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Capítulo III Frenesí (Artie Shaw)

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En Dover se construyó un gigantesco refugio subterráneo en la zona de los acantilados, donde se alojarían casi doscientos soldados que debían hacerse cargo de un grupo de cañones situados allí para su defensa. Churchill sabía que, si Hitler invadía las islas, lo haría a través de ese punto por ser el más cercano a la Europa continental. Si los alemanes llegaban a abrirse camino a través de la inquebrantable muralla blanca de su encrespado relieve, lograrían hacerse con el control de Inglaterra, por ello la necesidad de crear ese refugio. Los combatientes responsables de aquella batería deberían mantenerse con vida a toda costa, resistiendo los durísimos bombardeos navales y aéreos que tendrían lugar allí ante un posible ataque.

A más de veinte metros bajo tierra se llegó a crear una pequeña ciudad subterránea, una red de túneles forrados por láminas de metal y vigas de hierro donde los soldados deberían sobrevivir durante semanas, quizá meses. Comenzaron a excavar el 20 de noviembre de 1940 y tardaron solo unos cien días en terminarlos. Aquella impresionante construcción fue visitada incluso por el mismísimo primer ministro. Allí había hasta un pequeño hospital, al cual fuimos destinadas Vera y yo, convirtiéndonos a las pocas semanas en compañeras inseparables por el simple hecho de haber vivido juntas nuestra primera experiencia como voluntarias de la Cruz Roja.

El día de la inauguración incluso se nos obsequió con algo de maquillaje. La señora Anderson, una enfermera veterana de la Gran Guerra y jefa de nuestra unidad, nos dio la orden de lucir hermosas y profesionales. Según las directrices que le habían llegado, era muy importante que nuestra presencia fuera destacable, lo que todas entendimos como que vendrían a hacernos fotos para que nos viesen en los periódicos. Aquella mujer nos hacía reír porque siempre nos hablaba rodeándonos en círculos, pasándonos revista una a una como si fuéramos soldados, obsesionándonos con sus disciplinados protocolos de desinfección e higiene. No solo debíamos ir perfectamente uniformadas, también debíamos enseñarle nuestras manos, concentrándose sobre todo en las uñas, que no debían ser largas ni estar pintadas, para poder ver la suciedad que había debajo. La cofia, elemento indispensable para ella, debía recoger todo el peinado. Algo que a mí siempre se me resistía por culpa de mi particular flequillo.

—Recójase el cabello, señorita —me ordenaba como si fuese algo fácil de conseguir.

—Sí, señora Anderson —respondía con voz apagada mientras Vera alargaba su brazo para darme una de sus horquillas.

Ese día nuestra superiora estaba muy nerviosa, y nos trasladaba a todas ese estado de agitación. Llegó a revisarnos más de cuarenta veces, forzándonos a sonreír como payasos cada vez que lo hacía. Tan ridículo nos pareció todo aquello, que Vera esperó estar a sus espaldas para estirar sus labios hasta conseguir un rictus imposible. Algo que hizo que muchas de las que estábamos allí rompiésemos a reír de repente. Por supuesto, el rostro de Vera cambió de inmediato cuando la supervisora se dio media vuelta para comprobar qué era lo que nos había hecho tanta gracia.

—¿Tiene algo que decir, señorita Adams? —le preguntó con la sospecha firme de que había sido ella la culpable de aquella distracción en el grupo.

—Por supuesto que no, señora Anderson. Estoy impaciente por conocer a sir Winston Churchill, ¿usted no? —respondió pizpireta mientras jugaba con la falda de su uniforme gris, demostrándole con absoluta credibilidad que era del todo inocente.

Nos dijeron que no nos pusiésemos el delantal blanco que llevábamos durante las curas, para que estuviera bien presente la cruz roja que teníamos todas cosida a la altura del pecho.

Aunque el recuerdo de Dunkerque estaba aún muy vivo en nuestra memoria, comprobar que muchos de los soldados que habían venido con nosotras en ese barco se estaban recuperando nos dio ánimos para seguir con el día a día. Vera siempre se las ingeniaba para estar a mi lado y salir en mi ayuda cuando lo necesitaba. Solía explicarme con paciencia infinita cada una de las cosas que nos mandaban hacer. Fue una gran amiga, y actuó como una verdadera profesora conmigo, obligándome a escondidas a repetir una y otra vez el mismo vendaje en ocho hasta que me salió tan perfecto como el suyo. A veces me sorprendía la seguridad con la que se ponía a trabajar, siendo tan rigurosa como la señora Anderson en los procesos a seguir, algo que no cuadraba en absoluto con su carácter. Como en aquella novela de Stevenson, parecía haber dos mujeres completamente distintas dentro del mismo cuerpo: una enfermera de naturaleza seria y profesional cuando se vestía con el uniforme, la otra una muchacha díscola y jaranera cuando se alejaba de su puesto de trabajo.

Vera era mayor que yo, llevaba ya cinco años ejerciendo el oficio y se notaba en sus manos expertas las horas que había dedicado a la enfermería. Admiraba sus minúsculos puntos de sutura, apenas perceptibles, que me avergonzaban cada vez que pensaba en el pobre hombro de aquel sargento en Dunkerque. También era especial su manera de tratar al paciente, sin perder la atención sobre su estado mientras los aseaba con ternura y sin recelo, algo en lo que a mí me faltaba todavía bastante soltura. Se dirigía a ellos por su nombre, siempre en un tono armonioso, que animaba a cualquiera. Incluso se atrevía a coquetear con los más diestros, pero sin olvidar de ningún modo el código moral que nos habían impuesto. Era certera hasta en la escrupulosa forma de colocar el material antes de una operación, haciéndome repetir uno por uno, hasta el aburrimiento, el nombre de todo lo que allí desplegábamos sobre la bandeja como en una exposición.

