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LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

¿Por qué importa la libertad de expresión? ¿Por qué, si parecemos dispuestos a aceptar limitaciones en variadas esferas de la vida, nos resistimos sin embargo, a establecer límites para lo que decimos, escribimos o hablamos? Responder esta pregunta ayuda a entender por qué es incorrecto castigar lo que hoy se llama negacionismo o disciplinar el lenguaje atendiendo a lo que es políticamente correcto.

Quizá la más famosa defensa de la libertad de expresión se contenga en una frase que habría escrito Voltaire: «Desapruebo tus ideas, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarlas». En ella se manifiesta de manera elocuente que el valor de proferir o pronunciar un discurso es independiente de la verdad de su contenido; que una cosa es estar de acuerdo o no con lo que alguien dice, otra es defender la posibilidad que lo diga.

Sí, no cabe duda, es una muy buena frase.

El problema es que Voltaire no la dijo.

La frase fue puesta en boca de Voltaire por Evelyn Beatrice Hall, el seudónimo de S.G. Tallentyre en The Friends of Voltaire (Los amigos de Voltaire) un libro publicado el año 1906. Allí se describe la reacción que habría tenido Voltaire luego que De L´esprit escrita por Helvetius fuera condenada, censurada por la universidad y quemada. Evelyn Beatrice Hall relata:

Lo que el libro nunca pudo haber hecho por sí mismo o por su autor, la persecución lo hizo por ambos. De L´esprit no se convirtió en el éxito de una temporada, sino en uno de los libros más famosos del siglo. Los hombres que lo habían odiado y que no habían amado particularmente a Helvetius, ahora lo rodeaban. Voltaire le perdonó todas las heridas, intencionadas o no. «¡Qué alboroto por una tortilla!», había exclamado cuando se enteró del incendio. «¡Qué abominablemente injusto perseguir a un hombre por una insignificancia tan ligera como ésa! Desapruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», fue su actitud ahora…

Como se ve, la frase solo describe una supuesta actitud de Voltaire.

Tampoco Voltaire fue un defensor a ultranza de esa libertad. En realidad, era partidario de que las masas o el gran público se mantuvieran en una relativa ignorancia. En eso Voltaire acompañó muy de cerca a Federico II que no tenía empacho en practicar la censura hasta que el pueblo, sostuvo, estuviera completamente educado.

Voltaire y Federico II fueron ilustrados, pero eran ilustrados moderados, no radicales. Ellos creyeron que la capacidad de comprender un discurso distinguiendo en él lo que era correcto de lo que no, dependía de la educación. Prefirieron entonces esperar que el pueblo se educara antes de permitir que todo tipo de discurso llegara a sus oídos o cualquier texto a sus ojos.

Otra cosa es lo que ocurría con la ilustración radical.

El más conspicuo de sus representantes fue Baruch Spinoza en cuyo Tratado Teológico Político (1670) hizo una abierta defensa de la libertad de imprenta como entonces se la llamaba.

Para Spinoza «no es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro», de manera, agregó, que se comete una injusticia cuando se pretende prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero o rechazar como falso». El derecho de pensar era, en su opinión, un derecho natural, algo que nos pertenecía en virtud de nuestra índole, se trataba de un rasgo consustancial que no podríamos enajenar aunque quisiéramos. Por eso, observó, es «imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad». De ahí se seguía entonces, concluye, que «sería un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones».

Lo que Spinoza sostiene es que la capacidad de discernir qué es correcto y qué no, qué es bueno y qué no, se encuentra en cada uno de los seres humanos puesto que se trataría de una característica constitutiva o, si se prefiere, de un rasgo definitorio de aquello en que consiste un ser humano. Y esa característica estaría igualmente distribuida entre todos, de manera que todos poseerían la misma capacidad de pensar. Si alguien pretende controlar la expresión o negar que las demás personas puedan conocer alguna en particular, está pretendiendo que posee mayor capacidad de discernimiento que los demás y estaría entonces negando que la racionalidad sea nuestra característica constitutiva o desconociendo que ella está distribuida entre todos por igual.

La conclusión del argumento de Spinoza es que la libertad de expresión o de prensa tiene un valor en sí mismo, un valor intrínseco y no en cambio un valor extrínseco o derivado de los fines que mediante ella se alcanzarían.

