Читать книгу El sueño del aprendiz - Carlos Barros - Страница 11
Оглавление— 6 —
Principios de diciembre de 1872
La parte del negocio reservada para atender al público ocupaba un espacio más pequeño, en comparación con el taller. Un simple mostrador de madera con la caja registradora y un par de sillas al otro lado para hacer más cómoda la espera eran los únicos objetos que componían la estancia, en ese momento huérfana de clientes.
Yo me hallaba ensimismado observando la plaza, muy quieto, como de costumbre, mientras mi padre y mi hermano trabajaban en la trastienda rematando los arreglos. Allí, lejos de la lumbre de la cocina, el frío del amanecer claro iba calando poco a poco en los huesos, y me froté las manos como un acto reflejo mientras contemplaba el paisaje a través del cristal que separaba el local de la calle.
Un hombre, ataviado con blusa larga y gorra de labor, tiraba de una carretilla cargada hasta los topes e iba seguido de una mujer que circulaba precavida, con cuidado de no arrastrar mucho el vuelo de sus faldas. Al otro lado, un caballero con levita y sombrero alto, a la moda, pasaba frente al mendigo que ocupaba el mismo espacio todas las mañanas. De un cercano portal asomaron de pronto un pobre viejo encorvado y un muchacho escuálido que empezaron a seguir la estela de un carro que cruzaba la plaza con indiferencia y parsimonia, arrastrado por bestias perezosas. Eran los mismos ritmos, los mismos sonidos tan reconocibles, aquella letanía cadenciosa envuelta por el improvisado y artificial frenesí de la urbe.
De pronto alguien traspasó el umbral de la puerta acristalada del negocio, haciendo crujir su desgastado mecanismo y sacándome de la quietud contemplativa. Bajo el sombrero de fieltro asomaba un pitillo encendido y la cara angulosa de un hombre de la edad de mi padre, algo curtida por la intemperie. Juraría haberlo visto un par de veces antes, pero no lograba encajarlo entre los rostros conocidos del barrio. Vestía un traje de paño de color marrón, un poco usado pero muy limpio, que sobre un cuerpo tan delgado y enjuto le descolgaba un poco hacia abajo, produciendo el efecto de que le sobrase tela.
—¿Está Vicente? —dijo tranquilamente tras aclararse la voz.
—Está en el taller. Espere aquí un momento, saldrá enseguida —contesté.
Sus ojillos de halcón me observaban minuciosamente, aunque su gesto era más de curiosidad que de reparo o alerta.
—¿Es para encargar un arreglo? —le pregunté al ver el par de zapatos que sostenía en la mano izquierda—. ¿Quiere que le vaya tomando nota?
Me dedicó una vez más una larga mirada, tras la cual simplemente se encogió de hombros.
—Claro. A estas viejas suelas les hace falta una puesta a punto —dijo apoyando con resolución el desgastado calzado sobre el mostrador.
Me detuve un poco a observarlos para hacer una primera evaluación de la reparación necesaria, tal y como haría mi padre. Se trataba de un clásico modelo de buena factura, de los que se habían empezado a fabricar en serie por la zona de Alicante, muy extendido en los últimos tiempos.
—Ya veo, ningún problema. Permítame que lo anote y le haré un resguardo —le dije.
—Tú eres el pequeño, ¿verdad?
La pregunta me pilló algo desprevenido, pero no me sorprendió. Tampoco el tono familiar que empleaba, confirmando que probablemente se trataba de un viejo cliente.
—Sí. Me llamo Manuel —contesté levantando un poco la mirada mientras me preparaba para hacer la nota.
—Lorenzo Vila —dijo, tendiéndome la mano.
Mi padre no tardó en salir y, a tenor de su expresión, parecía satisfecho al ver que me había prestado a ayudar despachando al cliente en su ausencia.
—¿Dónde tenías guardado a Manuel? Casi no lo he reconocido —le dijo a mi padre con cierta familiaridad.
