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Capítulo I I’ll never smile again (Frank Sinatra)
ОглавлениеEl 18 de junio de 1940, el Evening Standard publicó una caricatura de David Low. En ella se mostraba a un soldado británico de rostro sombrío, parado sobre una roca, en medio de un mar tormentoso. Este hombre agitaba su puño ante un escuadrón de bombarderos enemigos que se acercaba a través de un cielo negro, la leyenda decía: Muy bien. Solo.
Así me sentía yo en aquel barco hospital con destino a las costas cercanas de Dunkerque, sola a pesar de estar rodeada de chicas que no sabían a lo que se iban a enfrentar en cuestión de horas. Éramos un grupo de jóvenes enfermeras de la Cruz Roja, todas voluntarias para servir en aquella misión. Recibimos un entrenamiento militar intensivo, ya que de ello dependía nuestra supervivencia, y nos adoctrinaron durante semanas bajo una recia disciplina marcial. Habíamos aprendido a subir a un barco mediante una soga, saltar a un bote salvavidas, e incluso nos obligaron a atravesar alambradas y barricadas para evitar el fuego enemigo. No éramos más de cincuenta patriotas inglesas que, con un elevado desconocimiento de las complicaciones de aquella aparatosa operación, nos embarcamos de madrugada en aquel buque para ser las protagonistas de una verdadera hazaña.
Justo un año después de aquel repliegue de tropas en el que me encontraba inmersa, el gobierno declararía disponible para el servicio militar a las jóvenes solteras entre veinte y treinta años. La crudeza de la guerra se impuso a las nobles costumbres inglesas, y la muerte de miles de nuestros hombres hizo que fuese necesaria la inclusión de mujeres de todas las clases sociales en el conflicto bélico. Sí, eso sucedería un año después de nuestra llegada a Dunkerque, pero por el momento nosotras éramos todavía una excepción en aquel escenario.
Íbamos a recoger a esos soldados heridos que nos esperaban en el norte de Francia. Nos habían hablado tanto sobre ellos los últimos días, que hasta había soñado con este momento. En mis fantasías me veía actuar como si estuviera en el interior de un cinematógrafo, esa artista de la cinta en blanco y negro que se suponía que era yo, tenía unas asombrosas habilidades como enfermera y conseguía ayudar a todos de manera ejemplar. Estaba claro que era una utopía, pues nada más llegar a mi destino descubría tener una entereza digna de admiración, y la crisis se resolvía en pocos minutos gracias a mi presencia. Por supuesto, solo fue un bonito sueño y no se cumplió de ningún modo.
Ese día fue mi primer paso hacia la madurez, hacia la situación que estaba viviendo. Una verdadera bofetada de realidad que me dolió en el alma durante semanas. Oculta por unos padres sobreprotectores, en el seno de una familia adinerada que hicieron todo lo que les fue posible para que mirase hacia otro lado, la guerra y sus consecuencias tardaron mucho en hacerse oír en mi casa.
Todo empezó a cambiar a mi alrededor cuando mi hermano mayor decidió alistarse, después de haber llenado el salón de gritos y protestas por primera vez en nuestras vidas. Por aquel entonces era muy pequeña e inocente, aún más que cuando me fui a Dunkerque, así que no entendía nada y creía que todo el enfado de mis padres se debía a la ruptura repentina de su compromiso.
—A mí tampoco me gustaba esa chica —me sinceré con Frank cuando volvió a casa al cabo de dos días, después de haber cogido el coche de papá sin su permiso.
Mi hermano, de tez morena y ojos claros, tan guapo que volvía locas a todas sus amigas, me recibió con afecto cuando me senté junto a él en la cama de su dormitorio. Esa que apenas utilizaba por estar en la universidad. Dibujó entonces una mueca amarga en sus labios y murmuró con tristeza:
—Tienes razón. No encuentro a nadie que pueda competir contigo, hermanita.
Aquella frase me hizo sonreír, apoyada en su regazo mientras él me acariciaba el cabello, creyéndome que era verdad que no hubiese joven alguna que pudiera comparárseme, pues solo yo le hacía reír a carcajadas con mis historias.
Ahora que me viene ese recuerdo, y me veo tendida en aquella cama bajo el calor de sus caricias, solo lamento no haber sido más espabilada. No haber prestado más atención a sus palabras. Ojalá le hubiese aconsejado mejor o, al menos, saber el motivo real de aquella fuerte discusión con mis padres.
Las apresuradas pisadas de unos soldados sobre la cubierta del barco me despertaron de mis recuerdos más oscuros. Ese buque de la Cruz Roja sobre el que iba navegando hacia las costas de Dunkerque tenía más de mil camas, en ese momento vacías, sobre las que nos ordenaron dejar una gruesa manta para que los hombres a los que íbamos a rescatar se abrigasen.
—¿Será suficiente? —me atreví a preguntar a un oficial que se cruzó en mi camino, señalándole las prendas de abrigo con las que vestíamos aquellos camastros improvisados.
El hombre me miró pensativo, sin ocultar un ápice la preocupación de su rostro, para responder con una exhalación cargada de angustia:
—Rece para que así sea, señorita.
