Читать книгу El sueño del aprendiz - Carlos Barros - Страница 7
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Mario no había querido adelantarle nada más por teléfono. En lugar de eso, había propuesto que quedaran para poder hablar tranquilamente sobre ello. De hecho, su insistencia había sido tal, que no había parado hasta lograr concertar aquel encuentro.
Juanjo todavía no podía creérselo. ¿Cuánto hacía que no se veían? ¿Tres, cuatro años? Tampoco era que no le apeteciera. Mario era uno de aquellos escasos viejos amigos que, más o menos, mantenía. Pero lo cierto era que verse resultaba cada vez más difícil entre el trabajo, la vida en pareja, niños, etcétera. Sin embargo, Mario había sonado tan apremiante, impaciente incluso, que había terminado haciendo un esfuerzo para encajarlo, suponiendo que podría poner fin al misterio que encerraba aquella especie de manuscrito que había descubierto por sorpresa en el sobre que le había entregado.
El sitio elegido fue un restaurante pequeño, pero coqueto y con esmerada cocina, en el que ofrecían un menú asequible a medio camino entre el trabajo de ambos. A pesar del tiempo que hacía que no se veían, y que su relación ya no era ni mucho menos igual de fluida que antes, Juanjo y Mario habían sido amigos inseparables durante mucho tiempo, por lo que, tras romper el hielo inicial, no tardó en aflorar la camaradería y la complicidad de antaño. Volvieron los viejos tics, la risa fácil, y Juanjo logró vencer la resistencia con la que había acudido a la improvisada cita. De pronto, incluso le invadió una inesperada nostalgia, si es que se le podía llamar así; y por un momento, si cerraba los ojos todavía podía volver a aquel tiempo en el que su máxima preocupación eran los planes para el fin de semana.
Pero después volvió a poner los pies en la tierra. Por más que se esforzaran, Mario y él ya no volverían a ser uña y carne, como hermanos. Sabía perfectamente que aquel chispazo era algo pasajero, como cuando se acude a una cena de antiguos alumnos para pasar unas horas reviviendo anécdotas de la infancia o la adolescencia, y luego uno se da cuenta de lo poco o nada que tiene ya en común con la mayoría de ellos.
Alguna vez se había parado a pensar en ello, en cómo la madurez y asunción de responsabilidades le habían terminado alejando de unas personas y acercado a otras sin apenas darse cuenta. Era algo a lo que con el paso del tiempo se había ido acostumbrando, se dijo para alejar de su cabeza aquella extraña sensación. Las circunstancias cambian, las personas cambian, pero la vida siempre sigue su curso pese a que, con el paso de los años, al echar la vista atrás, inevitablemente uno se lamente de que haya desaparecido de su vida tal o cual amigo.
De modo que la comida transcurrió siguiendo un guion muy previsible. Simplemente hablaron de todo un poco, poniéndose al día. Y al fin y al cabo, a Juanjo tampoco le importó que se tratara simplemente de pasar un buen rato, de comer de manera relajada, tratando de recuperar a su vez una amistad que milagrosamente aún permanecía viva desde la adolescencia y que había superado por el camino toda clase de dificultades, alegrías y sinsabores de la vida.
Pero a medida que pasaba el tiempo, le extrañaba cada vez más que Mario no se decidiera a sacar a colación el dichoso asunto, aquel que con tanto misterio le había llevado el otro día hasta su despacho, alimentando un poco más la intriga. No entendía por qué, tras haberse tomado tantas molestias, ahora lo dilataba. Aunque intuyó que aquel supuesto aire de despreocupación de Mario era algo fingido y que, en realidad, el verdadero motivo del encuentro amagaba con irrumpir tras cada final de frase, sobrevolando como una nube densa por sus cabezas.
Sus gestos lo delataban. Eran signos difíciles de calibrar: una simple mirada, un silencio, la forma de abordar ciertos temas, de sincerarse. Juanjo conocía demasiado bien a Mario como para que cualquiera de esos detalles se le escaparan. Aun así, prefirió no decir nada, detestaba tener que tirar de la lengua y dejó que fuera él quien marcara los tiempos. Confiaba en que, si realmente iba a revelarle su significado o decirle qué quería o qué esperaba de él, finalmente lo haría sin necesidad de presiones ni apremios innecesarios.
Tras los pormenores sobre un fin de semana anodino, alguna noticia de poca relevancia en el trabajo, anécdotas y comentarios sobre algún hecho de actualidad en la ciudad, cuando parecía que se habían agotado ya todos los temas, se hizo un pequeño silencio que Juanjo aprovechó para encenderse un cigarro. El del café de después de comer era uno de los tres o cuatro que no perdonaba a lo largo del día. Aspiró el humo relajadamente mientras se recostaba en la silla de la terraza y entornó ligeramente los ojos, cegado por la intensidad de la luz de una calurosa jornada de la primavera valenciana, dispuesto a saborear aquel agradable momento para encarrilar el resto de la tarde con buena disposición.
