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Capítulo II Last dance (Donna Summer)

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Cuando Vera descubrió aquellas hojas de papel escritas con la recta caligrafía de su madre, olvidadas en el interior de un libro de cocina, se sintió mareada por tanta información. Su mente se hacía más preguntas que nunca. No sabía cómo se habían conocido sus padres, pero tras saberlo, su curiosidad no hacía más que aumentar. Para empezar, ¿quién era esa tal Vera Adams? ¿Por qué nunca le habían hablado de ella si la habían llamado igual que a esa chica?

Nada le hacía imaginar qué podría haberle sucedido a su madre para que se decidiera a escribir por fin sus memorias o, al menos, rememorar esa escena que tantas veces le había rogado conocer. Ahí estaba la respuesta, en sus manos, en apenas unos cuantos folios doblados con la esperanza de que nadie los leyera. Su madre, en algún momento, había abierto esa puerta hacia el pasado, reviviendo en primera persona aquellos episodios históricos que seguro marcaron tanto su carácter, y después había decidido no deshacerse de ellos. O quizás no había podido hacerlo, se dijo Vera a sí misma pensando en su padre, ese oficial de misteriosos ojos grises que ya aparecía en el primer capítulo de esa singular biografía.

Aquella joven enfermera llamada Leah Johnson, que mentía de forma descarada sobre su edad, era ahora madre y abuela. Esa adolescente sin experiencia que había metido la pata hasta el fondo en Dunkerque, se convertiría con los años en una enfermera ejemplar. Había recibido tantos premios y condecoraciones a lo largo de su carrera, que nadie podría decir ahora que habría sido capaz de equivocarse mandando al quirófano a un hombre muerto. Pero así había sucedido, porque los comienzos nunca son fáciles para nadie. «Hasta las madres cometen errores», pensó Vera con los ojos humedecidos por la emoción.

Apartó la tristeza de su rostro con el trapo de cocina que siempre tenía a mano y salió a la calle por la puerta del jardín con una loca idea en la cabeza: comprarle a su madre una máquina de escribir. Obligarla así a que siguiese con aquella historia. Por eso había cogido las llaves del coche de John, su marido, que estaba tumbado en el sofá viendo un partido cuando la vio despedirse con la mano.

—¿Adónde va mamá? —preguntó la pequeña Bonnie, la hija de ambos, que jugaba con su hermana en la alfombra del salón.

—Ni idea —contestó John devolviendo toda su atención al televisor, mientras sus niñas se asomaban a la ventana y la veían arrancar el coche sin dar más explicaciones.

Vera condujo hacia el centro de la ciudad sin dejar de pensar en aquella historia que acababa de leer. Leah Johnson, que así se llamaba su madre antes de casarse, le debía aquellos recuerdos que tanto se había esforzado en ocultarle, manteniendo un secretismo que ni ella misma llegó a entender nunca. Estaba segura de que no habría sido nada fácil revivir esos días. Era apenas una adolescente cuando la guerra estalló, pero hablar acerca de lo ocurrido sería una manera de cerrar esa herida que jamás había cicatrizado por completo, la mejor forma de decirle adiós para siempre a ese triste y doloroso pasado.

Las barreras del paso a nivel se bajaron justo delante de Vera para bloquearle el paso, ahora le tocaría esperar más de cinco minutos para poder retomar su camino. La inquietud le hizo coger de nuevo los papeles escritos por su madre que había dejado en el asiento del copiloto, justo al lado de su bolso. Necesitaba hacer algo mientras pasaba ese maldito tren. Volvió a leer algunas frases que se le habían quedado grabadas en la mente, y la imagen de su padre se hizo más viva, tanto que comenzó a sollozar: «¡Dios, lo echaba tanto de menos!». Por eso le había sido tan fácil empatizar con aquella chica que se había sentido perdida ante la muerte de su hermano, algo similar le había ocurrido a ella tras la ausencia de su padre: «el sargento James Baker», se repitió en un susurro.

