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Noviembre de 1872
Rondaba los cincuenta, buena planta, exquisitos modales, siempre tan bien arreglada, manos finas, cabello moldeado. La señora Encarnación era toda una personalidad en el barrio de San Agustín, en el que llevaba viviendo toda su vida. Además de la hija de buena familia que había heredado el edificio de la plaza en el que residíamos, era la abnegada esposa de don Braulio Abellán, un respetado funcionario en el ayuntamiento. El matrimonio Abellán Torres tenía un hijo, Leopoldo, que había hecho carrera en Madrid y los visitaba tres veces al año. Visitas cortas, y tal vez demasiado formales, que a doña Encarnación le sabían a poco, a muy poco. «Este ha salido a su padre», protestaba siempre.
Fue marcharse el hijo de casa y empezar a sentirse sola. Por aquel entonces yo era un niño pequeño que correteaba entre las faldas de mi madre y, ventajas de ser el pequeño, la buena mujer debió de encapricharse un poco conmigo. Hubo ciertos regalos, algún capricho, empezaron las invitaciones a la merienda y cosas por el estilo. Evidentemente mis padres recelaban un poco, se preocupaban; «hijo pórtate bien», «guarda mucho los modales en aquella casa», «que no me entere de que molestas a la señora», me decían. Pero, puesto que tanto el viejo local del negocio como la casa que ocupábamos en la primera planta pertenecían al matrimonio Abellán Torres, que habitaban en la segunda, nada podía negársele.
Doña Encarnación disfrutaba de mi compañía y yo de la lectura de los diarios del día anterior que ella amablemente me prestaba. Era un quid pro quo en toda regla, y una costumbre bien arraigada entre nosotros. Los periódicos eran de su marido, que se los traía del ayuntamiento una vez ya leídos y las noticias caducadas. El matrimonio me reservaba siempre un ejemplar de Las Provincias y El Mercantil, la prensa de referencia de la ciudad, y no ponía ningún reparo a que yo me los repasara después tranquilamente mientras doña Encarnación me ofrecía la merienda o simplemente se complacía con mi visita y me regalaba la oreja con chismorreos del barrio de toda clase.
No sé de dónde me venía esa afición a la prensa tan curiosa y pertinaz, pero mi padre alguna vez contaba que desde bien pequeño me llamaron la atención los diarios. El caso es que, a falta de otra lectura posible, desde que los descubriera un día casualmente en una de aquellas visitas, devoraba todo el que caía en mis manos sin importar formato ni corte ideológico. Disfrutaba tanto con noticias de política o de la escena internacional como con la narración de lo más cotidiano, la crónica local y los sucesos de la ciudad.
En aquella fría tarde de otoño ella estaba especialmente afable conmigo, tierna casi diría yo. Doña Encarnación me había servido un chocolate con galletas que yo devoraba a la par que las páginas del ejemplar de Las Provincias de hacía dos días y, entre noticia y noticia, ella me iba soltando alguna de sus “perlas” con una encantadora sonrisa. Lo acompañaba de un suave toquecito en el hombro o en el brazo si pretendía dar más énfasis a lo que me estaba diciendo: que si la de la mercería le había dicho esto, que si el hijo de la carnicera se iba a casar con esta otra...
Yo de normal le hacía poco caso, pero desde aquella mañana le daba vueltas a aquel asunto que, merced a la insistencia de Julio, me traía de cabeza. Sabía que no erraría al preguntarle a ella si lo que quería era obtener información fiable, nada de lo que pasaba en el barrio se le escapa. Tenía que aprovechar una de aquellas conversaciones para indagar sobre la nueva vecina, aquella enigmática chica que tanto interés despertaba en él. Su fijación era ya exasperante, le había prometido algún avance y no podía demorar más la respuesta, de modo que me lancé al agua.
—¿Se ha fijado usted ya en las nuevas vecinas? —pregunté aprovechando una de sus pausas, como sin darle mucha importancia.
—¿Qué vecinas? —soltó ella algo desconcertada por la pregunta inesperada.
—Al otro lado de la plaza —aclaré.
—Ah, esas. Sí, claro que me he fijado. A todo el mundo le causó curiosidad verlas aparecer por aquí, naturalmente. El mismo día por la tarde fui a preguntar a Manoli, la portera del edificio, que también es muy amiga mía. La conozco desde que era una chiquilla, ¿sabes?
