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Capítulo 2

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Desmond corrió la mayor parte del camino a su casa. Tenía frío, pero también bullía de energía. Thisbe, un nombre encantador. Único y encantador, igual que ella. Se había fijado en ella en cuanto había entrado en la sala, simplemente porque era la única mujer allí. Había despertado su curiosidad. Y por eso había elegido la silla a su lado en lugar de cualquiera de las otras que estaban vacías.

Y, cuando la había mirado de cerca, su pecho había dado un vuelco. Era hermosa, aunque no hermosa como las muñecas de porcelana, de cabellos rubios, ojos azules y sonrisa bobalicona. Los cabellos que asomaban por debajo de su bonete eran de un color negro azabache, aún más oscuro que los suyos, y sus ojos eran de un impresionante color verde brillante. Era tan alta como él, que no había tenido necesidad de inclinarse para hablar con ella. También era delgada como un junco. Su cuerpo esbelto no poseía la típica forma de reloj de arena, conseguida gracias a encorsetar la cintura hasta cortar la respiración, sino algo que resultaba mucho más atractivo. Se movía con elegancia, a diferencia de la rígida postura de las mujeres encorsetadas. Y su rostro… bueno, no había palabras para describir su rostro, femenino y a la vez con fuerza, de forma cuadrada y barbilla pronunciada, suavizada por la curvatura de su boca y ese carnoso labio inferior. Cielos, qué labio. Casi daba miedo lo mucho que ansiaba sentirlo junto a su boca.

Pero no era solo su aspecto lo que le había convertido en un torpe desecho sin habla. Esa mujer era totalmente diferente a cualquier otra. Por ejemplo, la ropa: un pequeño sombrero con un sencillo lazo para decorarlo, una falda con miriñaque, pero sin ningún adorno, ni siquiera un volante, y unos botines más robustos que modernos. Y luego estaba su manera de hablar, directa, incluso descarada. Su manera de caminar, con pasos largos, rápidos y decididos. Su manera de mirar a los demás, directamente a los ojos, con confianza. Con ella no había miradas de soslayo, disimuladas, no había risitas tontas o aleteo de las pestañas, ni miradas coquetas. Thisbe era sencillamente… ella misma.

En cuanto a él, por supuesto se había comportado como un imbécil, mirándola de reojo mientras tomaba notas. No quería ni pensar en las notas que había tomado, y luego había dejado caer el lápiz al levantarse. Y no podía recuperarlo sin tocar su falda, lo que le había parecido demasiado descarado sin pedir permiso. Y, además, le había dado demasiada vergüenza preguntarle. Normalmente era algo tímido, pero sin llegar a ese punto de parálisis. El miedo de fracasar lo había agarrotado, impidiéndole hablar.

Otro hombre, como su amigo Carson Dunbridge, por ejemplo, habría hablado con ella y habría hecho alguna broma sobre el lápiz caído al suelo. Desmond había visto a Carson hablar con las mujeres, relajado y seguro, engatusándolas con una sonrisa. Pero, claro, Carson era hijo de un caballero, educado desde niño en el correcto comportamiento en sociedad. Estaba acostumbrado a tratar con damas.

Y era evidente que Thisbe era una dama, a pesar de que su sencillo bonete y las sencillas ropas sugerían que no era adinerada. El inglés culto podía aprenderse, ¿acaso el propio Desmond no había aprendido por sí mismo el correcto uso de la gramática y la oratoria, sin rastro del acento de Dorset? No obstante, Thisbe poseía ese aire indefinible, el que no se enseñaba, de la nobleza. A juzgar por el respeto con el que se había dirigido a ella, el gerente del instituto Covington la había reconocido.

Desmond, sin embargo, estaba muy lejos de la clase refinada. No había mentido del todo sobre su padre, el hombre se había marchado, aunque la respuesta había sido, en el mejor de los casos, falsa. Su padre había sido un obrero, y ladrón ocasional cuando no conseguía encontrar un trabajo honrado. Había terminado por ser enviado en un barco a la colonia penal de Australia.

La educación de Desmond había sido, en su mayor parte, autodidacta, con la generosa ayuda del vicario del pueblo, que había sabido reconocer la inteligencia y sed de conocimiento que habitaba en él. Lo que había cortado en seco su carrera en la universidad de Londres, aparte de la escasez de materias científicas, había sido la escasez de fondos. A diferencia de Carson y los demás del laboratorio de Gordon, él no recibía ninguna asignación de los padres y, por tanto, se veía obligado a trabajar en una tienda para mantenerse.

