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Mediados de diciembre de 1872
La madre de Julio nos había preparado un delicioso chocolate con galletas. Bueno, más que de su madre aquella maravilla era obra de Espe, la señora que se ocupaba del servicio. Me encantaba visitar aquella casa, que perfectamente podría tener el doble de espacio que la mía y estaba dotada de todo tipo de comodidades. Estimé que solo la lujosa decoración del salón sería más costosa que todos los muebles con los que nosotros contábamos. Además, me permitía acceder a los libros y materiales de estudio a los que jamás podría acercarme de ninguna otra manera. A su padre apenas lo conocía, rara vez se dejaba ver en casa, pero ella era una mujer encantadora que parecía vivir siempre en el mismo estado de complacencia con la vida.
A Julio, en cambio, lo encontré profundamente abatido. El motivo no era otro que la proximidad del momento de su periodo de instrucción en el ejército. Con el carrusel de emociones al que había estado sometido en los últimos días, casi había olvidado que debía presentarse en Capitanía dentro de unos días para conocer su destino. Intenté animarlo lo mejor que pude, y esperé ansioso hasta disponer de algún momento de intimidad para poder contarle todas las novedades.
Empecé por explicarle la propuesta que me había hecho Lorenzo Vila, pero aquello no consiguió sacarlo del todo de su aturdimiento, y su entusiasmo fue mucho menor de lo que yo esperaba.
—¿O sea que tú también dejas las clases? ¿Vas a tirarlo todo por la borda? —me recriminó con gesto adusto.
—No voy a dejarlo Julio. Haré lo que pueda para seguir el ritmo del curso, pero no puedo dejar pasar esta oportunidad. ¿Es que no lo entiendes? —traté de explicarle.
—No lo sé, dímelo tú. ¿Es de fiar ese tipo? ¿Desde cuándo lo conoces?
—Ya te he dicho que es un cliente de mi padre y es un hombre respetable. Y sí, claro que es de fiar —dije irritado por su inusual recelo—. Además, lo que cuenta es que es redactor y me abrirá las puertas de El Mercantil, ¿acaso eso no es suficiente? —añadí fastidiado porque no fuera capaz de entender algo tan obvio.
—A propósito, ¿lo sabe tu padre? —preguntó.
—Claro que no, y no debe saberlo. Después de lo que ha costado mi ingreso en la universidad no lo consentiría.
—Tendrás que andarte con pies de plomo, entonces.
—Para eso cuento contigo, espero que me apoyes en caso de que sea necesario.
—Por supuesto, pero conmigo en el ejército no sé si seré de mucha ayuda.
—Eres mi única coartada —le rogué.
—¿Estás seguro de que vale la pena?
—Este es mi sueño Julio, tengo que hacerlo.
Se limitó a asentir como distraído. Aunque yo en el fondo sabía que, a pesar de sus dudas, contaba con su apoyo. Decidí entonces tratar el otro asunto, aquel con el que estaba seguro de que conseguiría cambiar su ánimo.
—Conseguí hablar con esa chica que te gusta, Cecilia —le deslicé guiñando un ojo.
Por supuesto, a mí aquello me parecía mucho menos importante comparado con poder verme pronto como ayudante de un redactor en El Mercantil, pero como me figuraba, su interés creció exponencialmente.
—¿De veras? ¿Pudiste hablarle de mí? —dijo de pronto mucho más animado.
Traté de explicarle cómo fue mi encuentro con ella en su casa sin omitir ningún detalle, tampoco el comentario que me hizo al despedirse.
—¿Cómo que otro chico? Explícate, ¿qué quiere decir eso? —me apremió.
—Eso fue lo que me dijo exactamente, justo antes de cerrar la puerta. No sé nada más.
Pareció meditarlo durante unos segundos.
—Dime sinceramente: ¿qué opinas de ella después de conocerla de cerca? —preguntó tras tomarse un poco de tiempo para asimilar toda la información.
—Tenías razón, es diferente —empecé diciendo, y en ese momento estuve a punto de confesarle la honda impresión que me había causado, que apenas me había repuesto aún de aquel encuentro, o que no estaba realmente seguro de los sentimientos que en mí había despertado. Pero me contuve a tiempo y, en lugar de eso, me limité a encogerme de hombros—. No negaré que tiene mucho encanto.