Asentí concentrado, levantando la vista del periódico, invitándola a que prosiguiera el relato.
—Pues a mí no me gustan, la verdad —continuó tras fruncir el ceño—. Pero ojo, que yo no me meto en la vida de nadie. Vienen de un pueblo del interior, no me preguntes cuál porque ya no me acuerdo. Ella es maestra, en una escuela de mujeres por el barrio del mercado, dicen. Parece ser que el marido las ha dejado, o algo así. Yo me figuro que las pobres se fueron más que nada por el qué dirán, pero eso ya es cosa mía, claro. ¿Tú te imaginas lo que debe ser eso? ¡Ay! Yo cuando me enteré me dieron una pena…
Sin saber por qué, el dato del abandono paterno produjo una honda impresión en mí. Doña Encarnación debió de captar esa ligera turbación, pues enseguida trató de tranquilizarme.
—Ahora que, por lo que se oye, ella debe de ser de armas tomar. Claro que también hay que echarle carácter para emigrar una mujer sola y empezar la vida en una ciudad nueva como Valencia. ¡Y con una hija! Figúrate qué panorama —decía con tono lastimoso.
—Y ahora que lo menciona, ¿qué se sabe de la hija? —indagué centrando el foco donde más me interesaba.
—Poco te puedo contar, la verdad. He oído que es amiga de libros y estudios, como la madre. Yo qué quieres que te diga, dos mujeres solas en una ciudad como esta no lo veo. Más les valía buscarse un hombre, que ya se sabe que hace falta uno en una casa para que esté todo en orden. Tú ya me entiendes —remachó.
Asentí mientras apuraba mi taza de chocolate y asimilaba todos aquellos datos para elaborar mi estrategia.
* * *
«Toc, toc, toc», sonaron tímidamente mis golpes sobre la madera.
La conversación con doña Encarnación me había provocado una impetuosa curiosidad que no esperaba. Siguiendo un inusual impulso, a los cuatro días estaba allí plantado delante de su puerta. Pero todo mi aplomo se había desvanecido en apenas un instante, sintiéndome de pronto como un completo idiota. Tanto, que estuve a punto de darme la vuelta y echar a correr escaleras abajo. Pero ya era demasiado tarde, la puerta se abrió poco a poco a la par que asomaba tras ella la figura de doña Blanca, la señora de la casa.
—Buenas tardes —dije forzando una sonrisa, con un tono que sonó algo inseguro.
—Buenas tardes —me respondió.
Su rostro sereno me miró con una mezcla de curiosidad y ternura.
—Mi nombre es Manuel Planes, soy el hijo del zapatero Vicente Planes, al otro lado de la plaza.
Ella asintió y abrió por completo la puerta, invitándome a entrar.
—Pasa, pasa.
Su sonrisa cercana, franca, resultaba de lo más cautivadora y consiguió que me relajara totalmente. Me di cuenta enseguida de que aquella mujer tenía un aura especial difícil de describir. Pero a la par que desplegaba su carácter y gran determinación, también intuía que se trataba, en parte, de una pose autoimpuesta que ocultaba cierta fragilidad y miedo.
Llevaba ya varios minutos mirándola mientras hablábamos de alguna banalidad, de su llegada a la ciudad o del ambiente del barrio, esforzándome en aparentar una seguridad de la que a todas luces carecía y preguntándome cómo demonios se suponía que mi estrategia de acercamiento iba a funcionar.
—¿Quieres tomar algo? Hay café hecho en la cocina —me ofreció con gran amabilidad.
Me sorprendí diciendo que sí sin pensármelo dos veces. Sin duda debió deberse a la atmósfera agradable que ella había creado, que había conseguido que en tan poco tiempo me sintiera como en mi propia casa. Definitivamente intuía que le había caído bien, y desde luego ella también a mí.
—Enseguida vuelvo —dijo con dulzura.
Mientras esperaba sentado en aquella pequeña salita observé con detenimiento el espacio que me rodeaba. La casa no podía ser más austera y sencilla, y los muebles, escasos; sin embargo, desprendía una extraordinaria calidez muy reconfortante.
