estaba ocultándole algo importante a su mellizo. Resultaba inquietante y no pudo evitar sentir cierta culpabilidad. Pero conocía bien a su hermano y, por mucho progresismo que su madre hubiera inculcado en todos sus hijos, el habitualmente amistoso y relajado Theo era muy protector con sus hermanas. Kyria había terminado por negarse a asistir a fiestas si sabía que su hermano estaría allí, fulminando con la mirada a todos sus pretendientes y haciéndoles innumerables preguntas incómodas. Thisbe sospechaba que su actitud sería aún más exagerada ante las intenciones de cualquier hombre hacia su hermana melliza. Sin duda querría conocer a Desmond, y lo último que ella quería era que Theo sometiese a ese pobre hombre a su interrogatorio.
Theo levantó la mirada y la vio. Arrojó el lápiz a un lado, en absoluto molesto con la interrupción de su tarea, y se levantó.
—Hola, Thiz. ¿Qué tal la conferencia?
—Maravillosa —ella se acercó.
—¿De qué trataba?
—De las propiedades del carbono.
—Vaya, vaya. Apasionante, desde luego —él hizo una mueca de desagrado.
—Tengo otra noticia menos agradable aún. La abuela viene de visita.
—¿Pronto? —preguntó Theo con recelo—. Puede que yo ya me haya ido.
—No estás de suerte. Da la sensación de que tiene intención de venir pronto.
—Y entonces tendré que acompañarla a la ópera —su hermano gruñó—. Y todo lo demás.
—No hace falta que lo hagas.
—¡Ja! Si no lo hago, se pondrá a hablar sin parar de mis deberes como heredero.
—Es tu castigo por ser su favorito —espetó Thisbe.
—Y porque soy el heredero. Ojalá pudieras serlo tú. Tienes cuatro minutos más que yo.
—¿Quién, yo? No gracias. Es un aspecto en el que me alegra que no se permita la participación de la mujer. De todos modos se me daría fatal.
—¿Y cómo te crees que se me va a dar a mí? —Theo frunció el ceño, aparentemente reflexionando sobre su destino—. Reed sería un duque excelente. Él debería ser el heredero del título.
—Sospecho que, de todos modos, será él quien haga todo el trabajo —bromeó Thisbe, arrancándole una risa avergonzada a su hermano—. ¿Qué estabas haciendo? —preguntó mientras miraba hacia la mesa—. No me digas que escribías una carta.
—No, por Dios —el disgusto de Theo por la escritura de cartas era legendario—. Estaba haciendo una lista con las cosas que debería llevarme a la expedición. Ya hemos fijado la fecha.
—¿Por eso te has reunido hoy con ese hombre en el museo Cavendish?
—Sí —él asintió, la ilusión reflejándose en la mirada—. Ha encontrado a alguien que hará de guía. Le ha costado muchísimo encontrar a alguien con conocimiento sobre el Amazonas. Partimos dentro de un mes.
—¿Tan pronto? —Thisbe sintió una opresión en el corazón—. ¿Vas a marcharte en invierno?
—Bueno, ya sabes que allí es al revés.
—Sí, por supuesto, no lo había pensado. ¡Oh, Theo! —impulsivamente, ella lo rodeó con sus brazos—. Voy a echarte de menos.
—Vamos, Thiz —él la abrazó y le dio unas palmaditas en la espalda—. Estaré bien. No voy a marcharme para siempre.
—Lo sé —Thisbe se apartó y sonrió, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—No es la primera vez que me voy de expedición. El año pasado fui a Egipto.
—Lo sé —ella asintió—. Y otra vez bajaste por el Danubio. En tu recorrido por el continente.
—¿Lo ves? Será parecido a eso.
—Pero esta vez te vas mucho más lejos. Y suena tan… tan misterioso y extraño. La jungla.
—Sí —los ojos de Theo brillaban como cada vez que hablaba de alguna aventura—. Me muero de ganas de verlo. Dicen que hay loros de todos los colores. Monos. Y lianas tan gruesas como mi brazo.
—Y también serpientes tan grandes como tu brazo —señaló ella—. ¿Y no hay peces que se comen a las personas?
—Sí —contestó él con alegría—. Va a ser estupendo.
Thisbe sacudió la cabeza en un gesto de exasperación.
—Te lo juro, Theo, no sé cómo puede ilusionarte tanto la perspectiva del peligro.
—Bueno, ya sabes, la tía Hermione siempre decía que tenía menos sesos que un ganso.
—No olvides que te quiero, y que me enfadaré muchísimo si te matas.
—No lo haré, te lo prometo. Y volveré antes de que te des cuenta —Theo abrazó a su hermana—. Yo también voy a echarte de menos.