—Sí —asintió mi padre con un leve resoplido—. Suerte tienes de verle el pelo por aquí. Se ha empeñado en estudiar y ahí lo tienes, en la universidad —dijo como disculpándose por mi escasa destreza en el oficio familiar, aunque un leve destello en sus ojos mostrara también algo de orgullo.
—¿Qué estudias? —se interesó dirigiéndose a mí.
—Leyes.
—Interesante —me dijo con una mueca que no supe muy bien cómo interpretar.
—¿A que no adivina lo que anda diciendo? ¡Que le gustaría trabajar en un periódico! ¿Qué le parece? —añadió mi padre riendo un poco, como si tal ocurrencia resultara ridícula.
Lorenzo enarcó las cejas levemente, sorprendido, pero me pareció que él sí lo encajaba con agrado.
—Ay, esta juventud —prosiguió mi padre con condescendencia—. Le tengo dicho que lo que tiene que hacer es procurarse una plaza en un buen bufete. Dígaselo, igual a usted le hace caso.
—Deberías hacer caso a tu padre, es un hombre muy sabio —confirmó sin dudar, dirigiéndose a mí.
—¿Lo ves? —resolvió mi padre con satisfacción—. ¿A que tú no sabes quién es el señor Vila? —me interpeló—. Escribe en El Mercantil —continuó divertido.
Me quedé de pronto petrificado al escuchar lo que mi padre había soltado así, sin avisar, con total ligereza. El señor Vila no tardó nada en percatarse de mi reacción, y al instante noté como me estudiaba mientras exhalaba el humo de su cigarro, adivinando mis pensamientos.
—Mañana a primera hora entonces, ¿no? —dijo sacándome de aquel estado absorto.
—Eso es —respondió mi padre.
—Encantado de conocerte Manuel.
* * *
Después de aquello, sin saber muy bien por qué, esperé con ansia que pasara el día, deseando que el enigmático Lorenzo Vila se presentara realmente a primera hora a recoger sus zapatos, cuando yo aún estuviera en la tienda. Todavía no sabía qué iba a decirle, ya improvisaría algo, pero desde luego tenía que aprovechar aquella circunstancia para conocerlo mejor. Tener tan cerca al redactor de un periódico, conocido de mi padre y que además sabía de mi existencia, era una inesperada y feliz coincidencia, una oportunidad única que no podía dejar escapar. Tan ilusionado estaba que aquello hizo que lograra olvidarme momentáneamente de Cecilia.
Mi esperanza se vio asombrosamente recompensada al día siguiente. En cuanto lo vi entrar por la puerta y nos miramos, me di perfecta cuenta de que sabía que lo estaba esperando y que, de alguna manera, todo estaba calculado para que él y yo pudiéramos concitar una especie de cita encubierta.
—Hola Manuel —me saludó.
—Buenos días, señor Vila.
—Vengo a por mis zapatos —dijo con tono resuelto.
—Por supuesto.
Mi padre, que lo estaba observando todo apoyado en una esquina del mostrador, no parecía sospechar nada. Recogió el resguardo y fue a buscar los zapatos en el estante de entregas. Lorenzo pagó lo acordado y sin mediar más palabra se dispuso a abandonar el local.
—Nos vemos luego. Yo ya me iba —dije despidiéndome de mi padre apresuradamente.
Al escucharme, Lorenzo se detuvo sosteniendo la puerta, esperándome.
—¿Te apetece un café hijo? —me preguntó cuando nos recibió el frescor de la calle.
—Claro.
Seguí sus pasos hasta el café Madrid, en la esquina que formaba la misma plaza Pellicers con la calle Fumeral. Su atractivo rótulo ocultaba en realidad una taberna del barrio, de las de toda la vida, que había cambiado de dueños recientemente. Sus viejas paredes de madera, que habían retenido el olor del vino y del tabaco entre sus poros, eran de las que tenían solera.
