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Noviembre de 1872

Todo empezó de una manera muy inocente, casi casual. Como muchos de los momentos memorables que ocurren en la juventud, empezó por amor.

Aquel día me había despertado con un extraño hormigueo recorriendo las costillas, una especie de vértigo, como si el hecho rutinario de salir de la cama supusiera dar un salto al vacío. Lo achaqué a la zozobra de algún inconcebible sueño que no lograba recordar, pues mi vida en aquel momento se reducía a una existencia bastante tranquila, exenta de grandes sobresaltos.

A esa temprana hora despuntaban los primeros rayos de sol, y una tímida luz anaranjada se filtraba ténuemente por la ventana de la habitación. A medida que mis ojos se habituaban a la penumbra del amanecer, fui descubriendo a mi lado la cama vacía de mi hermano Antonio, con el que compartía dormitorio. Antiguamente también dormíamos con Vicente, el mayor, que desde hacía un par de años ya tenía mujer y casa propia.

El silencio reinaba también en los otros cuartos. Pero no me causó ninguna extrañeza que yo fuera el último que quedara por levantarse, pues la actividad en casa siempre empezaba demasiado pronto para todos, sin importar el día de la semana que fuera.

Siendo el menor de cuatro hermanos —y aunque la diferencia de edad era realmente corta entre nosotros—, siempre tuve la sospecha de que llegué un poco por sorpresa, tras Carmen, Vicente y Antonio, cuando ya nadie me esperaba. Tal vez por eso gozaba de algo más de libertad y nunca terminaba de encajar del todo en la rutina familiar. Incluido el hecho de que, contra todo pronóstico, hubiera decidido estudiar en la universidad en un momento en el que ya se suponía que debería estar ganándome la vida de una u otra forma.

Nada más entrar en la cocina, me encontré con la figura larguirucha de Antonio y cruzamos fugazmente las miradas mientras él devoraba su pan con mantequilla ajeno a todo lo demás. No era la primera vez que constataba lo inútil que resultaba intentar traspasar su mirada perdida. Hacía tiempo que aquellos ojos habían perdido en parte esa vitalidad suya tan característica, tal vez debido al extenuante trabajo en la fábrica de tabacos —una de las mayores factorías de la ciudad, ubicada en lo que fuera la antigua Aduana en el extremo sur de Valencia, junto al Paseo de la Glorieta—, y supuse que se estaban tornando grises de tanto mirar cansados. Allí el turno empezaba muy temprano y se prolongaba hasta bien entrada la tarde en interminables jornadas, de las que solía regresar agotado e impregnado del inconfundible olor a las hojas de tabaco, tras supervisar y certificar el trabajo de las laboriosas manos de las cigarreras.

Al detenerme a observar sus manos huesudas y duras, su blusa de trabajo marrón claro salpicada de pequeños lamparones aquí y allá, no pude evitar que aquella sensación me entristeciera un poco. Apenas quedaba ya rastro de aquel Antonio con el que había pasado horas jugando y explorando en la calle o alborotando en el taller de nuestro padre, del que me introdujo en su pandilla de amigos del barrio o del que me enseñó a defenderme de los numerosos peligros de la ciudad. Era como si aquella añorada querencia se esfumase lentamente ante mí y no pudiera hacer nada por evitar dejarla escapar.

A pesar de haber sido testigo de su emancipación de una manera incluso más abrupta, con Vicente nunca había sentido nada parecido. Mi relación con él siempre fue distinta, algo más forzada y distante. Él era ese hermano mayor serio y responsable que encarnaba la prolongación de la autoridad de nuestro padre, y al que solo acudiría en caso de extrema necesidad. La diferencia era que Antonio había sido siempre más que un hermano para mí, lo más parecido a un amigo dentro de la familia, un confidente; era mi eterno compañero de juegos.

A su derecha, discretamente apoyada en el banco de madera, mi hermana Carmen sostenía un tazón de leche con el que calentaba sus manos inquietas, que alternativamente separaba para atrapar las ondas de su oscura melena detrás de las orejas. Sin saber por qué, ese simple gesto tan característico suyo me reconfortó, logrando que en la fría mañana me reconciliara con el incomparable calor familiar. Su semblante, mucho más tranquilo, más humano, y sus enormes ojos negros, eran siempre capaces de envolverme en una aureola de paz que parecía imperturbable.