Pero sin duda Julio debió de percibir algo en mí que le hizo sospechar un poco.
—Oye, ¿no será que a ti te está empezando a gustar? No serás tú ese chico en el que se ha fijado, ¿verdad? —me recriminó elevando un poco el tono.
—Claro que no —rechacé tajante—. Además, yo ahora no puedo pensar en eso.
La verdad era que no estaba del todo seguro pero, obviamente, Julio no debía saberlo.
—Entonces… ¿crees que tengo alguna posibilidad con ella? —me abordó preocupado.
—¿Quieres que sea sincero?
—Claro que sí.
—Creo que harías mejor en olvidarte.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, pues porque está el problema de tu ingreso en el ejército y…
—¡Ya basta! No me lo recuerdes —me interrumpió enfadado.
—Perdón, pero espera, déjame terminar. Iba a decir que ya dejó claro que se ha fijado en otro, y créeme, es del tipo de chicas de armas tomar. Así que dudo mucho que la hicieras cambiar de idea fácilmente —traté de explicarle.
Pero Julio no se daba por vencido. Estaba realmente obsesionado y, en su caso, tal vez la dificultad no había hecho sino acrecentar el deseo de acercarse a ella.
—Proponle una merienda en la chocolatería de la calle Zaragoza, este sábado, los tres —me dijo sin pensárselo dos veces.
—Estás loco.
—Lo sé. Y estoy desesperado, que es mucho peor.
—Ya veo.
—¿Lo harás? —suplicó.
Ya había visto antes en él esa mirada, sabía que no tenía nada que hacer.
—Si lo hago me deberás una muy grande, Julio —le hice saber, exasperado.
—Prometo ingeniármelas para buscarte un rato a solas con mi hermana.
—Olvida lo de tu hermana de momento. Ya te he dicho que ahora no estoy para esas cosas —rechacé.
—Vamos a ver, Manuel, no me fastidies. Una cosa es el trabajo y otra muy distinta las mujeres, perfectamente compatibles, además.
—Ya te diré algo de lo del sábado, no prometo nada. Pero, que te quede claro, la próxima cita te la buscas tú solo.
—Hecho.
* * *
Y mientras aquel sábado cruzaba el espacio oblicuo de la plaza que mediaba entre su casa y la mía a la hora acordada, no dejaba de sorprenderme por la facilidad con la que Cecilia había accedido a nuestra propuesta, casi como si ya lo estuviera esperando.
Al llegar a su altura, de pronto sentí como si mi figura empequeñeciera a su lado. Su sola presencia causaba un inexplicable efecto entre todos los que la miraban. Nadie diría que, con esa falda marrón de hilo grueso cubierta por una ancha pañoleta y mantón de lana negro, iba a ser capaz de captar la atención y, sin embargo, lo hacía. El conjunto, tal vez un atuendo más propio del campo que de la ciudad, caía a la perfección a su pequeño talle coronado por esa mirada intensa y una brillante cabellera. Y es que eran aquellos ojos verdes de claridad penetrante y de una belleza que no solo era capaz de infundir en ella firmeza sino de inspirar en los demás una instintiva admiración, los que le conferían un atractivo carácter, al mismo tiempo prudente y audaz.
Intercambiamos algunas palabras amables antes de que Julio apareciera, tarde, como siempre, en el momento justo en el que casi deseé que no se presentara para poder seguir disfrutando a solas de su personalidad arrolladora. Por más que me empeñara en negarlo, era evidente que ella cada vez me atraía más y que despertaba en mí sentimientos confusos. Era una sensación difícil de definir, pero que fuera lo que fuese, una obstinada resistencia interna se encargaba de ocultar, asumiendo que mi papel era el de mero acompañante, sin opción a intentar ningún otro tipo de acercamiento.