Yo había estado allí dos o tres veces, siempre acompañado por mi padre, y en todas ellas había tenido la molesta sensación de que todo el mundo me miraba con mala cara. Comprobé que eso no había cambiado desde la última vez. Pero lo cierto era que, aunque encontramos sin dificultad un hueco en la barra que parecía que hubiera estado ahí esperando a que llegáramos, el establecimiento registraba una notable actividad a esa hora de la mañana.
—¿Es cierto eso de que te gustaría trabajar en un periódico? —me soltó sin más preámbulos.
—No lo negaré, siempre me ha atraído mucho la prensa.
—¿Qué es lo que te atrae exactamente? —se interesó.
Me sentí de pronto algo incómodo al ser examinado y cavilé un poco qué respuesta darle, por miedo a quedar como el pardillo que era. Era cierto que, teniendo en cuenta el entorno en el que me había criado, esa querencia mía por la lectura era una rareza difícilmente explicable. Pero dudé si era lo más adecuado confesar directamente la verdad: que había empezado a leer sobre todo periódicos por el simple hecho de que era de lo poco impreso a lo que podía echar mano en mis ratos libres.
—No sé, es algo que me resulta difícil de explicar —comencé algo inseguro—. Pero es cierto que, cuando la leo, a menudo fantaseo con ser yo el que ponga voz al relato de lo que está ocurriendo.
No pareció convencerle mucho la respuesta.
—Puede que no sea como te lo imaginas. Hay que trabajar mucho, y muy duro —me advirtió.
—No me asusta el trabajo.
—Deberías pensarlo bien —dijo frenando inexplicablemente mis ansias—. También corres el peligro de que te atrape, y luego no puedas salir de él.
—No me importaría correr ese riesgo —dije sin un resquicio de duda.
Pero, de nuevo, no se dejó impresionar por mi ímpetu desbordante. Pareció meditar un poco lo que iba a decir mientras apuraba los últimos sorbos de su café y depositaba unas monedas sobre la barra.
—Lo cierto es que me vendría muy bien un ayudante. ¿Te interesaría? —dijo con pasmosa naturalidad al tiempo que yo, al escuchar aquella propuesta, noté cómo una agitación repentina me subía lentamente desde el pecho hasta el cerebro, atribulándome.
—Pero, señor, yo no tengo ninguna noción de periodismo. No sé si…
—No te preocupes por eso, todo puede aprenderse —me interrumpió—. El periodismo se rige por tres o cuatro reglas básicas —explicó—. Conociéndolas, cualquiera un poco observador y dotado de cierto nivel cultural y sentido común puede ejercerlo. El oficio de periodista se aprende, como todos, fijándose en los buenos maestros —remachó.
Traté de serenarme y pensarlo fríamente. Deseaba aceptar aquella oferta por encima de todas las cosas, pero a todas luces había un obstáculo importante a tener en cuenta: mi padre ya me había dejado claro que no era el futuro que esperaba para su hijo licenciado, y tal vez aquel no fuera el mejor momento para contrariarlo.
—Es muy tentador. Pero... si lo hago, mi padre no podría enterarse —acerté a decir tímidamente.
—¿Por qué no?
—No creo que lo viera con buenos ojos. Usted mismo escuchó lo que dijo el otro día, quiere que me convierta en un brillante abogado —le recordé.
—¿Tan tajante es respecto a ese tema?
—Me temo que sí.
—Entiendo. Aun así, ¿podrías hacerlo? Me refiero, ¿sería factible hacerlo a sus espaldas? —se atrevió a preguntarme.
—Tal vez —elucubré, tratando de medir los riesgos—. Mi amigo Julio siempre podría encubrirme.
—No podría pagarte mucho.
—Eso no es un problema.
—Piénsatelo entonces. Medítalo durante un par de días —musitó con una media sonrisa—. Si decides probar, te estaré esperando el lunes en este mismo sitio, a las ocho.