Cuando llegase el momento, nos dijeron en una charla preparatoria, cada enfermera se encargaría de un máximo de diez pacientes en estado grave. Lo que pasó en realidad, por supuesto, fue algo muy diferente. Hubo compañeras que tuvieron bajo su supervisión a más de una treintena de soldados que se encontraban en las últimas. Hombres que acababan de perder un brazo o una pierna, moribundos agonizantes que no paraban de pedir agua o ayuda porque no oían o veían nada, e incluso jóvenes en estado de shock debido al tiempo de espera en aquellas playas bombardeadas día tras día. Ver cómo se llenaban sin cesar aquellos camarotes fue demoledor, y ni la más preparada de todas las enfermeras que estuvo allí pudo evitar sentirse sobrepasada por la situación.
Confieso con vergonzosa sinceridad que hasta esos instantes había sido una completa ignorante de a lo que iba a enfrentarme en ese barco. Y no porque no me lo intentasen explicar mis superiores, sino porque jamás había visto cosa parecida, de modo que era casi imposible que me pudiera hacer una idea. Así que, si he de ponerle un comienzo a esta historia que os quiero contar, diría que la guerra empezó allí para mí. O, al menos, lo que esa palabra significaría para una enfermera voluntaria como lo fui yo durante todo ese proceso.
Me temo que muchas de las chicas que se habían enrolado conmigo, con más experiencia que mis escasos años de escuela, sufrieron la misma sensación de desamparo y desolación al llegar a nuestro destino. No lo tuve que imaginar, lo vi en sus ojos, en sus caras mientras alargaban los brazos para coger desde la proa a aquellos soldados heridos tumbados en las camillas. A algunos, recuerdo, les castañeteaban los dientes mientras decían sus nombres.
—Ya estás a salvo, descansa —decían con una sonrisa forzada mientras descosían el uniforme para ver la gravedad de sus heridas.
Sin cumplir todavía los veinte años, siendo por siempre la pequeña en mi casa, mi cabeza hasta entonces solo parecía haberse preocupado por aprender las canciones de Cole Porter en lugar de los nombres de las pomadas antisépticas para la piel. Prefería hacer cosas tan estúpidas como ausentarme de las clases de enfermería para ir al cine con mi mejor amiga Jane o disfrutar de un buen helado en lugar de pasarme la tarde estudiando como algunas de mis compañeras. No me había apuntado a la escuela de enfermería por vocación, eso ya se veía, pero no iba a dejar de salir de casa para ir a aquellas clases soporíferas porque me servían como pretexto para no acompañar más a mamá en sus visitas.
—La niña está estudiando —la oía excusarme frente a sus amigas cuando tomaban el té en la terracita.
Mientras todos empezaban a ponerse nerviosos y leían con avidez los periódicos para saber lo que estaba sucediendo en Polonia, yo pintaba mis uñas de rojo y me ponía a cantar y a bailar cuando mis padres se iban. Soñaba con lucir unas plataformas huecas como las maniquíes de las revistas de moda, no con salvar vidas. Era una jovencita muy feliz, quizás demasiado infantil, hasta que el terrible anuncio de la muerte de mi hermano nos sacudió a todos.
Ese día iba a decirles a mis padres que había decidido especializarme y convertirme en comadrona, pues las prácticas de cuidados neonatales habían resultado ser de lo más divertidas al hacerlas con muñecos en lugar de con bebés reales, y me decidí a probar suerte con eso que parecía mucho más fácil que asistir en un quirófano. Nunca podría retener los nombres de todo aquel instrumental que se manejaba, y aunque decían que los doctores no vacilarían en ayudarnos en caso de necesitarlo (seguramente porque éramos muchachas casaderas, no porque esos caballeros fueran muy generosos en lo referente a su conocimiento), no quería dar pruebas evidentes de lo poco que me interesaba el puesto al que estaba aspirando. Muchas de aquellas chicas eran verdaderas lumbreras que se morían por ser médicos, así que, siendo muy consciente de mis limitaciones, prefería ser prudente a la hora de hacer algún comentario.
Decir algo así en casa serviría para demostrarles a mis padres que me estaba tomando en serio mis estudios. De modo que lucía una gran sonrisa de satisfacción y me regalaba el oído con las alabanzas que recibiría por tan buena elección. Pero cuando atravesé el pequeño jardín y los vi abrazados llorando en la mismísima puerta donde habían recibido aquella funesta noticia, supe que algo grave había sucedido. Un telegrama les acababa de informar de que Frank, su querido hijo, mi único hermano, había fallecido como un héroe cuando se hundió su acorazado bajo las aguas del Atlántico.
Frank llegó a ser subteniente en la marina británica en muy poco tiempo, y habría conseguido ser algo más de haber permitido que papá hiciese algunas llamadas, pero durante todo el tiempo que estuvo en el ejército no quiso disfrutar de privilegios inmerecidos. ¿Quién sabe? Incluso sin favoritismos, él bien podría haber ascendido a capitán general si antes la muerte no se hubiese cruzado en su camino. Fue un visionario, supongo, pues desde el principio supo que la férrea Inglaterra se enfrentaría a la gran amenaza alemana. Y de ahí sus prisas por ser de los primeros en ver esculpido su nombre en una lápida.
—Frank ha muerto, cariño —anunció mi madre al verme.
Yo estaba a un paso del umbral de la entrada, paralizada por el miedo, segura de que todo cambiaría a partir de ese momento.