Ni en sus mejores sueños habría pensado que una mujer como Thisbe fuera a iniciar una conversación con él. Pero lo había hecho. Y entonces había descubierto lo fascinante que era ella realmente. En cuanto habían empezado a conversar, todo había sido más fácil. Desmond siempre había tenido problemas para hablar con las mujeres, ya que solían encontrar mortalmente aburridas las cosas que a él le interesaban. Para ser justos, a la mayoría de los hombres también les resultaban mortalmente aburridas.

Pero con Thisbe había sido completamente diferente. Incluso cuando se mostraba en desacuerdo con él, lo hacía de un modo amistoso y ameno, incluso vigorizante. Ni siquiera parecía haberle resultado extraño que Desmond pudiese ser tan olvidadizo como para dejarse su abrigo o perder los guantes, algo que, incomprensiblemente, le sucedía a menudo.

Le había preocupado la mención de Theo. Era poco probable que una mujer tan especial como ella no tuviera un pretendiente, aunque ya había echado un vistazo a su mano y comprobado que no llevaba anillo de casada. Para su alivio, el hombre había resultado ser su hermano. Porque, por improbable e imposible que fuera para él conquistarla, Desmond deseaba a esa mujer.

Sus probabilidades de éxito eran escasas, era muy consciente de ello. Pero, de momento, iba a ignorar ese hecho. Iba a permitirse soñar. Iba a centrarse en la idea de que en unos pocos días iba a volver a verla.

No podía recuperar el abrigo, que se había dejado en el taller, que ya estaba cerrado, de modo que fue directamente al laboratorio, situado en el sótano de un edificio y al que se llegaba bajando unas escaleras que partían de la calle.

El laboratorio estaba pobremente iluminado al disponer únicamente de dos ventanas altas que quedaban por encima del nivel del suelo. Las toscas paredes de piedra eran viejas y a menudo estaban húmedas. Pero estaba bien equipado y era espacioso, largo y estrecho, y ninguno de los hombres que trabajaban allí notaba ya el olor mohoso o la ausencia de vistas.

Desmond abrió la puerta y encontró al profesor Gordon y a los demás agrupados en el amplio espacio entre las mesas de trabajo y el escritorio del profesor, todos hablando en un tono excitado. Su mentor fue el primero en verlo llegar.

—Desmond, por fin has llegado. Llegas tarde.

—Sí, asistí a una conferencia cuando cerramos la tienda —se sentía reacio a mencionar a la señorita Moreland. No había motivo para mantenerlo en secreto, pero aun así prefería mantenerlo para sí mismo, saborearlo, de momento—. ¿Qué ha pasado? Parecéis…

—¿Entusiasmados? Pues será porque lo estamos, muchacho —Gordon lo miró resplandeciente, su rostro redondo sonrojado mientras lo señalaba—. Acércate y míralo tú mismo. He recibido una carta del señor Wallace. Las noticias son espléndidas.

—¿Más dinero? —supuso Desmond mientras se acercaba. La habitación estaba caldeada gracias a la estufa Franklin, y ya empezaba a sentir de nuevo los dedos.

—Mejor que eso —los ojos de Gordon brillaban.

Fuera lo que fuera, Desmond se alegró de ver a su mentor de tan buen humor. Cada vez era más habitual encontrarlo cabizbajo y melancólico. El daño a su reputación empezaba a pesarle. Años atrás, cuando Desmond llegó a Londres, Gordon era uno de los principales científicos de la ciudad, su opinión buscada y respetada. El propio Desmond se había considerado afortunado de que Gordon fuera amigo del vicario y de que, tras la petición de este, lo hubiera aceptado bajo su protección. Pero en esos momentos, tras haberse consagrado a la búsqueda de pruebas de la existencia del espíritu después de la muerte, Gordon era ridiculizado por sus colegas. A Desmond le dolía verlo cada vez más abatido.

—¿Cuáles son las noticias? —preguntó sonriente, mirando a los demás—. Contádmelo.

—El señor Wallace ha localizado el Ojo de Annie Blue —anunció Gordon triunfante.

—¿Qué? —Desmond enarcó las cejas—. ¿En serio?

—¡Sí!

—¿Lo ves? Te dije que Anne Ballew era real —intervino Carson a su manera descuidada, echándose hacia atrás y apoyando los codos sobre su mesa de laboratorio, la boca curvada en una perezosa sonrisa. Carson nunca empleaba el apodo usado para esa mujer.