—Qué difícil es, ¿verdad? —ella suspiró y se apoyó contra él—. Hacerse mayor. Seguir adelante.
—Sí, pero nada podrá separarnos. Y piensa en el futuro. Me muero de ganas de verlo. ¿Y tú?
—También —Thisbe se apartó de su hermano y sonrió—. Va a ser una gran aventura.
En el transcurso de la siguiente semana y media, Thisbe siguió encontrándose con Desmond en las conferencias navideñas. Tres más en total, y en cada una de ellas ambos llegaron con antelación y después se marcharon juntos, charlando. Caminaban sin rumbo por la calle o iban a algún parque, comían castañas asadas calientes. Y hablaban.
Hablaban sobre toda clase de cosas, la ética de la investigación científica, los problemas de financiación, el fallo de los equipos, las posibilidades que se abrían a su alrededor en el mundo de la ciencia.
—Al principio a mí me interesaba la fotografía —le confesó Desmond.
—¿La fotografía de espíritus?
—No, la normal. Creía que quería ser fotógrafo. Por eso el vicario me recomendó al profesor Gordon. Conocía el interés de Gordon por la materia, y creo que tenía la esperanza de que yo fuera a la universidad y que allí me sintiera atraído por algo más intelectual.
—Y parece que así fue.
—Pero no la clase de disciplinas en las que pensaba el vicario, como Filosofía o Teología.
—¿Estuviste interesado en convertirse en clérigo?
—No. Era el vicario el que lo quería —Desmond sonrió con tristeza.
—¿Por qué desestimaste la fotografía?
—En cuanto aprendí el procedimiento, cómo cubrir el cristal con colodión y bañarlo en plata, cómo tomar la fotografía y revelarla, y lo demás, comprendí que sería exactamente eso. Siempre lo sería. Quizás yo podría perfeccionar mi habilidad, o crear algún dispositivo de utilidad, pero, básicamente, estaría siempre haciendo lo mismo. Y comprendí que lo que me gustaba no era hacer daguerrotipos, sino el proceso de aprender a hacerlos.
—Lo que quieres es descubrir cosas, encontrar nuevos conocimientos —señaló Thisbe.
—Exactamente. Estando en la universidad encontré trabajo en Barrow e Hijos, y eso me llevó hasta los prismas y las propiedades de la luz. Las posibilidades de descubrir y explorar… ¿habrá más bandas en el espectro que resulten invisibles al ojo humano?
A Thisbe le encantaba mirarlo cuando hablaba así, cómo su rostro se iluminaba de entusiasmo. Movía las manos para ilustrar sus argumentos, y sus ojos brillaban, todo su fibroso cuerpo intenso y concentrado.
Aunque quizás fuese únicamente que le encantaba verlo hablar de cualquier cosa. Y disfrutaba tanto, o más, de sus conversaciones más tranquilas y mundanas, cuando hablaban de ellos mismos o de sus familias, de sus lecturas favoritas, de la tonta extravagancia de algún sombrero, o incluso de los errores que habían cometido.
Thisbe relató un experimento que había llevado a cabo unos años atrás y que había explotado.
—Yo esperaba una reacción, pero no tenía ni idea de que sería tan enorme. Estalló el tanque de agua entero. Destrozó todas mis notas. Por supuesto que fue mejor que aquella vez en que uno de mis experimentos se prendió fuego. No fueron más que las cortinas, pero mi madre se alteró bastante.
Desmond se echó a reír y respondió con un relato de sus múltiples contratiempos, nada más trasladarse a Londres. Su risa la cautivó casi tanto como su entusiasmo. Su rostro cambiaba y la mirada bailaba divertida, y quizás algo sorprendida. Thisbe tuvo la impresión de que no estaba muy acostumbrado a reír, y le hizo desear decir algo que provocara en él esa risa. También le hizo desear besarlo.
Sin embargo, había pocas posibilidades de que eso sucediera. Durante todo el tiempo estuvieron en público, primero en la sala de conferencias, luego en la calle. Ni siquiera hubo la menor posibilidad de poder tomarle la mano a Desmond, mucho menos repetir el beso. Sin embargo, en una o dos ocasiones, cuando estaban en el parque fuera de la vista de los demás, Desmond sí la atrajo hacia sí para darle un fugaz, aunque apasionado, beso con los labios fríos, pero bajo los cuales ardía el fuego.
Thisbe quería estar a solas con él. También resultaría muy agradable poder cobijarse en algún lugar cálido. Pero, sobre todo, estaba el hecho de que las conferencias pronto acabarían y entonces, ¿con qué frecuencia iban a poder verse? Lo más obvio sería que Desmond fuera a visitarla a Broughton House.