Mi relación con Carmen era también muy especial. A diferencia de lo que le ocurría con mis otros hermanos, ella y yo nos entendíamos y nos llevábamos muy bien. Era quizás el único que se esforzaba en comprenderla y me percataba de la inteligencia, lamentablemente tan poco apreciada, que se escondía tras su mirada tranquila y sumisa. El problema era que todo el mundo estaba empeñado en casarla a toda costa, pues era el papel para el que había sido preparada; pero ella, tal vez en un acto de silenciosa rebeldía que obviamente nadie podía concebir, se resistía.

Lamentablemente, todo eso también parecía estar cambiando. Había muchos momentos en los que todavía creía ver en ella a esa niña que siempre soñaba y se enfrentaba a la vida con ilusión desbordante; pero luego había otros momentos en los que Carmen arrugaba la frente y, tras sujetar su mechón más rebelde detrás de la oreja y con él enterrar sus anhelos imposibles en un agujero muy profundo, no era Carmen. Eran esos momentos en los que, sencillamente, parecía que hubiera sido devorada por el omnipresente espíritu de nuestra madre ausente. Como cuando aquella mañana se decidió a romper el silencio para decirme:

—Ya era hora de que aparecieras, se te hace tarde.

La sutil diferencia era que, a pesar de la parquedad de sus palabras y el mensaje explícito, en sus labios nunca sonaban a reproche. Pues a pesar de todos los desplantes que le hiciéramos ella era incapaz de tratarnos con dureza. Su mirada irradiaba un halo de ternura inconmensurable, era una invitación constante a permanecer en el hogar.

Todos habíamos sido testigos de aquella increíble metamorfosis. Había ocurrido delante de nuestros ojos con una naturalidad asombrosa, sin que a nadie en aquella casa se le hubiera ocurrido pensar en todo lo que implicaba. Era algo totalmente asimilado de lo que nunca se hablaba, que probablemente ella hacía movida por una especie de obligado sentido de la responsabilidad, sin presentar objeción alguna a entregar los mejores años de su juventud a soportar sobre sus hombros el peso de velar por el bienestar de todos nosotros.

A menudo me preguntaba qué fue de aquella dulce e ingenua Carmen. Parecía que un ciclón devastador se hubiera llevado por delante su inconfundible luz, y también sus anhelos. Me apenaba verla ahora siempre vestida con tonos oscuros, con su mantilla negra anudada, permanentemente enlutada. ¿Acaso no merecía vivir la vida de otra manera? Sí, claro que sí. Ella lo merecía todo, más que ningún otro. Pero también era totalmente inútil tratar de convencerla de que se apartara un ápice de aquel papel que había asumido de manera natural.

En realidad, todo había sucedido demasiado rápido. Cuando empezamos a ser conscientes de la enfermedad que aquejaba a nuestra madre, ninguno estábamos preparados para comprender lo que realmente estaba a punto de ocurrir. Su malestar fue tan repentino como fulminante. Un prestigioso médico que hizo llamar mi padre le había diagnosticado una inflamación en el hígado y observó la conveniencia de iniciar un tratamiento muy agresivo y unos días de reposo absoluto. Y sin apenas tiempo de asimilarlo, al día siguiente agonizaba tras una angustiosa noche administrándole ineficaces calmantes.

Por desgracia mi padre nunca superó su pérdida. Y aunque hubiera decidido sufrirlo en silencio y no dejara traslucir sus sentimientos, fue muy triste comprobar cómo la sombra de su ausencia fue consumiendo su alegría vital día tras día. Su rostro amable se fue poco a poco desdibujando, tornándose alicaído y serio. Parecía que se hubiera convertido en una especie de autómata que solo mostraba interés por su trabajo, y esa imparable rutina fuera la única fuerza capaz de gobernar su vida. Su espíritu, antaño tan despreocupado y risueño, a menudo transitaba por una melancolía enfermiza que le restaba parte de su energía vital.