—Sabía que era real, y también que fue quemada en la hoguera por bruja —Desmond había buscado toda la información posible sobre ella, aunque en su momento lo que había pretendido era desmentir las locas historias que contaba su tía sobre ella—. Incluso acepto que fabricó un instrumento llamado «el Ojo». Pero nunca he visto ninguna evidencia de que haya funcionado realmente. O de que sobreviviera a su desaparición. No existe ninguna señal del Ojo desde Anne Ballew. Según los rumores, fue quemado.

—Y también hay rumores que dicen que fue salvado de la hoguera —apuntó Carson.

—Pero ahora tenemos pruebas —Gordon agitó la hoja de papel que tenía en la mano—. El señor Wallace está seguro de haberlo encontrado.

Desmond no hizo ningún comentario, jamás desautorizaría a su mentor, pero Gordon tenía más fe en los conocimientos de su patrocinador que él. El señor Wallace no era científico ni estudioso, sino un hombre adinerado inmensamente ansioso por demostrar la existencia de los fantasmas. Y, como bien había señalado Thisbe unos minutos antes, era muy fácil creer en algo cuando uno quería hacerlo desesperadamente.

—Ahí mismo, míralo —Gordon golpeó el papel con un dedo y comenzó a leer—: «He visto con mis propios ojos una carta de un hombre llamado Henry Caulfield, escrita en 1692. En la carta, el señor Caulfield narra una visita al hogar de un tal Arbuthnot Gray, en la que afirma que Gray le mostró el «diabólico instrumento» de Annie Blue».

—¿Y con estas evidencias el señor Wallace pretende rastrear lo sucedido al Ojo después de aquello?

—No —Gordon casi se estremecía de la excitación—. El señor Wallace ya sabe dónde está. Está convencido de que permaneció en posesión de la familia Gray, pasando de generación en generación. Existe un testamento, escrito por la nieta de ese tal Arbuthnot, en el que lega a su hija «la colección de antigüedades, rarezas y curiosidades místicas, legadas a mí por mi madre». Es evidente que se trata de reliquias familiares y, sin duda, las conservarán aunque sea encerradas en un arcón. Así funciona la aristocracia. El señor Wallace está seguro de que está actualmente en manos de su descendiente, la duquesa viuda de Broughton.

A pesar de sus dudas, Desmond no pudo evitar sentir cierta emoción.

—¿El señor Wallace tiene intención de adquirirlo?

—Ya lo ha intentado —el rostro de Gordon se ensombreció—. Dice que le ha escrito tres cartas y no ha recibido respuesta alguna. Esperaba tenerlo en su poder antes de hablarme de él, pero se encuentra en un punto muerto y sintió que debía hacérmelo saber. Quizás esperaba que se nos ocurriera alguna idea sobre cómo conseguir el Ojo. Aunque no sé muy bien cómo iba yo a poder convencer a una duquesa si él no ha sido capaz de ello.

—Róbelo —sugirió Carson con desenfado.

—No seas tonto —Desmond puso los ojos en blanco.

—Lo digo en serio —protestó Carson—. El señor Wallace parece creer que no hay esperanza alguna de obtener ese objeto de la mujer.

—Sí, según él, la duquesa es rara y de trato difícil. Al parecer es una ávida coleccionista. Nunca se deshace de nada.

—Entonces ni siquiera se dará cuenta de que le falta —insistió Carson—. Es muy sencillo.

—Es ilegal —respondió Desmond.

—Bueno, si lo piensas bien, en realidad ya no pertenece a la duquesa, ¿verdad? —sugirió Benjamin Cooper desde el taburete en el que estaba encaramado, detrás de Gordon—. Quiero decir que Anne Ballew era la auténtica propietaria, ella lo creó. Sin duda le fue robado cuando la encarcelaron.

—Eso es verdad —asintió Gordon pensativamente.

—Anne Ballew era alquimista, los científicos de aquella época. Se dedicaba al conocimiento y al descubrimiento, igual que nosotros —señaló Albert Morrow, el otro científico de la habitación—. ¿No preferiría que tuviésemos nosotros el Ojo para poderlo estudiar, aprender de él, en lugar de que esté acumulando polvo en el ático de una vieja duquesa?