Algo tiene un valor intrínseco cuando se le estima al margen de los resultados que con él se obtengan. La dignidad es un rasgo intrínseco de los seres humanos porque todos somos dignos aunque algunos sean torpes, otros malvados, aquellos estúpidos o estos inteligentes y al margen del tipo de vida que logremos alcanzar. En cambio, hay otras cosas cuyo valor es extrínseco, puramente instrumental. La inteligencia, pensó otro autor, es un ejemplo de valor instrumental puesto que puede ser usada para hacer cosas buenas o en cambio para cometer malas. Luego el valor de la inteligencia no radica en ella sino que es un valor transferido desde el resultado que a su través se logra.

Si usted cree que la libertad de expresión tiene un valor puramente extrínseco —es lo que ocurría, según Kant, con la inteligencia— entonces usted debiera aceptar que se la restrinja si de esa forma se obtiene un mejor resultado que el que se alcanzaría al permitir que se la ejerza. Si por ejemplo usted cree que lo que justifica el valor de la libre expresión es que con ella se alcanza la verdad, entonces usted debiera aceptar que es indiferente que ella no exista en aquellas actividades que no la buscan, como ocurre, por ejemplo, con algunas formas de concebir el arte. Y si se descubriera que la verdad no se alcanza mediante el diálogo y la discusión abierta, sino que ella la poseen algunos seres humanos que tienen línea directa con la realidad —como alguna vez se creyó— entonces la libertad de expresión tampoco importaría.

Spinoza creía en cambio que la libertad de expresión tenía un valor intrínseco, que valía en sí misma, al margen de lo que con ella se alcanzara. Ello ocurría porque para él, tal como se mencionó, en esa libertad se expresaba una característica inherente a la condición humana, un rasgo constitutivo que estaba distribuido igualmente entre todos los seres humanos, de manera que negarla equivalía a negar la igualdad o la particular índole de lo que somos. La libertad de expresión no tenía por objeto favorecer la búsqueda de la verdad o alcanzar una cierta utilidad específica —aunque esas cosas también se lograban con ella— sino ante todo respetar a los individuos en lo que eran.

Ese argumento a favor de la libertad de expresión que formuló Spinoza vuelve una y otra vez, en varias versiones, en casi toda la literatura posterior.

John Stuart Mill, por ejemplo, esgrimió variados argumentos a favor de la libertad de expresión, la mayor parte de los cuales eran meramente instrumentales. La libertad de expresión se justificaba por las consecuencias que producía: la falibilidad humana aconsejaría no hacer oídos sordos a las opiniones ajenas; la verdad siempre se alcanzaría a retazos; el valor de la racionalidad nos obligaría a sostener la verdad, pero también a evitar el prejuicio; nuestras creencias, se harían más vigorosas y fuertes en el encuentro con otras.

Esas son algunas de las razones que Mill esgrimió, pero la que todavía hoy sigue prevaleciendo es el argumento de la autonomía. A la luz de este argumento la libre expresión posee un valor intrínseco.

Los seres humanos, dijo Mill, podemos tolerar limitaciones a una serie casi ilimitada de actos siempre que cuenten con la debida justificación utilitarista o instrumental. En otras palabras, él pensaba que si el interés de la mayoría lo justificaba, era razonable imponer restricciones a los actos individuales de toda índole. Sin embargo, no extendió ese mismo argumento hacia la libertad de expresión. ¿Por qué los actos expresivos no admiten el mismo tratamiento que otros tipos de actos? No lo admiten, explica Mill en su escrito sobre utilitarismo, porque ello importaría negar nuestra calidad de persona autónoma. Mill piensa que los límites a la libertad de expresión son indebidos porque serían incompatibles con la autonomía: con la capacidad, que debemos reconocernos mutuamente, de juzgar cada uno por sí mismo la información que tiene a su alcance y en base a ella tomar sus propias decisiones.

Pero J. S. Mill no es el único que ha argumentado a favor de la libertad de expresión. Hay autores, como Kant, por ejemplo, que fueron víctimas de la censura, y que, quizá por eso mismo, se preocuparon con especial deleite de proveer razones para que ella no pudiera ser justificada. Y su argumento tampoco es muy distinto al de Spinoza.

