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Capítulo VI Brazil (Enric Madriguera)

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Vera entró en mi habitación con la extraordinaria noticia de que nos habían destinado para trabajar juntas en el mismo hospital de Ámsterdam. La Cruz Roja era una organización internacional humanitaria, y su presencia sería una constante durante todo el conflicto por Europa y fuera de ella.

—¿Ámsterdam? —pregunté con cierto temor mientras me cepillaba los dientes.

Sabía que Vera había estado preguntando la posibilidad de viajar a otro lugar, pues decía que estaba aburrida de trabajar en un agujero bajo tierra, pero pensé que jamás la tomarían en serio.

Además, hasta el momento nunca habíamos estado en una ciudad ocupada y aquello significaba meterse en la boca del lobo. Sabíamos que allí deberíamos llevar siempre bien visible nuestro distintivo, junto con nuestra documentación, como nos habían repetido cientos de veces durante nuestra formación. No estaríamos nunca exentas de pasar infinidad de controles que se habían establecido en las distintas fronteras, e incluso dentro de la propia ciudad tendríamos que pasar por exhaustivas inspecciones impuestas por la propia policía alemana antes de entrar a trabajar. Después de todo, éramos dos chicas inglesas, y nuestro país era una de las mayores potencias aliadas junto a Francia, la URSS y posteriormente Estados Unidos y China.

He de reconocer que al principio pensé que era una broma de las suyas, pero cuando aquellos chicos nos ayudaron a entrar en ese avión enorme junto a toneladas de material y armamento, me di cuenta de que cualquier cosa podía ser posible en nuestras vidas desde hacía tiempo.

Nos describieron como unidades de apoyo logístico, y fuimos el esperado refuerzo tras las primeras revueltas de los holandeses contra el ejército alemán. Nuestra misión era la de ayudar a las enfermeras de esa zona, que en apenas dos días habían visto cómo sus tranquilos hospitales se llenaban de heridas de metrallas, fracturas y hombres casi al borde de la muerte debido a las tremendas palizas que el ejército de las SS había propinado a los civiles que salieron a las calles para defender a sus vecinos y compañeros judíos.

Era la primera vez que escuchaba esas iniciales: la Saal-Schutz, como se hicieron llamar en un principio. Pasó pronto de ser una pequeña organización paramilitar a uno de los organismos más poderosos en la Alemania nazi. Fue la principal agencia de seguridad, investigación y terror en la Europa ocupada.

Hitler no tenía pensada una ocupación violenta de los Países Bajos, consideraba a los holandeses como a sus hermanos arios, como a la mayor parte de las poblaciones del norte de Europa. Pero era necesario controlar los puertos y aeropuertos de Holanda, cruciales estratégicamente para su futura invasión. Por ello fue inevitable el, cada vez más omnipresente, ejército alemán en la ciudad.

Primero utilizó al partido nazi holandés, el Movimiento Socialista Nacional o NSB, un grupo de holandeses de ideología fascista y antisemita. Ellos eran los que hacían el trabajo sucio de extorsión, redadas y acoso en los barrios judíos. Además de atacar a otras minorías, como podían ser los homosexuales. Todas esas operaciones se efectuaban siempre de noche, cuando nadie los veía. Pero después de que un grupo de boxeadores judíos matara a uno de ellos en uno de esos enfrentamientos, el ejército alemán tuvo la excusa perfecta para intervenir de manera definitiva. Días más tarde las SS hicieron una deportación masiva a plena luz del día, más de cuatrocientos judíos fueron golpeados y arrestados, para después obligarlos a entrar en los trenes y tranvías de la ciudad. En ese momento, toda Ámsterdam pudo ver con sus propios ojos cómo los estaban tratando, cómo los hacinaban para llevarlos a los campos de concentración, y decidieron que ya no podían más: debían hacer algo contra aquella injusticia.

