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Celia apenas se atrevía a tocarlo. Contemplaba el manuscrito de Mario, depositado sobre la sencilla mesa de su escritorio, como si estuviera poseída por un extraño pavor. Llevaba toda la tarde intentando armarse de valor, superar el bloqueo que le impedía abrir la primera página, pero era incapaz de conseguirlo. Una misteriosa fuerza la frenaba. Las imágenes de aquel inesperado reencuentro con Mario le golpeaban una y otra vez, hasta dejarla totalmente conmocionada.

«¿Por qué ahora?», se preguntaba. Como si no tuviera bastante con superar el amargo trago de su reciente ruptura, sin apenas tiempo para hacerse a la idea de lo que suponía volver a casa de su madre con un fracaso a sus espaldas, había tenido que enfrentarse al regreso de Mario. Con su aura tranquila y pacífica, con sus dulces palabras y aparente inocencia, aparecía de pronto en su vida para trastocarlo todo de nuevo.

Ni siquiera sabía cómo se había enterado de su regreso. No creía haberlo comentado a nadie cercano a su círculo… ¿Acaso habría sido su madre? Podría ser, Mario y ella tenían buena relación y quizás, pese a sus advertencias, había caído en la tentación de contárselo. Pero daba igual cómo lo hubiera hecho, el caso es que siempre se las arreglaba para enterarse de todo, su astucia estaba a prueba de dificultades. Por eso no le había sorprendido tanto encontrarse su mensaje aquel día, sin previo aviso, preguntando si podían verse.

En un principio, incluso emocionada por aquella posibilidad, enseguida estuvo tentada de aceptar. «¡Qué ingenua!», pensaba ahora. ¿Cómo no se dio cuenta de que aquello no podía ser del todo casual? Claro que tenía ganas de verlo, muchísimas, pero tal vez no estaba preparada todavía para las emociones fuertes, quizás lo prudente hubiera sido esperar un poco. Y ahí estaban las consecuencias, delante de ella, esperando pacientemente encima de la mesa a que se decidiera a activar aquella bomba de relojería. Porque sabía que, de alguna manera, aquel manuscrito encerraba una trampa fatal.

Al principio todo fue bien. Bueno, todo lo bien o mal que podía esperarse. En cuanto Mario le abrió la puerta de su casa su cuerpo se estremeció. Aquellos ojos negros tan sinceros, directos, entregados, la miraban con la misma intensidad de años atrás. Por un instante ambos quedaron como paralizados, hechizados por la magia de aquel momento, el de un reencuentro secretamente anhelado, pero también insólito e inesperado.

El impacto inicial de verlo allí delante, tan cerca, tan real, dio paso a un torbellino de emociones que Celia no estaba preparada para asimilar. Fue entonces cuando, movida por un irrefrenable impulso de ilusión recobrada, esbozó una sonrisa que era capaz de resumirlo todo. Era un simple guiño de complicidad, un «sí, soy yo, la misma Celia de siempre»; una invitación inequívoca, que propició que se acercaran lo suficiente como para fundirse en un cálido abrazo sin dar lugar a un ápice de duda o reserva. Sus cuerpos, que parecían tan distantes, ligeros y frágiles, lentamente se tocaron, casi flotando, y la emoción contenida fluyó como un torrente descontrolado.

—¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿No? —se había atrevido a decir Mario, aún sin poder creérselo.

A Celia le sorprendió lo poco que había cambiado. Quizá algo más delgado, el rostro más perfilado, los gestos más firmes. Pero todo encajaba en la vívida imagen que durante tantos años había permanecido almacenada en sus recuerdos. No hubo duda de que, pese a lo confuso que le resultara volver a reconocerlo ahora, había dejado en ella una profunda huella.

—Sí. ¿Cuánto ha pasado? ¿Diez años? —observó como con una especie de pesar.

—Mucho. Tanto que pensé que ya no volveríamos a vernos —aseveró él.

