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El precio de la gente

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El nombre reciente es un eufemismo y se expresa como coima, soborno o corrupción. Pero la verdad es que la literatura tiene una mejor comprensión del fenómeno: el diablo se acerca en determinado momento a la gente y les compra su alma. Mefistófeles o Fausto. Y las fuentes pueden ir de Goethe a Th. Mann o a Klaus Mann, pero permea buena parte de la literatura ya desde la Edad Media y el Renacimiento.

El diablo dispone de todo el tiempo necesario; y también del dinero que se requiera. Solo espera el momento preciso para su ataque y le pide a la gente: “Ponga un precio”. Para Mefisto el precio no es ningún problema. Lo que espera, desde luego, es una decisión inmediata para un juego a mediano o largo plazo. Hoy compra el alma de la gente, pero cobra el negocio posteriormente cuando el maligno así lo desea.

El maligno es un estudioso de la gente: de sus gustos, sus debilidades, sus necesidades, sus redes de relaciones. Ayer tenía la inteligencia del diablo; hoy dispone de contactos y muchas bases de datos, que trabaja con base en analítica de datos: información que se puede acumular indefinidamente, que no ocupa espacio, que no pesa, pero que se puede utilizar cuando los espíritus del mal así lo desean.

Y es que el Fausto trabaja con dos cosas: los apetitos de las personas y la información que tiene sobre esos apetitos. Su juego es simple, en realidad, pero las ofertas son variadas. Se trata siempre de que la gente le venda su alma al diablo, pero las oportunidades son diversas: en unas ocasiones, se trata de dinero; en otras, de poder, en otras más, de favores que pueden cobrarse con el tiempo, y con intereses. Según los rumores de la política y la cultura, la gente vende su alma también por fama o por virtuosismo, por ejemplo.

Hoy se vende el alma al diablo, pero el diablo cobra el pacto siempre después. El tiempo le pertenece a Belcebú. No ya a quienes han accedido al pacto fáustico.

El desespero juega un papel importante, pero es verdad que también el pacto se funda en el deseo insaciable de algunas personas. Mefistófeles no tiene afán: espera, acecha, casi siempre va a la fija, e induce a la gente a firmar el acuerdo. Usualmente, se trata de una firma de sangre, no necesariamente en el sentido literal, pero sí debido a que se pactan los más profundos deseos y necesidades, los más recónditos sueños, la desesperanza más profunda e inagotable.

Fausto tiene muchos nombres y caras, sus expresiones en el mundo son variadas: están los bancos, el sector financiero, los prestamistas de todo tipo. Están también los facilitadores, los “lobbyistas”, los intermediadores y los facilitadores de toda índole. Están igualmente los poderes de toda clase: los policivos y militares, los eclesiásticos a su manera, los políticos y los sociales con sus caras cambiantes y sus sonrisas prediseñadas.

La lógica del pacto es elemental: se vende hoy lo que se pagará o se cobrará mañana.

“Ponga el precio”, dice Mefisto. “Si me vende el alma yo accedo a la cantidad acordada”. El dinero no siempre interviene, pero es un componente importante; particularmente en el mundo de hoy.

Solo tres condiciones evitan cualquier tentación del maligno:

 Hay que ser sumamente fuertes.

 Hay que ser sinceramente inocentes.

 Hay que ser verdaderamente libres.

Para no caer en las trampas de vender el alma. Solo quienes son fuertes, inocentes o libres evitan caer en las tentaciones del diablo.

Y entonces no saben de coimas, sobornos o corrupción, no tienen en absoluto, precio o las evitan, a veces de manera sutil o abierta y directamente.

Lo cierto es que la mayoría de la gente anda, incluso a veces a pesar suyo, con la cerviz agachada. Se agachan ante la autoridad o el poder, y entonces guardan silencio, ven las injusticias alrededor suyo pero evitan pronunciarse, y terminan por olvidar la acción colectiva. Viven llenos de miedo, de inseguridades, y terminan por aceptar “el estado de cosas” por temor a represalias, o a consecuencias peores. Y entonces han vendido el alma.

Y es que el pacto fáustico es justamente eso: un pacto individual, nunca colectivo. El maligno se acerca a cada uno y divide a quien de los demás. El alma es individual, se ha dicho siempre, y es el alma de cada quien lo que el diablo desea.

Sí, el mal se alimenta de los miedos, los temores y las inseguridades, y eso lo fortalece en cada acuerdo. En el lenguaje de la teoría de juegos, las decisiones del diablo son siempre decisiones paramétricas: porque conoce a la gente, a su gente, el diablo aísla a cada quien de los demás y le hace creer que sus necesidades, que sus deseos, que sus ambiciones son solamente suyas y no competen a los demás.

La corrupción parece ser el nombre de boga de los pactos de Mefisto. Y pareciera que la corrupción sucediera en el ámbito público tanto como en el privado. El derecho ha llegado a llamar al pacto fáustico como fraude, peculado, cohecho, prevaricato y varios nombres más. Pero lo cierto es que el derecho se queda corto, en esta ocasión, con respecto a la literatura.

Para entender el profundo malestar de la cultura, la crisis sistémica y sistemática, la corrupción galopante, pero también la pérdida de capacidad de la acción colectiva, por ejemplo, basta con ir al Fausto de Goethe. Fausto accede a los acuerdo de Mefistófeles en el marco de su amor por Gretchen (o Margarita). Una auténtica tragedia.

La gente tiene precio. Esa es la verdadera tragedia del mundo contemporáneo. Los poderes, las autoridades, los agentes del sector financiero y muchos más lo saben. Y actúan en consecuencia. Han obligado a cada quien a agachar la cabeza. Y vender lo mejor que jamás pudieron tener: su vida. Con lo cual se hacen profundamente débiles, pierden cualquier inocencia –por ejemplo, alegría, o tranquilidad– que alguna vez tuvieron, se convierten en esclavos.

La mayoría de la gente nace libre, pero muere esclava, por el pacto fáustico.

Turbulencias y otras complejidades, tomo II

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