Sentí cómo el mundo caía bajo mis pies. Me sobrevino el vacío más inesperado. Mi hermano mayor había sido mi modelo, mi alma gemela, y no podía ser cierto que ahora me dejara sola en el mundo. Empecé a negar con la cabeza mientras mis pies retrocedían, y de mis manos se resbalaron uno a uno los libros que acababa de sacar de la biblioteca. Sentí que se me paraba el corazón y mis pulmones dejaron de insuflar aire de repente. Si mi hermano ya no estaba conmigo, ¿qué iba a ser de mí? Me sentí muy sola. Un frío endemoniado me heló la sangre e invadió mi cuerpo, y comenzaron a brotar las lágrimas de mis ojos sin control. «Él ha muerto y yo no he hecho nada para evitarlo», ese pensamiento cruzó mi mente como una grave acusación. Me sentía culpable por haber dejado morir a mi hermano, por no haber impedido ese trágico final de algún modo, pues era una farsa eso de que yo era enfermera. Nunca había prestado mucha atención a todo lo que me habían explicado esos últimos meses y, de haber podido llegar hasta él, jamás le habría servido de ayuda. Me estremecí al comprender que jamás volvería a verlo, y tuve una gran revelación: a partir de ese instante debería evitar que la gente muriese a mi alrededor. Trataría de frenar las aguas de ese río con mis propias manos, sería el mejor motivo para seguir viviendo durante los próximos años. Lo cierto era que, si me había puesto a estudiar enfermería en contra del deseo de mis padres, había sido solo para complacer a mi hermano, pero ahora era algo que yo deseaba hacer con fervor e impaciencia. Frank, siempre tan brillante, tuvo muy claro cuál sería nuestro destino.
Después de haber llorado hasta perder la noción del tiempo, me levanté de la cama que me había dado consuelo durante días, con un objetivo muy claro en la cabeza. Por primera vez en mi vida estaba segura de lo que tenía que hacer: presentarme como voluntaria y ofrecer toda la ayuda posible a mi país. Dejar atrás a la niña que había sido y empezar a tomar verdaderas decisiones por mí misma. Debía ser consecuente con lo que estaba sucediendo. Ya no había más tiempo para hacer prácticas, debería aprender el resto en un hospital de verdad, sin esperar el permiso de mis padres. Sabía que ellos se opondrían con rotundidad, a sus ojos yo seguía siendo esa niña de diez años que no se apartaba de las piernas de su hermano. Por eso no dije nada cuando salí de casa creyendo que aún seguía llorando en mi cama. Tras la muerte de Frank, jamás me dejarían marchar, aunque fuera por una causa ejemplar. Como padres, harían todo lo posible para que la única hija que les quedaba viva siguiera con ellos, y por eso estaban planteándose un traslado temporal a los Estados Unidos.
Aquel destino habría sido la golosina perfecta para engatusar a mi yo del pasado, pero en esos momentos estaba decidida a dar el cambio, crecer de una vez por todas y hacer de mi voluntad un escudo ante cualquier posible distracción. Me daba igual que se enfadasen conmigo, que me dejasen de hablar o me desheredasen. Tenía que tomar las riendas de mi vida como hizo Frank y, si me querían, terminarían comprendiéndolo.
«Adelante, Leah», creí escuchar una voz en mi interior.
Algo que siempre anhelé durante los años que permanecimos juntos y que ahora nunca podría ver cumplido era ver a mi hermano orgulloso por algo que yo hubiese hecho. En casa todos lo idolatrábamos por las estupendas notas que sacaba, siempre destacando en todos los deportes, y más tarde también en la Marina. Pues bien, ahora me tocaba a mí. Debería aplicarme de veras en mi trabajo como enfermera si quería que, aunque fuese allá en el cielo, me sonriera como solía hacerlo cuando conseguía algo después de haberlo intentado con él cientos de veces. No quería que nadie más muriera. Que ningún hermano, marido o padre, dejase para siempre a sus seres queridos por culpa de la guerra. Aquel ímpetu entusiasta hizo que al inscribirme me confundieran con una enfermera ya diplomada. Error que, quizás por cortesía o más bien por profunda idiotez, no quise corregir. Detalle sin importancia que hizo que me adjudicaran un puesto de triaje para el que, por supuesto, no estaba cualificada. Pero de eso ya me daría cuenta más tarde, en aquel momento solo podía asentir con la cabeza a todo cuanto me preguntaban esas mujeres que me ayudaron a firmar los papeles de mi solicitud, sin saber en realidad dónde estaba metiéndome.
Después de salir de aquella oficina, empecé a dudar de mis más que básicos conocimientos sobre Medicina. Ir a esas clases me servía como pretexto, gracias a ellas yo podía salir de casa y hacer cuanto quería. De modo que ninguno de mis familiares sabía hasta qué punto estaba aplicándome en aquellas materias. Si se hubiesen encontrado con alguno de mis profesores, habrían sabido que era conocida en la escuela, pero no precisamente por mi brillantez en las respuestas, sino más bien por la ausencia de ellas. Por eso, cuando subí a ese barco aquel día, mis piernas no temblaban porque no supiera nadar (como les pasaba a algunas de mis compañeras), más bien porque empezaba a lamentar haberme presentado voluntaria a semejante tarea.