Por supuesto ella también lo había pensado; apenas tuvieron contacto durante los últimos años y aquellos eran unos sentimientos que creía ya olvidados y superados por la distancia y el paso del tiempo. «Fue algo casi inevitable», pensaba. Un silencio impuesto por la cruda realidad de la distancia que ninguno de los dos podía reprochar al otro. Al principio lo intentaron, con moderado empeño, pero finalmente terminaron sucumbiendo al peso de la rutina y la ausencia prolongada. La intermitencia de algún mensaje aislado, cada vez más críptico y desapasionado, dio paso a la ausencia total de señales de vida en ambas direcciones.

Sin embargo, aunque todo aquello parecía formar ya parte de una especie de sueño lejano, junto a todos esos recuerdos de una juventud efímera y alocada que había precedido al mundo de la madurez y las responsabilidades; a su mente regresaban con frecuencia fragmentos sueltos de aquel pasado, retazos de algo vivido con gran intensidad. Porque, por más que se empeñara en pensar de otra forma, sabía que jamás lo podría borrar.

Pese a todo, el primer contacto fue frío. Se limitaron a observarse durante un largo rato con la sonrisa congelada; empleando un pequeño espacio de tiempo para reencontrar sensaciones, a reconocerse de nuevo. ¿Y qué esperabas?, pensó Celia. Quizás no era tan raro, después de tantos años. Sus miradas, por momentos inseguras y esquivas, delataban una extraña mezcla de vehemencia e inseguridad. Y es que, aunque intentaran disimularlo, ninguno de los dos estaba realmente preparado.

Volvió a mirar la primera página de la encuadernación: un folio en blanco, la nada, totalmente aséptica. Y recordó cómo la velada se torció justo en aquel momento, en el que Mario le había hecho entrega del manuscrito. Ahora se daba cuenta de que apenas le había dado alguna vaga pista sobre su contenido.

—La verdad es que no es fácil de resumir. Es una historia ambientada en el pasado pero que, de alguna manera, nos involucra —le había soltado él, siempre tan enigmático.

—¿Cómo que nos involucra? ¿Qué quieres decir?

—Es ficción —le había aclarado—, pero en ella hay parte de Juanjo, de ti, y de mí.

—¿Cómo que una parte? ¿De nosotros? ¿Qué parte? —había preguntado ella confundida.

—Pues, la verdad, creo que es mejor no adelantarte nada y que lo descubras tú misma.

En aquel primer momento, la curiosidad y una gran impresión habían crecido parejas en su interior. Al recogerlo, se había limitado a sostenerlo aún confundida, como si Mario acabara de hacerle entrega de una parte muy íntima de su ser. Encuadernado como un sencillo trabajo universitario, entre sus manos lo sentía tan pesado como si se tratara de uno de los tomos de El Quijote.

—Bueno, en realidad era el motivo por el que necesitaba verte —recordó que le había dicho mientras ella lo miraba con una mezcla de expectación y asombro—. Pensé que iba a ser más difícil.

—¿Puedo? —había preguntado ella, haciendo ademán de abrirlo.

—Por supuesto. De hecho, te lo estoy dando porque me gustaría que lo leyeras.

—¿De verdad? —le había preguntado con acrecentada turbación.

—Confieso que me da un poco de pudor y que no estoy muy seguro del resultado, pero necesito que me des tu opinión —había dicho Mario soltando un suspiro—. Y, además, he llegado a un punto en el que estoy un poco atascado. Me encantaría que me ayudaras a escribir el final.

—¿Yo? —le había respondido ella aún aturdida—. Pues, la verdad, no sé qué decir.

—¿Me harías ese favor? —le había pedido Mario, quien durante unos instantes se había quedado mirándola como si no hubiera otra cosa más importante que resolver en aquel preciso momento.