En esos atareados días también pude conocer su historia, que no era muy diferente a la mía. Se unió a la Cruz Roja al día siguiente de saber que su prometido había fallecido, por eso odiaba tanto la guerra. Decía que había roto sus planes y los de mucha más gente. Se iba a comprar una casa, tener hijos… ¡pero ahora solo Dios sabía cuándo podría hacer todo eso!

—Las cosas no volverán a ser como antes, Leah —dijo mi compañera después de subir los ciento veinticinco escalones que nos separaban del exterior.

Nosotras, al no ser oficiales ni pertenecer a ninguna autoridad británica, no teníamos permiso para descansar bajo tierra. Tampoco nos entusiasmaba mucho esa idea, pues aquel sitio era un poco claustrofóbico.

Lo primero que hacíamos al salir era mirar el cielo. Aunque estuviera plagado de nubes, nos sentíamos felices al respirar por fin aire puro, y entonces nos mirábamos y sonreíamos. Era nuestro mejor segundo en el día..

—¡No seas tan pesimista, Vera! Pues claro que volverán a ser como antes. Y antes de lo que tú crees te verás de nuevo comprometida. Eres bonita, lista, trabajadora. Estoy segura de que pronto conocerás a tu próximo pretendiente.

En realidad los tenía, y muchos, pero no se ajustaban a su ideal de hombre perfecto. Es decir, con dinero. El suficiente como para dejarle una buena pensión si se quedaba viuda. Así de práctica era mi amiga, para ella el amor poco importaba en tiempos de guerra.

—Últimamente los únicos hombres interesantes que conozco están demasiado ocupados para preocuparse por esas cosas —murmuró mirando sus zapatos demasiado gastados, al igual que los míos, y pensando en algún doctor que le traía de cabeza esos días.

Si se hubiesen casado el mismo día en que se lo pidió su prometido, me decía, habría podido salir adelante sin necesidad de seguir trabajando como enfermera. Pero él quería presentársela antes a su madre.

—¡El muy estúpido! —maldecía por lo bajo.

Así era Vera. También me confesó, en una de esas interminables conversaciones mientras cortábamos gasas para hacer vendas, que nunca tomó precauciones con aquel chico, ya que deseaba quedarse embarazada a toda costa. Pero eso, me aconsejaba, no era del todo correcto:

—Puedes enfermar, ya sabes.

Pero la verdad es que yo no sabía a qué se refería.

De nuevo tenía que lamentar no haber prestado demasiada atención en las clases de patología. Nadie, hasta que conocí a Vera, me había hablado tan claro de ciertos temas como el sexo. Muchas chicas huérfanas, como mi amiga, confiaban en un embarazo para que la familia de él las acogiera en su casa de manera inmediata sin oponer resistencia. La sangre es la sangre, me repetía. Pero sin bebé a la vista, ni anillo en el dedo, no tenía un sitio donde caerse muerta, y por eso no tenía otra salida que seguir ejerciendo como enfermera.

A pesar de esa frivolidad que la caracterizaba, me daba pena. Anhelaba tener una familia o formar parte de una, y ese sentimiento era algo que no podía compartir con ella. Yo, a pesar de lo que había hecho, seguía muy unida a mis padres. Incluso a mi hermano. Por eso la atraje hacia mí con el brazo para consolarla mientras nos adelantaban por el camino un par de vehículos del ejército.

—Gracias a Dios que te tengo a ti —ronroneó en mi oído mientras un par de soldados, sentados en la parte trasera, nos saludaron sonrientes.

La ciudad estaba en el punto de mira de ingleses y alemanes. Dover se había convertido en ese lugar estratégico que todos marcaban en rojo en sus mapas, y por ello el refuerzo armamentístico en la zona era más que sobresaliente.

De pronto, un joven se interpuso en nuestro campo de visión, haciéndonos parar en seco. Nos miró desde arriba, ya que era mucho más alto que cualquiera de nosotras, y se despidió diciendo:

—¡Os esperamos, chicas!

Vera me arrancó el papel de la mano y comenzó a leer en voz alta:

—«Celebra con nosotros la noche de fin de año». ¡Oh, cielos, Leah! Esto es maravilloso. Dime, ¿desde cuándo no bailas?

Preferí no responder. A la última fiesta que había asistido fue al cumpleaños de mi hermano, en la que tuve que retirarme sobre las seis, precisamente antes de que comenzasen a bailar.

—No, Vera. Olvídate de mí.

—Pero ¿qué dices? ¡Esto es una oportunidad de oro!

A pesar de mis insistentes negativas, Vera estaba dispuesta a salir de todas maneras, llevándome a rastras si fuera preciso. No le valían las excusas del tipo: no me apetece, no tengo nada que ponerme o no sé bailar, aunque todas fueran ciertas.