En cuanto a nosotros, de una manera u otra lo habíamos sobrellevado y habíamos salido adelante. Pero habría sido demasiado pretencioso atribuirlo solo a la fortaleza de Vicente, de Antonio, o la mía, pues el mérito de levantar la familia y de que la casa siguiera funcionando como debía era, en gran parte, de nuestra hermana Carmen.

—Me he descuidado un poco. Pero no te preocupes, voy bien —le contesté mientras me hacía un hueco entre ellos.

—Pues yo me tengo que ir ya —dijo Antonio en un seco tono neutro.

Me entretuve apenas unos minutos más, lo justo para llenar un poco el estómago antes de salir de casa; y me deslicé, como siempre, por las escaleras que comunicaban nuestra vivienda con el taller del negocio.

Al igual que mis hermanos, yo me había criado en la trastienda de aquella “zapatería de viejo” o de remiendos. Aquel lugar siempre me recordaba a mi infancia. Los sonidos, los olores, los rincones, la tenue luz filtrándose por el sucio ventanuco, la de horas que habíamos pasado allí jugando juntos. Todos mis recuerdos estaban asociados a ese lugar, al penetrante aroma del cuero y del betún que lo impregnaban todo. Y el hecho de ver a mi padre y a mi hermano Vicente pululando por allí desde bien temprano era el mejor síntoma de que todo estaba en orden.

Mi padre no había parado de trabajar en toda su vida, a todas horas, de forma paciente y concienzuda. Tras faltar mi madre se había instalado en una rutina gris plomizo sin remedio ni posibilidad de solución y, pese a todo, su lucha extenuante le dejaba todos los días en el mismo punto de partida. Era como remar contra corriente, sin avanzar, pero con el peligro constante de verse arrastrado por la fuerza del agua si se le ocurría dejar de dar golpes de remo.

Me adentré en su territorio con deliberado sigilo, como una sombra, temeroso de interrumpir alguna tarea importante, y mi padre levantó la vista al poco de sentir mis pasos dedicándome una leve inclinación de cabeza, sin variar un ápice su gesto adusto y concentrado. Con frecuencia temía no estar preparado para enfrentarme a la mirada de mi padre, a veces tan dura, a veces tan tierna, a veces tan ausente; constituía casi siempre un enigma para mí. Desde que me alcanzaba la memoria, esa imagen de mi padre entregado con devoción a su trabajo, su laborioso afán en remates y remiendos, el manejo con habilidad de cada una de las herramientas, sus manos duras y precisas, apenas había variado lo más mínimo. Ese taller era su vida entera, su espacio, su santuario.

Por su reducido tamaño, allí ningún hueco estaba desperdiciado. Los bancos de madera que recubrían las paredes hacían la doble función de mesa de trabajo y almacén de herramientas, muchas de ellas fabricadas por él mismo, en el que cada milímetro, cada resorte, tenía una función específica. El fleje para cortar el cuero, el abridor de hendidos para excavar la suela, el martillo de remendar o para asentar las piezas, varios tipos de leznas para hacer agujeros en la piel, las tenazas de montar para sujetar el corte y el forro, hierros de lujar para el abrillantado de los cantos, martillo galgo para clavar los tacones largos o escofinas para perfilar.

Y por supuesto, en el centro, en un lugar privilegiado, estaba aquel trípode o burro donde apoyaba el calzado para todo tipo de arreglos. Allí consumía los días armado con la manopla de cuero que le dejaba los dedos libres y la palma de la mano cubierta para no hacerse daño, el tirapié o correa que sujetaba las piezas al muslo, y ese mandil de cuero que le resguardaba pecho y piernas para no cortarse con ninguna de las herramientas. Nunca me cansaría de admirar su habilidad y su técnica, tan pulida tras tantos años de trabajo.

Mi padre tenía muchas virtudes, pero el orden no se encontraba entre ellas. Piezas de cuero nuevas y viejas, retales, hormas y suelas, tacones, clavos y tachuelas, pequeños frascos o tarros, esponjas y todo tipo de paños raídos y sucios se amontonaban por doquier sin aparente criterio. Todo ello unido a la escasa limpieza —una pequeña barrida de tanto en tanto— y la falta de ventilación de aquel espacio, provocaba que el inconfundible olor de aquel oficio hubiera impregnado las paredes del recinto y se hubiera apoderado hasta la médula de toda la planta baja.