Asimilando aquella inesperada petición, apenas se había atrevido a abrir la cubierta y a hojear con cautela las primeras hojas, como quien tantea por primera vez un juguete extraño. Pero aquello era real, ahí estaba, delante de sus ojos.

—¿Lo leerás entonces? —insistió Mario.

Ella le prometió hacerlo: ¿cómo iba a negarse?

Fue un instante casi hipnótico, efímero y a la vez subyugante, envuelto en un silencioso destello de emoción.

Tal vez fue entonces cuando Celia, estando allí sentada en su sofá, tan cerca de él que podía rozarlo, y sentirlo, y sus ojos podían volver a traspasar con franqueza el umbral de los suyos, fue plenamente consciente de que esos sentimientos eran muy reales y habían regresado con la misma fuerza de antaño. «¿Era realmente eso posible?», se preguntó, aún apabullada por aquellas emociones. Sin duda la respuesta era que, de alguna manera, siempre habían estado ahí, ocultos, a la espera de aflorar y salir de nuevo a la luz en el momento apropiado.

Poco antes apenas lo había sospechado. Una agradable sensación la había invadido por dentro al recorrer con mirada curiosa el encantador apartamento de soltero de Mario en el que nunca antes había estado. Incluso había sonreído para sus adentros con cierto deje de melancolía, pensando que le hubiera gustado formar parte de aquella vida de la que en realidad poco conocía. Su confortable salón de muebles de Ikea, las estanterías llenas de libros y revistas, la improvisada combinación de recuerdos y objetos de colección con modernas encuadernaciones y dispositivos electrónicos, la sobria decoración salpicada aquí y allá con estampas de viajes y alguna foto simpática con amigos y familia o la desordenada mesa de trabajo junto a la ventana. Envidiaba un poco esa vida sencilla y tranquila, de la que aparentemente él se había apartado muy poco.

Había empezado a vencer su resistencia y a convencerse de que aquello era real. Una jugada magistral del destino que tal vez había llegado en el momento oportuno, justo cuando ella era más vulnerable. Casi sin darse cuenta recobraron la complicidad, y el indeleble recuerdo poco a poco se abrió paso entre el mar de confusión y de dudas. Después, ambos se avasallaron un poco, tratando de ponerse al día.

—¿Sigues trabajando en el periódico? —le tanteó ella con curiosidad.

—Pues sí, no me va mal —le había respondido Mario con un esforzado gesto enfático—. Sigo más o menos en el mismo sitio. Solo que, bueno, ahora ya no soy el becario —había rematado con aquella frase un balance del que parecía sentirse a medias satisfecho.

—Estaba segura de que al final lo conseguirías.

—No te creas, ya no sé si tengo las mismas ganas. Esta profesión cada vez está peor —le había dicho entonces Mario con cierta apatía, carraspeando un poco.

—Bueno, por eso hace falta que la gente como tú sigáis estando al pie del cañón.

—Todo está cambiando mucho, y muy rápido. La gente cada vez usa más WhatsApp, Twitter o Facebook para informarse, ya sabes —comentó él, disimulando su decepción.

—No me puedo creer que te esté escuchándote decir eso —dijo ella soltando una pequeña risa—. Con lo que tú defendías los valores del periodismo, y la de cosas que se pueden hacer con un buen reportaje.

—No es eso, es solo que…

—No es como esperabas —había adivinado ella.

—Sí. Bueno, nunca es como se espera, ¿no?

Con cierto pesar, Mario terminó reconociendo que, aunque trabajar como periodista siempre había sido su sueño, llegar a consolidarse en un puesto más o menos estable, y en una sección de la que más o menos disfrutaba en la prensa local, le costó muchísimo esfuerzo y quizá también alejarse del romanticismo por el camino. La suya se había convertido en una profesión en la que, además de pasión, había que ponerle mucha dosis de resistencia y masoquismo.