Se ajustó el sombrero y me dedicó una leve inclinación de cabeza antes de marcharse, como distraído, dejándome allí plantado con lo más parecido a una promesa de hacer realidad mi sueño.
Apenas podía creérmelo. La emoción por lo sucedido aquella mañana continuó invadiéndome durante todo el día y, en cuanto pude, salí disparado a visitar a doña Encarnación para leer los diarios atrasados que me esperaban en su casa. Presté más atención que nunca a una prensa que últimamente llegaba atiborrada de crónicas y novedades. Indudablemente era un tiempo agitado, de cambio, en una España en la que, de pronto, todo quería suceder muy deprisa, sin apenas dar tiempo a asimilarlo.
En poco tiempo habíamos pasado de la caída de la monarquía de Isabel segunda —forzada a exiliarse tras el triunfo de la revolución del sesenta y ocho—, al fulgurante gobierno de Prim con la instauración de la democracia y de un nuevo monarca italiano sin apenas tiempo para asimilarlo. Claro que, poco después, se vivió con enorme conmoción el turbio asesinato del presidente y, de nuevo, la vuelta a las discusiones de un país en crisis permanente, irreconciliable, enfrentado a todo tipo de adversidades y a sí mismo que, tristemente, empezaba a pensar que no tenía remedio.
Estudié minuciosamente el ejemplar que tenía entres mis manos. En la parte superior de la primera página podía leerse en letras grandes destacadas: «El Mercantil valenciano. Diario político-independiente literario, comercial y de anuncios». Con el subtítulo de: «Publica dos ediciones diarias». Más abajo, a la izquierda, figuraban los precios de suscripción, diferentes si se trataba de Valencia capital o fuera. Aquella era la forma más económica de adquirir la prensa y, lógicamente, cuanto más larga era esta más sustancial era la rebaja. En el caso de El Mercantil la suscripción mensual de las dos ediciones costaba diez reales, mientras que si solo era la de la mañana el precio se reducía a nueve. También figuraba el precio de las suscripciones para tres meses y un año, a una o las dos ediciones, cuyo coste iba aumentando gradualmente. No obstante, fuera con suscripción o sin ella, leer el periódico todos los días era un lujo que no estaba al alcance de cualquiera.
Repasé con detenimiento la edición matinal, que empezaba normalmente con la sección editorial y el llamado Boletín del día. En la primera página, la crónica política siempre era lo más importante, sobre todo con el resumen de lo que se cocía en aquel momento en las Cortes, detallando las intervenciones más importantes en Senado y Congreso. Después se pasaba a la crónica local y provincial, que venía repleta de sucesos y anécdotas o algún magno evento acaecido en la ciudad, lo que se terciara ese día. A menudo también se insertaba algún extracto especial recibido de los corresponsales, sobre todo de Madrid y Barcelona, aunque también publicaba cartas de Italia, de Inglaterra o de Francia. Mientras que la edición de la tarde, de menor enjundia —a menos que hubiera alguna noticia de última hora que reseñar—, solía estar centrada en la sección de las Gacetillas, que eran un somero resumen de lo que llegaba de la prensa oficial de Madrid y Barcelona.
Mientras repasaba lentamente los caracteres impresos con tinta, sentí cómo ejercían un asombroso poder sobre mí. Casi sentí vértigo al imaginarme componiendo uno de aquellos párrafos. Hasta los anuncios me parecían más hermosos al mirarlos con detenimiento: «Esencia de Zarzaparrilla», «Papel de fumar de La Palma», «Cápsulas y sacaruro contra la disentería y el crup», «Liquidación de abanicos en la calle de la Abadía». Acabada la lectura recogí el papel, sobrecogido, y le pregunté a doña Encarnación si podía llevarme aquel ejemplar a casa.
—Claro —me dijo ella sorprendida por mi extraño comportamiento.