Pero a pesar de ese aspecto descuidado, y aunque no fuera siempre debidamente reconocido y considerado, era un trabajo muy fino y puramente artesanal. Prácticamente todos los zapatos del barrio habían pasado por sus manos. Era capaz de reparar cualquier calzado con suelas, tacones, cosidos, remaches y cordones nuevos y hasta lustrados en un abrir y cerrar de ojos, devolviendo a la vida incluso las prendas que parecían destinadas al destierro definitivo. Aquella destreza para lograr un fino acabado y perfectamente rematado en poco tiempo era fundamental, ya que la mayoría de las veces se trataba de un trabajo que se hacía en el momento, pues el cliente normalmente no podía permitirse tener otro calzado de repuesto.

El “Zapatero Rápido” Planes ocupaba uno de los bajos de la plaza de Pellicers, en la esquina que formaban las calles Falcons y Fumeral. Era uno de tantos modestos negocios familiares que daban vida cada día a aquel concurrido espacio en forma de triángulo que se abría paso en el corazón del barrio de San Agustín. Aledaña a Velluters y al llamado Mercado Nuevo, la nuestra era una barriada popular, ruidosa, plagada de pequeños comercios como tabernas, chocolaterías, droguerías o platerías que ofrecían una gran variedad de productos.

Encrucijada de callejuelas estrechas y pequeñas como la de Garrigues o la del Escolano, cuyas fachadas casi querían besarse, la de Pellicers era una de las plazas más bulliciosas y animadas de la ciudad casi a cualquier hora del día. Tal vez por eso, por su particular carácter, siempre me había gustado espiarla en ese momento del día en que se empezaba a intuir el despertar de la gente, el inicio de la rutina diaria. Los rostros de los vecinos de toda la vida se mezclaban con los desconocidos que pasaban todos los días a la misma hora y los que llegaban allí por accidente o simplemente nunca habías visto. Obreros que iban al trabajo, criadas, mercaderes; en su mayoría de rostros severos y miradas perdidas, atentos todos a su propio camino sin detener su inexorable marcha para conversar con nadie. Me encantaba detenerme a observar ese tránsito previsible de peatones, carretas y tartanas, siempre tan alborotado, y comprobar que todo estaba en orden antes de abandonarla. Sí, allí estaban, como siempre al pie del cañón, Amparito la de la mercería, doña Concha la de la tienda de los jabones y especias, don Amaro y su puesto ambulante de chucherías, ...

Y entonces la vi. Distinguí su rostro fugazmente, de casualidad, cuando ya estaba a punto de salir y encaminarme al otro extremo de la plaza. Me detuve un instante, algo desconcertado; aquella chica, ¿por qué me miraba así? ¿Qué demonios quería decirme? Hice un poco de memoria y entonces recordé perfectamente el día que llegó con su madre. Aparecieron en un carro atiborrado de trastos y maletas y causaron un gran revuelo que tuvo entretenido a todo el vecindario durante un buen rato.

Y ahí seguía, mirándome. ¿Pero de dónde habrá salido?, me pregunté. Ya la primera vez que los vi, comprendí que aquellos ojos verdes, con esa apariencia tan simple y llana, tan transparentes, tenían la facultad de atraparme en sus redes y paralizar el tiempo y el espacio a mi alrededor. Creaban una atmósfera invisible en la que todo adquiría una dimensión particular, y era inevitable sentirse atraído y dejarse arrastrar, como por los legendarios cantos de sirena, sin importar a dónde te llevaban ni cómo ni cuándo te iban a devolver de nuevo sano y salvo a la orilla.

Decidido a no dejarme atrapar por ellos esta vez, abandoné la plaza y definitivamente la perdí de vista. Aunque su imagen permaneció rondando mi cabeza todavía unos minutos, mientras avanzaba por la calle San Vicente hacia mi encuentro con Julio.