Desde Dunkerque no habíamos podido regresar a casa debido a los bombardeos. Mis padres, recuperándose del disgusto que había supuesto para ellos el que me hiciese voluntaria, preferían que siguiera trabajando en un refugio militar subterráneo. Ellos no podían ofrecerme tanta seguridad, aunque quisieran, ya que habían tenido que guarecerse en el metro en alguna ocasión después de mi marcha. De modo que yo solo contaba con un vestido negro para ir a esa fiesta, el mismo que mi madre me había comprado para el entierro de mi hermano. Vera criticó el color, porque decía que estaba harta de que todo tuviera que ver con la muerte, pero prometía que esa noche podríamos resarcirnos después de tantas horas de trabajo:

—Vamos a emborracharnos y a divertirnos como nunca —decía con esa sonrisa ladina con la que lograba que la invitasen a todas las copas que quisiera.

Yo la escuchaba entretenida, porque realmente estaba emocionada por aquel acontecimiento, aunque no estaba muy segura de querer hacer lo mismo. Desde mi punto de vista, debía seguir guardando un tiempo de duelo por Frank, aunque ella no lo hiciera por su prometido. Además, no era propio de una señorita fumar o beber en público, o eso era lo que me habían enseñado en casa. Sin embargo, Vera se moría por tener un cigarrillo en los labios.

Creo que no hace falta que os diga que terminó convenciéndome, nadie podía ponerle freno cuando se obstinaba en algo. Era una chica muy apasionada y vehemente, como ya habéis podido comprobar. Sus manos de nuevo obraron milagros en mí, cual hada madrina, haciendo de mi vestido una verdadera obra de arte: frunció con ligereza un escote generoso, cogido con un aplique de flores que le había quitado al suyo, de un rojo muy vivo, al igual que el carmín que nos regalaron en el hospital y con el que volvimos a pintarnos esa noche.

—¡Mírate en el espejo, Leah! Se van a caer de culo cuando te vean. —Los piropos de mi amiga me hicieron sonreír, estaba segura de que exageraba para que me sintiera mejor, pero cuando me vi frente al espejo no pude creérmelo. Había un drapeado muy coqueto en los laterales de mi vestido que conseguía que en mis caderas se marcasen unas curvas que ni siquiera sabía que tenía. Me gustó verme tan mayor, casi tan guapa como ella. Vera me obligó también a pintarme un sombreado en las piernas para dar la impresión de que llevábamos medias, algo que por descontado no podía ser cierto, ya que todo el nailon se destinaba para la fabricación de los paracaídas.— ¿Ves lo preciosa que eres? —preguntó agarrándome por detrás, obligándome a no apartar la vista de mi propio reflejo.

Vera tampoco se olvidó de mi última pega, así que le pidió prestado el tocadiscos a la casera de la pensión donde nos alojábamos, jurándose a sí misma que saldría de allí bailando como Ginger Rogers.

El salón de la señora Haussmann se llenó de color cuando empezaron a oírse las primeras notas del conocido Anything goes de Cole Porter que nos había vuelto locas años atrás, y aunque no era precisamente ese el tipo de música que escuchaban los jóvenes en ese momento, algunas huéspedes algo metiditas en carnes lo celebraron bailando junto a nosotras sin mucho sentido del ritmo. Dichosas durante unos instantes, radiantes de felicidad a pesar del fatídico destino que nos esperaba, dimos vueltas como peonzas alrededor de butacas y sillones hasta caernos al suelo muertas de la risa. Fue una gran tarde y siempre la recordaré con una sonrisa en los labios. Vera era una criatura muy necesitada de amor, pero también muy generosa al otorgarlo, y solo gracias a su compañía superé aquel primer período de mi vida como mujer independiente.

Al llegar el ocaso, mientras nos poníamos los abrigos para acudir a aquella fiesta de fin de año, Vera se percató de mi silencio. Para ella era solo una fiesta más, para mí toda una prueba de madurez. Así que, tras comprender la causa de mi nerviosismo, quiso animarme con su peculiar estilo mientras salíamos a la calle:

—¡Vamos, Leah! No tengas miedo. Hablar con chicos tampoco es tan difícil, en realidad serás tú la que hable mientras ellos te miran. Ya lo verás, te van a comer con los ojos en cuanto te vean con ese vestido.

Aquel comentario terminó helándome la sangre, y esa desagradable sensación que consiguió erizarme el vello de la nuca nada tenía que ver con aquella estrepitosa bajada de temperatura.

Vera podía cambiar mi físico a su antojo, pero no alejaría de mí tan rápido esa timidez que me caracterizaba. Incluso con bucles en el pelo y carmesí en los labios, era una chica que seguía mintiendo al decir su edad, porque sentía que todo aquello me venía demasiado grande. Me veía como una intrusa, viviendo la vida de otra chica que no era yo, porque de no estar en guerra jamás habría salido tan pronto del arrullo de mis padres.

Fue mi primer gran baile. Los acontecimientos sociales habían ido espaciándose en el tiempo mientras yo llegaba a la mayoría de edad, hasta que se anularon por completo cuando por fin se me permitió acudir a ellos. Por eso no conseguía ser tan ágil como Vera para deshacerme del interés de algunos soldados, ya que mis oportunidades de coquetear con el sexo opuesto se habían visto seriamente mermadas desde el principio. Ni siquiera Frank me había podido ayudar en eso. Algunos cumpleaños y poco más, esas fueron las únicas oportunidades que tuve para flirtear con alguien, momentos que, si llegaron a ocurrir en el pasado, ni siquiera tuve la astucia de reconocerlos. En esas fiestas solía ir siempre con mi amiga Jane y las demás chicas, el mejor escudo para cualquier chico que estuviera al acecho.

Al llegar a aquel viejo casino, convertido ahora en un enorme salón de baile repleto de gente joven, supe que había cometido un grave error. La mayoría de aquellos chicos, vestidos con su uniforme junto a una gran sonrisa, me hicieron estremecer. Todos, sin excepción, me recordaban a mi hermano muerto.