Cuando ella apareció con el café, escuché cierto murmullo de fondo que parecía provenir de otra voz femenina, lo que me recordó de pronto el motivo por el que realmente me había decidido a ir hasta allí. Después, ocurrió todo de una manera tan natural que todavía me cuesta creer que sucediera así en realidad.
—Me preguntaba si está su hija en casa —quise saber mientras sostenía la pequeña taza en la mano.
—Así es, aunque ahora mismo tiene visita —respondió.
—Oh, en ese caso... —dije con cierto fastidio—, no quería molestar.
—No creo que sea ninguna molestia —dijo captando enseguida mi sorpresa e incomodidad—. Pasa —añadió tras levantarse invitándome con insistencia a entrar en la cocina—, mi hija Cecilia está repasando la lección con María, una de mis alumnas. Pasan mucho tiempo juntas porque es la única amiga que tiene por ahora —me aclaró—. Estará encantada de conocer gente nueva en el barrio.
Las dos estaban sentadas muy juntas, de espaldas a la lumbre de la cocina cuyo agradable calor inundaba toda la estancia. Su conversación quedó de pronto suspendida por un silencio cortante al advertir mi presencia.
—Perdón por presentarme así —dije rápidamente, excusándome.
—Manuel es nuestro vecino y estudia en la universidad —dijo Doña Blanca haciendo las presentaciones, y al mismo tiempo mediando para disipar la inevitable tensión por mi irrupción repentina en un espacio ajeno.
Pero esa sensación se esfumó muy rápido, pues enseguida las dos muchachas adoptaron una actitud de lo más divertida, e incluso hubiera dicho que veían con total naturalidad mi presencia en la casa.
—¿Qué es lo que estudias? —se interesó Cecilia.
—Leyes —contesté, quizás con menos énfasis de lo esperado.
—¡Qué aburrimiento! ¿no? —soltó ella con pasmosa naturalidad.
Su madre le reprochó por lo bajo ese comentario, aunque a mí no me ofendió en absoluto.
—Un poco sí —reí sincero—. Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta?
—Se me dan bien varias cosas —afirmó con gran suficiencia—. Si Dios quiere algún día seré maestra, como mi madre —añadió con una ternura inconmensurable—. Aunque creo que lo que de verdad me hubiera gustado es la enfermería —concluyó después.
—¡Vaya! ¿No te da miedo la sangre?
—¡Qué va! A mí no me da miedo casi nada —dijo desafiante.
—Qué gran pérdida entonces, serías una enfermera estupenda —sostuve, imaginándomela salvando vidas con aquella firmeza.
—Vives al otro lado de la plaza, ¿verdad? —inquirió inclinando las cejas, como si de pronto recordara de qué le resultaba familiar mi rostro.
—Sí, donde el Zapatero —confirmé.
—¿Os conocíais? —quiso saber doña Blanca.
Mientras lo negábamos nuestras miradas se cruzaron un instante y, por alguna razón, no pude dejar de fijarme en ella. No es que destacara por una excepcional belleza, pero poseía un encanto que me mantenía totalmente hechizado. La pureza de sus ojos verdes me impresionó todavía más al verlos tan cerca, radiantes sobre su piel tersa y pálida. Las mejillas sonrosadas, sus formas suaves y curvadas, bien proporcionadas, conformaban un conjunto de una belleza muy sutil. Pero lo que más me impactó fue sentir que su alma me traspasaba. Por momentos me pareció que era capaz de transmitir un aire melancólico, una extrema vulnerabilidad incluso; mientras que otras veces, en cambio, su aplomo me recordaba a la agradable serenidad de una señorita de elevada posición.
—Creo que te vi el otro día, cuando salías de casa por la mañana —afirmó después más convencida.
—Puede. —Le sonreí, tratando de ocultar en vano la fascinación que me había causado desde el primer momento—. ¿Estabais estudiando? —dije cambiando de tema.
—María y yo aclarábamos unas dudas, nada del otro mundo.
—Repasamos un poco de latín, a mí se me atraviesa un poco. ¿Nos ayudas? —propuso María con su fina voz de terciopelo.
El trato familiar que adoptó también ella, que se mantenía discretamente en un segundo plano algo más cohibida, me resultó de lo más agradable, lo que me hizo olvidar, en parte, la decepción por no haber logrado un encuentro con Cecilia a solas.