Pensando en todo esto, mientras paseábamos, vinieron a mi mente aquellas misteriosas palabras suyas al despedirnos la primera vez que nos vimos en su casa. Aquella frase todavía resonaba en mi cabeza y durante días me había obsesionado la idea de que, tal y como Julio había insinuado, ese “alguien del barrio” en quien ya se había fijado, fuera yo. «¿Era eso posible? ¿A quién si no se referiría? Y si no era eso, ¿por qué me soltaría una revelación así, con tanta intriga? ¿Era un mensaje oculto que yo debería ser capaz de entender?», me interrogaba sin cesar. Odiaba esa incómoda sensación de media certeza, y al mismo tiempo, había algo en mí que seguía dispuesto a ignorar cualquiera de esas señales. No, no podía hacer nada solo con eso. Hubiera necesitado una evidencia más fuerte, y de todos modos, de confirmarse esa sospecha me pondría en una tesitura muy difícil con Julio, así que, en parte, prefería seguir viviendo en la ignorancia.
Él, por su parte, obviamente se había propuesto impresionarla en esa primera cita, así que empezó a desplegar toda su artillería dialéctica. Cuando traspasamos la calle del Trench y llegamos a la altura de Santa Catalina, ya había conseguido acaparar totalmente su atención.
—¿Qué te ha contado Manuel de mí? —le preguntaba.
—No hacía falta que mandaras un mensajero —respondió ella resuelta—. Fue muy divertido el día que se presentó en mi casa sin avisar, estuve a punto de creerme que de verdad era para darnos la bienvenida al barrio.
—Es el tipo de favor que hace un buen amigo, es algo que hacemos continuamente —dijo Julio para justificarse.
—Ya, ya veo que vosotros dos os conocéis muy bien —comentó ella mirándonos a ambos.
—Demasiado bien. Julio es como un hermano para mí —intervine yo.
—Ah, ¿así que os lo contáis todo? ¡Qué tierno! —continuó ella divertida.
Pero nada de lo que ella dijera habría hecho que Julio cejara en su empeño. Detecté enseguida ese brillo especial en sus ojos y sabía perfectamente lo que significaba: que estaba loco por ella. No podía evitar que se le notara a leguas de distancia y supuse que Cecilia, por fuerza, también tenía que haberse dado cuenta. Aunque no parecía importarle mucho. «¿Cómo era posible que para él todo resultara así de natural y fácil?», me dije. Y a pesar de mi asombro, me di cuenta de que, en el fondo, lo envidaba. Me pregunté si sería capaz de sentir algo así por alguien alguna vez, de traspasar esa barrera de la devoción y la entrega absoluta.
Al poco llegamos a la chocolatería, muy próxima a la Puerta de los Hierros de la catedral, que un sábado a esa hora estaba a rebosar. Suerte que los propietarios, Emilio y Josefa, eran amigos del padre de Julio y nos hicieron un hueco en una apretada mesa al vernos entrar.
Julio no paraba de hablar. Estaba desplegando todas sus artes y ella se reía divertida con toda naturalidad, parecía encantada con tantas atenciones. En cierto momento me sorprendí disgustándome por que hubieran congeniado tan bien en tan poco tiempo. «Pero, ¿qué esperabas?», me dije. Julio era encantador, y con sus bucles castaños, mirada segura y sonrisa perfecta, tenía ese aire de chico rebelde que las volvía locas. No sé por qué había llegado a pensar que con ella sería diferente, tal vez porque parecía tan distinta a todas las demás.
—Estás muy callado Manuel —me dijo ella sacándome de mis pensamientos.
—Déjalo. Él es así, chico de pocas palabras. Siempre en su mundo. ¿Te ha contado que ahora quiere ser periodista?
—No tenía ni idea. Pensaba que a los dos os atraía eso de ser abogados —dijo Cecilia de pronto, muy interesada.
—No le hagas caso, de eso no hay nada de nada. Como mucho soy aficionado al mundillo, eso es todo —aclaré.
—No le creas, es mucho más que eso. Lo que pasa es que es muy modesto, cualquier día lo verás dirigiendo su propio periódico —comentó medio en broma.
—Vaya Manuel, qué bien tenías guardado el secreto. ¿Hay algo más que no me hayáis contado?