Pero allí tampoco podrían estar a solas. Había demasiadas personas en la casa, y alguien podría aparecer en cualquier momento. Desde que Kyria había empezado a alternar en sociedad, no había una sola tarde en la que al menos un joven acudiera a visitarla. Aun así, estarían más a solas allí que en un parque o en la calle, o en una sala de conferencias.
El problema era que, en cuanto Desmond viera Broughton House, se daría cuenta de que ella era aristócrata, algo que hasta entonces había conseguido ocultar. Iba a tener que contarle que su padre era duque. Desmond debía saber ya que ella era una dama, por su forma de hablar, sus modales, sus estudios en Europa, las cosas que le había contado sobre su familia…sin duda se había delatado. Pero de lo que seguramente no era consciente era de que Thisbe era una dama con título de lady. La hija de un intelectual de clase alta estaba a años luz de la hija de un duque.
Por supuesto que debía contarle quién era su familia. De hecho debería habérselo contado ya. No le había mentido, pero sí había ocultado la verdad. Todo lo que le contaba sobre ella misma o su familia estaba cuidadosamente enunciado de manera que no se le escapara ningún detalle sobre la posición de los Moreland en la sociedad. Su primera intención había sido que se sintiera más cómodo, pero cuanto más se alargaba aquello, mayor le parecía la traición.
Sin embargo, Thisbe continuó aplazando la confesión, por miedo a que lo arruinara todo. ¿Y si cambiaba su comportamiento hacia ella? ¿Y si cambiaban sus sentimientos? ¿Y si cambiaba lo que sentía por ella? ¿Seguiría viéndola como era, la Thisbe que paseaba a su lado, o se volvería de repente todo muy incómodo entre ambos? ¿Decidiría que ella no era una verdadera científica, solo una aristócrata, como lady Burdett-Coutts, que se divertía jugando con la ciencia? Desmond era uno de los pocos hombres que conocía que la hablaba de igual a igual. Y no soportaría que su estatus social cambiara eso, pero no, seguro que no. A fin de cuentas, Desmond había llegado a conocerla y, sin duda, no la vería de manera distinta solo porque descubriera que había un título delante de su nombre. El problema era que lo que estaba en juego si se equivocaba era demoledor.
Cada día que pasaba, Thisbe se sentía más culpable por mantener el secreto. Tenía que contárselo. Se prometió a sí misma que lo haría tras la última conferencia navideña. Si no lo hacía, no volverían a verse hasta la siguiente reunión en el Covington, y para eso aún faltaban quince días. Sin embargo, mientras paseaban por el parque tras esa última conferencia, haciendo caso omiso de los copos de nieve que flotaban a su alrededor, no fue capaz de pronunciar las palabras.
Llegaron a un lugar aislado y alejado de miradas indiscretas, y allí Desmond la tomó en sus brazos y la besó. Resultó ser un beso de lo más agradable y, cuando él levantó la cabeza, los dos respiraban entrecortadamente.
—Quiero volver a verte —dijo él.
—Sí. Yo también —había llegado el momento de la confesión—. Quizás podrías, eh… —Thisbe lo miró a los ojos. Los nervios daban saltos en su estómago y lo único en lo que conseguía pensar era en cómo cambiaría su rostro, en cómo adquiriría una expresión incierta, en cómo se apartaría de ella—. Quizás podríamos vernos en la sala de lectura del Museo Británico. Allí permiten la presencia de mujeres, no nos obligan a permanecer en la «sala de lectura de revistas».
—¿Cuándo?
—Pues veamos —si le decía al día siguiente parecería demasiado ansiosa—. ¿El domingo por la tarde?
—Allí estaré —él sonrió antes de inclinarse para volver a besarla.
Resultó un broche de lo más agradable para ese día, pero Thisbe no paró de reprenderse a sí misma durante todo el trayecto a su casa por no haberle dicho la verdad. Era una estupidez pensar que fuera a apartarse de ella. A la mayoría de las personas les parecería estupendo que su padre fuera un duque. El hecho de que Desmond hubiera hecho alguna referencia a los «adinerados diletantes» cuando discutían del mecenazgo científico no significaba que pensara de ese modo sobre ella. Desmond sabía quién era ella.
Estaba subestimando a Desmond al pensar que reaccionaría como cualquier persona. Él vería más allá de la magnífica residencia y vería la verdadera imagen de su familia. Además, si un hombre no era capaz de hacer eso, ella no quería tener nada que ver con él, por mucho que le doliera renunciar a él. Se lo contaría el domingo. Lo escribiría para dárselo a leer, por si su boca volvía a cerrarse.
Pero, cuando entró en Broughton House y vio los bolsos de viaje y baúles que abarrotaban la entrada, el alma se le cayó a los pies. Había algo mucho peor que mostrarle a Desmond dónde vivía. Su abuela había llegado.