La libertad de expresión sugiere Kant, o como él prefiere llamarla, la libertad de pluma o de crítica, es un homenaje a la igualdad entre los seres humanos. Si cada ser humano, si cada hombre o cada mujer, posee la misma capacidad de discernimiento, si ninguno, por decirlo así, tiene línea directa con la realidad o con la providencia, si nadie recibe los secretos de la naturaleza al oído, si todos, a fin de cuentas, poseemos la misma capacidad cognoscitiva, ¿por qué habríamos de aceptar que algunos pudieren hacer callar a otros, pretendiendo que lo que dicen es maligno, estúpido, corruptor o que no vale la pena? Si la capacidad de discernimiento fue distribuida por igual entre todos los seres humanos, si cada hombre o mujer, al margen de su etnia o de sus características físicas o de fortuna, posee la misma posibilidad que cualesquier otro de conocer y de modelar el mundo ¿por qué habríamos de tolerar que quienes ejercen el poder puedan diagnosticar qué puede ser dicho y qué no? Todas estas razones llevaron a Kant a pensar que la libertad para discernir y expresarse era parte consustancial de la república, de ese modo de vida que reconoce a todos los seres humanos una igual condición.

Pero no son solo la autonomía y la igualdad los principios con los cuales la libertad de expresión se encuentra íntimamente enlazada. Joseph Raz, por ejemplo, ha sostenido que la libertad de expresión es una parte consustancial de la diversidad humana. Uno de los rasgos más notorios de las sociedades contemporáneas lo constituye la proliferación de las formas de vida: los hombres y mujeres organizan su destino al amparo de diversas costumbres y de diversos dioses y cada vez más aspiran a salir de las sombras de lo privado para comparecer en la plenitud de lo que son en el espacio de lo público. Desde las minorías indígenas, a las diversas admoniciones religiosas, todas ellas aspiran, por igual, a manifestarse en la esfera de la vida en común. La libertad de expresión sugiere Raz, permite que las más variopintas formas de vida puedan expresarse, salir de la clandestinidad y del enclaustramiento para darse a conocer a los demás. Y cuando ello ocurre, concluye, la vida de todos es la que se enriquece.

Como se ve, sobran las razones a favor de la libertad de expresión. Sin ella, la autonomía simplemente no existe; la igualdad es maltratada; y la diversidad se oscurece y se sofoca.

Lo anterior no permite, sin embargo, trazar un vínculo firme y seguro entre la democracia como forma de convivencia y la libertad de expresión. Hoy día sabemos, por supuesto, que la democracia y la libertad de expresión van de la mano y que por eso, cuando caen, lo hacen juntas; pero lo que cabe preguntarse es cuál es precisamente la razón de esa conexión y las consecuencias prácticas que de él se siguen.

¿Cuál es el vínculo exacto que permite explicar que la democracia y la libertad de expresión vayan de la mano? El vínculo entre la libertad de expresión y la democracia es doble: es moral y a la vez institucional.

La libertad de expresión y la democracia comparten el mismo fundamento moral. La regla de la mayoría que caracteriza a la democracia no es el fundamento final de esta última. Si lo fuera, aceptaríamos que la mayoría pudiera decidir cualquier cosa y la consideraríamos correcta desde el punto de vista democrático. Pero hay algo erróneo en considerar democrática una decisión que, aunque adoptada por una amplia mayoría, considere que una etnia o una cultura específica no sean plenamente humanas, como ocurrió con el ascenso del nazismo. Llamar a esa decisión democrática o a Hitler un demócrata por haber obtenido la mayoría a favor de sus ideas tiene algo de torcido. Más bien, creemos que una decisión democrática posee ciertos límites morales, como la dignidad humana por ejemplo, lo que probaría que preferimos la regla de la mayoría porque es la que mejor se adecua a un cierto ideal o imagen moral. ¿Cuál sería esa? Se trataría de la imagen de los seres humanos como iguales, como individuos provistos todos de la misma capacidad de decidir. Los procesos electorales democráticos hacen realidad esa imagen conforme a la cual todos somos iguales en nuestra capacidad de decisión, en la posibilidad de decidir qué curso, entre los varios disponibles, habrá de seguir nuestra vida. Preferimos entonces la democracia porque ella permite que los individuos ejerciten su condición de iguales. Ahora bien, esta fundamentación de la democracia es la misma que, como vimos, esgrime Spinoza y los autores posteriores a favor de la libertad de prensa. Así la libertad de expresión y la democracia van unidas, y cuando se desploman lo hacen juntas, porque poseen el mismo fundamento moral. Decirse demócrata y a la vez creer que hay buenas razones para la censura o el control de la opinión es un oxímoron, una contradicción en sí misma.

Pero junto a ese vínculo moral, la democracia y la libertad de expresión se reúnen también en un fenómeno institucional que es típicamente moderno.