Ya en el buque de la Cruz Roja volvieron a repetirnos cómo segmentar la entrada de pacientes en función de la magnitud de sus lesiones, y en esa ocasión sí que fui toda oídos. Llegué a pensar que aquel puesto, en realidad, era una bendición para mí, porque no tendría a nadie bajo mi supervisión en un principio. No podía soportar el hecho de que alguien muriese bajo mi cuidado debido a una estúpida mentira.
—¡Eh, chica! Deberías esconder tus anotaciones, no inspiras mucha confianza, ¿sabes? —dijo la enfermera que estaba sentada junto a mí y que había comenzado a leer mis apuntes por encima del hombro. Su advertencia me asustó tanto que hizo que ocultase de manera mecánica bajo mi propio asiento ese cuaderno de la escuela de enfermería, el mismo que había llevado bajo el uniforme hasta ese instante. Estaba tan nerviosa que ni siquiera lo leía, pero tenerlo en mis manos me daba seguridad—. Perdona, no me he presentado —añadió con una amplia sonrisa que seguro habría pintado de rojo de haber tenido a mano algo de maquillaje—. Me llamo Vera, Vera Adams. Creo que nos han puesto juntas.
—Leah Johnson —dije ofreciéndole mi mano para estrechar la suya.
Vera pestañeó un par de veces ante aquel gesto tan formal, y respondió con un abrazo como si fuéramos amigas de toda la vida. Después de todo, íbamos a pasar juntas por una prueba de fuego y era algo urgente hacerse íntimas. Conociéndola sé que, si hubiese tenido tabaco a mano en ese momento, me habría ofrecido un pitillo solo para romper el hielo.
Mi querida Vera era de esas chicas que inspiraba seguridad y confianza. Alguien carismático, especial. Muy especial. Tanto que parecía brillar con luz propia, encandilando a los que estuvieran a su alrededor. De cara angulosa, pómulos prominentes y unos seductores ojos verdes secuestrados bajo el tapiz de unas oscuras pestañas. Todo en ella, incluso esa nariz chata que tanto odiaba, provocaba que las miradas de los hombres siempre terminaran volviendo a su curvilínea figura. Si hubiese dependido de ella, la falda de nuestro uniforme habría sido un palmo más corta, y el uso de un cinturón ancho para marcar la cintura, obligatorio.
—Está bien, Leah —se dirigió a mí con la misma naturalidad con la que trataría después a sus pacientes, haciendo que llegasen a dudar si la conocían ya de antes o no—. Si vas a ser mi compañera en este maravilloso crucero por el Canal, lo primero que tengo que arreglar aquí es esa cofia.
No llegué a entender muy bien el sarcasmo de Vera, que en seguida se prestó muy hacendosa a arreglarme el tocado. Mi melena castaña se perdió entre sus dedos para conseguir algo de la nada. Pero se desesperó al tercer intento:
—¡Diablos! ¿Por qué no te has rizado el pelo como hemos hecho todas? Tienes el pelo más fino que he visto en mi vida. ¡Así es imposible! —Aquella maldición me pareció un poco absurda. Se suponía que debíamos prepararnos para un infierno, no acicalarnos para un baile.
—¿No estás nerviosa? —pregunté saliendo de mi mutismo cuando me puso de nuevo frente a ella para ver el resultado de sus gráciles manos.
Yo no tenía una gran sonrisa seductora como la suya, ni dejaba a nadie sin aliento con solo mirarlo, pero ella había conseguido que mi aspecto mejorase un poco gracias a su peinado.
—Intento no pensar en lo que va a suceder. Si lo hiciera, querida, estaría tan histérica como tú. Es solo un duro día de trabajo, nada más.
Y, con un guiño de complicidad, dio por zanjada aquella conversación. Vera no perdía mucho tiempo hablando de lo que no quería, y su manera de frivolizar las cosas hacía que se enfrentara a ellas con la mente lúcida.
Muy pronto todas seríamos testigos de cómo más de trescientos mil soldados franceses, británicos, belgas y canadienses conseguían escapar sin remedio de la invasión alemana. Huyendo bajo un bombardeo constante, una pesadilla que solo acababa de comenzar.
Empezamos a oír el zumbido de las bombas al caer y todas dirigimos las cabezas hacia los portillos para ver si desde allí se divisaba algo. Sobrevolaba sobre nosotros el fantasma de la muerte mientras cruzábamos las aguas. En cuanto nos acercamos un poco más, pudimos escucharlos con claridad: era la Luftwaffe, los aviones alemanes. Ocho barcos hospital con el emblema de la Cruz Roja, como en el que me encontraba, se desplegaban por la zona para llevar a cabo su propósito. Uno de ellos fue hundido nada más llegar por la artillería nazi. Jamás había oído un estruendo parecido, pero el temblor en nuestro propio barco hizo que todos supiésemos de qué se trataba: éramos su objetivo y estábamos a tiro, sería solo cuestión de suerte que no nos dieran. Al poco escuchamos un agudo silbido bajo el agua, el que provocaba la trayectoria de otro torpedo. Pasó muy cerca, desestabilizándonos, pero no nos dio. Podíamos seguir respirando por el momento. Y así fue como me di cuenta de que aquella guerra no entendía de reglas ni acuerdos, no se respetaba nada, ni siquiera a los heridos ni a los enfermos.
—¡A sus puestos! —gritó un marinero que venía de cubierta, alertándonos a todas.
