Читать книгу Entre el amor y la lealtad - Candace Camp - Страница 11

Capítulo 6

Оглавление

Era increíble que una sola mujer necesitara tanto equipaje para una visita, y hacía crecer el temor de que su abuela tuviera intención de vivir con ellos durante el resto de sus días. Pero la duquesa viuda siempre llevaba una enorme cantidad de ropa cuando viajaba. Y rara vez se movía sin llevar con ella el baúl de los «tesoros».

—¡Thisbe! —su madre se volvió hacia ella con una expresión de alivio grabada en el rostro—. Tu abuela está aquí.

—Sí, ya lo veo. Hola, abuela —Thisbe se adelantó para besar a su abuela en la mejilla.

La duquesa viuda no era especialmente corpulenta, pero de algún modo conseguía parecerlo. Sus cabellos eran plateados casi en su totalidad, los ojos, grises, y el rostro aún conservaba remanentes de su belleza de juventud. De no ser por la gélida mirada y la firmeza en la mandíbula, podría haber sido la imagen de una dulce y adorable abuelita.

Llevaba su habitual vestido a la moda y las joyas que tanto fascinaban a los gemelos. Un collar de oro rodeaba su cuello, a juego con la pulsera en un brazo y el brazalete de luto, encastrado con obsidianas, en el otro. Gruesos anillos decoraban tres de sus dedos, y alrededor de la cintura portaba una chatelaine de la cual colgaban sus quevedos de oro y otras «necesidades» como las sales, un espejito, pastillas digestivas, un pequeño costurero y unas diminutas tijeras, todo encerrado en ornamentados contenedores de oro. El dorso del espejo estaba encastrado en diamantes.

—Tu madre me dice que Theo no está aquí —se quejó la duquesa viuda mientras lanzaba una mirada acusadora a Emmeline.

—De haber sabido cuándo llegarías, estoy segura de que Theo habría insistido en estar aquí para darte la bienvenida —respondió Emmeline.

—Espero que no haya sido muy agotador el viaje —intervino Thisbe.

—Pues claro que lo ha sido. El tren era espantosamente ruidoso, capaz de enfermar a cualquiera. Habría preferido venir en carruaje, pero se lo dejé a Hermione.

—¿Lady Rochester estaba en Bath? —preguntó Thisbe mientras intercambiaba una mirada con su madre. Eso sin duda explicaría el repentino deseo de su abuela de hacerles una visita.

—Sí. Cree que los baños serán beneficiosos para su gota. Yo le expliqué que no comerse un plato de rosbif cada noche le haría aún más bien que los baños. Por supuesto no me hizo caso. Me sentí obligada a dejarle a ella el carruaje, dada su dolencia, y por eso vine en tren. Yo no soy de las que se queja —concluyó la duquesa viuda antes de proceder a hacer precisamente eso sobre la gente que viajaba en el tren, la incompetencia de los porteadores y la presencia de golfillos corriendo por la estación.

—Le estaba diciendo a la duquesa que debería subir a sus habitaciones para descansar después de tan terrible experiencia —le explicó Emmeline a su hija.

A Thisbe siempre le divertía que su madre y su abuela se molestaran tanto en evitar pronunciar sus respectivos nombres.

—Tonterías. Todavía no soy tan anciana como para necesitar echarme la siesta por las tardes. Demasiado sueño atonta el cerebro, ¿lo sabías? —la duquesa viuda se volvió y se dirigió hacia el salón formal, que apenas era utilizado por el duque y su familia.

—Menos mal que has llegado —Emmeline suspiró y se volvió hacia su hija—. Todos los demás están fuera. Bueno, Bellard está aquí, pero subió disparado por las escaleras traseras en cuanto oyó la voz de Cornelia. Y sospecho que Smeggars mintió al anunciar que Henry se había ido al club.

Siguieron a la duquesa viuda hasta el salón y la encontraron sentada en un sillón junto a la enorme chimenea.

—Aquí hace mucho frío.