Uno de los autores que más lo ha subrayado es Jürgen Habermas, quien sugiere que la democracia reposa sobre el diálogo que, acerca de los asuntos comunes, los individuos llevan adelante bajo condiciones de igualdad. El diálogo y el debate público sobre los asuntos que nos son comunes, sería la base de la democracia. Ahora bien, continúa, en condiciones modernas ese diálogo solo es posible si existe una esfera, distinta del estado, en la que la información circule para ser sometida al raciocinio de los ciudadanos. Esa esfera es la esfera pública, una conquista más o menos reciente de las sociedades occidentales y capitalistas que casi coincide, dijo Habermas, con la aparición de la prensa.

Habermas sostiene además, que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos estado) sino que además dio origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública. Y solo existía, por decirlo así, el ámbito de la autoridad pública (el conjunto de organismos y procedimientos mediante los que se administra el uso de la fuerza) y el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. Esta esfera pública no era parte ni del estado, ni del mercado, sino un ámbito en el que se ejercitaba eso que Kant había llamado uso público de la razón, una de cuyas condiciones institucionales sería, justamente, la libertad de expresión.

Habermas sugiere que la aparición de la esfera pública —íntimamente vinculada, como dijimos, al surgimiento de la industria de la prensa— influyó de manera muy relevante en la fisonomía del poder político, en la importancia política de la libertad de expresión y en la configuración del estado nacional moderno. Sometidos al escrutinio público y a la deliberación ciudadana, quienes ejercían el monopolio de la fuerza se vieron expuestos, mediante la palabra y el diálogo de los ciudadanos, a nuevas formas de control.

Son conocidas las diversas correcciones y críticas que ha recibido el planteamiento de Habermas desde el punto de vista de su descripción histórica y sociológica; pero, incluso después de todas esas críticas, subsiste el modelo normativo: la idea que la deliberación entre ciudadanos iguales, que es la base de la voluntad común y de la soberanía popular, exige el imperio de la libertad de expresión y que entonces ella no se justifica solamente como parte de los intereses auto expresivos del individuo.

Para decirlo de otra forma: existen vínculos estrechos entre la libertad de expresión y la democracia, porque la democracia no se agota ni resulta coincidente con el solo imperio de la regla de la mayoría. La democracia requiere, para existir, que la información circule con total libertad para que así los ciudadanos puedan dialogar y deliberar acerca del mundo que tienen en común. La democracia reposa sobre el diálogo de los ciudadanos y no es simplemente el imperio de la mayoría. La regla de la mayoría es una forma de zanjar el debate pleno entre los ciudadanos, no una forma de sustituir o reemplazar ese debate. Y ese debate o diálogo solo es posible en condiciones modernas allí donde existe una esfera de medios de comunicación independientes y plurales. Sin esos medios, los ciudadanos en las sociedades modernas son ciegos, son sordos y son mudos y la democracia en esas condiciones no es simplemente posible.

Los países de Latinoamérica saben perfectamente cuán correcto es ese punto de vista que insinúa Habermas. En estos países es frecuente que con el disfraz de la mayoría se instalen regímenes autoritarios, verdaderas dictaduras plebiscitarias, que niegan a los ciudadanos el acceso al diálogo público y a la información por la vía de restringir el mercado de los medios.

Existen razones de veras muy fuertes en favor de la libertad de expresión y casi todas ellas, como hemos visto, las inspira Spinoza. ¿Hay límites a esta libertad?

Al inicio vimos que la ilustración moderada, a la que pertenecían Voltaire y Federico II, eran partidarios de restringir la libertad de expresión. Ellos pensaban que la mayoría ignorante podía dejarse fácilmente engatusar con mentiras o supercherías que era mejor evitarles mientras alcanzaban un nivel razonable de educación y creyeron que el poder estatal requería que ciertas verdades no se discutieran.

Esos argumentos serían hoy, por supuesto, inaceptables; pero ello no significa que la libertad de expresión no cuente con algunos límites. ¿Cuáles serían esos?

La mejor manera de examinar este problema es revisar el debate cotidiano que se da a propósito de la prensa. Después de todo, este es el ámbito donde se ejercita de manera más sistemática e influyente la libre expresión.

Por supuesto el debate sobre los límites de la libertad de expresión es distinto al problema de la responsabilidad. Nadie discute que el ejercicio de la libertad de expresión supone o genera responsabilidad: el problema de los límites equivale a examinar dónde se traza la línea que da origen a esa responsabilidad más que a analizar el contenido de esta última. La libertad de expresión (y lo mismo ha de decirse de la libertad a secas) no se concibe sin alguna forma de responsabilidad y ello ocurre seguramente porque, como enseñaba Kant en el conocido argumento trascendental, si nos tratamos como personas libres es porque primero nos experimentamos como responsables.