Aunque solo fuera a través de los recuerdos que se habían quedado anclados en su mente, a su madre debía de resultarle extraño volver a tener frente a ella a aquel apuesto soldado inglés, con el pecho descubierto, haciéndola enmudecer. Ella ni siquiera contaba con veinte años en aquel encuentro, no era más que una chiquilla inocente que nada sabía de la vida. Pero ¿y él? No habría llegado todavía a la treintena, se dijo Vera después de unos rápidos cálculos. También era muy joven, aunque la guerra ya le hubiese ensombrecido el rostro. Seguro que aquella foto en blanco y negro que aún circulaba por el salón de la casa de su madre, con un James Baker engominado como Clark Gable, era de aquella misma época. «¡Cualquiera se habría sentido intimidada ante un hombre así semidesnudo!», pensó Vera con una sonrisa.

Un claxon impertinente hizo que despertara de sus pensamientos y volviera a prestar atención a la carretera. Las barreras se habían elevado, el semáforo ya estaba en verde y algunos coches detrás de ella estaban impacientes por avanzar.

Continuó la marcha, aunque no dejó de pensar en sus padres. Cada palabra escrita, por mucho dolor que causase, merecía la pena para descifrar el misterio de su silencio. Algo la había impulsado a hacerlo, quizás la edad o su pronta jubilación, fuera lo que fuese debía apelar a ello para que le enseñase más sobre esa muchacha que no podía reconocer en absoluto como su progenitora. ¿En qué momento esa niña asustada se había convertido en mujer durante el transcurso de una guerra? Debía saberlo de inmediato.

—Mamá, es para ti —le dijo por si había alguna duda de para quién era ese regalo que tenía en sus manos.

Después de comprar la máquina de escribir, fue directa a casa de su madre. Necesitaba hablar con ella, no podía esperar.

—Pero si todavía quedan semanas para mi cumpleaños —respondió Leah levantando sus ojos hacia los de su hija.

Estaba muy sorprendida por aquel detalle, y hasta Vera pudo notar un brillo especial en ellos que nada tenía que ver con su vista cansada. Se desprendió del papel de regalo con cuidado, abrió la caja y allí estaba: una modernísima máquina de escribir.

—Es una Olivetti. El chico de la tienda me ha dicho que es el último modelo —anunció Vera como si aquella información fuese importante para su madre—. Lo he leído, mamá. He leído lo que escribiste y me gustaría que siguieras hablando sobre ti, sobre vosotros dos —le dijo mostrando aquellos papeles doblados que reconoció al instante.

El rostro de Leah estaba desencajado, ni siquiera se acordaba de lo que había escrito en una tarde de nostalgia, y mucho menos se podía imaginar que su hija llegase a leerlo algún día.

Viendo que su madre era incapaz de articular palabra, Vera continuó:

—Sería bonito que tus nietas supieran algo más de ti. Ellas desconocen por completo qué fue de tu vida antes de ser abuela, creen que siempre has sido mayor, que no has hecho otra cosa que trabajar en ese hospital. Pero deberían conocer la verdad, ¿no crees? Tu pasado es historia, mamá. Por muy dura que fuese tu juventud, es lo que sucedió en realidad, y todos podemos aprender de esas experiencias.

—¿Qué quieres aprender de esos días, Vera? No sabes lo que estás diciendo, hija mía —respondió Leah con dureza, apretando los dientes para evitar seguir hablando.

—Mamá, sé muy bien de lo que estoy hablando. En esas pocas páginas me has recordado que la gente se equivoca, que nadie nace sabiendo, y que debemos reponernos ante el fracaso como tú hiciste en aquel barco. Jamás te había sentido tan cerca, tan humana. En serio, ¡no pareces tú!

Leah tuvo que sentarse ante esa dura frase. Tenía razón su hija, ya no quedaba nada de esa niña en ella. Por un segundo fue como si hubiese vuelto allí, frente a aquel soldado inerte que confundió con un herido. Parecía enfadada consigo misma. Dejar esas hojas había sido toda una torpeza, pero una vez escritas, no había tenido el valor suficiente para romperlas. Era como si revivir aquellos días hubiese conseguido apaciguar ese sentimiento de soledad que había dejado la muerte de su esposo. Volver a ver a James en su mente después de tanto tiempo había restado parte de esa pena.