La huelga del 25 de febrero de 1941 fue el detonante. Toda la población de Ámsterdam se encontró esa mañana con que el transporte público de la ciudad no funcionaba, ¿por qué? Los conductores llevaban más de diez meses transportando por las noches a sus conciudadanos y ya no podían soportarlo más. La resistencia holandesa repartió octavillas instando a la huelga al resto del pueblo. Muchos terminaron congregándose en la plaza Dam, donde ni el alcalde quiso desconvocar la huelga, para culminar el día con las SS recorriendo las calles metralleta en mano. Remetieron contra los que habían tenido la osadía de enfrentarse a ellos. El hecho de no tener armamento, de no estar preparados para semejante rebeldía, no frenó a los holandeses. Sin embargo, por muy bonito y simbólico que aquello fuese, la sangría que tuvo lugar allí fue deplorable.

Mi holandés era terrible, pero su inglés más que excelente. Fue así como pude saber toda esta historia que ahora os cuento, a través de las sentidas palabras de uno de sus protagonistas: Joep, un humilde conductor de unos cincuenta años, fue quien me trasladó todo cuanto habían vivido los días previos a nuestra llegada mientras le realizaba las curas pertinentes.

—Y ahora dígame, ¿le aprieta mucho? —Joep negó con la cabeza, tocándose el vendaje.

Un joven del ejército alemán había intentado reventarle las sienes a patadas cuando su pistola se quedó sin balas. Según me había dicho, con un nudo de amargura en la garganta, el bastardo no había parado hasta que lo dio por muerto. Otros compañeros, me confesó contemplando el caos a nuestro alrededor, habían corrido peor suerte. Joep era abuelo y padre, un hombre con educación que había crecido respetando a sus vecinos y que no podía entender cómo habían terminado todos en aquella situación.

En el hospital no se hablaba de otra cosa, pero lo que más les preocupaba a los holandeses no eran sus heridas, sino la situación de desamparo en la que se encontraban. La reina Guillermina se había exiliado y, a pesar de que los encendidos mensajes por radio de apoyo a su pueblo fueran toda una provocación, llamando «el archienemigo de la humanidad» al mismísimo Hitler, no había fuerza política para luchar contra la invasión alemana. No había más opción que la de someterse. Estaban decepcionados ante el futuro que les esperaba, y solo quedaba velar por sus hermanos judíos.

—Ahora que sabe que la huelga no ha servido para nada, dígame: ¿lo repetiría si mañana mismo se organizase otra revuelta? —El hombre me miró como si mi pregunta hubiera enardecido su alma y, orgulloso de su respuesta, me contestó ufano.

—¡Sin dudarlo, señorita!

Su sonrisa me hizo entender por qué algunos de ellos se unieron a la resistencia, para ayudar a familias enteras, escondiéndolas en sus propias casas, poniéndose así ellos mismos y a sus propios hijos en peligro.

Aquellas fueron jornadas extenuantes de trabajo. A veces más de cuarenta y ocho horas sin descanso, en las que apenas parábamos para comer algo. Los heridos llegaban por oleadas, y las heridas eran cada vez más sangrientas. Hablé con todos ellos, primero para tranquilizarles, porque estaba claro lo que pretendían los nazis con sus golpes: imponer su autoridad. Que los holandeses supieran quién mandaba allí a partir de ese momento. Después, pasados los primeros llantos, escuché para empaparme de sus historias, todas con un denominador común: conocían a esa gente que ahora enviaban sin remedio fuera de la frontera a un destino incierto. Eran su vecina, la tendera de la esquina, su compañero del trabajo, incluso el chico al que habían besado por primera vez. Eran personas, no judíos, como se obstinaban en señalar en sus ropas, negocios y viviendas.

—¿Sabe cuántos judíos hay en esta ciudad, señorita? ¿Qué van a hacer con todos ellos? ¡¿Matarlos?! —me preguntaba el hermano mayor de Joep, con los ojos rojos de haber llorado como un niño.