—No solemos encender el fuego en esta habitación, dado que apenas la utilizamos —le explicó Emmeline—. Pero Smeggars hizo que encendieran la chimenea en cuanto supo de tu llegada. No debería tardar mucho en caldearse.

—¿Y dónde recibís a los invitados entonces? No me digas que seguís haciéndolo en esa monstruosidad roja.

—Prefiero el salón sultán, sí.

Cornelia soltó un bufido de desaprobación y echó un vistazo a su alrededor.

—Este es un salón majestuoso para celebrar recepciones. A mí siempre me gustó. Hoy en día no se encuentra gente que trabaje así —gesticuló hacia la repisa, y el panelado de la chimenea, de nogal labrado—. Yo solía venir aquí para hablar con el antepasado de Henry —sonrió con cariño al retrato de un hombre de aspecto adusto, vestido con ropa típica del siglo XVII.

—¿El viejo Eldric? —la voz de Thisbe se alzó incrédula—. Pero si lleva muerto doscientos años.

—Thisbe, vigila esos modales —la reprendió su abuela—. No deberías hablar de tus antepasados de ese modo tan impertinente. A fin de cuentas, Eldric fue el primer duque de Broughton.

—Lo siento, abuela. Yo solo, eh, me ha sorprendido saber que hablabas con él —Thisbe no sabía por qué le seguían sorprendiendo las peculiares creencias de su abuela—. Pensé que solo se… comunicaban contigo los seres más cercanos a ti.

—Por supuesto me comunico sobre todo con mi querido Alastair. Y mi madre viene a visitarme a menudo. Pero no son los únicos. Las sombras me alcanzan en muchos lugares. Ellos saben cuándo alguien tiene el don, como yo. Al igual que Olivia —la mujer ladeó la cabeza y observó atentamente a Thisbe—. Y, por lo que me cuentan, tú también tienes el don, al menos un poco.

Aquello era nuevo. Thisbe había oído durante toda su vida a su abuela presumir de su don. Le había dado escalofríos y hasta pesadillas siendo joven. Sobre todo en esa espeluznante ocasión en que Cornelia dijo que había visto la muerte de su cachorrito, un mes antes de que el animalito corriera a la calle y fuera atropellado por un carruaje. Las sentencias de la duquesa viuda ya no le provocaban escalofríos, pero la revelación de que ella poseía el mismo talento resultaba vagamente inquietante.

—Siempre has asegurado que Olivia lo poseía, pero de mí nunca dijiste nada.

—Es que yo tampoco lo creía —la duquesa viuda se encogió de hombros—. Pero madre me asegura que está ahí, todas las mujeres de nuestro linaje lo poseen. Aunque le resulta difícil creer que lo tenga Kyria. Esa niña, sin duda, se parece a ti —concluyó mirando a Emmeline.

—Sin duda —la duquesa sonrió con serenidad.

Quizás al final no resultara tan mala idea que Desmond conociera a la duquesa viuda. Estaba acostumbrado a su mentor, que creía en fantasmas. Quizás incluso querría estudiar a su abuela. Thisbe reprimió una sonrisa ante la idea.

—¿Dónde está Kyria? —Cornelia miró a su alrededor como si esperara descubrirla escondida en alguna parte—. Tenemos que hablar de su debut.

—Reed llevó a las demás chicas al museo. Lleva tiempo prometiéndoselo a Olivia.

—¿Kyria ha ido al Museo Británico? —Thisbe enarcó las cejas—. Pero si a ella no le gusta el museo, dice que la hace sentirse asfixiada.

—Solo las secciones de Egipto y el Creciente Fértil. Creo que es por las momias. Reed le aseguró que no iba a tener que visitar esa parte. Lo que ella quiere ver son las joyas antiguas. Además, sospechaba que Kenneth Duncan iba a venir de visita hoy.

—Desde luego Kyria tiene buen gusto para las joyas —reconoció la abuela de Thisbe—. En eso se parece a mí. Yo siempre he tenido fama por mi gusto para los accesorios. Cuando era joven, no se llevaban muchos adornos, ya sabéis, un camafeo o quizás una hilera de perlas. Gracias a Dios que eso ya pasó. Bueno, da igual. En realidad la que me preocupa es Thisbe.