Su voz de mando nos levantó de nuestros asientos de manera automática. Ante la confusión repentina, Vera me cogió de la mano y la apretó con fuerza, guiándome hacia el lugar que nos habían asignado. Quizá ella estuviera tan nerviosa como yo en ese momento, pero sabía disimularlo muy bien.
Solo estuve media hora junto a ella, aunque quizá fueron los peores treinta minutos de mi vida. Mi memoria ha preferido olvidar los detalles más macabros, pero no se me han olvidado las caras. Los rostros de esos jóvenes que habían llevado a sus compañeros heridos, soportando el peso en sus propios brazos o en la espalda, para que nosotras pudiéramos atenderlos. Me di cuenta de que muchos de ellos no querían cruzar su mirada con la nuestra. Estaban abatidos, y esa imagen distaba mucho de la que ellos habían dibujado en sus mentes para su vuelta a casa. Otros, aterrorizados, nos miraban como si fuéramos ángeles. Eso cuando eran conscientes de dónde estaban. Subir por fin a ese barco suponía para ellos quedar a salvo de una muerte segura en aquella playa. Muchos incluso se habían quitado la vida esperando a que llegásemos, mientras sus compañeros habían sido testigos de cómo se pegaban un tiro con su propio fusil. ¿Cómo se suponía que debías sentirte después de haber presenciado algo así llevando un arma parecida en tu mano?
Vera decía que eso formaba parte de la guerra. Que sacaba lo mejor y lo peor de los hombres, los convertía en puro instinto, y solo el que llegaba a comprenderlo conseguía sobrevivir. La rudeza de sus palabras distaba mucho de mi manera de pensar y llegué a despreciarla por ello, pero ahora sé que tenía toda la razón. Cada uno se enfrenta a la guerra de la mejor manera posible, y solo logran salir vivos y cuerdos de allí los que se aferran a la idea de la supervivencia por encima de todo. Al principio no entendía cómo podía hablar así siendo enfermera, sin embargo, años más tarde, a unas pocas millas del frente, llegué a comprender que esa frialdad con la que se envolvía era la que se necesitaba para estar allí precisamente. Era necesario deshumanizarse para soportar lo más terrible de la humanidad.
Pero regresemos a aquel día, a ese momento en el que me disponía a empezar con mi trabajo escuchando a Vera a mi espalda, dando indicaciones con firmeza. Rasgaba uniformes con sus tijeras para saber hasta qué punto supuraba una herida, o taponaba hemorragias con rapidez mientras mentía al decir que no era nada. Y como si hubiera nacido para dar esa orden, mandaba al quirófano solo a los más críticos. Ella sí que se comportó como una enfermera a la altura. Apenas perdía tiempo en dar un diagnóstico, se había convertido en una máquina de valorar y priorizar. A lo sumo les preguntaba su nombre y qué edad tenían, solo para saber su estado mental, mientras sopesaba si era necesario operar o podían esperar un poco, con una dosis casi prohibitiva de anestesia.
Yo, sin embargo, era un mar de dudas. Me compadecía de cada uno de aquellos soldados. Cogía sus manos manchadas de sangre y arena apretándolas con fuerza contra mi pecho y me sentía incapaz de tomar una decisión al mirarlos a los ojos. «Enfermera». «Señorita». Así me llamaban cuando me acercaba a escucharlos y sentía su aliento infecto cerca de mi oído. Me preguntaban si saldrían de esta, como si yo lo supiera, porque lo último que quería era equivocarme al darles un veredicto. Así que, agobiada por la responsabilidad de mi puesto, perdí el control de la situación. Solo quería salvarlos a todos, que se pusieran bien, así que empecé a mandarlos a los quirófanos a discreción. Algo que, en breve, provocaría un caos aún mayor del que ya había en ese barco. Uno de los supervisores no tardó en darse cuenta de lo que estaba haciendo y, dirigiéndose con rapidez hacia mí, me ordenó salir de allí dejando sola a Vera.
—Pero ¿se puede saber qué está haciendo? —preguntó encolerizado. Al oírlo hablar así, Vera se giró hacia nosotros y vio cómo aquel hombre levantaba con furia la manta que cubría el estómago del último soldado que yo había inspeccionado. Aquello era un amasijo de tripas y sangre que, de hecho, ya ni respiraba—. ¡Este hombre está muerto, señorita! —me gritó sin importarle quién estuviera escuchando.
Me sentí la mujer más necia que pisaba la faz de la tierra y me invadieron unas terribles ganas de llorar. Solo quería irme de allí, de aquel barco repleto de hombres agonizantes y moribundos, lejos de todo mundo conocido. Mi barbilla comenzó a temblar como la de una anciana, mientras mis pupilas se clavaban en aquel muchacho que hacía horas había dejado de lamentarse por su vida, aunque sus compañeros lo seguían transportando por inercia. El ruido de las bombas había aturdido a la mayoría de los chicos que habían presenciado aquella batalla en primera persona. Apenas oían algo con claridad y, sin embargo, yo debía saber enviarlos a un sitio o a otro. ¿Y dónde estaba yo en ese momento? ¿Qué había sido de aquella chica que se había presentado voluntaria para ser enfermera con entusiasmo y arrojo?
—Vaya arriba, ¡vamos! Quizá pueda ayudar dándoles agua y comida —decidió compasivo el supervisor mientras se colocaba en mi puesto antes de que aquel parón provocase un colapso.