—Huele —me susurró Vera al oído, obligándome a mirar a nuestro alrededor mientras aspiraba el aire de aquel ambiente—. Este es el olor de esa hormona masculina que nunca te acuerdas de cómo se llama.

—Testosterona —respondí aturdida. Olía muy bien nada más entrar, a cuero y a loción de afeitado, algo que no pasaba desapercibido para nadie.

—¡Por todos los santos! Pero ¿qué estoy viendo? —prorrumpió un chico a mi derecha mientras dejábamos nuestros abrigos—. ¿Es que han abierto las puertas del cielo? Chicos, mirad, creo que dos ángeles se han escapado…

Disimulé mi estupor agachando la cabeza y escondí el rostro bajo mi pelo. Habría preferido pasar de largo y obviar aquel comentario, pero Vera no tardó en responder.

—Las puertas del cielo no lo sé, pero las del infierno las han dejado bien abiertas y esta noche más de un demonio anda suelto.

A eso me refería. Ni en cien años yo podría haber dicho aquello. Y con esa galanura que la caracterizaba, salió meneando su trasero mientras me cogía del brazo, dejando a aquel muchacho con la boca abierta.

Después de semejante recibimiento, todos los soldados nos dejaron pasar sin dejar de mirarnos. Odié esa sensación. Me sentía completamente rodeada e indefensa ante sus ojos, que nos repasaban de arriba abajo. Había pilotos de la RAF, marineros de la Royal Navy y todas las escalas posibles de la infantería británica. Yo nunca había contestado a nadie y menos de esa manera tan desvergonzada. Mi madre siempre me había dicho que debía evitar ese tipo de comentarios, que un hombre con educación no le hablaba así a una mujer. Sin embargo, estaba claro que a Vera nadie le había dicho nada parecido.

—Olvídate de los que te llamen encanto, cielo o nena. Si quieren bailar contigo, lo primero de todo es que se acuerden de tu nombre. Merecemos un poco de respeto, ¿me has entendido?

—Sí, claro —asentí un poco mareada; acababa de aspirar el humo de mi primer cigarrillo, y la tos no me dejó decir más.

—¡No te tragues el humo!

—¿Y ahora me lo dices? —traté de preguntarle mientras la seguía.

—Huye de los moscones con las manos demasiado largas, y si te gusta el chico, que sea él quien te invite a una copa. Pero no te la bebas muy rápido, por mucha sed que tengas, puedes marearte de verdad y te digo por experiencia que después pronto todo dejará de ser divertido.

—Nunca he probado el alcohol —confesé mientras me fijaba en cómo ella apartaba la ceniza de su cigarro, e intenté hacerlo de la misma manera, aunque para nada mis gestos resultaban igual de sensuales que los suyos.

—¡Vaya por Dios! Entonces será mejor que empecemos a beber cuanto antes. ¿Dónde está ese maldito camarero?

Vera se separó de mí unos pocos metros para dirigirse a la barra, y después de haber escuchado con atención todas sus indicaciones, me sentí muy sola a pesar de estar rodeada de gente.

Humedecí mis labios con torpeza, intentando deshacer ese nudo de mi garganta y tragar algo de aquel terrible temor que sentía. Todos aquellos muchachos eran tan jóvenes y decididos que resultaba hasta doloroso pensar en ellos como futuras víctimas de la guerra. Era evidente que la mayoría nunca habían estado en el frente, ni siquiera sabían lo que era eso, aunque estuvieran practicando durante horas en aquella base militar. Estaba segura de ello porque sus rostros eran muy diferentes a los que habíamos visto en Dunkerque. Esos soldados aún tenían humor para contarse chistes y brindar los unos con los otros, me miraban como si fuera una mujer, no una enfermera que podría salvarles la vida.

—Vera, creo que debería irme —murmuré deprimida sin que pudiera escucharme.

No estaba de humor para fiestas de ese tipo. La guerra devolvía hombres destrozados, tanto física como moralmente. Yo lo había visto en una sola jornada y el patrón se repetía en el hospital donde trabajábamos. Muchos de los que ahora se reían con ganas en aquel casino no saldrían vivos. ¿Cómo iba yo a hablarles a la cara sabiendo eso? Porque ellos querían ir al frente, aunque su destino fuera la muerte, como le pasó a mi hermano.

Ese era su deber, su obligación.

Por supuesto, pensar así desde el principio no me hizo ningún bien. Vi a lo lejos a Vera aceptar la propuesta de un joven piloto mientras ambos esperaban en la barra a ser atendidos. Querían bailar la próxima canción, fuera la que fuese, y olvidaron sus copas mientras se alejaban cogidos de la mano hacia la pista de baile. Miré entonces a mi espalda y, asustada por si su compañero decidía hacer lo mismo conmigo, utilicé unas cortinas que se recogían en una esquina para ocultarme tras ellas. Algo infantil y bastante estúpido, lo sé, pero fue lo primero que se me ocurrió para escapar de mi propio tormento.

«Aquí no me verá nadie», pensé feliz mientras echaba un vistazo en todas direcciones, con el firme propósito de resultar invisible para el resto del mundo.