Aquello me descolocó un poco y me sentí algo incómodo, sin saber muy bien qué decir. Aunque no tuve tiempo de replicar nada, pues Julio de nuevo se adelantó:
—La verdad es que a mí tampoco me gustan nada las leyes —dijo retornando a su tono jovial—. ¿Me imaginas poniendo pleitos? ¿defendiendo a presos peligrosos?
—Pues la verdad es que no —respondió ella mientras todos reíamos de buena gana.
—¿Y te ha dicho Julio que pronto ingresará en el ejército para el servicio obligatorio? —solté casi sin pensar, confieso que sin medir bien las consecuencias.
Julio palideció, visiblemente contrariado, y un repentino silencio rompió la hasta entonces agradable armonía de la velada. Agaché la cabeza arrepentido, en parte, pensando que probablemente me había excedido un poco, pero es que me había salido del alma. Aunque, a decir verdad, se lo debía, pues él tampoco debería haber mencionado lo de mi estreno en el periódico. Se suponía que era un secreto entre los dos.
—Nunca se me dieron bien los sorteos, los hay que tuvieron más suerte —dijo después ya algo recompuesto, pero atravesándome con la mirada. Luego inspiró aire y miró al frente mientras Cecilia rebañaba los últimos restos del chocolate de su taza—. Será solo temporal, y tendré días de permiso. No iréis a abandonarme, ¿no? —añadió en tono lastimoso.
—No, claro que no —le dijo ella conciliadora—. ¿Cuándo será eso?
—El miércoles. Dentro de cuatro días.
—Entonces habrá que hacer una fiesta de despedida —dijo dejándonos paralizados a los dos.
Ninguno nos lo esperábamos, pero empezábamos a darnos cuenta de que con ella la sorpresa estaba siempre asegurada. Y mientras nos miraba a ambos expectante, Julio no apartaba los ojos de mí aguardando mi respuesta.
—¿Entre semana? No contéis conmigo —dije enseguida, desmarcándome.
—Tú qué dices Julio, ¿conoces algún sitio? —le preguntó entonces a él directamente.
—Dime una cosa Cecilia, ¿tú de dónde has salido? —le dijo sin poder borrar una amplia sonrisa de su cara.
—Encerrada en un pueblo demasiado tiempo. Y ya va siendo hora de que empiece a recuperar el tiempo perdido.
—Brindemos por eso —remachó Julio eufórico.
* * *
Hecho un manojo de nervios, de pronto me percaté de que mi ropa de diario estaba hecha una porquería y que el traje de los domingos era el único decente que tenía. Pero era un detalle sin importancia, pues estaba decidido a dar el paso y ya no había vuelta atrás. Traté de escabullirme rápido para no llamar la atención en casa y me presenté en el café Madrid ataviado con él y con mi gorra de hule calada hasta las cejas. Pese a llegar a la cita cinco minutos antes de lo acordado, nada más entrar descubrí la figura de Lorenzo Vila recortada en la esquina de la barra, ligeramente ladeada hacia el brazo en el que sostenía su taza de café.
—Buenos días, señor Vila —dije aproximándome con cautela.
—Buenos días, Manuel.
—Prudencio, pon aquí otro café —soltó con familiaridad al hombre de mediana edad que estaba despachando al otro lado de la barra. Este atendió con celeridad su pedido sin mediar palabra alguna—. ¿Estás seguro entonces? —añadió justo en el momento en que colocaban la taza frente a mí, sobre la barra.
Me sostuvo la mirada sin decir nada más y yo asentí casi sin pestañear, acercándome el vaso de hirviente café a los labios mientras trataba de ocultar mis nervios.
—Lo primero que has de saber de este periódico es que es muy joven y se encuentra en una situación muy delicada —comenzó a hablar entonces muy despacio, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo—. Esto no es Las Provincias. Así que trata de aprovechar el tiempo todo lo que puedas, porque cualquier día de estos podría cerrar.
Debió de captar mi gesto contrariado, pues confieso que no era el tipo de frase que esperaba.
—Lo siento Manuel, no voy a engañarte, Las Provincias es el mejor periódico de Valencia. Llorente tiene los mejores medios y el mejor equipo, nosotros hacemos lo que podemos —prosiguió sin inmutarse pese a mi reacción, algo confusa—. No debería sorprenderte. De hecho, hace unos meses El Mercantil estuvo a punto de desaparecer. Peris Mencheta ha conseguido mantenerlo a flote, pero no sabemos por cuánto tiempo.