—Sí, sin duda lo preferiría —los ojos del profesor Gordon brillaron—. Con los años, Anne Ballew se había convertido en una obsesión para él—. Lo cierto es que sería como reclamar algo que la ciencia ha perdido.

—Aunque así fuera —señaló Desmond con ironía—, para la mayor parte del mundo sería un robo.

—Venga ya, Dez —los ojos de Carson miraban traviesos—. No seas un aguafiestas. ¿No sería estupendo tomar por una vez algo de la clase dirigente en lugar de al revés?

—Odio tener que recordártelo, pero tú formas parte de esa clase dirigente —espetó Desmond.

—En realidad no soy uno de ellos —contestó Carson sin darle importancia—. Mi familia no posee el apellido ni la fortuna necesaria para ser importante. No soy más que un adorno, un soltero al que se puede invitar para que equilibre los números o haga bulto en una fiesta.

—Supongo que no lo dirás en serio —con Carson siempre era difícil de saber. Desmond miró a los demás.

—No, por supuesto tienes razón —el profesor suspiró—. No podemos llevárnoslo, aunque ella no se lo merezca. Es que… no soporto pensar que está ahí mismo y que no podemos tenerlo.

—¿Por qué no le escribe a esa duquesa? —sugirió Desmond—. Seguramente solo contempla al señor Wallace como a otro adinerado caballero. Pero usted es un hombre de ciencia. Quiere estudiar el Ojo. Para usted lo importante es descubrir sus misterios, no poseerlo. Ella estará más dispuesta a prestar el Ojo a un hombre de ciencia para un noble propósito que a vendérselo a otro coleccionista. O puede que le permita estudiarlo en su casa, si no quiere alejarlo de ella.

—Pues… puede que tengas razón. Sobre todo si piensa que puede recibir alguna alabanza por ello.

—Ese es el principal motivo por el que la mayoría de los caballeros acceden a financiar un proyecto —afirmó Carson.

—Sí. Y yo sé cómo adularlos. El Señor sabe cuántas veces he tenido que hacerlo —Gordon se acercó a su escritorio en una esquina de la sala. Todos se situaron en sus respectivos puestos, aunque el continuo murmullo entre los compañeros de mesa sugería que no estaban muy concentrados en su tarea.

Desmond se sentó en su habitual puesto de trabajo junto a Carson y sacó del bolsillo el cuaderno de Thisbe, colocándolo junto al suyo. La escritura, al igual que ella, era pulcra y fresca. Pasó las páginas hasta llegar a la conferencia de ese día, resistiéndose a la tentación de echar un vistazo a lo demás que había escrito. Por supuesto no se lo habría prestado si contuviese algo que no quisiera que él viera.

—¿Has perdido también el abrigo? —preguntó Carson volviéndose hacia él. Siempre encontraba divertidos los olvidos de Desmond.

—No. Salí a toda prisa y me lo dejé. Llegaba tarde a una conferencia.

—No puedo por menos que admirar tus despistes —Carson rio por lo bajo y sacudió la cabeza—. Siento decir que yo no suelo olvidarme de mi propia comodidad —hizo una pausa—. ¿Mereció la pena?

—¿Qué? —Desmond levantó la vista de golpe antes de darse cuenta de que su amigo se refería a la conferencia, no a Thisbe. No existía ninguna posibilidad de que supiera lo de Thisbe. Y, comprendió, no sentía ningún deseo de hablarle de ella. Carson sería su amigo, pero Thisbe era algo que iba a guardarse para sí mismo, demasiado preciada para compartirlo con nadie—. Desde luego que sí. Fue muy interesante —a pesar de que no recordaba ni la mitad—. Seguramente asistiré a la siguiente.

Carson devolvió la atención a su experimento, y Desmond empezó a copiar las notas. Sin embargo, después de un rato, se detuvo y se volvió hacia su compañero.

—No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de robar el Ojo…

—Solo a medias —Carson rio—. No creo que sea capaz de llegar tan lejos, pero el Ojo no debería estar en posesión de una vieja dama que no sabe nada de Anne Ballew —miró fijamente a Desmond—. Sigues siendo escéptico sobre todo este asunto, ¿verdad?

—Todo se basa en la certeza de las suposiciones del señor Wallace de que el «instrumento diabólico» era realmente el Ojo y que su actual heredera aún lo tiene en su poder. Nadie lo ha visto nunca, mucho menos usado nunca. Ni siquiera sabemos qué aspecto tiene. De qué se trata.