Aunque sus heridas eran mucho más leves, parecía seriamente golpeado por todo lo sucedido. Su gesto de preocupación, los abrazos a su hermano y cómo se acercaba a la ventana para negar con la cabeza, todo aquello me impresionó mucho y se me quedó grabado en la retina. Después de tantos años, aún sigo viéndolo y me sigo sintiendo impotente, porque aún no sé qué más podría haber dicho para animar a ese hombre.

Mientras hablaba con todos ellos, Vera me miraba con cara de odio. Sabía que no debía retrasarme en mi tarea, pero sentía que nuestra conversación también les ayudaba a cicatrizar unas heridas que tardarían mucho más en olvidar que las que estábamos curando en ese momento. Aquella angustia les estaba desgarrando por dentro, y yo no podía soportar tanto dolor a mi alrededor. Debía ayudarles. Sosteniéndolos, dándoles un hombro sobre el que llorar por no haber conseguido nada en aquel nefasto escenario. No habían conocido cosa más injusta, jamás se habrían imaginado que llegarían a semejantes circunstancias.

Si he de señalar un momento en el que volví a recuperar la fe en mi profesión, sin duda fue durante esos días. De alguna manera, tras conocer en primera persona sus testimonios, saber que aquellas personas que hablaban conmigo y me miraban a los ojos habían puesto en juego su propia vida para defender a sus congéneres, me dio fuerzas para seguir adelante en mi misión. Porque sí, allí me di cuenta de que estaba donde debía estar, y que ese era mi destino. A pesar del cansancio, del dolor en los brazos, en la espalda o en los pies, todo era soportable porque ahora mi trabajo tenía sentido.

Las instalaciones a las que nos habían destinado eran muy frías en aquella época, no había calefacción en las plantas de arriba y apenas teníamos equipos o material. El control y seguimiento a los pacientes se hacía de la forma más rutinaria, a base de interminables anotaciones que describían la evolución de su estado. Al principio podía parecer sencillo, sin embargo, cuando llevabas más de un día y medio trabajando sin descanso, confundir la medicación de un paciente con la de otro no era tan descabellado.

Nos dedicábamos a todo: asear a los enfermos, dar de comer a los heridos más graves, asegurarnos de que hacían sus deposiciones o encontrar a sus familiares si no tenían manera de dar con ellos. Ayudábamos también a estos últimos, cuando se les informaba de que habían fallecido. Apenas teníamos un habitáculo para poder reposar cuando estábamos de guardia, o comíamos algo en condiciones. Nosotras éramos las que administrábamos tanto el alimento como las medicinas, por eso siempre terminábamos cenando sobras, y a veces ni siquiera eso.

Recuerdo las primeras dosis de una costosísima penicilina que suministrábamos con cierto escepticismo solo a determinados pacientes. Se presentaba en una pequeña botellita de cristal marrón con un polvo blanco en su interior. Había que disolver ese polvo en una solución salina, y administrarlo vía intramuscular al paciente, esperando a que su efecto fuera aún mejor que el de las sulfamidas. Aquella no sería la única vez que pondría en práctica los avances de la ciencia con mis propias manos, aunque supongo que por aquel entonces era demasiado joven como para valorar todo ese progreso que se estaba experimentando en plena guerra.

Pasaron veloces los días por esos pasillos de ventanas estrechas, de calles empedradas, intentando hablar un idioma que nunca se me daría bien. Eran jornadas interminables en las que no tenía tiempo ni de mirar al cielo como hacía en Dover. Si lo hubiera hecho, habría comprobado cómo las banderas de la Alemania nazi iban vistiendo los balcones de la ciudad. Poco a poco, los efectos de la dominación se asentaron en la rutina de los holandeses, por muy desagradable que esta fuera para ellos. A veces me tropezaba con alguna chica de mi edad, con la estrella amarilla cosida en la manga de su abrigo, cruzando la calle con rapidez hacia las fábricas donde aún les permitían trabajar y me preguntaba qué sería de ella en unos meses, unas semanas o unos días. Me habían conmocionado tanto aquellos acontecimientos que trabajaba sin descanso, como tratando de purgar alguna pena de la que no podía liberarme. Me sentía culpable, mi bisabuela era judía, yo me llamaba Leah por ella, pero tuvo que abandonar su religión al casarse con mi bisabuelo, y así fue como su bisnieta nació sin conocer nada de su cultura. Quizás por ello me levantaba cada mañana con la única idea en la cabeza de ayudar a toda esa gente, olvidándome hasta de mí misma, solo por agradecer el hecho de no ser judía gracias a ese sacrificio.