Pese al rigor casi invernal de aquella mañana, la Plaza de Cajeros bullía de gente. Tanto, que resultó casi milagroso que fuera capaz de descubrir el rostro de mi amigo, discretamente apoyado en una esquina, en medio de todo el barullo que se había formado junto al puesto de periódicos de Pepe Hurtado, el del limpiabotas o el del barbero ambulante. Aquel tramo final de San Vicente, en su unión con la Bajada de San Francisco y su prolongación en la calle Zaragoza hasta la Puerta de los Hierros de la Catedral, conformaban la principal arteria comercial de la ciudad. Las sastrerías, las tiendas de sombreros, boinas y gorras, las de abanicos, de telas y mantas, las relojerías, confiterías o almacenes selectos y comercios de toda clase se mostraban al público con sus escaparates bien provistos de género. Los toldos de los negocios asomaban a la calzada cual largos faldones de los edificios, queriendo abrazar el trasiego de viandantes, carretas, bestias y tartanas que inundaban la calle convirtiéndola en un heterogéneo y singular espacio.

Pese al nutrido tráfico de trabajadores, viajeros, compradores y mercancías, Julio y yo habíamos decidido vernos todas las mañanas en el mismo sitio; en aquel fabuloso lugar en el que se respiraba la esencia misma de Valencia. Era agradable dejarse envolver por aquel aire denso que encapsulaba la vieja ciudad: los aromas de la huerta y el mar, la letanía atávica de la manufactura de la seda —cada vez más venida a menos—, o los ancestrales gremios que todavía resistían con esfuerzo y empeño el empuje de los nuevos negocios industriosos, ligados a las fábricas y el ruido mecánico.

A Julio y a mí nos unían muchas cosas. La principal era una amistad que se había forjado en la adolescencia y se había mantenido imperturbable con el paso de los años. Convertidos ahora en perpetuos compañeros de fatigas en la vida universitaria, este era para ambos el segundo año en la facultad de leyes, que afrontábamos con mayor o menor fortuna en las graduaciones. Pero más que un compañero de estudios, que también, era el que había reemplazado a mi hermano Antonio como cómplice de peripecias, de alegrías y penas, de vivencias; en definitiva, se había convertido mi mejor amigo.

A diferencia de mí, Julio provenía de una familia acomodada. Su padre era el reputado abogado Julio Llinas, vivía en un elegante piso de la calle Ruzafa y podría decirse que se lo habían dado siempre todo hecho. En parte, esa vida fácil le hacía derrochar confianza, y ese ímpetu suyo solía acarrearle problemas y algún que otro disgusto. Pero en él siempre admiré cualidades de las que yo carecía y aspiraba a poder alcanzar algún día: su inconformismo, su atrevimiento, o su valentía y naturalidad a la hora de encarar las cosas.

Sin renunciar a ese estatus que solía facilitarle mucho las cosas, era un rebelde a su manera. Enfrentarse permanentemente a su padre era su forma de protestar porque le dirigiera la vida sin importarle lo más mínimo sus opiniones y sentimientos. Por fortuna últimamente todo parecía estar un poco más tranquilo, sin duda debido a que su familia estaba satisfecha por verlo por fin cursando los estudios de leyes, tal y como estaba previsto. Lo que probablemente ignoraban era que Julio, más que por convicción o influencia de sus consejos, se había visto empujado a ello al ver que yo finalmente también me inclinaba por esa opción, convirtiéndome en el primero de la humilde familia Planes en acceder a la universidad.

Para mí era bien distinto, claro está, pues estudiar no era para nada un capricho, sino el fruto de un empeño personal alcanzado solo a base de insistencia, tesón, duro trabajo y el sacrificio de mis padres para poder hacerlo. También sobrevolaba constantemente la sensación de que a mis hermanos no les hacía ninguna gracia la idea. Sospechaba que, aunque nunca lo dijeran en voz alta, en cierto modo me veían como a una especie de parásito que se aprovechaba del sacrificio de todos para hacer su voluntad. Al menos contaba, por el momento, con el beneplácito de mi padre. Un hijo universitario era un lujo muy caro para una familia como la nuestra, pero también era una apuesta de futuro. Sabía que el sacrificio bien podía valer la pena si servía para granjearme cierta prosperidad. Aunque a pesar de todo, tenía claro que, hiciera lo que hiciera, había algo que nunca podría cambiar: siempre sería el hijo pequeño del zapatero.

Julio miraba inquieto su reloj y me reprendió por el retraso, apremiándome a caminar más deprisa.