—Claro —dije mostrando total disposición.
—«Dux aciem adversus milites instruxit atque milites spe victoriae fortiter in acie pugnaverunt remque publicam servaverunt» —recitó de carrerilla.
—Ah, esa es fácil —resolví a los pocos segundos—. Déjame ver, sería algo así como: El jefe formó la línea de batalla frente a los soldados y los soldados lucharon fuertemente con la esperanza de la victoria en la línea de batalla y salvaron al estado.
—¡Sí! —dijo María radiante de felicidad—. Sabía que los soldados peleaban hasta la victoria. ¿Lo ves? —remató mirando a su amiga con suficiencia.
Cecilia la miró con fastidio.
—Ya que se te da tan bien, podrías venir a ayudarnos más a menudo —apostilló, mostrándome una sonrisa ambigua.
—A ver, a ver, no atosiguéis a nuestro invitado —intervino doña Blanca.
—Bueno. En realidad, yo ya me iba —dijo María recogiendo sus cosas.
Doña Blanca acompañó a María a la puerta y, cuando por fin me encontré con Cecilia a solas, me sentí invadido por una sensación muy extraña. Intenté escrutar en vano esa mirada que constituía un enigma para mí. Parecía encerrar un gran misterio y, a la vez, resultaba sumamente dulce y delicada, como la invitación constante a perderse en el verdor de una selva impenetrable. Por un momento me sentí acorralado por el desconcierto, el agobio, las prisas y las dudas, pues nunca había sido capaz de saber cómo comportarme en aquel tipo de situaciones. Pero sabía que sería mi única oportunidad y no podía desperdiciarla. Así que, tras coger aire, me lancé.
—En realidad yo he venido hasta aquí por un amigo —murmuré.
Ella pareció no comprender muy bien, y quizás decepcionarse un poco.
—¿Qué amigo?
—Julio, es un compañero de clase.
—¿Lo conozco?
Negué con la cabeza
—Él te vio un día en la plaza, pero probablemente tú no te fijaste en él —aclaré después.
—¿Y qué es lo que quiere ese Julio?
—Bueno pues, verás, él… está deseando conocerte —dije tratando de encontrar las palabras más adecuadas.
—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó mostrando más interés.
—Pues supongo que porque le gustas —dije sin pensar, como si aquella fuera la única posibilidad.
Pero aquello sonó como una nota discordante en el ya de por sí forzado diálogo, e hizo que me arrepintiera al instante de que aquellas palabras hubieran salido de mis labios. Sin embargo, ella, lejos de reaccionar con ira o vergüenza, se quedó como pensativa, tratando de interpretar y medir debidamente el significado de aquella revelación, que había quedado como suspendida en el aire.
En ese momento doña Blanca regresó a la cocina y empezó a recoger las tazas de café. Me retiré un poco a un lado, esperando que no notara que me había puesto rojo de vergüenza.
—Yo también debería irme, muchas gracias por todo —les dije.
—Gracias a ti por la visita Manuel —me dijo con dulzura—. Vuelve cuando quieras —añadió.
—Ya le acompaño yo —se ofreció Cecilia mostrándome el camino hacia la salida.
Caminé detrás de ella en silencio y nuestros cuerpos se rozaron apenas un instante al atravesar el umbral de la puerta. Después sentí tras de mí como ella, apoyada en el pomo, emitía un pequeño suspiro, preludio ya de la despedida.
—Adiós Manuel, ha sido un placer conocerte —me dijo por fin.
Me volví para mirarla y noté cómo mi corazón iba más rápido de lo normal. Sus ojos verdes me sostenían la mirada, sin dejarme apartarla.
—¿Qué le digo? —pregunté aún apabullado.
—¿A quién?
—A Julio.
—Dile que podemos vernos cuando quiera. Pero que no se haga ilusiones, puede que yo ya me haya fijado en otro chico —respondió con total frialdad.
—Ah, ¿sí? ¿En quién? —quise saber, desarmado una vez más por su franca osadía.
—No puedo decírtelo —dijo como si aquello encerrara una especie de acertijo.
—¿Es alguien del barrio? —me atreví a preguntar, en una especie de ruego desesperado.
—Sí —confirmó de manera sencilla y directa. Y la puerta se cerró delante de mis narices.