Hay al menos tres argumentos que suelen esgrimirse para ponerle cortapisas a la libertad de expresión. No son estos, claro está, todos los que existen; pero sí son los argumentos que sirven casi de paradigma a este debate. El primero es un argumento ético, el segundo es político y el tercero es uno estrictamente jurídico. ¿Qué dicen esos argumentos?

Estas consideraciones a favor de los límites a la libertad de expresión son, como veremos, extremadamente engañosas y en la mayor parte de los países sirven a veces de pretextos para amagar la libertad de expresión o sofocarla. Por eso, más que razones sensatas a favor de los límites de la libertad de expresión (que es lo que aparentan) son, las más de las veces, amenazas a su libre ejercicio.

El argumento que vamos a llamar ético consiste en sostener que el deber de la prensa es decir la verdad y que el ejercicio de la libertad de expresión encuentra en ese deber un límite que no podría ser sobrepasado. A primera vista, se trata de un argumento irrefutable. ¿Quién podría esgrimir la libertad para mentir, falsear los hechos, difamar o salpicar las vidas ajenas? Se trata, sin embargo, de un argumento desgraciadamente engañoso. El deber de la prensa es el de no mentir de manera deliberada o intencional, pero ese deber no es equivalente al deber de decir la verdad. Si un medio emite noticias falsas de manera deliberada, entonces no cabe duda, debe responder civilmente de los perjuicios civiles que con ello cause; pero si un medio emite o difunde entre el público noticias falsas, noticias que no se corresponden con los hechos, pero lo hace por mero descuido, como producto de las urgencias del oficio periodístico, entonces no debe responder aunque haya causado daño o difamado objetivamente. Esto no debe extrañar. Desde el punto de vista legal, usted no responde por el mero hecho de causar daño, sino que usted responde cuando causa daño como resultado de haber abandonado un cierto deber de conducta. Es la infracción de un deber de cuidado lo que origina la responsabilidad y, por lo mismo no basta la mera causa del daño para que la prensa deba responder.

Así las cosas, en vez de discutir si la prensa o los medios deben o no decir la verdad, la pregunta que cabe plantear, desde el punto de vista legal, es la siguiente: ¿cuál es el estándar de cuidado al que debe estar sometida la prensa cuando averigua informaciones y las difunde? ¿Debe la prensa tener el cuidado de un académico que revisa exhaustivamente el conocimiento disponible antes de emitir sus propias opiniones o el deber de un científico que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, verifica sus hipótesis, las somete a prueba, y las dialoga con sus colegas antes de darlas a conocer? Como se adivina, someter a la prensa a tamaños deberes respecto de la información que difunde es un exceso incompatible con las exigencias del oficio y de la industria. Si la cautela meticulosa es una virtud tratándose de un científico o de un académico, esa misma cautela es un vicio paralizante cuando se trata de la prensa en condiciones modernas y los diarios, en vez de salir día a día, debieran entonces ser reemplazados por publicaciones anuales, cuyas informaciones fueran testeadas hasta la exageración y el soporte instantáneo de internet estaría de más o, por la rapidez que requiere, estaría erizado de peligros. Ese es, claro está, un mundo posible; pero es un mundo incompatible con la prensa y con el oficio periodístico. La prensa tiene pues un deber de diligencia a la hora de informar; pero no pesa sobre ella el deber de decir la verdad, la responsabilidad objetiva de brindarla.

Esa conclusión suele ser malentendida por los periodistas que piensan que ella deteriora uno de los principios éticos de su oficio y por los políticos que creen que de esa forma están indefensos frente a la prensa; pero basta examinar un caso límite para comprender cuán razonable es este principio.

Se trata del caso The New York Times contra L. B. Sullivan que se llevó ante la Suprema Corte Norteamericana y que se ha constituido en un paradigma al que en general se recurre, en el derecho comparado, cuando se trata de este tipo de materias.

Todo comenzó la tarde del 23 de marzo de 1960. Ese día un señor de nombre John Murray fue al edificio del The New York Times, subió hasta el segundo piso, y pagó un aviso a página completa. La solicitud era a nombre del «Comité de defensa Martin Luther King y la lucha por la libertad en el Sur». El diario sometía a revisión los avisos y las inserciones para evitar que tuvieran «ataques de un carácter personal» y en este caso, una vez leído el texto por el departamento respectivo, fue aprobado.