—No te preocupes, no eres el único. Yo también estoy desilusionada —había admitido también ella—. Al menos tú tienes esto —le dijo aludiendo al apartamento—. Mírame a mí, volviendo a casa de mi madre, volviendo a empezar de cero otra vez…

—No sé yo si hice muy bien en comprarlo. Y para conseguirlo firmé treinta y cinco años de condena con el banco, ya sabes… —bromeó él.

Pero a ella le parecía todo un acierto. Le encantaban los lugares que poseían alma, carácter propio, y sin duda aquel era un lugar dotado de un encanto muy especial.

Después, aunque había estado tratando de demorarlo todo lo posible, Celia no pudo eludir tener que enfrentarse a la inevitable pregunta. La que llevaba sobrevolando el ambiente desde que había accedido a visitarlo en su casa aquel viernes por la tarde: ¿Por qué has vuelto?

Celia se tuvo que arrellanar en el sofá elevando la mirada hacia el techo, y coger aire antes de lanzar un largo suspiro.

—Necesitaba volver, Mario. Me acabo de separar y… lo necesitaba —le había dicho enfrentándose a la verdad sin tapujos.

Y ahora, recordándolo, todavía sentía cómo la mención a la ruptura había sonado como un tenso acorde desafinado, rompiendo la aparente armonía de aquel reencuentro. Inevitablemente era algo que lo cambiaba todo.

—No te preocupes. Ha sido una separación un poco dura, pero estoy bien —le había dicho ella tratando de restarle importancia.

—Entonces esto es… ¿estás solo de visita o es un regreso definitivo? —había preguntado Mario mientras asimilaba con cautela la noticia, con la firme intención de desterrar todas sus dudas y prejuicios.

—No lo sé. Quiero volver, pero… es complicado —había terminado ella abruptamente la frase—. Necesitaba tomar distancia y de momento he decidido quedarme una temporada en casa de mi madre, hasta arreglar los papeles. De hecho, casi nadie más lo sabe —le confesó—. Supongo que todavía lo estoy asimilando.

—Lo entiendo, imagino que no es fácil pasar página después de algo así.

—Estoy en ello —le había dicho ella con cara de circunstancias—. La verdad es que me hizo mucha ilusión que me llamaras —añadió tras una pequeña pausa.

—A mí también que accedieras a verme —confesó él.

—Tenía muchas ganas. Pero, dudaba de que, bueno, quisieras volver a saber de mí después de todo —musitó ella, bajando la mirada.

Todavía recordaba cómo Mario había sonreído entonces, tratando de hacer con ello patente que sus puertas siempre estarían abiertas. Aun así, Celia tenía muchas dudas. Era consciente de la dificultad que iba a suponer que aquello fuera a resultar más allá de algún encuentro aislado evocando la nostalgia del recuerdo que tal vez aún les mantenía unidos. La distancia que les había separado los últimos diez años todavía pesaba mucho, demasiado.

—Tú también tienes que ponerme al día. ¿Qué tal te fue la vida en Italia? —le había tanteado él a ella.

—Roma me encanta. Al principio tenía la sensación de estar viviendo en una película, era como un cuento de hadas. Encontré trabajo en una agencia de publicidad que dirigía una abogada italiana buenísima. Aprendí un montón, me solté con el italiano y me acostumbré a comer pasta todos los días —le contó provocando la risa de Mario.

—No suena mal, teniendo en cuenta lo que te encanta la comida italiana.

—La verdad es que allí era feliz —prosiguió contándole, con un destello de amargura en sus ojos—. Ya sabes que venía a Valencia lo justo, un par de veces al año para ver a mi madre y poco más, otras veces me visitaba ella. Claro que, todo eso fue antes de que Paolo se volviera insoportable.

—Reconozco que yo apenas lo conocía —había confesado Mario.

—Mejor. No te has perdido nada.

—Tranquila. Conmigo puedes desahogarte, si quieres —dijo Mario captando en aquella escueta frase todo el amargor de la ruptura, que todavía estaba muy reciente.