No quería bailar, tampoco conocer chicos. Mi sonrisa resultaba muy falsa cuando me ponía nerviosa y no me gustaba nada la idea de fingir que me lo estaba pasando bien, cuando no podía ser así en absoluto. Porque por mucho que lo intentase, no podría olvidar lo que estaba pasando más allá de esas cuatro paredes. Aunque esos chicos estuvieran deseando enfrentarse a ello cara a cara, yo ya sabía cuál sería el resultado. Solo me quedaba rezar para que todos ellos pudieran regresar a sus casas lo más pronto posible. Los últimos bombardeos sobre el país habían conseguido que los pocos hombres jóvenes que aún no parecían dispuestos a marchar a la guerra terminasen alistándose para sumarse al resto. Al parecer, no había otra forma de frenar esa locura. Deseé que ninguna de las amenazas que se dibujaban en mi mente se hiciera realidad, pero por un segundo me imaginé rodeada de heridos. Temblé aterrorizada por aquella espantosa visión. No quería aguarles la fiesta, ellos pretendían pasar un buen rato con alguna chica y estaba claro que yo no iba a ser su mejor compañía. Lo más acertado sería irme.

Miré mi pequeño reloj de pulsera. Esperaría quince minutos más para avisar a mi amiga de que me marchaba. Conocía demasiado bien a Vera y, si se lo decía en ese momento, podía ponerse pesada, obligándome a bailar con alguno de sus nuevos amigos. Podría decirle que no me encontraba bien, lo cual no sería del todo mentira. Toqué mi frente: no tenía fiebre, pero sentía escalofríos. Me abracé a mí misma, echando de menos mi abrigo, y seguí espiando a mi alrededor, pues era la mejor forma de pasar el tiempo en aquel sitio.

Estaba segura de que Vera encontraría a alguien que la llevase de vuelta a casa después de la medianoche. Se la veía muy desinhibida, rodeada de chicos que la colmaban de atenciones sin acordarse de mí ni un segundo. Envidiaba su desparpajo, esa soltura con la que encandilaba a todo el mundo. Con un guiño, unas palabras y un beso, los tenía a todos en el bolsillo. Aunque, en realidad, no me gustaba nada lo que hacía. Muchos de esos pobres muchachos se enamoraban de verdad de aquella chica divertida que fingía ser, sin embargo, ella no parecía muy interesada en comprometerse. No si ninguno tenía el dinero suficiente como para mantenerla.

Me entretuve mirando también los vestidos de las otras chicas, los golpes en la espalda que se propinaban los soldados mientras las dejaban pasar, como hacía un momento habían hecho con nosotras. Agazapada desde mi cómodo escondite, podía apreciar ese espectáculo sin perder detalle, y me gustaba observarlos a todos segura de que ninguno de ellos repararía en mí. Me fijé incluso en las lamparillas diminutas de aquel gran salón que, colocadas en cada recodo, iluminaban de una forma muy agradable ese sitio en el que jamás había estado.

Giré la cabeza al escuchar las carcajadas de un par de jóvenes. Miraban sin disimulo a un grupo de enfermeras que acababan de entrar y parecían dispuestos a ir tras ellas.

—¡Empieza la diversión! —se aventuró a decir uno de ellos mientras las seguían.

Sí, era cierto. El ambiente se caldeaba. Las botellas de champán no paraban de circular de un lado para otro, servidas sobre enormes bandejas de plata, y la orquesta tocaba desde de un improvisado escenario de madera con una sonrisa permanente. Sin darme cuenta, se me olvidó mi promesa de marcharme de allí. Pasaron más de veinte minutos y yo seguía fijándome en todo, contagiada por la emoción de aquellas parejas que llenaban cada vez más la pista de baile.

—Escondida detrás de esas cortinas va a ser difícil que alguien la invite a bailar, enfermera Johnson —me dijeron por detrás, y esa voz tan familiar hizo que me ardieran hasta las orejas.

No hizo falta volverme para saber de quién se trataba. Había pasado el tiempo, pero aún lo recordaba a la perfección. El sargento James Baker ahora vestía de manera impecable, engominado hacia atrás, y con esa leve sonrisa que lo hacía tan apuesto. Muchísimo más que la primera vez que nos vimos. Tragué saliva cuando sus ojos se cruzaron por fin con los míos, deteniéndose en ellos agradecido por disfrutar otra vez de mi compañía. De nuevo esa mirada perturbadora se preguntaba qué hacía yo allí. Me llevé las manos al estómago de lo nerviosa que me puso su repentina presencia, y sé que en algún momento tuve que respirar hondo, aunque él solo percibió cómo mi pecho subía y bajaba débilmente. No perdía detalle. Sus ojos grises se deslizaron con un movimiento lánguido entre los pliegues de mi vestido, recorriéndome de arriba abajo, mientras yo, supongo, hacía más o menos lo mismo desde el otro lado. Con el uniforme sin una gota de sangre, y su sombrero bajo el brazo, se le veía aún más guapo de lo que yo le recordaba. Creo que ambos nos llevamos una agradable sorpresa al volver a vernos en mejores circunstancias, por eso acortó los pocos metros que nos separaban en un suspiro.

—¿De quién se esconde? —preguntó burlón. Se había colocado justo a mi lado, apoyando su espalda en la pared para imitar mi postura, ahora tan inadecuada.

—De nadie —acerté a decir mientras me erguía de nuevo sobre mis pies, alisando mi falda con la mano inquieta—. Este lugar es perfecto para observar sin ser visto.

—Yo la he visto —añadió con una provocadora sonrisa—. Mis ojos han ido directos hacia la muchacha más bonita de este salón.