Fue gracias a la detallista Vera que, a pesar de la desazón que crecía en mí, no pude ignorar algo tan baladí como el día de mi cumpleaños. Mi compañera tenía esa capacidad innata de sorprender. Era un torbellino de emociones concentrada en una sonrisa traviesa, con aquellos ojos de color esmeralda y ahora una melena muy rubia que había teñido gracias a sus amistades en el mercado del estraperlo. Era la amabilidad personificada cuando sabía que iba a conseguir algo a cambio, y muy disciplinada en el trabajo cuando le merecía la pena serlo. ¿Interesada? No, más bien yo la definiría como una superviviente. Por lo poco que habíamos hablado de nuestro pasado llegué a saber que se quedó huérfana muy joven y aquello había marcado su personalidad sin remedio. Era tan desconfiada que comía agarrando su plato, sin embargo, cuando demostrabas ser su amiga, era capaz de defenderte aunque fueras culpable.

Deduje tiempo después que aquellos planes de los que me había hablado antes, esos que había compartido con su prometido, quizá solo fuesen los sueños rotos de un joven soldado. Casi podía verlo pidiéndole matrimonio al segundo día de conocerla. Vera era ese tipo de chica especial con la que todo hombre desea cruzarse una vez en la vida. De belleza exótica, extremadamente sensual y muy astuta. Los hipnotizaba como una serpiente venenosa para conseguir de ellos lo que quería. Se contoneaba delante de su presa, para engatusarlos como si fuera la droga más dura que hubiesen probado nunca. Yo veía sus reacciones cuando trataban de hablar con ella por los pasillos del hospital, hombres casados que se ponían en evidencia solo por cortejarla. La mayoría de las veces ella los ignoraba, y sus gestos de hastío me provocaban la risa, aunque sabía que su poder de manipulación no tenía ninguna gracia.

Desde que nos habíamos trasladado a aquel piso vacío, fruto de las innumerables deportaciones, su comportamiento había cambiado. Era más arrogante con los demás, incluso conmigo. Se había dado cuenta de que, gracias a su belleza, podía utilizar a las personas a su antojo, sobre todo a los hombres que tenían cierto poder, y eso, a su vez, la hacía sentirse poderosa. Conseguía cosas que las demás no podríamos ni imaginar, como ese maquillaje que compartíamos, o los vestidos y cajas de bombones que le regalaban.

Quizá fue con un despliegue de sus mejores virtudes como logró convencer a tres músicos para que entrasen al hospital donde trabajábamos. Los jóvenes y sus instrumentos irrumpieron tocando Brazil, mientras ella alzaba una especie de galleta con azúcar con una única y gastada vela que simbolizaba mis recién estrenados diecinueve años. Ese fue el mejor regalo que he tenido, y lo recordaré toda mi vida. Todos los allí presentes, pacientes y cuerpo médico incluido, empezaron a mirar extrañados hacia el lugar de donde provenía la música. Vera encabezaba el desfile, saludando con su sonrisa almibarada y esforzándose para que la llama no se consumiera antes de llegar hasta mí. Nadie se atrevió a decirles nada y, conociendo a mi amiga, fue lo mejor para no estropear aquel día. Me hizo sentirme como la protagonista de esas películas que ya no veíamos. Nunca sabía cómo se las ingeniaba, pero conseguía que la odiase y la quisiese al mismo tiempo.

—Pide un deseo, Leah —susurró después de haber estampado un beso en mi cara, marcando en mi mejilla el sempiterno color rojo de sus labios.