Vera me miró con lástima, pero poco podía hacer por mí en ese instante.
Ir en contra de la marea de hombres heridos fue otro de los capítulos de mi vida que prefiero no describir con muchos detalles. Recuerdo que la mayoría de ellos estaban mojados, ya que los que se habían encontrado capaces de hacerlo, habían llegado hasta allí a nado cuando derribaron el embarcadero. Otros olían a la sal del mar por haber estado tantos días a la intemperie. Escuchaba varios idiomas por los pasillos, gritos de auxilio y ayuda a mi espalda mientras daba esquinazo a unos ojos suplicantes que pedían que me parase. Me veía cada vez más incapaz de asistir a nadie. Aquellos soldados estaban hambrientos, apestaban a sudor y miedo, algunos hasta habían perdido el juicio en la espera, pero todos se merecían a alguien mejor que yo para atenderles. Después de lo sucedido, mi mente se quedó en blanco. Había sido una estúpida al pensar que sería capaz de actuar como una enfermera veterana en semejante situación. No era más que una niña malcriada jugando a ser mayor. Acababa de comprender que esto no era un juego ni estaba en clase. Los que me rodeaban eran hombres de verdad, que se estaban muriendo, soldados convertidos en monstruos que sufrían el rechazo de su propia presencia porque nadie les había dicho que terminarían así. Y yo, ¿qué hacía yo allí? Era una impostora, una mentirosa, vestida con el uniforme de una enfermera cuando no lo era en absoluto. No merecía ni llevar una cofia en mi cabeza, por eso me la quité y la tiré al suelo, arrepentida por haberme creído capaz de ser útil en ese barco.
Conseguí salir de allí con esfuerzo y, al llegar a cubierta, la brisa marina agitó mis cabellos y me ayudó a despejarme. Estaba observando atónita las aguas aún teñidas de sangre, con algunos objetos flotando, cuando me tropecé con un médico amigo de la familia. El hombre se había enrolado como voluntario en aquel buque de la Cruz Roja a pesar de que, por su edad, ya no podía estar en activo.
—¡Leah! —me llamó sin ocultar su sorpresa al verme allí.
—¡Doctor Kitting! —respondí agradecida, secándome las lágrimas con rapidez para que no las viera. Por fin una cara amiga en medio de todo aquel amasijo de gente.
—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras caminaba acelerado, parecía tener prisa y yo me uní a su paso sin pensarlo.
—Me han dicho que subiera por si necesitaban ayuda —resumí. Era amigo de mi padre y contarle lo que me acababa de suceder habría sido todo un bochorno.
—¿De veras? —preguntó mirándome perplejo durante un segundo. Le parecía increíble que sobrase personal en alguna parte de ese barco, pero tampoco quiso indagar mucho más—. De acuerdo, entonces ven conmigo, tu padre me dijo que eras buena cosiendo heridas, ¿no es así?
—Mi padre solo me ha visto coser una careta de cerdo, doctor. No he cosido a nadie en mi vida —confesé asustada para que se le quitara esa idea de la cabeza.
Para mi padre yo era toda una institución en Medicina, sin embargo, no pasaba de ser una estudiante mediocre con demasiados pájaros en la cabeza. Aquel mismo día había tenido pruebas suficientes de ello.
—No te preocupes, Leah, no es grave. Este hombre tiene una herida de metralla en el hombro, nada más. Es un tipo importante, ¿sabes? Uno de esos oficiales protegidos por la Corona. —Levantó la ceja insinuando algo que no llegué a entender muy bien, sin embargo, asentí para no parecer una ignorante. No quería que se llevase una mala opinión de mí, con lo que me había sucedido me bastaba para minar mi confianza—. Ya sabes que yo también estuve en el ejército, por eso me han ordenado que lo cuide muy bien. Pero, como verás, ahora mismo ni siquiera puedo perder tiempo preguntándole qué le duele. ¿Me harías ese favor? Estoy seguro de que contigo estará de maravilla.
—Si usted lo dice.
No me hacía ninguna gracia lo que me estaba ofreciendo el doctor Kitting, pero, por otro lado, algo debía hacer hasta llegar de nuevo a puerto. Suspiré mientras lo seguía por el pasillo. Al menos, pensé, la vida de ese hombre no correría peligro en mis manos.
Me sintiera o no una enfermera en ese momento, confiara más o menos en mis conocimientos, el sentimiento que me inspiraban aquellos muchachos de misericordia y espíritu de servicio fue el que me hizo sobreponerme con tanta rapidez. Quería ayudarles sanando sus heridas y levantándoles el ánimo, diciéndoles que nadie los iba a ver en casa como unos perdedores porque hubieran huido, pues habían logrado salir con vida de allí. Era una derrota, sí, pero no el fin de la guerra. Con su vuelta aún había esperanza, y eso era lo más importante.
—Como verá —comenzó a decir el doctor Kitting a aquel oficial, apartándome de mis pensamientos—, he vuelto en buena compañía. Esta jovencita se llama Leah Johnson, es una excelente enfermera que tengo la suerte de conocer muy bien y viene a curarle esa fea herida de inmediato. Le prometo, sargento Baker, que cuando termine ni siquiera verá la cicatriz.
Las bromas del amigo de mi padre me pusieron en un aprieto. Habría deseado que su presentación fuese otra muy diferente, pero después de toda aquella sarta de mentiras, solo pude sonreír por pura timidez.