—Eso es lo mejor. Tenemos mucho que explorar. ¿No te parece interesante?

—Por supuesto que sí. Me encantaría saber si esa mujer había descubierto el secreto para ver a los espíritus. Me encantaría ver cómo funciona, cómo hacer una copia. Pero… —Desmond se encogió de hombros—. No existe ningún dibujo, ninguna descripción, ninguna explicación. Solo historias. Leyendas. «La gran bruja Annie Blue». Mi tía me contaba todas las historias de Anne Ballew y sus poderes mágicos. Que era una bruja, que veía a los muertos y hablaba con ellos.

Desmond rememoró los viejos cuentos de su tía.

—También me contó que, si ves a una liebre correr por una calle, una casa de esa calle se quemará. Estoy dispuesto a creer que a nuestro alrededor existe un mundo espiritual que no podemos ver. Pero no creo en la magia. No hay ninguna prueba sobre el Ojo. Relatos populares fantásticos no constituyen la base de la ciencia.

—Ya, pero sí recibirían la aclamación popular si resultaran ser ciertos.

En ocasiones, el cinismo de Carson irritaba a Desmond.

—En tu opinión —alzó la voz con cierto tono de indignación, pero, tras mirar a su mentor, la bajó ligeramente—. ¿Crees que el profesor Gordon lo hace por la aclamación popular?

—Únicamente por eso no. Él quiere saber realmente, quiere ver a los espíritus. Pero seguro que no le importaría arrojárselo a la cara a todos los que le han denostado.

—Han sido muy injustos con él —concedió Desmond—. Posee la misma inteligencia, la misma mente científica, la misma dedicación de siempre.

—No debería haberlo anunciado a los cuatro vientos —Carson se encogió de hombros—. Afirmó que podía demostrar la existencia de los espíritus entre nosotros, cuando lo único que tenía eran algunas fotografías dudosas. Tú te sientes demasiado unido a él, tu adoración por él anula tu visión.

—Le debo mucho. Aceptó la palabra de un vicario de pueblo de que yo era capaz de realizar este trabajo, que me merecía una oportunidad. Pero ha ido mucho más lejos de lo que se esperaría de su amistad con el vicario. Me ayudó a ingresar en la universidad. Me tuteló a pesar de mi falta de financiación. Incluso me recomendó para trabajar en la óptica.

—Lo sé. Y le has recompensado al aplicar tu interés por la espectrometría al campo en el que el profesor Gordon necesita ayuda. Opino que la astronomía sería una elección más pragmática que la exploración del mundo de los espíritus.

—La espectrometría es de utilidad en múltiples campos. Lo que yo descubra aquí puede ser aplicado a la astronomía o a la química, o la física.

—Sí, pero no eres un auténtico creyente —señaló Carson—. Desdeñas los relatos sobrenaturales.

—¿Y tú no? —preguntó Desmond.

—Yo creo que existen importantes semillas de verdad que pueden encontrarse en relatos transmitidos de generación en generación.

—¿Monstruos y duendes?

—No, eso no —Carson hizo una mueca—. Pero sí espíritus que vagan después de que su tiempo ya haya pasado. ¿Son todos los relatos inventados? ¿No están basados en algo? Ese escalofrío que sientes sin más, esa zona helada en el pasillo, esa cortina que se mueve sin intervención de ninguna brisa…

Desmond recordó ese momento en el que despertó sobresaltado y se encontró a su hermana muerta, Sally, de pie junto a su cama, sonriéndole de esa manera tan suya. El involuntario escalofrío que recorrió su espalda cuando la tía Tildy le habló de la maldición de Desmond.

—Sé que es posible ver cosas, sentir cosas, que parecen imposibles. De eso me puedes convencer. Pero los relatos no bastan —hizo una pausa—. ¿Y tú qué? Casi siempre te muestras muy cínico. ¿Crees en esas cosas?

—Creo en Anne Ballew. Sé que existió. Sé que la gente le tenía miedo, que la reverenciaba. Sé que estaba muy adelantada a su tiempo. Creo que creó el Ojo.

—¿Y crees que lo utilizaba para ver a los muertos?

—Bueno, eso… —Carson hizo una mueca y sus ojos brillaron—. Eso es lo que tendremos que averiguar, ¿no?

Las palabras de Carson eran inocentes, pero permanecieron suspendidas en el aire, y Desmond no pudo negar el frío que rozó su espalda, como un gélido aliento.

Entre el amor y la lealtad

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