Sabía que era imposible. Que cruzarse dos veces en esta vida con una persona era mucha casualidad, y que tres ya sería pura fantasía. Pero lo único que pedí ese día fue volver a ver al sargento James Baker. Quería pedirle disculpas por haber huido de aquella forma repentina, sin darle ninguna explicación aparente.

—Ya está —dije después de haber soplado la vela, no queriendo darle mucha importancia al hecho de pedir un deseo tan fuera de mi alcance.

—¿Y qué has pedido? —preguntó con interés mi compañera, aunque estaba segura de que yo no le diría nada.

—Vera, tenemos trabajo —le recordé mirando a nuestro alrededor, roja de vergüenza por ser el centro de atención de todos los allí presentes.

Los músicos se despidieron de su público con aplausos, mientras el resto de compañeras reanudaban la tarea. Vera los despidió sin alejarse de mí, lanzándoles cariñosa un beso al aire. Beso que uno de ellos cogió al vuelo con un simpático gesto.

—¡Oh, vamos! Después de lo que me ha costado que viniesen hasta aquí esos músicos… —masculló poniendo los ojos tristes y la boquita de piñón.

—No creo que te haya costado mucho convencerlos —respondí con seguridad, lo que mi amiga no pudo soportar. Yo era inmune a sus sobornos, la conocía demasiado bien.

Vera se cruzó de brazos y guardó silencio. Estuvo observándome trabajar un largo rato hasta que volvió a pegarse a mí con la sonrisa de la victoria dibujada en su rostro.

—Ya sé qué te pasa.

—¿Y qué me pasa? Si puede saberse… —traté de disimular mi desconcierto mientras enrollaba unas vendas que habían lavado y ya estaban secas.

—Sé lo que has pedido. —Y acercándose a mi oído, murmuró en un tono muy misterioso—: ¿Y si yo te dijera que lo he visto?

Aquella pregunta me bloqueó por completo. Sabía que Vera era muy lista, que podría leer en mi cara lo que sentía por James, aunque tratase de negárselo cien veces, por eso me giré de inmediato hacia ella demostrándole que no se equivocaba:

—¿Lo has visto? ¿Aquí? ¿En Ámsterdam?

—Sí, amiga mía, tu queridísimo sargento, el apuesto James Baker está en la ciudad —dijo mirándome a los ojos muy fijamente, dejándome bien claro que no mentía al decir aquello.

Y aunque oír esa noticia me desbordó de alegría, ni siquiera pude sonreír. No quería hacerme ilusiones, la ciudad entera estaba ocupada por el ejército alemán, de manera que si el sargento Baker estaba aquí, sería corriendo un peligro extremo.

—No puede ser, ¡mientes! ¿Cómo es posible que lo hayas visto aquí? —exigí intentando no alzar mucho la voz.

Vera salía de vez en cuando con sus amistades. A veces solo era una copa, otras, no volvía a casa hasta la mañana siguiente. Aunque nunca me lo dijera, imaginaba que para divertirse la llevarían a esos sitios clandestinos, secretos para la mayoría, donde todavía se podía beber alcohol a un precio razonable y escuchar música no alemana. Yo hacía tiempo que había dejado de molestarme por eso, y ella a cambio había dejado de insistir para que saliésemos juntas. No nos juzgábamos, nos creíamos felices por tener el control de nuestras vidas.

—Sabes que yo no te engañaría con algo así, sé lo mucho que te importa. Y te alegrará saber que sigue tan guapo como siempre, aunque ahora no lleva su uniforme, claro.

—¿Dónde lo has visto? ¡Llévame hasta allí, por favor, Vera! —rogué, provocando una carcajada fácil en sus labios rojos. Se burlaba así una vez más de mí.

Ahora que tenía mi interés, no soltaría prenda sobre su paradero. Así era como hacía para sentirse especial, poderosa: manejando información que el resto no conocía. Después de todo, en eso se basaría el éxito de esta guerra.

¿Nos conocemos?

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