—Mientras venía para aquí iba pensando —comenté despreocupado.

—¿En qué? —se interesó él.

—En cómo sería nuestro primer juicio, ¿tú no te lo imaginas?

—Manuel, todavía estamos en segundo curso. ¿Cómo voy a pensar en eso?

—Ya, para ti es más fácil, como tienes el despacho de tu padre…

—¡Ni hablar! —reaccionó al instante—. No pienso trabajar con mi padre. Antes muerto.

—Si te sirve de consuelo el mío siempre dice que acabarás en Madrid —le dije, encogiéndome de hombros.

—Anda, ¿y eso por qué?

—¡Qué sé yo! Supongo que piensa que llegarás a ser alguien importante. No creo que opine lo mismo de mí —añadí después con cierta desilusión.

En realidad, aquella era solo una sospecha, pues su hermetismo casi siempre impedía adivinar cuál era su verdadera impresión.

—Si quieres que te tomen en serio, lo primero que tienes que hacer es cambiar esas pintas —dijo después de mirarme de arriba a abajo.

—¿Qué dices? ¿Qué les pasa a mis pintas? —protesté.

—Con la blusa gris, esa gorra vieja y el pañuelo al cuello parece que vayas a coger naranjas en vez de a aprender leyes —me soltó sin el menor reparo.

—¿Y qué quieres que haga? Es la ropa que tengo —me defendí—. Cuando gane el primer sueldo ya cambiará la cosa.

—No me lo tengas en cuenta —me dijo con una palmada en el hombro a modo de disculpa—, es que hoy tengo la cabeza en otra cosa.

—¿En qué?

—Venga, te invito a algo —me soltó de pronto, más animado.

—¿Ahora? ¿tan temprano?

—¿Qué pasa con la hora? A mí ya se me ha abierto el apetito.

—Perderemos la clase —dije tratando de convencerlo de que no era una buena idea.

—¡Al carajo la clase! ¿Quién aguanta un lunes a primera hora a Abelardo Ginés?

A pesar de mis reparos, terminamos entrando en una pequeña tasca a la altura de la iglesia de San Martín. Era muy difícil hacer cambiar de idea a Julio.

—Oye, Manuel, tienes que presentármela —fue lo primero que me dijo tras pedir las consumiciones.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? A tu vecina —me dijo como si aquello fuera una completa obviedad.

—¿Qué vecina?

—Esa vecina nueva que tienes en la plaza.

—¿Pero tú de qué la conoces? —pregunté extrañado.

—La vi el otro día, cuando te acompañé a casa por la tarde, ¿recuerdas? No pude evitar fijarme en ella. No sé, tiene algo especial, es diferente. ¿Cómo es posible que no me hubieras mencionado nada antes?

Diferente, esa era la palabra perfecta. Julio la había descrito tan bien que me dejó enormemente sorprendido.

—Ni siquiera la conozco, y no sabía que te interesara —repliqué—. ¿A qué viene esta fijación?

—A ver cómo te lo explico: ¿sabes cuándo ves a alguien y de inmediato te deja una huella muy profunda y no puedes dejar de pensar en ella? —dijo verdaderamente excitado.

—Sí, pero no entiendo qué es lo que has podido ver en esa chica, si no la conoces de nada.

—¿Pero es que tú no te has fijado en sus ojos? —me exhortó.

—Pues no —mentí—. ¿Qué les pasa a sus ojos?

—Vamos Manuel, si es imposible no fijarse —añadió cada vez más persuasivo, tratando de resultar convincente ante mi aparente indiferencia—. Son de un verde intenso y salvaje, como el del romero después de la lluvia en primavera. Nunca había visto nada igual.

Me quedé mirándolo, entre impresionado y aturdido, y ambos quedamos absortos pensando en ellos. Su descripción, tan evocadora y precisa, me transportó de nuevo al incomparable verdor de efecto hipnótico que me había retenido hacía solo unos minutos.

—Deberías buscarla y presentarte tú mismo —dije tratando de ocultar mi turbación—. ¿Por qué ibas a necesitar mi ayuda para eso, si yo ni siquiera la conozco?

—¡Venga hombre! Viviendo al lado para ti es más fácil inventar cualquier excusa. Yo no puedo presentarme así sin más.