Aquel hombre, sentado en la camilla con la camisa abierta y el pecho descubierto, me miró a los ojos sin disimulo, provocando de inmediato un ligero rubor que hizo arder mis mejillas.
—Señorita Johnson —conseguí escuchar a pesar del caos que nos rodeaba. El sargento incluso tuvo el detalle de inclinar la cabeza ligeramente hacia mí, demostrando una exquisita educación incluso en una situación como aquella—. Es un placer conocerla —continuó después de que el doctor nos dejase a solas.
—Encantada —respondí cabizbaja.
No estaba preparada para tanta atención, y menos la de un desconocido como aquel, cuya sola presencia imponía por la fijeza de su mirada, consiguiendo que yo tampoco pudiera apartarme de él. Aquella calma insólita que emanaba todo su cuerpo me atraía de forma inexplicable.
Para empezar, me alivió comprobar que podía hablar con corrección, sin alaridos de dolor. Eso me ayudó a sentirme más segura. Sin embargo, los inescrutables ojos grises de aquel hombre me decían de forma clara que no confiaban en mí a pesar de los halagos del doctor. Escudriñaba en mi interior hasta provocar mi palidez, atravesando cualquier fina pátina de pensamiento con su actitud inquisitiva. Me inquietaba que no apartase ni un segundo la vista de mí, sin interesarse más en nuestro entorno por muy confuso que este fuera: «Pero ¿quién se suponía que era para observarme así? ¿Acaso creía conocerme?». Sentí un hormigueo en la boca del estómago mientras me acercaba a él, y deseé que mis manos no fueran pura gelatina al contacto sobre su piel caliente.
Decidida a empezar de una vez, no tuve más remedio que apartar la mirada algo cohibida, pero, a pesar de que yo fingía no verlo, le seguía por el rabillo del ojo mientras terminaba de quitarse la camisa manchada de sangre. Me resultó imposible no fijarme en su torso o en el vello castaño que descendía desde su pecho hasta su abdomen, formando una hilera estrecha que se perdía en el interior de sus pantalones. Una exhalación inocente se escapó de mi boca al comprender que él había seguido el recorrido de mis ojos por su propio cuerpo. Levanté la vista escandalizada por aquel desliz, encontrándome con una sonrisa ladeada y divertida. Mi rostro viró a un bermellón oscuro, y durante unos segundos dudé en salir corriendo de aquel barco para esconderme bajo las aguas más profundas del Canal. Era lógico pensar que me sucedería algo así, ya que ningún hombre (aparte de mi hermano) se había desnudado delante de mí.
Uno, dos, hasta puede que tres segundos permaneciese en la completa inopia. Perdida en aquellas pupilas oscuras y afiladas como cuchillos que se estaban adentrando en mi interior, que no perdían detalle del espectáculo que estaba dando, hasta que le oí decir:
—La herida está en el hombro —me chivó en un susurro casi imperceptible, como si ambos estuviéramos en un examen.
—Gracias —llegué a decir completamente avergonzada. Y tuve que sacar algo de aire de mis pulmones para poder sobreponerme—. Puede que… —me tembló la voz al principio— puede que esto le escueza un poco.
Quise avisar al aplicar el antiséptico, concentrándome en aquella herida como si no hubiese sucedido nada.
El sargento Baker borró de inmediato su sonrisa y mantuvo una expresión dura en su rostro mientras yo trabajaba. Seguía dudando de lo que estaba haciendo. Seguro que le parecía demasiado joven y era más que evidente que así era, pero que llegase a dudar de mi presencia allí me incomodaba. ¿Sería capaz de descubrir mi farsa?
Me erguí de hombros para ganar altura e inspiré hondo para infundirme valor, no quería que nadie me viese como una niña impresionable, y menos ese tipo que me alteraba tanto sin saber muy bien por qué. Empecé a lavar la herida intentando parecer lo más profesional posible mientras sentía su respiración pausada sobre mí. Había girado el rostro hacia su hombro herido, donde yo estaba trabajando, y me observaba con curiosidad, sin queja alguna a pesar de la sangre derramada. Mucha de ella, sin embargo, pude comprobar que no era suya. Tal vez fuera la de su compañero, un tipo algo mayor que él, al que el doctor Kitting le estaba haciendo un torniquete de emergencia a pocos metros de nosotros.
—¡Vamos, George! No te quejes así. Tan solo te han disparado, ¿qué esperabas, con la suerte que tienes? —exclamó el sargento bromeando sobre esa herida, pues su amigo no hacía más que gruñir de dolor.
George no contestó palabra alguna, rugía como un león hasta que el doctor le inyectó morfina. Al escuchar poco después un suspiro de alivio salir de sus labios, ambos nos miramos a los ojos, agradecidos por no tener que escuchar más sus lamentos. En ese instante, al comprobar que los dos habíamos reaccionado igual, sonreímos haciendo saltar esa chispa de complicidad que hizo que una extraña ola de calor me invadiese por completo.
—¿Cuántos años tiene, enfermera? —me preguntó de repente, y su voz paralizó mis sentidos, recordándome que estábamos a muy pocos centímetros de distancia el uno del otro. Su tono no fue distante, sino mucho más agradable y familiar de lo que habría imaginado en mis pensamientos. La verdad era que, a diferencia del resto, él no parecía preocupado por sus heridas o por salir con vida de allí, como si tuviese la certeza de que todo estaba bajo control. Admiré su pasmosa tranquilidad, como si solo yo fuera importante. Algo que, por otro lado, me ponía aún más nerviosa de lo que ya estaba.