Después, mientras expulsaba hacia un lado los vapores del pitillo, volvió a inclinar la cabeza suavemente hacia adelante y fijó su mirada en la de su amigo, tratando de adivinar así sus pensamientos. Descubrió cómo sus inconfundibles ojos negros, grandes y aún insondables tras sus gafas de fina montura de pasta, también negra, le miraban desafiantes, como si en medio de aquel silencio le retaran a descubrir ese secreto que celosamente guardaba. Juanjo aceptó el desafío y le sostuvo la mirada durante varios largos segundos. No a modo de intimidación, sino tratando de transmitirle la confianza necesaria para que se sintiera cómodo. Y cuando estaba a punto de rendirse y desviar la vista de nuevo, por fin, se lo preguntó.
—Bueno qué, ¿lo vas a soltar ya o no?
—¿El qué?
—¿Qué va a ser Mario? Me dejas un sobre en el despacho con una historia tuya de la que no sé nada, luego me dices que necesitas verme en persona para explicármelo, ¿y ahora no piensas decir nada? —le espetó con cierta indignación.
—Ya. Sí, tienes razón —murmuró, como si en el fondo no estuviera seguro de querer abordarlo.
Juanjo se mantuvo aún expectante, entregándole toda su atención.
—Pues a ver, dime.
El silencio se alargó todavía un poco. Por la tensión de sus labios y el incesante movimiento de sus manos, algo rígidas, Juanjo intuyó que llevaba ya varios días dándole vueltas al tema. Si de verdad era así, no acababa de entender por qué aquella especie de historia impresa en papel podía resultar tan relevante.
—Perdón por asaltarte de esta manera. En realidad, no sabía muy bien cómo decírtelo —dijo al fin.
—Decirme, ¿el qué?
—Es la primera vez que me animo a escribir algo. Fuera del trabajo, me refiero.
Juanjo no sabía muy bien cómo calibrarlo todavía, pero sonrió aliviado porque finalmente fuera aquello lo que tantos desvelos le provocaba.
—Pero, entonces, es en plan… ¿un libro que has escrito? ¿ficción? —prosiguió, para confirmar lo que había adivinado tras pasar por encima de las primeras páginas.
—Sí, es una novela.
—¡Es genial Mario! —lo animó, en vista del poco entusiasmo que demostraba—. No sabía que escribías estas cosas.
—Ni yo tampoco, hasta que empecé.
—¡Joder! Pero para eso no tenías que montar todo este… —resopló después, pensando en lo absurdo de la situación— ¿Por qué narices tenías que dármelo con ese secretismo? ¿No podías haberme enviado un email como hace todo el mundo?
—Quería asegurarme de que lo leyeras. De no haberlo hecho así, probablemente ni siquiera lo hubieras impreso.
Juanjo no esperaba aquella respuesta. A pesar de los nervios, mezclados con una viva emoción, sus palabras habían sonado con apremiante rotundidad, atravesándole como una lanza.
—¿Has empezado ya? —lo abordó de nuevo Mario, dotando a la pregunta de una inesperada relevancia.
—La verdad es que no, tan solo lo he hojeado un poco —respondió Juanjo desconcertado—. Pero, todavía no entiendo por qué… ¿Necesitas alguien que lo corrija antes de publicarlo? —elucubró, sin comprender por qué tenía que recurrir a él en vez de a algún compañero del periódico.
—En realidad aún no está listo. Me falta solo el último capítulo, pero he estado dándole vueltas y, antes de terminarlo, me gustaría que le echaras un vistazo a lo que ya llevo escrito. Te lo entregué por eso y porque, aunque no te lo creas, me interesa mucho tu opinión —añadió tras una pausa, remarcando aquella última frase.
—¿Cómo que mi opinión? ¿Qué quieres decir? ¿Es una historia de abogados? —preguntó Juanjo sin entender qué tenía que aportar él a su historia inconclusa.
—No, no es eso. Pero estoy convencido de que, si te animas a leerla, podrás ayudarme.
—No se me ocurre cómo iba a hacerlo —manifestó con perplejidad.
—Ya te he dicho que es algo complicado de explicar, pero ya lo entenderás.
—Me halaga, pero no sé si soy el más adecuado —insistió—. Ni siquiera leo con mucha frecuencia, fuera de cosas del trabajo, me refiero.
—Eso no importa. Sé que esto ahora te puede sonar muy extraño, pero de verdad que tu opinión es importante.
«¿Importante?, ¿desde cuándo su opinión sobre algo así se había vuelto importante para él?», se preguntaba Juanjo. Pero el caso es que, fuera lo que fuese, empezaba a no gustarle el significado que encerraba aquella petición.
—Está bien, si tanto insistes prometo echarle un vistazo y decirte algo en cuanto pueda —se vio forzado a decir al fin.