Estaba al corriente de los recientes problemas de El Mercantil y de que había tenido que superar más de una crisis, pero tal vez esperaba percibir un tono algo más optimista nada más empezar.
—No le menciones esto a nuestro director, te echaría a la calle en un abrir y cerrar de ojos —me advirtió.
Sabía también que El Mercantil y Las Provincias sostenían una eterna disputa, aunque no imaginaba que las rencillas entre la prensa local podían llegar hasta ese punto. Al parecer, Peris Mencheta había perdido un pleito con Llorente al poco de hacerse cargo de El Mercantil, de modo que me pareció obvio que le irritaría cualquier mención al ilustre empresario de la competencia.
Lorenzo pagó la cuenta y se ajustó el sombrero mientras yo ingería el último trago de café y notaba cómo se acrecentaba mi sensación de vértigo, preguntándome si realmente era consciente de dónde me había metido.
—Bien, entonces no se hable más. Vamos a la redacción, te presentaré al director —zanjó—. Es un hombre de lo más interesante, ya lo verás.
En realidad, tan solo unos pasos nos separaban de la redacción de El Mercantil, que ocupaba un viejo edificio de la misma calle Fumeral, en el número diecisiete. Nada más traspasar su puerta tuve una extraña sensación. Jamás había llegado a imaginar que algún día conocería los secretos que albergaba el interior de aquellas oficinas ante las que, estando tan cerca de mi propia casa y atraído por el magnetismo que ejercían sobre mí los periódicos, me había detenido cientos de veces.
Una pared de madera separaba a los redactores y empleados de El Mercantil de la gente que llegaba hasta allí para publicar un anuncio o dar una información. Apenas cinco redactores, incluyendo a Lorenzo, ocupaban en ese momento la ruidosa sala. Uno de ellos revisaba unos archivos, otros dos charlaban animadamente y el último, recluido en una mesa retirada, escribía concienzudamente alguna cosa en un papel. Al irrumpir allí, me sorprendió que fueran capaces de trabajar en medio de semejante caos; los montones de papeles, de sobres y de prensa, se acumulaban por doquier y parecía que reinara la anarquía.
Al fondo, separado por una puerta de cristal, estaba el despacho de dirección. Lorenzo me acompañó directamente hasta allí y me presentó a Francisco Peris Mencheta. Me sorprendió encontrarme con un individuo tan joven, de apenas treinta años, con una apariencia tan cercana y humilde, apostado tras la robusta y lujosa mesa de roble oscuro minuciosamente labrada que presidía el despacho. Parecía que hubiera usurpado aquel sillón de terciopelo rojo que en ese momento ocupaba.
—¿Quién es este desgarbado? —preguntó con altanería al verme entrar acompañando a Lorenzo.
—Le presento a Manuel Planes, mi nuevo ayudante.
—¿De dónde lo has sacado? —inquirió sin estar muy convencido.
—Es un estudiante de leyes que, a mi juicio, apunta buenas maneras.
Tras soltarme la mano, que había estrujado con tanta fuerza que casi dolía, me miró de arriba abajo y disparó la primera pregunta:
—Tú no serás monárquico, ¿no?
—No señor —dije tras un carraspeo y mal disimulado intento de que no se me notaran los nervios.
—¿Militas en alguna organización política?
«¿Política yo?», me dije casi riéndome. Aquel era un tema totalmente prohibido en mi casa. Mi padre echaba humo por las orejas si a alguien se le ocurría mencionarlo.
—Me interesa la política desde un punto de vista analítico, más objetivo —añadí tras negar con la cabeza.
—¡Vaya! Pero imagino que algún tipo de idea defenderás, ¿no?
—Por supuesto que sí, defiendo las libertades por encima de todo.
—Bueno, eso está bien —dijo amagando una sonrisa.
Suspiré al verlo al fin un poco más satisfecho.
—Me imagino que sabrás que ahora mismo somos el único diario verdaderamente republicano de toda Valencia —añadió reclinándose en su asiento.