—Veintitrés —mentí, evitando sus ojos de manera forzada, provocando que sus labios apretados por el dolor consiguieran inclinarse hacia arriba esbozando una sombra de ligera sonrisa—. Veintiuno —rectifiqué de inmediato, arrepintiéndome en seguida por seguir mintiéndole en algo tan absurdo como mi edad.
Había algo que me perturbaba por completo en aquel oficial que seguía observándome sin recato alguno, haciendo que fuera imposible concentrarse en suturar su herida. Me inquietaban sus labios. Tenían un corte muy cerca de la comisura izquierda y estaban secos y enrojecidos. Tenía que hidratarse, como el resto de los soldados que nos rodeaban, pues llevaría horas sin beber nada de agua. Vi además las palmas de sus manos sobre la tela del pantalón, con pequeñas heridas leves que ya habían cicatrizado sin infectarse. Su pecho bajaba y subía, dando muestras de una respiración relajada, al contrario que la mía, que se aceleraba por momentos. Hasta ese oscuro mechón de pelo que rozaba su ceja me trastornaba. Esa intensidad en su mirada provocaba algo en mi interior, como si me llamase sin mover los labios. Apenas habíamos cruzado dos frases, pero había algo familiar en su trato, algo que me resultaba imposible precisar.
—¿Está segura de que esa es su edad, señorita Johnson? —preguntó de nuevo el sargento mirándome con descaro y haciendo un gesto divertido al levantar su ceja de manera exagerada.
Aquella manera de sonsacarme información, muy atrevida por su parte, no me resultaba desagradable. Fue una extraña y sutil forma de coquetear conmigo, con ese tono apacible en su voz, como si ya nos conociéramos de antes.
George, su compañero, había caído en un profundo sueño, e incluso el doctor Kitting se había alejado de nosotros para ayudar a otros enfermos. Nadie parecía percatarse de nuestra conversación, como comprobé después de mirar a un lado y a otro.
—¿Tanto miedo tiene de que la descubran? —preguntó con atrevimiento, acercándose un poco más hacia mí.
No respondí, pero enrojecí al instante. Solo intentaba seguir trabajando, limpiando su herida con cuidado, aunque me resultase extremadamente duro concentrarme para hacerlo bien. El sargento Baker no quiso que le aplicase anestesia alguna. Decía que no quería drogas que pudieran aturdirle los sentidos, así que tuve que seguir desinfectando la zona con meticulosidad mientras rezaba para que no le provocase demasiado dolor. Sin embargo, aquel no era mi mejor día y, al intentar coger los restos de metralla con las pinzas mis manos temblaron de puro agobio, y los trozos se incrustaron aún más en su piel mientras él era testigo de todo aquel desastre. En ese momento no pude aguantar más aquella situación y el chasquido metálico de las pinzas al golpear con fuerza contra la bandeja de acero fue el sonido que despertó mi rabia. Yo podía hacer aquello, era fácil, pero no en esas condiciones. De modo que, levantando mis ojos con indignación hacia él, le confesé, siendo lo más sincera posible:
—En realidad, señor, tengo dieciocho años y ni siquiera he terminado enfermería. De hecho, iba a especializarme para ser comadrona cuando decidí alistarme. No recuerdo en qué momento acepté subir a este barco, pero lo cierto es que aquí estoy. Hace diez minutos me han echado de una sala porque he confundido a un hombre muerto con un herido, y aún no entiendo cómo me ha podido ocurrir, si era algo más que evidente. En los libros no te preparan para esto, se lo puedo asegurar. Es la primera vez que coso a alguien que está vivo, y solo espero que se me dé bien, porque el doctor Kitting conoce a mi padre y estoy segura de que hablará con él sobre mi trabajo aquí —respondí de corrido, consciente de que me escuchaba con suma atención a pesar del ruido que había a nuestro alrededor.
Él rodeó con sus pupilas el óvalo de mi cara, acariciándolo con su mirada lenta y analítica. Solo cuando se hubo hecho una idea mental de cuál era mi situación allí, me contestó con una sensibilidad inesperada:
—Estoy seguro de que su padre se sentirá muy orgulloso de usted.
Después de aquella frase, selló sus labios. Y, arrimando valiente su hombro a mis manos, se preparó mentalmente para aguantar las puntadas de una enfermera primeriza.
Inspiré agradecida cuando por fin apartó su mirada de mí, y solo entonces logré eliminar todo resto de metal en su piel. Fue mucho más sencillo de lo que habría imaginado, solo necesitaba concentrarme en lo que estaba haciendo. Así fue como, sin perder más tiempo, empecé a coser la herida abierta que quedaba cerca de su hombro, notando cómo los músculos de su brazo se contraían soportando el dolor que seguro le estaba causando. Durante toda la operación no emitió ni un solo quejido, aunque yo era muy consciente de que no le estaba haciendo cosquillas.
El sargento James Baker se quedó a mi lado con gesto tranquilo, y hasta me atrevería a decir que incluso feliz, a pesar de estar con la enfermera más torpe que fue a Dunkerque.