—¿Sabes que el otro día Samantha me preguntó por su abuelo? —le preguntó su hija sacándola de aquellos tristes recuerdos—. Al parecer, están dando la Segunda Guerra Mundial en sus clases de Historia y quería saber si él había participado como los familiares de sus amigas. Cuando le dije que sí, y que tú también lo habías hecho, se quedó impresionada. Deberías contar esta historia por ellas, mamá. Demostrarles lo mucho que tienen que admirar a su abuela. Podría ser un bonito regalo para tus nietas, para todos nosotros en realidad.

Leah Johnson se mantuvo firme a pesar de que las palabras de su hija la habían tocado muy dentro, sacando a la luz esa templanza aprendida siendo enfermera de guerra. A Vera le habría gustado que al menos en ese momento se quitase la máscara y se convirtiera en una madre de verdad. Siempre había echado en falta esa ternura que parecían haberle extirpado a base de cañonazos, y nunca mejor dicho. Aquella mujer que ella había conocido siempre había tenido muy claro lo que había que hacer en cada momento, nunca se había permitido dudar. Ni siquiera cuando su marido amaneció muerto después de una larga enfermedad dio tregua a su diligencia. Avisó a la funeraria, llamó a la familia, y apenas hubo tiempo para consolarla. Nunca pareció necesitarlo. Así había visto siempre a su madre, siempre dispuesta a afrontar el dolor como si fuera un muro de hierro insondable.

Vera recordó entonces un día en concreto en el que Samantha apenas tendría cuatro años, ni siquiera había nacido Bonnie, y se cayó por un terraplén dándose de bruces contra una roca. A los dos segundos todo estaba manchado de sangre: las ropas de la niña, su cara, las manos de ambas. Si no llega a estar su abuela presente ese día, su hija se habría desangrado. En seguida tomó el control de la situación y se puso a taponar la herida con su chaqueta, acunándola y diciéndole que no era nada mientras cogía el coche para llevarla al hospital. A veces, por momentos como ese, su madre daba la impresión de ser alguien muy frío y cerebral. Pero quizás a través de esa historia pudiera descubrir más cosas sobre ella. Sus miedos, sus anhelos. Todo cuanto había decidido callar hasta ese momento.

—Buenos días. —Escucharon al otro lado de la puerta de la cocina. El vecino de Leah era un hombre de unos sesenta años, viudo como ella, que parecía siempre dispuesto a animarle el día.

—Buenos días —se adelantó Vera a responder mientras le abría la puerta, porque conociendo los toscos modales de su madre, sabía que ella jamás lo haría.

—¡Oh, vaya! Tiene usted visita. Vuelvo otro día entonces —comentó el hombre algo decepcionado, regresando sobre sus pasos con rapidez después de dejar un bonito ramo de pequeñas margaritas en las manos de Vera.

—¡No, por favor! —se apresuró a decir su hija para tratar de salvar la situación—. Yo ya me iba, señor Dumbrell. Las flores son preciosas, yo misma las pondré en agua. Precisamente ahora me estaba diciendo mi madre que hacía una mañana preciosa, que le encantaría dar un paseo por el vecindario y tomar un poco el sol. —La mirada mortífera de Leah no dio lugar a dudas, algo que no pasó desapercibido para su vecino.

—Mejor en otro momento, gracias, de verdad. ¡Que tengan buena tarde!

—Lo mismo digo, señor Dumbrell —murmuró Vera decepcionada mientras veía cómo su madre bajaba los párpados sentenciándola a muerte por ser tan amable con ese tipo. Ella, sin embargo, no sabía por qué odiaba tanto a su vecino—. Mamá, ¡eres una maleducada! —le espetó su hija nada más cerrar la puerta de casa.

—¿Yo soy una maleducada? ¡¿Y él?! A su edad debería darle vergüenza estar flirteando como un veinteañero —farfulló ofendida, como si agasajar con flores a una vecina fuera un delito.

—Por lo menos deberías saludarle, está teniendo mucha paciencia contigo. Siempre viene por aquí con algún detalle, te invita a ver películas en la filmoteca, o a tomar el té en su casa y tú eres incapaz de agradecérselo. Piensa que él también está solo y no puede evitar fijarse en ti. Después de todo, mamá, sigues estando muy bien. Reconócelo.

—Deja de decir tonterías, ¿quieres? ¡Y ayúdame a poner la mesa!