El 29 de Marzo de 1960, desplegado en la página 25 del The New York Times, apareció el anuncio que llevaba la firma de 64 personalidades entre las cuales estaban Sammy Davis Jr y Eleanor Roosevelt. Llevaba por título Heed Their Rising Voices (Presta atención a sus voces que se elevan) una frase tomada de un editorial del propio periódico del 19 de marzo que el aviso citaba textual en la esquina superior derecha. «Como todo el mundo sabe —comenzaba diciendo la parte central del aviso— miles de estudiantes negros del sur están comprometidos en una amplia protesta no violenta en favor de la dignidad humana garantizada por la Constitución…». Sin embargo, continuaba, han sido recibidos por «una ola de terror sin precedentes». Uno de los párrafos relataba cómo la policía rodeó el campus de la Universidad Estatal de Alabama y encerró a algunos estudiantes en el comedor «para intentar rendirles por hambre». El texto mencionaba a los «sureños que infringían la Constitución». Y sin nombrar a nadie en particular denunciaban que Martin Luther King había sido amedrentado con violencia e intimidación. Incluso, agregaba, han atentado contra su vida y la de su mujer e hija mediante una bomba.

Fue ese el comienzo de un conflicto que marcó un hito en la libertad de expresión y amenazó de paso la propia existencia de The New York Times.

La circulación de The New York Times alcanzaba por esos días a 650.000 copias y de ellas apenas unos cientos llegaron a suscriptores de Alabama. Entre ellos se encontraba un periódico local que el día 5 de abril de 1960 describió el aviso y su contenido firmado, decía, por un «grupo de liberales». El periódico local subrayó especialmente la parte donde se decía que los estudiantes habían sido encerrados para rendirlos por hambre.

Los hechos que el aviso relataba y que el periódico local se encargó de citar, y otros peores, ocurrían, por supuesto, en Alabama por aquellos años inflamados de intolerancia. Pero la información que contenía el aviso del prestigioso The New York Times resultó ser, en este caso, falsa. Sullivan —el comisionado de quien dependía la policía— demandó al diario por difamación, por ensuciarlo indirectamente con mentiras. El gobernador de Alabama John M. Patterson, por su parte, quien cumplía funciones en el Consejo Educativo, hizo lo mismo. El diario se exponía a una demanda por daños que ascendía a tres millones de dólares. La ley que contemplaba la responsabilidad por difamación permitía hubiese una retractación formal. En este caso la hubo respecto del gobernador Patterson. The New York Times dijo que las afirmaciones factuales que el anuncio contenía estaban en una inserción y no habían sido reporteadas por su periodistas y que el diario tampoco había dado a entender, en modo alguno, que las avalara. Agregaba que no había imputaciones personales en el aviso. Y en cualquier caso declaraba que ningún lector de buena fe leería en el aviso una imputación al gobernador a quien daba, además, excusas.

Sullivan entonces demandó por difamación por medio millón de dólares a los ministros religiosos que aparecían firmando el aviso y al periódico.

El juicio (a pesar de los alegatos de The New York Times de que no podía ser llevado ante una Corte de un estado que no era el suyo y con el que no tenía vínculos sustantivos) se llevó a cabo y comenzó con la elección del jurado de un panel de 36 candidatos de los cuales apenas dos eran de color. Luego de la presentación del caso y la declaración de los testigos para probar la difamación alegada, el jurado ocupó dos horas y veinte minutos para decidir el caso a favor de los demandantes. Acabó en una condena para el diario. Podemos imaginar a Sullivan satisfecho luego de ese fallo que, sin duda, reparaba en parte su reputación y la de la policía que él debía indirectamente supervisar. La Corte de Alabama confirmó ese fallo, agregando que The New York Times había mostrado «irresponsabilidad» al incluir material que si lo hubiera verificado concienzudamente habría advertido que contenía falsedades. La libertad de expresión, concluyó, no ampara expresiones difamatorias.

The New York Times entonces parecía no tener salida. Esos montos de indemnización, gigantescos para la época, inhibirían el futuro de la libertad de expresión y al mismo diario. Había sin embargo una alternativa. Ella consistía en lograr que la Suprema Corte revisara el caso. Para ello el diario alegó que la ley de Alabama era contraria a la Primera Enmienda. En el derecho estadounidense la Suprema Corte escoge los casos que considerará. Fue lo que ocurrió en esta ocasión cuando los abogados del periódico citaron casos de fines del siglo XVIII que Jefferson había amnistiado por considerar que eran contrarios a la libertad de expresión. La Corte decidió verificar si la ley de Alabama era o no acorde con el derecho a la libertad de expresión.