—¿Yo? Abuela, te aseguro que estoy muy bien. No hay necesidad de que te preocupes por mí.

—Pero lo hago. Tienes que vestirte de largo.

—Yo no necesito la temporada —se trataba de una vieja discusión. Thisbe creía que su abuela la había dejado por imposible—. No quiero una puesta de largo.

—Tonterías. Todas las chicas necesitan una. ¿Cómo si no van a encontrar marido?

—Podría conocerlo durante una conferencia —sugirió ella con una sonrisa.

—¿Un intelectual? —preguntó Cornelia horrorizada—. No, no, yo me refiero a alguien adecuado. Alguien de tu clase. Un Moreland debe tener cuidado con casarse apropiadamente —concluyó mientras dirigía una significativa mirada a su nuera.

—En cualquier caso —Thisbe intervino apresuradamente—, ya se me ha pasado la edad para la puesta de largo. Tengo veintitrés.

—A eso me refiero precisamente —declaró Cornelia en tono triunfal—. Te acercas a una edad desesperada. Pronto serás considerada una solterona.

—¿Por qué no nos tomamos una copita de jerez? —Emmeline se puso en pie.

Por suerte su propuesta consiguió que se abandonara el tema y al poco empezó a llegar el resto de la familia, lo que le permitió a Thisbe liberarse de la carga de la conversación con su abuela. Se apartó para dejarle a su padre en el lugar que le correspondía, junto a su madre, e ignoró la mirada de dolor que le dirigió el hombre. Al poco rato pudo salir discretamente de la estancia.

No había manera de escapar a la cena y la posterior conversación en familia. Incluso el tío Bellard apareció, saludando a la duquesa viuda antes de sentarse en la silla más alejada de la presidencia de la mesa, satisfecho su sentido del deber. Aunque normalmente no solían practicar la costumbre de los hombres de tomar un brandy después de la cena, el duque la restablecía encantado cada vez que su madre los visitaba. Sin embargo, solo podían escapar durante un rato, antes de tener que cumplir con su deber y reunirse con las mujeres en el majestuoso salón.

La mente de Thisbe volaba mientras la conversación fluía a su alrededor. Levantó la mirada hacia el retrato del primer duque. Cuando era pequeña, creía que la duquesa viuda le contaba las historias de su comunicación con los muertos solo para llamar la atención. La práctica resultaba muy útil para atribuirle a otro los consejos que daba. Pero a los catorce años, Thisbe pasaba ante la habitación de su abuela una tarde y vio a la anciana conversar con el aire.

El recuerdo todavía le provocaba escalofríos. Le había resultado tan espeluznante como impactante, y allí comprendió que la duquesa viuda era realmente capaz de hablar con los muertos. Quizás no tuviera que preocuparse por si a Desmond le espantaba el título de su padre. Lo más probable era que huyera por culpa de su peculiar familia.

Más tarde, tumbada en la cama, intentando dormir, su mente regresó a la escena con su abuela de años atrás. Recordó la expresión atenta, incluso sonriente, de la mujer. Esa sonrisa era lo que más le había asustado. Aquella noche, Thisbe había echado el cerrojo de su puerta, aunque a saber por qué había creído que una puerta cerrada con llave podría protegerla de los fantasmas.

En todos los demás aspectos, Cornelia era normal. Dictadora y criticona, pero a la vez parecida a tantas otras. Y por eso resultaban tan espeluznantes las extrañas afirmaciones que dejaba caer de vez en cuando en las conversaciones. Lo hacía de un modo casual, como si hablar con los espíritus fuera de lo más común. Quizás su abuela estaba realmente loca…

Tenía calor, muchísimo calor. El calor la envolvía, comprimiéndola como un peso. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué estaba sucediendo? Oyó el crepitar del fuego a su alrededor. Un pesado y negro humo se elevó, ahogándola.

Tenía que salir. Tenía que encontrarlo, salvarlo.