—Prefiero no hablar mucho del tema —le había dicho ella como vencida y superada. Aunque al poco sus palabras estaban llenando de nuevo el silencio—. No sé, las personas cambian Mario. Y no estoy diciendo que yo tampoco lo haya hecho, pero... sencillamente llegó un punto en que la convivencia era insoportable, y en ese momento lo mejor que se puede hacer es dejarlo. Es así de simple. Y cada día estoy más contenta de haberlo hecho, de verdad, no me arrepiento en absoluto. Lo nuestro ha terminado para siempre —concluyó.

Agradeció que Mario no dijera nada en aquel momento. Se había guardado para sí cualquier otro comentario u observación, tal vez consciente de que no ayudarían en nada, y de que nadie estaba libre de cometer esos mismos errores. Se acordó del Mario que escuchaba, que siempre comprendía, como en los buenos tiempos.

Pensando ahora en eso, en la soledad de su cuarto, Celia se dio cuenta de que no había llegado a confesarle lo mucho que echaba de menos los buenos tiempos. «Ah, los buenos tiempos…», suspiró para sí mientras acariciaba de nuevo la fría cubierta de plástico, entre alegre y melancólica. Los buenos tiempos eran los de las despreocupaciones, los de la vida universitaria, los de los paseos por Valencia al atardecer, las cervezas en las terrazas, las noches de los estrenos en el cine o saliendo de juerga los tres. Claro que no era difícil echar de menos aquello. Si cerraba los ojos todavía lo podía acariciar.

Tampoco se había armado de valor para pedirle disculpas por haber desaparecido de esa forma. Sabía que se merecía, o se merecían —se corrigió—, una explicación. Pero había veces que la vida lo ponía todo tan complicado… Durante mucho tiempo pensó que ya había pasado página, que ya había aprendido a vivir con ello. Pero ahora ya no estaba tan segura. En realidad, estaba en una etapa de su vida en la que no estaba segura de nada, y había veces en las que no tenía claro si dolían más las heridas nuevas o las viejas. Sobre todo una de las viejas, tal vez la primera, la más profunda, que parecía imposible de curar. Y esa herida abierta se llamaba Juanjo.

—¿Piensas decírselo? —se había atrevido a preguntarle Mario, sintiendo de nuevo retornar el peso de la incomodidad a medida que formulaba la pregunta.

—No sé si es buena idea —había dicho ella desviando un ápice la mirada antes de contestar—. No hemos vuelto a hablar desde entonces.

—¿Crees que aún te guarda rencor? —le había preguntado Mario después.

—No lo sé —era lo único que le había podido contestar.

—Ya ha pasado mucho tiempo, los dos habéis madurado y ahora tenéis vuestra vida. No sé por qué tendría que haber nada de malo en ello.

Naturalmente, Mario trataba de ofrecer un punto de vista equidistante en aquella relación. Pero Celia no estaba segura de que fuera una buena idea. Había deducido que ellos dos aún seguían en contacto, aunque por la manera que había empleado Mario para decirlo realmente no estaba segura de si se ajustaba del todo a la realidad. Juanjo había sido siempre su mejor amigo, pero intuía que ahora no se veían todo lo que a Mario le gustaría.

—Puede que algún día. Pero creo que todavía no estoy preparada —le había dicho ella finalmente, replegándose.

De pronto sintió que, a pesar de todo, nada había cambiado. Mientras Mario abría sin miedo esa puerta y daba un paso adelante para volver a irrumpir en su vida, en su territorio, se percató de que seguía causando en ella el mismo efecto turbador, la misma atracción, aquel misterioso embrujo tan difícil de explicar. Y esa sensación, curiosamente, la hizo sentir muy bien.

Con cuidado, pasó por fin la primera página en blanco y, decidida a vencer todos sus miedos, empezó a leer el primer capítulo.

El sueño del aprendiz

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