La Suprema Corte consideró que las leyes en las que se basaba el fallo de Alabama violaban la libertad de expresión a la que The New York Times tenía derecho.

Es un fallo, a primera vista, sorprendente. ¿Acaso el periódico no había mentido salpicando así la honra de Sullivan? ¿Por qué entonces dejarlo exento de toda responsabilidad? En tiempos en los que, en nuestro país, se comienza a descreer de la prensa —y el debate sobre la protección de las identidades puede acabar inhibiéndola— quizá resulte útil analizar algunos de los argumentos que la Corte esgrimió entonces para no condenar a The New York Times. Quizá, así, podamos aprender algo de las relaciones que, en una sociedad abierta, existen entre la prensa y la verdad.

La prensa, se dijo en este caso, carece de responsabilidad cuando, sin más, difunde o extiende informaciones falsas respecto de funcionarios públicos. Una regla de responsabilidad podía, en esos casos, ser intolerable para la libertad de expresión. «Obligar, dijo la Corte, al crítico de la conducta oficial a garantizar la verdad de todos los hechos que alega —so pena de una condena— lleva a la autocensura». Es cierto que la libertad de buscar y difundir información relativa a funcionarios públicos puede llevar a excesos, como los que tuvo que padecer el ofendido Sullivan (a quien se acusó nada menos de querer rendir por hambre a un puñado de estudiantes); pero, dijo la Corte, «a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos, la libertad de expresión es, a largo plazo, esencial para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia». Bertrand Russell —al igual que Stuart Mill, un ardiente defensor del principio de libertad— había dicho, al ser condenado por un tribunal de Nueva York a resultas de la educación sexual que impartía, que en una sociedad democrática había que aceptar que los demás pudiesen, a veces, herir nuestros sentimientos. El daño a la autoestima, a la propia imagen y al crédito que los demás han puesto en nosotros, constituye, según lo muestran las palabras de Russell, un costo que debemos aceptar a cambio de contar con libertad. Los jueces Golberg y Douglas concurrieron a la decisión y dijeron además que en su opinión:

La Constitución otorgan al ciudadano y a la prensa un privilegio absoluto e incondicional para criticar la conducta oficial, a pesar del daño que pueda derivarse de los excesos y abusos. El preciado derecho estadounidense de «decir lo que se piensa» (…) sobre los funcionarios y los asuntos públicos necesita «un espacio de respiración para sobrevivir» (…). El derecho no debe depender de que el jurado indague en la motivación del ciudadano o de la prensa. La teoría de nuestra Constitución es que todo ciudadano puede decir lo que piensa y todo periódico puede expresar su opinión sobre asuntos de interés público, y no se le puede prohibir que hable o publique porque quienes controlan el gobierno piensen que lo que se dice o escribe es imprudente, injusto, falso o malicioso. En una sociedad democrática, quien asume actuar para los ciudadanos en una capacidad ejecutiva, legislativa o judicial debe esperar que sus actos oficiales sean comentados y criticados. En mi opinión, esta crítica no puede ser amordazada o disuadida por los tribunales a instancia de los funcionarios públicos bajo la etiqueta de difamación.

¿Significaba esto que la prensa era irresponsable a todo evento por la difusión de informaciones falsas relativas a quienes ejercen cargos públicos? En ningún caso, dijo la Corte, pero la cautela a que la prensa está obligada cuando se trata de funcionarios públicos es menor que la que pesa sobre ella en otras ocasiones. The New York Times —el periódico donde se habían imputado barbaridades a Sullivan— debía responder si y solo si difundió información falsa con «real malicia» o con «indiferencia temeraria» respecto de la verdad. El mero descuido no generaba responsabilidad alguna para la prensa. Esta es, sugirió la Corte, la única forma en que la información puede circular libremente y hacer el escrutinio de los funcionarios y del poder.

Como lo enseña el caso que acabo de recordar, no es sensato exigir a la prensa el deber de decir la verdad y de hacerla responsable cuando no lo hace. Las exigencias éticas —que son lo que he llamado el primer pretexto para moderar la libertad de expresión— pueden ser, como lo muestra este caso, un lobo disfrazado con piel de oveja, un simple canto de sirena que puede hacer naufragar a la libertad.

Pero no solo se erigen razones de carácter ético, como la que acabamos de revisar, para moderar a la prensa: todavía se esgrimen razones de carácter político para desconfiar de ella.

