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La formación de opinión: el ejemplo de J. C. Mariátegui

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Los artículos y columnas de opinión cumplen varias funciones. Por ejemplo, sirven como arma de denuncia, y entonces van acompañados de datos y valor sólidos. O bien están orientados a tratar, por razones de espacio, un tema puntual, de manera autocontenida. Dependiendo del origen del medio, se ocupan de asuntos locales, siempre importantes, o bien de temas de envergadura nacional o mundial. Incluso, en ocasiones, sirven para plantear gustos propios, posturas personales, comentarios con carácter líquido.

Pero, de otra parte, los hay que redundan en la opinión y sirven solo para exaltar la doxa, que como decía Descartes, es la cosa mejor repartida en el mundo; a saber, el sentido común. Que es, política y culturalmente hablando, siempre, el fundamento de las derechas y los fundamentalismos. Claro, cuando no se ocupan esos artículos y columnas de posturas pseudo-intelectuales. Que las hay de aquellos opinadores que gustan mirar sus textos como la imagen de sí mismos en un espejo.

Aunque, los más valiosos son siempre aquellos artículos y columnas que, en el sentido primero de la palabra forman opinión. Por consiguiente, están ambientados en posturas críticas, en un sano sentido de autonomía e independencia. Y sin bajar la cabeza ni ante Tirios ni ante Troyanos. Hacen más, mucho más, que simple análisis de la realidad o de un acontecimiento.

Hay una figura que en la historia de América Latina fue esencial y que funge como sedimento de la cultura misma. El intelectual. Algo que ya hoy en día no existe; o en muy poca medida.

Nombres como Mariátegui y Estrada, Reyes y Enríquez Ureña, Ingenieros y Arguedas, D. Sarmiento y Arévalo Martínez, Vasconcelos y G. Belli, para no hacer una lista detallada.

Autores reconocidos más allá de su especialidad, más allá de su patria, y con un fuerte sentido de país. Autores que, por lo demás, al mismo tiempo que pensaron su territorio, tuvieron a América Latina en el foco, y fueron conocedores del mundo. Por vivencia propia.

Quisiera considerar aquí un ejemplo conspicuo: José Carlos Mariátegui, peruano (1894-1930). Y su obra cumbre: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

Mariátegui escribe el libro a partir de una serie de artículos dispersos y sin gran articulación de partida, que había publicado en las revistas Mundial, Variedades y Amauta (de la que fue su director), y en el diario limeño El Tiempo. Como lo dice el intelectual peruano: “Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente”.

La formación de opinión consiste en un dúplice movimiento, así: de un lado, se aportan elementos de juicio fundamentados y con alguna referencia a datos, en función del contexto y el tema; y al mismo tiempo, de otra parte, se busca superar los lugares comunes (=sentido común; doxa; opinión) para elevarlos, en la medida de lo posible, supuestas las limitaciones de tiempo y espacio, a un nivel de concepto.

En otras palabras, la formación de opinión es un ejercicio de reflexión, crítica e independencia con respecto a los lugares comunes. Pues, efectivamente, el sentido común, de suyo, es acrítico. Y sirve bastante poco para procesos de crecimiento, desarrollo y liberación, individual, colectivo o social. Por el contrario, estos procesos requieren, absolutamente, superar los lugares comunes de la opinión y el sentido común.

Mariátegui no cree –con razón– en la objetividad. “Otra vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones”.

Se trata, a todas luces, de un autor comprometido con el país, con la cultura y la historia nacionales del Perú (en su caso). Y por consiguiente, ajeno a la idea (eso: ideológica, deformada) de objetividad, que acaso el positivismo y el neopositivismo trataron de imponer en algún momento. Cercenando, así, justamente, la vinculación entre la vida y la obra, entre los sueños y el mundo. Dice Mariátegui: “Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme a un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis ideas”.

Quien fuera considerado ya en vida como el más grande ensayista y filósofo latinoamericano. Él, que nunca tuvo ninguna formación académica de fondo. Hecho a pulso y contra viento y marea: un autodidacta. A pesar de –eso sí– haber tomado varios cursos en Lima y en Italia, en Francia, Alemania y Austria y en sus viajes, pero sin haberlos llevado nunca a feliz término. Cosa que, acaso, no lo necesitaba.

Mariátegui es un ensayista socialista, y se reclama del socialismo en sus ideas y pensamiento. “Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano”. Y agrega: “Estoy lo más lejos posible de la técnica profesional y del espíritu universitario”.

Pues bien, los Siete ensayos tienen, manifiestamente, la génesis de artículos de periódico y revistas. Impresas en su momento; hoy podríamos decir, además, digitales. El libro, simplificando un poco las cosas, ha incorporado algunas notas de pie de página (habitualmente imposibles en artículos y columnas), y alguna que otra referencia bibliográfica.

Los Siete ensayos comprenden: el esquema de la evolución económica, el problema del indio, el problema de la tierra, el proceso de la instrucción pública, el factor religioso, el regionalismo y centralismo, y finalmente, el proceso de la literatura. A su vez, cada ensayo tiene un lenguaje sencillo y directo, pero crítico y juicioso. Literalmente, cada parágrafo de cada ensayo es autocontenido, y es en la lectura de unos con otros que se aprecia la unidad de la obra. Y, sin embargo, “Ninguno de estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”.

Artículos en proceso; ensayos vivos; pensamiento en desarrollo. Con esa salvedad: la especificidad del género “ensayo”, que fue muy bien apropiado, y hecho suyo en cada caso, por parte de los intelectuales latinoamericanos.

Con una idea clara en mente: formar opinión implica para todos ellos algo más, mucho más, que destacar asuntos locales, centrarse en facetas de su ego, o en análisis minimalistas de diverso cuño. Una labor difícil, en verdad.

Cuando existían, en el sentido prístino de la palabra, intelectuales en América Latina. Pues con el tiempo, todos terminaron convirtiéndose en empleados: públicos unos, privados otros: profesores universitarios, consultores, asesores, y demás.

Formar opinión: una expresión que se dice fácil, pero es extremadamente difícil de llevar a cabo. Debido a que la urgencia de los análisis y reflexiones de coyuntura –necesarios siempre–, no permiten una obra, pues al cabo del tiempo se vuelven textos vetustos. Mariátegui es, entre otros, un buen ejemplo de cómo lograr a la vez dos propósitos: artículos pertinentes y una obra inteligente.

Turbulencias y otras complejidades, tomo II

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