No le contesté, aunque puede que me sonrojara. Me pareció uno de esos piropos fáciles con los que solían agasajarnos los soldados en el hospital. En ese momento los músicos empezaron a tocar Sing, sing, sing y solo con los primeros acordes de aquella conocidísima canción, todos los allí presentes saltaron de sus asientos para llamar nuestra atención. Nunca había visto nada parecido, y hasta James se percató de mi parpadeo ante esa reacción generalizada. Me asusté un poco. De nuevo quedaba claro que no estaba nada acostumbrada a ese tipo de bailes. Salieron parejas frenéticas por todos lados para bailar como hechizados por esa música. Busqué a Vera entre ellas, pero no la encontré. De modo que estaba sola frente al peligro. No había nadie para protegerme de la mirada insolente del sargento Baker.

—Y dígame, señorita, ¿es de las que solo mira o también baila? —me preguntó inclinándose ligeramente, hasta rozar mi pie con el suyo. Al aparecer, todo aquello le resultaba muy divertido.

Estaba vestida para la ocasión, frente al espejo me había visto convertida en toda una mujer adulta, así que ya era hora de que me comportara como tal. Tenía que creérmelo un poco, solo un poquito, así que pensé en actuar como lo haría Vera en aquella situación. Para empezar, estaría bien que hablase más a menudo. Debería aceptar esa especie de invitación y bailar con él, como estaban haciendo a mi alrededor todas esas chicas que estaban allí. Enfermeras o no, ninguna se escondía de los hombres.

«Va a ser divertido, Leah, no hay nada que temer», me repetía mientras la música nos envolvía cada vez más. Debía mostrarme segura de cuanto hiciese en aquel momento para que el sargento no se burlase más de mí, como si fuese una niña pequeña jugando a ser mayor. Me toqué el aplique de flores de Vera que lucía en el escote, para asegurarme de que seguía allí, vigilado de forma impasible bajo su atenta mirada. Era mi amuleto de la buena suerte, y deseé con todas mis fuerzas que me ayudase con el sargento. Quería que le gustase lo que estaba viendo, deslumbrarle de tal manera que no quisiera hablar con ninguna otra chica en toda la noche, demostrarle que podía seducirle con mis encantos. Aunque ni yo misma sabía qué encantos eran esos. Necesitaba ese aire de suficiencia que mi amiga desprendía por cada poro de su piel, el mismo con el que conseguía embobar a todos los jóvenes que la rodeaban.

—Perdone, pero… ¿nos conocemos? —conseguí preguntarle al fin, girando en redondo hacia él y levantando la ceja como habría hecho la mismísima Lauren Bacall.

El sargento me petrificó con su mirada durante un breve segundo, pero después dejó escapar una sonora carcajada, algo que me hizo sentir muy violenta. Entonces, al comprender en seguida que me había molestado su actuación, trató de disculparse sin mucha seriedad:

—Creo que mi hombro nunca podrá olvidarla —insinuó poniendo su mano sobre la zona afectada y fingiendo mucho dolor—. Cada vez que me quito la camisa me es imposible no recordarla. En serio, usted sí que sabe dejar huella en un hombre.

Intuí que estaba quedándose conmigo desde el principio, pero aquel comentario me hizo sentir muy culpable.

—No sabe cuánto lo siento, la cicatriz debe de ser horrible —añadí, avergonzada por mi torpeza.

James manoteó en el aire para que no me preocupase más, cogió al vuelo un par de copas de champán y al segundo me ofreció una muy atento. Al parecer, esa noche habían acabado con las últimas botellas que se escondían en la bodega del local. El camarero, al reconocerlo, se cuadró con nerviosismo y nos ofreció también algo de comer. Después de recordar mi pésima actuación como enfermera, tuve que sonreír agradecida. Era innegable el esfuerzo que el sargento estaba haciendo para que me sintiera cómoda en esa fiesta, a pesar de que nosotros no hubiéramos salido todavía de aquel rincón.

—Si le soy sincero, aquel fue el mejor recuerdo que tengo de ese día —susurró con una deliciosa entonación, acercándose a mi oído sin darme cuenta, dejando tras de sí el olor a su colonia.

Elevé mi rostro hacia el suyo al escuchar aquello, y nuestras pupilas se encontraron. El calor que desprendía su cuerpo llegó a invadir el interior de mi corazón hasta abrasarlo.

—Mis padres nunca han visto con agrado que las mujeres beban o fumen en las fiestas —recordé de repente en voz alta al verme agarrada a esa copa. Fue como un impulso, debía decir algo, lo que fuese, si no quería desmayarme.

—Será nuestro pequeño secreto. No se preocupe, no diré nada —respondió James con sigilo, fingiendo esconderme con su chaqueta de alguien que nos estuviera mirando.

Mojé mis labios, sonriente, y él me acompañó en el gesto. Noté las burbujas salpicando mi nariz y, al tragar, quise disimular el desagradable sabor de aquella bebida con una sonrisa forzada. No podía entender que todo el mundo estuviera bebiendo lo mismo que yo.

—No le ha gustado —sentenció el sargento nada sorprendido, atento a la expresión de mi cara desde el principio.

—Pues… —iba a negarlo cuando él me quitó la copa de la mano y la abandonó junto a la suya en una mesa cercana.

—Tiene razón, no es el mejor champán que he probado —contestó sin más, dejándome perpleja.

