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Ni héroes ni comunidades anónimas

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No existen países principales o secundarios, como tampoco existen comunidades centrales y periféricas, de la misma manera que existen personajes anónimos, públicos y destacados. Esta es una falacia, artificiosamente montada y cuidadosamente elaborada y alimentada con claros intereses y con desconocimiento manifiestos.

La cultura, la sociedad, la historia y las naciones son exactamente eso: procesos, por consiguiente, devenires que se caracterizan por ser esencialmente incompletos, inacabados e inagotables. El tipo de comprensión y explicación de los procesos no son las descripciones de cualquier tipo, sino, mejor aún, los relatos y las narraciones. (Esto es algo que ha quedado en claro incluso desde la física; con tanta mayor razón entonces para las ciencias sociales y humanas).

Una cosa es la “historia oficial” –de una sociedad, una comunidad o una persona–, y otra muy distinta es la historia real. Durante mucho tiempo, esta quedó subsumida a aquella. Existen (y han existido) órganos y medios que alimentan a aquella y que desplazan a esta por fuera de los focos. El resultado es el reconocimiento de temas, problemas, campos y dimensiones como personajes públicos y personas anónimas, personajes mediáticos y voces ocultas, los visibles y los invisibles, historia oficial e historias alternativas, medios de comunicación oficiales y medios alternativos, y demás.

Existe un libro lúcido, riguroso y ya clásico de J. Goody (The Theft of History, 2008, publicado por Cambridge University Press; traducción al español como El robo de la historia, Ed. Akal, 2011) que pone el dedo en la llaga. Las historias oficiales se han hecho posibles al precio de robar la memoria y la identidad, la historia y las voces, los testimonios y los horizontes de tantas otras comunidades, naciones y pueblos, tanto como de numerosos individuos. La “historia oficial” es el resultado de intelectuales oficiales, al servicio del Estado y del poder constituido de facto, cuya misión es alimentar una deformación de los relatos, y con ello, al mismo tiempo, un ocultamiento, robo y violencia simbólicos sobre tantos individuos, grupos y culturas.

Goody, profesor honorario de Cambridge y Fellow del St. John’s College, ha sido un antropólogo social con una obra sostenida, crítica e independiente. Muy pocos de sus libros han sido traducidos al español (lamentablemente), y representa uno de esos íconos intelectuales que descuella por su autonomía e independencia, su libertad y crítica. Una excepción (como varias otras) en el panorama intelectual.

El robo de la historia es la forma primera de violencia simbólica, para lo cual existen ejércitos especializados y funcionarios especializados, además de intelectuales, miliares y servicios de inteligencia de toda índole, dedicados a aplicar, para decirlo con el título de otro libro distinto: El cáliz y la espada.

Ya la Escuela de los Anales puso de manifiesto que no existen las historias anónimas, y que, por el contrario, son los anteriormente considerados personajes o lugares o momentos anónimos los que revelan nuevas, frescas y verdaderas luces sobre la cultura y la sociedad en general. En un desarrollo de la Escuela de los Anales, más recientemente, la microhistoria es ese capítulo de la historia social con dedicación a fuentes distintas de las oficiales, o bien con interpretaciones radicales por independientes de las mismas fuentes. Nombres como Carlo Cipolla o Carlos Ginzburg constituyen referentes obligados, además de otra serie de nombres algo más especializados.

Existe una anécdota, en el ámbito de la historia de la física, altamente ilustrativa en este contexto. David Bohm era un físico brillante, en su momento el mejor conocedor en el estudio del plasma. Su profesor R. Oppenheimer, entonces activo colaborador y pivote del proyecto Manhattan que habría de desarrollar la bomba atómica con sus consecuencias conocidas sobre Hiroshima y Nagasaki, solicita al coronel en mando del momento que llamen a Bohm, pues era necesario para el buen desarrollo del proyecto.

El coronel consulta con sus fuentes en Washington y al cabo de un poco tiempo le responde a Oppenheimer que Washington niega la solicitud. La razón es que Bohm era sospechoso de ideas comunistas, algo por lo cual efectivamente llegaría a ser investigado en la época del senador McArthur. La verdad es que Bohm era marxista de ideas, pero jamás fue miembro del partido comunista.

En síntesis, Bohm será proscrito y aislado, y sus clases en la Universidad de Columbia le son canceladas aunque no su contrato. Pues bien, la expresión de Oppenheirmer lo resume todo: dada la inteligencia de Bohm, “si no podemos estar en contra suya, más vale echar un manto de indiferencia y silencio sobre él”.

Esta es una de las formas como, numerosas veces en la historia de la cultura, de las ciencias y las disciplinas, se tejen autores públicos y destacados sobre autores secundarios por críticos. La industria de la cultura no es ajena al tema. Y el resultado final es el abandono de la memoria oral y escrita de pueblos, comunidades, personas y culturas enteras.

Se ha dicho mil y una veces que en toda guerra la primera víctima es la verdad. Verdad no es un poder o un punto de partida o una adquisición. En historia como en epistemología, en lógica como en filosofía, en política como en antropología, verdad es un premio y una conquista, un logro y una victoria. Con una observación fundamental: “verdad”, como “historia” son fenómenos y procesos, exactamente como la vida misma, que se juzgan y valoran, al cabo; esto es, en el largo plazo. Historia como longue durée (Braudel), vida como develamiento de los ocultamientos y los robos, de las evidencias y las interpretaciones.

Ya lo decía Nietzsche: la filosofía es una mujer que nos quiere valientes y guerreros y a esos los prefiere. Los conflictos, debates y discusiones acerca de las historias oficiales y las historias anónimas o aún-no-develadas es la historia misma de guerreros (en sentido nietzscheano) cuyo valor se mide al cabo. Al fin y al cabo, las historias oficiales están hechas para el corto plazo, son inmediatistas y efectistas, en toda la línea de la palabra. Esta es la historia que Nietzsche llamaba “monumental”. Que, al cabo del tiempo, acaso termina por ser derrumbada, literalmente. La historia subterránea, las historias mal llamadas anónimas, la microhistoria, las historias reales y verdaderas –alternativas– son maratonistas, fondistas, de largo aliento. Exactamente como la vida ante los avatares, exactamente como las comunidades ante las tragedias.

Solo que no existe, jamás, ni en un sentido ni en otro, una garantía ni seguridad definitiva de una vez y para siempre. Precisamente por ello, las biografías y las historias demandan de largo aliento, esperanza, fortaleza y mucha vitalidad. La vida, según parece, es un asunto cuyo valor solo termina de decantarse, de manera reposada, en un tiempo distinto del presente y que incluye al juego y diálogo entre las generaciones.

No existen héroes, comunidades, culturas ni sociedades anónimos, contra todas las apariencias de la historia pasada o de la historia oficial del presente; según el momento y el lugar. Al fin y al cabo, la historia es un fenómeno –en proceso, por definición– que nos lanza hacia delante, al mundo de los horizontes y las posibilidades, de las esperanzas y del optimismo.

Turbulencias y otras complejidades, tomo II

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