A lo lejos oyó gritos, unos horribles sonidos de infinita agonía. En esa ocasión también iría a por ella. Lo sabía. Más cerca se oían gritos y burlas, el murmullo de la multitud conversando. Sentía su odio, sentía su excitación. Querían asistir al espectáculo de su muerte.

—Ayudadme. Mi hijo. Ayudadme. Por favor.

El crepitar se hizo más fuerte, el aire tan caliente que le rasgaba los pulmones. La leña ardía en llamas, el fuego alcanzando los troncos más grandes y pesados. Ella intentó apartarse de las llamas, pero no podía moverse. Desesperada se retorció y se giró, aunque en vano.

Tenía algo sujeto alrededor de la cintura, atándola con fuerza al duro poste contra su espalda. Sollozando, tironeó de la gruesa cuerda, clavando las uñas y tironeando desesperada. Las muñecas también estaban atadas, dificultándole alcanzar la cuerda más gruesa y rugosa.

Alzando el rostro hacia el cielo, gritó:

—¡Suéltame!

Thisbe despertó sobresaltada. Su corazón latía alocadamente, el estómago encogido de terror. Estaba empapada en sudor. El recuerdo del humo y el fuego era tan vívido, tan aterrador, que saltó de la cama y abrió la puerta que daba al pasillo para comprobar si había fuego. No se veía ningún resplandor. No olía a humo. Solo había sido una pesadilla.

Una pesadilla de lo más extraña. No había habido ni carreras ni caídas, ni la alocada sensación de llegar tarde que solía protagonizar la mayoría de sus pesadillas. Todo había sido fuego y miedo. ¿Por qué había soñado con fuego? En la casa no había ningún fuego, ni olía a humo. La habitación estaba fría. Thisbe sentía simplemente un racional temor al fuego. Y nada de lo sucedido durante ese día había tenido que ver con el fuego.

Más concretamente, ¿Por qué había soñado que ardía en la hoguera, pues sin duda era eso lo que había visto, atada a un poste, rodeada de fuego? En sus sueños, el peligro solía ser una nebulosa, incluso algo desconocido. Pero esa pesadilla había sido vívida y con muchos detalles, hasta un extremo inusitado.

Era fácil entender por qué había suplicado ayuda. Pero ¿por qué había dicho «mi hijo»? No tenía ningún hijo, ni lo tenía nadie cercano a ella. Y lo más inquietante era que la voz que había oído no era la suya.

Era más bien como si hubiese estado soñando la pesadilla de otra persona.

La idea le provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Thisbe comprendió que tenía frío, allí de pie, vestida únicamente con el camisón de algodón. Corrió de regreso a la cama, frotándose los brazos… y dio un respingo ante el dolor que sintió en la yema de los dedos. Frunciendo el ceño, encendió la vela de su mesilla de noche y se miró las manos. Las uñas estaban rotas, una de ellas arrancada y la punta de los dedos roja y en carne viva.

Como si hubiese estado tirando de una áspera cuerda.

Desmond miró por uno de los oculares del artilugio que tenía frente a él. En fin, la idea no había funcionado. Alzó la cabeza y consideró el problema mientras dibujaba distraídamente sobre el papel que tenía ante él. Era sorprendentemente inmune al desaliento, considerando que su más reciente intento de construir un instrumento espectrográfico había fracasado. Pero era muy difícil sentir algo que no fuera optimismo. El domingo iba a ver a Thisbe. Sonrió para sus adentros.

Encontrarse en una sala de lectura no era precisamente lo ideal. Claro que podrían dar un paseo después y charlar, pero iba a echar de menos esa hora sentado a su lado, profundamente consciente de su presencia. También tenía un toque furtivo, como si estuvieran organizando una cita, lo cual, supuso, era verdad, con la diferencia de que estarían a la vista de todo el mundo en lugar de ocultándose en un sitio más íntimo.