Entonces el sargento Baker aprovechó mi sorpresa para coger mi mano y tirar de mí, abriéndose paso hacia la pista de baile, con esa seguridad que había mostrado tener en Dunkerque y que yo aún recordaba con admiración. Nunca había mantenido más de dos frases seguidas con un hombre joven que no fuera mi hermano, y mucho menos había bailado con uno. Observé con atención la mano de James apretando la mía mientras andábamos, para poder asimilar lo que estaba pasando. Su contacto siempre me hacía estremecer. Algo me decía que él sabía leer en mis ojos, que era consciente de que estaba pasando un mal trago, y quería ayudarme a que me divirtiese un poco en aquella fiesta de fin de año. Me iba a dar ese último empujoncito que me faltaba. Mejor empezar esta fiesta bailando con él que con un completo desconocido. «Después de lo que le hice en el hombro, un par de pisotones no creo que vayan a importarle mucho», pensé en un intento de animarme.

Seguramente le había dado pena al verme oculta tras unos cortinajes y por eso bromeaba conmigo, como hacía Frank a veces, riéndose de mi extremada timidez. Obligándome a salir de mi agujero.

—Perdone mi curiosidad, pero ¿su acompañante sabe que usted está aquí, o debería esconderme de él yo también después de este baile? —sugirió después de tomar mi cintura, acercándome a él en un solo movimiento.

De repente, estábamos muy cerca el uno del otro, tanto que perdí el aliento y no pude responderle, solo negué y agaché mi cabeza.

Había cambiado la música. Le tocaba el turno a una dulce melodía que recordaba haber escuchado hacía muy poco en la radio, y sin saber cómo me encontré bailando con él muy lento. Imité los movimientos de una chica que estaba a mi izquierda y le puse una de mis manos en el hombro, que casi me ardía al notar la firmeza de sus músculos, mientras la otra seguía junto a la suya, guiándome en todo momento. Después de unos minutos así, me sorprendió lo fácil que era, ¡estaba bailando! Jamás pensé que pudiera hacerlo. Estábamos en el centro de la pista y aún no me había tropezado ni le había pisado, así que ya podía volver a respirar. Sin embargo, no me atrevía a dejar de mirar sus pies. En parte porque su mirada era como una bala que intentaba esquivar para que no me hiriera por completo, y también porque dudaba de que mis piernas pudieran seguirle mucho más tiempo.

—¿Ha perdido algo? —preguntó después de pararse para mirar el suelo conmigo.

—¡No! —exclamé tras levantar de inmediato la cabeza.

No quería parecer una novata. Crucé los dedos mentalmente y deseé que mis pasos dejaran de ser titubeantes junto a los suyos, poder dar vueltas alrededor de la pista sin ningún miedo a caerme o hacerle tropezar.

Sus ojos grises me estudiaban y, a pesar de sus claros intentos por hacer de aquella una velada agradable, no parecía muy relajada. Seguía cohibida, sin dejar de mirar a todos lados para evitar fijarme en él. Suspiré un poco y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para tomar el control de aquella situación, decidí confesarle cómo me sentía:

—Me alegro mucho de verle. De que siga vivo y con esas ganas de bromear conmigo.

Para que mi voz no se terminara quebrando o perdiendo en el infinito, tuve que apartar mi mirada para centrarme en un pequeño hilo que había en su chaqueta. Su cercanía me sobrecogía demasiado, y ser consciente de que estaba tan atento a lo que yo le decía, me hacía enmudecer.

Entonces sentí la dulce sonrisa de James acercarse a mi frente para besar mis sienes, un gesto cariñoso que me enterneció tanto que temí que pudiese notar cómo me estaba derritiendo en sus brazos. Sin embargo, conseguí reponerme a tiempo y disimular el sofoco pasando los dedos por el paño oscuro de su uniforme para apartar ese hilo que había visto antes.

—Quizá la culpable de que sonría hoy así sea usted —respondió tras una pausa.

Si aquella frase no fue suficiente, sus ojos grises terminaron por desarmarme. Estaba totalmente perdida en sus brazos, por eso me escondí de nuevo bajo su cuello. Él se dio cuenta de que yo no podía hablar, de modo que siguió hablando solo:

—En Dunkerque ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos. Dígame, ¿cómo está su padre?

Una gran sonrisa iluminó mi rostro, había encontrado un estupendo tema de conversación para que me lanzase de nuevo a hablar con él, así que sin ningún problema le respondí:

—Muy bien, gracias. Ha construido, junto a un par de vecinos, un búnker en el jardín. Desde que estoy aquí, mis padres ya no quieren mudarse a ningún sitio, aseguran que nadie los echará de su casa. ¡Mi madre es igual de obstinada que Churchill!

—Y seguro que cada día que pasa están más orgullosos de usted.

—Eso intento, señor Baker —respondí con el morro torcido, pues no las tenía todas conmigo en ese punto.

—James —corrigió, obligándome a que lo mirarse de nuevo y cogiéndome con delicadeza de la barbilla—. ¿Sabe que tiene usted unos ojos muy bonitos, Leah Johnson?

Preguntó aquello y me miró como si yo fuera capaz de darle una respuesta. Dijo mi nombre mientras sus pupilas me atravesaban como puñales. Era otro de esos extraños momentos en los que creía que iba a besarme, pero aunque lo deseaba de veras, también me daba muchísimo miedo que lo hiciera.

De pronto, Vera pasó a nuestro lado con una nueva pareja de baile.

—¡Mire! Esa chica de allí es mi acompañante. —Señalé para que desviase la vista hacia ella—. Se llama Vera Adams, es enfermera y trabaja conmigo en el hospital subterráneo que hay bajo los acantilados.

—Y por lo que veo, señorita, ya no recuerda que señalar a la gente es una falta de educación —añadió burlándose de mí una vez más.