—No dejes de hacerlo, por favor —añadió Mario, sonando casi suplicante.
—¿De qué va? —se animó a preguntarle después.
—Es difícil de resumir —dijo Mario tras pensarlo un poco—. Se podría decir que es la historia de tres buenos amigos, dos chicos y una chica.
Juanjo sopesó por un instante la trascendencia de aquel primer dato pues, sin saber por qué, al escucharlo había sentido una especie de punzada extraña.
—¿Algo más que deba saber?
—Está ambientada aquí en Valencia, a finales del diecinueve.
—Vaya, ¿por algo en especial? —preguntó Juanjo, algo sorprendido al conocer ese dato.
—¿Te suena de algo el sexenio democrático? ¿La primera república?
Juanjo puso cara de póquer.
—No importa, ese es solo el decorado. Siempre me atrajo porque es un periodo bastante desconocido, pero creo que te sorprenderá lo mucho que se parece la época actual en muchos aspectos —afirmó.
—Tiene un mérito increíble, desde luego —respondió sin entrar a valorar lo acertado o no de dicha consideración sobre el periodo elegido—. La verdad es que es toda una sorpresa —le dijo con un entusiasmo que quizás sonó algo comedido.
Juanjo apagó la colilla del cigarro en el cenicero y se dispuso a dar el último trago al café, pensando en qué demonios se le pasaba a su amigo por la cabeza y por qué era tan importante que precisamente él leyera su historia.
—Hay otra cosa —le dijo Mario después.
—¿Qué cosa? —preguntó Juanjo inclinando las cejas, preparándose para asimilar nuevas sorpresas.
—Celia ha vuelto —dijo con intencionado tono neutro.
—¿Qué? —se sobresaltó, incorporándose un poco en la silla— ¿Qué quiere decir que ha vuelto?
—Está aquí, en Valencia.
—¿De visita?
—Más que eso. Puede que la vuelta sea definitiva.
—¿Y tú cómo lo sabes? —soltó Juanjo con creciente mosqueo.
—Estuve con ella el viernes. Vino a verme, a casa —prosiguió Mario con la misma tranquilidad.
—¿Seguías en contacto con ella? —preguntó con suspicacia.
—Solo lo justo. Al principio sobre todo, pero no la veía desde hace diez años, desde que se fue.
—¿Y entonces? ¿Ella vino a verte así, sin más? —dijo Juanjo, tratando de entender.
—La llamé yo —respondió mientras captaba al instante la sorpresa y el enfado en la reacción de Juanjo, como si hubiera traicionado un secreto pacto entre ellos—. Fue casualidad, le había mandado un mensaje porque quería que también supiera lo del manuscrito y de rebote me enteré de que estaba aquí —añadió, a modo de aclaración.
—¿Y lo de volver ahora de repente?
—Pues… bueno, por lo visto se acaba de separar —aclaró, sin saber muy bien si debía revelar ese dato.
—¡Ah! Claro, eso lo explica todo.
—No seas tan duro, lo está pasando mal.
—Es muy típico de ella, acordarse de la gente solo cuando le viene bien, ¿no crees?
—No es verdad, ya te he dicho que la llamé yo —replicó Mario—. Tampoco creo que para ella sea fácil, y lo sabes.
—Ella, siempre ella. Y los demás, ¿qué? —dijo Juanjo sin ocultar su rencor.
—A ver, Juanjo. No la sigas juzgando de esa manera, ha pasado ya demasiado tiempo. Lo importante es que ahora está aquí y que, afortunadamente, hemos madurado un poco —dijo Mario apaciguándole y tratando de aportar sensatez—. Ya somos mayorcitos y, te guste o no, a mí me encantaría poder recuperarla como amiga.
—Mario, por favor, ¿después de cómo se portó? ¿Largándose así sin más, sin querer siquiera despedirse?
—Pasa página, de verdad. Éramos unos críos, ya lo hemos hablado muchas veces. No vale la pena volver a eso ahora. Y, además, yo prefiero quedarme con los buenos momentos.
—Ya sabes mi opinión. No entiendo por qué me cuentas ahora todo esto.
—Pensé que te gustaría saberlo.
—Haz lo que quieras, pero a mí déjame al margen. ¿Vale?
—¿Todavía le guardas rencor?
—Vamos a ver, Mario. ¿De verdad quieres que te lo explique? —respondió con un deje de cansancio en la voz.
Mario inspiró hondo y miró para otro lado mientras soltaba el aire despacio. Sabía que no iba a ser fácil. Después, giró la cabeza y le miró fijamente de nuevo al ver que dejaba un billete para pagar la cuenta y, contrariado, se levantaba de la silla y se preparaba para irse.
—Espero que no te tomes a mal lo que voy a decirte, pero yo creo que deberías verla —le dijo cuando aún podía escucharle.