Deseó con toda su alma poder verse con ella en privado. Pasear, charlar y reír con ella era maravilloso. En su vida había reído o sonreído tanto como cuando estaba en su compañía. Pero deseaba desesperadamente tocar su brazo, tomar su mano, aunque esa mano estuviese enguantada. Y, sobre todo, se moría por abrazarla, por sentir su cuerpo en sus brazos, por aspirar el aroma de su cuerpo. Por besarla.

Desmond se removió en la banqueta. Era una tontería pensar en ello. Nada bueno podría surgir de ese romance y debería disfrutar del momento, tomar lo que tenía, sin pensar en lo que quería y en los obstáculos que había entre él y ese futuro deseado. Lo cierto era que todos esos obstáculos se reducían a un solo: era un hombre sin futuro.

Suspiró y arrojó a un lado el lápiz, la molesta pregunta que lo había estado rondando durante todo el día regresando a su mente: ¿Por qué había querido Thisbe que se vieran en el museo? ¿Por qué no había sugerido que la visitara en su residencia? ¿Por qué nunca le permitía acompañarla hasta su casa?

Sus motivos siempre eran lógicos: él debía regresar a su trabajo, hacía frío y no llevaba su abrigo… Y así una tras otra. Pero Desmond no podía evitar pensar que ella no quería que supiera dónde vivía.

Se le ocurrían varios motivos para eso, y ninguno jugaba a su favor. El peor de todos era que se avergonzaba de él. El más desgarrador, que estaba casada. Y entre medias había unos padres estrictos que no le permitían recibir la visita de un hombre, la vergüenza por el lugar en que vivía, o por algún miembro de su familia. Desgraciadamente, los motivos del medio eran los menos probables. Un padre estricto no permitiría que su hija asistiera sola a conferencias, mucho menos que pasara fuera toda una tarde. Era evidente que amaba a su familia, y hablaba de ella siempre con afecto. También vestía demasiado bien para vivir en una choza.

El motivo más obvio era que no quería que su familia lo conociera. Incluso el más permisivo de los padres desaprobaría que su hija fuera cortejada por un hombre sin futuro y, siendo un intelectual, a su padre sin duda le desagradaría profundamente conocer a un hombre que no hubiese estudiado en Oxford, como había hecho él mismo y los hermanos de Thisbe. Peor aún, él no había conseguido permanecer un curso entero en ninguna universidad.

En Thisbe había una cualidad refinada, que seguramente se extendería a toda su familia, de la que él carecía. A pesar de su cultivado lenguaje, del poco acento de Dorset que conservara, su discurso carecía de ese tono que desvelaba el refinamiento. Su ropa era barata, su pelo desaliñado. Su pasado… Bueno, lo cierto era que no tenía nada de lo que enorgullecerse, aparte del hecho de haber conseguido dejarlo atrás.

Era la clase de hombre que perdía los guantes, que olvidaba el abrigo aunque hiciera un tremendo frío, que nunca sabía qué hora era y a menudo llegaba tarde, y que podía pasarse horas hablando sobre un tema que aburría a todo el mundo. Jamás conseguiría ganar dinero suficiente para mantener a su familia, y el poco dinero que conseguía ganar solía gastarlo en un libro o en sus investigaciones. En resumidas cuentas, no era un hombre al que una chica querría presentar a sus padres.

Bueno, pues desde luego había conseguido desinflar el balón de su felicidad. Desmond regresó a su instrumento fallido. Seguramente iba a tener que desmontar todo el artilugio.

Justo en ese momento la puerta del laboratorio se abrió de golpe, llevando al interior un golpe de aire invernal. Carson entró con una amplia sonrisa en su cara.

—Tengo noticias. Le van a encantar, profesor Gordon.

—¿En serio? —Gordon se levantó de la mesa y se colocó las gafas—. ¿Has descubierto algo?

—Así es —tras conseguir la atención que deseaba, Carson se acercó despacio a su mesa y se quitó el sombrero mientras a su rostro asomaba la expresión del gato que acababa de comerse al canario—. He sabido que la duquesa viuda de Broughton está en la ciudad.

Entre el amor y la lealtad

Подняться наверх