No quise contestarle, solo le hice un mohín. Lo cierto es que a veces me seguía comportando como una niña, y a James le gustaba chincharme recordándomelo.

En ese instante otro camarero recogió las copas que habíamos dejado en una mesa y el sonido del cristal me ayudó a salir de la pequeña trampa que eran sus brazos. Nunca antes había probado el alcohol, y la verdad era que no lo necesitaba, porque mi percepción de la realidad ya estaba demasiado distorsionada como para incluir los efectos de ese preciado licor dorado. Había sentido miles de mariposas en el estómago mientras nos balanceábamos al suave ritmo de aquella canción. Estar junto a él era algo electrizante. Como sudar y sentir escalofríos al mismo tiempo. Me ruborizaba, me divertía con sus frases, pero también me hacía enmudecer cuando me miraba con tanta intensidad. Aspiré de nuevo el suave aroma de su perfume, aquella era una agradable fragancia masculina que me prometí no olvidar jamás. A pesar de que ya no bailábamos, su mano siguió en mi espalda mientras intentábamos salir de allí. Ahora había muchas más parejas a nuestro alrededor.

—¿Sabe que he aprendido a bailar swing esta misma tarde? —le dije con confianza, acercándome a su oído, en un gesto muy valiente por mi parte.

Todo merecía la pena para ponerle en un gran aprieto, pues ahora luchaba consigo mismo para que una carcajada no escapase de su boca.

—Nadie lo diría, es usted una estupenda bailarina —logró responder después de serenarse.

—¿Bromea? Antes no dejaba de mirar el suelo porque estaba contando sus pasos. Vera me explicó ese truco para que no me perdiese. Ella me ha enseñado todo lo que sé.

—De modo que le ha cogido usted el gusto a eso de utilizarme como conejillo de indias. Al menos, en esta ocasión no ha sido tan doloroso.

Al terminar de decir eso, James apretó mi mano para avisarme; había encontrado por fin un hueco por el cual podríamos escapar de la pista de baile. Caminábamos uno pegado a la espalda del otro, allí ya había demasiada gente para nosotros.

—Necesito respirar un poco de aire fresco, ¡salgamos de aquí, James! —le supliqué.

El humo de los cigarros había viciado demasiado el ambiente, y me sentía un poco mareada.

Entonces el sargento Baker me rodeó la espalda con su brazo para llevarme hacia la salida. Ya estábamos en la puerta cuando nos cruzamos con aquel tipo que había acompañado a James en Dunkerque. Lo reconocí en seguida, de hecho, no había podido olvidar ninguno de esos rostros. Era ese tal George, el hombre al que el doctor Kitting tuvo que reanimar con sales después de haberlo dormido con una buena dosis de morfina. Allí estaba, vivito y coleando gracias a su compañero. Miró al sargento con recelo, desvió después sus ojos hacia mí y los volvió más tarde hacia él con un aire circunspecto en su mirada. James frunció el ceño y apretó la mandíbula con fuerza.

—Creo que… —intenté decir, pero nadie me escuchaba.

El sargento Baker puso todos sus músculos en tensión, como si de un gato se tratase, dispuesto a pelear en cualquier momento. Se dijeron algo entre señas, algo que no entendí muy bien, y mi acompañante terminó negando con la cabeza de forma rotunda como única respuesta. Fue un movimiento leve, casi imperceptible, menos para mí.

«¿Por qué niega de esa manera?», pensé de inmediato bastante ofendida. «¿No soy su chica? ¿No le intereso?». Las opciones que barajaba mi cabeza eran de lo más variado, pero todas resultaban demasiado violentas como para seguir indagando en mi mente. Me enfadé con él, conmigo misma y terminé bastante disgustada por aquel gesto. No debía haberme hecho ilusiones. James tan solo me había querido saludar después de haberme reconocido en aquella fiesta. Nada más, solo eso. Lo demás habían sido imaginaciones mías, tan solo tonteaba conmigo como habría hecho con cualquier otra.

Escuché la risa descarada de Vera y, al girarme hacia el otro lado, la vi con un par de chicos sentada en las escalinatas del local. Se había caído y estaba muy borracha. Seguro que, si le decía ahora que nos fuéramos a casa, ella se negaría en rotundo haciendo un espectáculo. Tampoco en ese estado me iba a escuchar, intentaría convencerme para que me quedase un ratito más, pero yo no quería seguir ni un segundo más allí. Me sentía humillada, James se había reído de mí durante todo el baile y solo deseaba volver a la pensión para tumbarme en la cama y llorar.

—Discúlpeme un segundo —ordenó el sargento con autoridad.

Se despidió de mí así, sin más, corriendo a hablar con su compañero. Entonces, algo me dejó helada:

«Está prometido». Esa disparatada idea cruzó mi mente de inmediato, para darme cuenta en seguida de que había sido una completa idiota. Seguramente George conocía a su familia, y por eso le había lanzado esa mirada recriminatoria. En ese momento decidí abandonar el baile. El director de la orquesta estaba comenzando la cuenta atrás para anunciar que el fin de año había llegado, pero yo no me quedaría allí para celebrarlo. No estaba dispuesta a que me tratasen así.

Nada más salir a la calle, una bofetada de aire gélido me recordó que mi abrigo seguía en el guardarropía, pero no quise regresar por si James continuaba en la entrada hablando con su amigo. Segundos después me sacudí esa idea de la cabeza: él ni siquiera se molestaría en buscarme de nuevo.

¿Nos conocemos?

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