De pronto sus ojos volvieron a toparse con la máquina de escribir y todos sus músculos se tensaron de nuevo. Había olvidado por completo que estaba allí.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué te has parado de repente? —quiso saber su hija acercándose a ella, acariciándole los hombros al verla tan pálida.

—Nada, cariño. Solo he recordado algo.

—¿Algo que sucedió en Dunkerque? —preguntó Vera con rapidez, para que no dejara de hablar ahora que parecía dispuesta a ello.

—No. Me temo que ese capítulo es demasiado violento y oscuro para iniciar cualquier historia, hija. La verdad es que debería haber elegido otro momento para hablar de todo aquello. —Leah tomó asiento de nuevo, pensativa, mientras acariciaba con los dedos esa máquina de escribir. Era como si aquellas teclas estuvieran hablándole. Necesitaba desprenderse de todos esos fantasmas del pasado y, sin darse cuenta, continuó con su historia de manera inconsciente—. Después del shock que supuso para Inglaterra la fulminante derrota en Francia, debíamos recuperarnos de aquella desagradable sensación de la manera más rápida posible. Los meses siguientes a ese desembarco estuvimos en Dover, cuidando de esos mismos soldados que habíamos traído de vuelta a casa. Muchos de ellos sufrían estrés postraumático, aunque todavía por aquel entonces no se conocía como tal. Algunos tenían la mirada vacía, perdida. La llamaban “la mirada de las mil yardas”, porque solían decir que esa era la distancia a la que se encontraba el enemigo.

Vera guardó silencio y se sentó al lado de su madre sin hacer mucho ruido. No podía hacer otra cosa que escucharla. Le parecía tan extraño oírla hablar de la guerra, que era como si de repente se hubiese convertido en otra persona. En esa jovencísima enfermera llamada Leah Johnson.

—¿Cuándo dices estuvimos, te refieres a papá y a ti?

—No. A tu padre no lo volví a ver. La llegada a puerto fue algo caótico, había un tropel de gente esperándonos y un sinfín de hombres deseando salir de allí. En realidad, ni siquiera nos despedimos. En cuanto terminé de coser la herida de su hombro, el doctor Kitting volvió a necesitar mi ayuda.

—¿Entonces?

—Me refería a Vera y a mí. A mi amiga Vera Adams, la que también conocí en aquel barco.

—Yo me llamo así por ella, ¿verdad? —Leah desvió la mirada, reconociendo a su hija, y asintió con la cabeza de manera ceremoniosa.

—Tu padre estuvo de acuerdo conmigo cuando decidí ponerte ese nombre, fue una gran amiga, cariño. Para los dos significó mucho.

—Me lo imaginaba. —Vera tragó saliva e, incorporándose un poco, decidió preguntarle—: ¿Por qué nunca me has hablado de ella? ¿Por qué no querías hablar de todo esto cuando yo era más pequeña y no hacía más que preguntarte? —Un largo silencio le indicó a Vera que el dolor estaba aún muy presente, más de lo que ella nunca podría imaginar—. Está bien, mamá. Déjalo. Volvamos entonces al Dover de 1940. ¿Qué pasó después? —preguntó con entusiasmo, esperando volver a adentrarse en las vivencias de aquella joven enfermera que acababa de conocer.

—En realidad, estábamos entrando en 1941. Era Nochevieja y fuimos a un baile para celebrarlo.

—Espera, espera. ¿Estabais en guerra y fuisteis a un baile para celebrar la Nochevieja? —repitió atónita su hija.

—La vida seguía a pesar de estar en guerra, cariño. Los jóvenes de antes no eran muy diferentes a los de ahora. Seguían queriendo hacer lo mismo que vosotros con la misma edad: bailar, beber y conocer chicas. Y no precisamente por ese orden. A los soldados se les concedían días de permiso que intercalaban a lo largo de muchos meses para poder descansar y ver a sus familias. Era una manera de que volvieran a sus vidas de antes y se olvidasen un poco del infierno que estaban viviendo. Recuerda que fue una guerra que duró años, y a veces era preciso normalizar lo que estaba sucediendo para no volvernos todos locos.

—Entiendo —respondió Vera, tratando de hacerse una idea de lo que habría tenido que ser vivir una juventud como la de su madre en aquellos días—, pues cuéntame entonces qué pasó en aquella fiesta de Nochevieja…

¿Nos conocemos?

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