Asentí levemente y me limité a mirarlos alternativamente, a él y a Lorenzo.
—Pero has de tener en cuenta una cosa —prosiguió—: la clase obrera, por lo general, no compra periódicos. Primero, porque la mayoría no sabe leer y, segundo, porque no puede permitírselo. Y esto se trata de vender periódicos, ¿verdad?
—Claro —respondí mecánicamente.
—¿Quiénes son nuestros lectores, entonces?
Su actitud me tenía totalmente desconcertado. Pero Lorenzo observaba la escena con deleite y no parecía querer salir en mi ayuda.
—Los intelectuales —me atreví a decir.
Asintió, lo que me hizo pensar que tal vez me estaba acercando.
—¿Quién más?
—La gente con ideales.
—De esos cada vez quedan menos —murmuró chasqueando la lengua—. Continúa.
«¡Me rindo!», estuve a punto de decirle, cansado de aquel extraño combate dialéctico. Afortunadamente, ante mi silencio él decidió terminar el juego.
—No olvides nunca que tu lector puede ser cualquiera. No se puede encasillar a los lectores. Es una regla muy importante, escribe con ese pensamiento y trata de no traicionar demasiado a la verdad.
—¿Ha superado la prueba entonces? —preguntó Lorenzo en tono desenfadado.
—Por supuesto que sí. Aún no sé si tiene alma de periodista, pero es indudable que tiene ganas y no me cabe duda de que si está aquí es porque has visto algo en él, con que no tengo nada que objetar. Bienvenido a nuestra casa, Manuel —dijo tendiéndome la mano otra vez—. Este es un oficio complicado, te deseo mucha suerte. No te fíes de nadie, y menos de este —añadió al final señalando a Lorenzo, sin estar yo muy seguro de si bromeaba o me lo estaba diciendo en serio.
—¿A qué se refería con eso del alma de periodista? —le pregunté a Lorenzo después.
—¡Veo que no se te escapa nada! —exclamó riéndose—. Peris Mencheta es un hombre apasionado, ya lo conocerás mejor. El alma de periodista… —divagó como para sí—. A veces dudo seriamente de si eso existe en realidad. En cualquier caso, eso, amigo mío, es algo que tendrás que descubrir por ti mismo.
—¿Cómo lo sabré? —pregunté de nuevo, confuso.
—No tengas tanta prisa, apenas acabas de empezar —me frenó—. Veamos —añadió cavilando un poco su siguiente respuesta—, dime una cosa: ¿te has preguntado qué tipo de noticias te gustaría dar? ¿Lo has pensado alguna vez?
—Lo cierto es que no.
—Es normal, no temas —dijo adivinando mi preocupación—. Pero ya que vas a trabajar aquí, tal vez deberías empezar a hacerte ese tipo de preguntas.
—Supongo que me gustaría narrar un gran acontecimiento.
—Ya, bueno —dijo desdeñoso—. Todos los periodistas soñamos con contar algo grande, observar y explicar al mundo algún suceso importante que ocurra en nuestra ciudad. Pero no a todo el mundo le llega su momento de gloria. Lo cierto es que, aun siendo muy bueno en su oficio, la mayoría se retiran sin tener esa oportunidad.
—También me interesa mucho la política —añadí.
—Claro, la política. Estos últimos años todo es nuevo y confuso, no paran de suceder cosas. Llevábamos décadas instalados en una triste monotonía y fíjate ahora: elecciones, partidos políticos, sindicatos... La gente parece que ha acogido los cambios con entusiasmo, pero a la vez recela de la incertidumbre y la novedad desconocida. Y la política, aunque tiene su parte excitante, también puede resultar muy monótona y aburrida.
—Eso es cierto —concedí.
—Y luego están las guerras, las desgracias, cuyas crónicas abundan mucho en los periódicos. Tendrás que acostumbrarte a convivir con la miseria humana.
Lorenzo Vila suspiró y añadió una última cosa mientras caminábamos por la caótica sala de redacción, desde el despacho de dirección hacia su mesa, y miraba en rededor con aire displicente:
—El periodismo es como un veneno, si te pica y corre por tus venas, jamás te librarás de él.