—¿Qué tendrá eso que ver? ¡La conozco solo de vista igual que tú! —protesté.

—Si me ayudas prometo echarte una mano con mi hermana —dijo entonces, tratando de convencerme.

Confieso que aquello me pilló desprevenido. No imaginé que se le ocurriera mencionarlo, y no pude evitar que acudiera a mi mente la imagen de Clara, la hermana pequeña de Julio. Era cierto que había estado colado por ella mucho tiempo. Poseía una belleza sutil y sumamente refinada, muy delicada. La de veces que le había rogado que me ayudara a acercarme a ella, que intercediera de alguna manera. Aunque, pensándolo mejor, tal vez no fuera más que un secreto anhelo prohibido, una especie de amor platónico. «Olvídate de ella, no es para ti», me solía decir él. «No sé qué habrás visto en esa pusilánime», trataba de convencerme para contrarrestar mi empeño. Pero la verdad era que, en aquel preciso momento, no estaba seguro de que realmente siguiera sintiendo lo mismo. En el fondo sabía que no congeniaríamos, y que mi fijación por ella había surgido solo fruto del deseo hacia lo inalcanzable, más que de una verdadera pasión.

—Está bien, veré lo que puedo hacer —le contesté con poco convencimiento.

Al salir del establecimiento, Julio se entretuvo un poco en encenderse un cigarro y percibí en él entonces un gesto nervioso, tenso, y su mirada antes alegre empezó a tornarse esquiva. Su fugaz destello apasionado había sido reemplazado por un pensamiento sombrío. Comprendí enseguida qué era lo que le preocupaba, pues para mí Julio siempre fue transparente y nunca había habido secretos entre nosotros. Aquel estado alterado obedecía a que en el sorteo de quintos él y yo no habíamos corrido la misma suerte. Su nombre había aparecido entre los llamados a filas en su distrito, y en breve tendría que presentarse en el cuartel.

Aquello, inevitablemente, había trastocado todos nuestros planes. Tal fue el grado de frustración que le produjo la noticia, que estuvo dos días enteros desorientado, dirigiéndose a todo el mundo con gritos y exabruptos. En aquel primer momento, en el que la rabia le nublaba el juicio, había llegado incluso a plantearse una huida. Aunque luego lo descartó, claro está, eso solo hubiera servido para empeorar las cosas. Por suerte aquella colérica reacción inicial ya había pasado, dando poco a poco paso a la resignación. Ahora solo se limitaba a fumar algo más de la cuenta, con ese gesto impulsivo que desafortunadamente se estaba volviendo característico en él.

A mí tampoco me agradaba la situación y procuraba sacar poco el tema. Habíamos establecido un pacto no escrito para mencionarlo lo menos posible en lo sucesivo, tratando así de anular su efecto negativo, al menos en los días que aún nos quedaban antes de que se produjera la irremediable separación. Entonces ya tendríamos tiempo de lamentarnos, nos decíamos, tratando de disfrutar así del agradable presente.

Agradable, sí, esa era una buena palabra para describir el tiempo que pasábamos juntos. Las clases, los paseos, las meriendas, las eternas conversaciones, las confesiones, las discusiones por cualquier tema absurdo, los enfados y reproches incluso. Todo aquello formaba parte de nuestras vidas como el aire que respirábamos. ¿Cómo íbamos a reemplazarlo cuando nos obligaran a separarnos por la fuerza?

En esas estábamos cuando por fin alcanzamos el aula magna de la facultad de leyes. Penetramos con extremo sigilo tratando de que nadie se percatara de que estábamos entrando con la clase empezada. Agazapados en la última fila, divisamos a lo lejos la redonda figura del profesor de derecho romano Abelardo Ginés.

—No te olvides de hablar con ella, tienes que presentármela —me susurró, retomando de nuevo aquella idea que parecía haberlo trastornado tanto.

Y yo, desconcertado, cuando me volví hacia él algo molesto por su desmedida insistencia, en sus ojos leí el apremio, la súplica. Empecé a comprender hasta qué punto estaba afectado.

—No, si al final te saldrás con la tuya y me va a tocar inventar algún pretexto para acercarme a esa chica —le dije con resignación.

El sueño del aprendiz

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