La más popular de estas razones es la que sugiere que el mercado de los medios suele ser poco plural y que ellos, por razones de industria, se concentran en unas pocas manos que silencian las voces de las mayorías.

Este es una objeción que requiere ser examinada con cuidado. Ella sostiene que la concentración de medios produce un doble efecto: por una parte, silenciaría muchas voces y, por la otra, concedería gran poder al punto de vista de los propietarios de los medios. Así entonces, continúa el argumento, el estado debe intervenir a fin de evitar la concentración de medios y favorecer que la mayor cantidad de voces sean escuchadas.

A pesar de su popularidad, el precedente punto de vista (una de las objeciones más populares al mercado de los medios) es fácticamente erróneo.

Desde luego, lo que muestra la experiencia es que en un sistema de mercado la economía mueve a los medios a ser cada vez más fieles a las audiencias y cada vez más infieles a los intereses estrictos o a la ideología de los propietarios.

De otra parte, hoy día los medios de comunicación masiva, como han sugerido John Thompson o Russell Neumann (dos expertos en la sociología de medios) han transitado hacia formas de vinculación con lo público que el mercado estimula y favorece. Los medios han cambiado el carácter de la esfera pública y han marchado a otras formas de publicidad que no se relacionan con la concentración de los medios y que, sin embargo, son también fundamentales para la democracia. No hay que olvidar, al analizar este tema, que la dimensión de industria de los medios unida al mercado acicatea el surgimiento de temas vinculados a los intereses de las audiencias que en un sistema de medios más deliberativo, por decirlo así, no habrían tenido cabida. Un mercado desconcentrado y deliberativo, versus uno concentrado y de mercado, puede ser la diferencia entre una esfera pública de élites y otra de audiencias masivas. Muchos medios al alcance de pocos lectores e inspirados solo por el anhelo de deliberar, pueden conducir a una esfera pública extremadamente restringida. Uno de audiencias masivas, en cambio, puede ser menos elitario y acoger mayor diversidad de intereses.

En otras palabras, quizá no sea sensato pedirle a los medios de comunicación que hagan esfuerzos por remedar la esfera pública a la Habermas (es decir, la esfera pública concebida a la manera de un diálogo racional en el que todos participan). Este modelo arriesga el peligro de erigir un sistema de medios centrados en las élites, en los pequeños grupos ilustrados, pero vueltos de espaldas a las audiencias masivas, con el resultado que, poco a poco, y salvo que se les subsidie, tenderían a desaparecer. Un mercado de medios competitivo y orientado a las audiencias masivas, y no solo a las élites, puede alejarse del modelo del diálogo, pero igualmente puede contribuir a la democracia por la vía de poner nuevos temas en la agenda, hacer visible el poder y ayudar a los ciudadanos a vigilar a las autoridades.

Pero, como dije, no solo hay pretextos éticos y políticos para moderar a la prensa y quejarse de ella, también hay pretextos legales como el que erige a la privacidad como un valor rival de la libertad de expresión, un valor que la limita.

Es cierto, desde luego, que la privacidad es un bien importante en una sociedad democrática y es verdad que, cuando se lo amenaza de manera desmedida, puede suprimir toda espontaneidad en las relaciones sociales y es evidente también que una vida absolutamente transparente podría ser para la mayoría de los seres humanos simplemente intolerable. Pero de ahí no se sigue que la privacidad deba ser protegida —como a veces se pretende— de igual forma para todos. Decidir qué nivel de intimidad debe ser protegida, desde el punto de vista civil, exige distinguir entre las diversas calidades que puede poseer la persona cuya intimidad fue, aparentemente, sobrepasada.

Si usted es, por decirlo así, una persona enteramente privada, y sus acciones no comprometen derechos de terceros, nada tiene de malo que sea usted, y nadie más, quien decida qué aspectos de su vida han de mantenerse en secreto. Por supuesto una protección a ultranza ni siquiera en este caso parece sensata o posible; pero parece razonable, sin embargo, que, como lo enseña una larga tradición del derecho privado, usted tenga derecho a ser protegido de las intromisiones que lesionarían a una persona de sensibilidad ordinaria.

Pero si, al revés del caso anterior, usted ha hecho de su vida y de su imagen una mercancía de la que obtiene rentas (usted es un miembro del star system local) o usted es un personaje público (usted pretende guiar a otros exhibiendo su ejemplo o su discurso) entonces parece obvio que el umbral de protección de su privacidad se ha rebajado. Su vida y sus actos, en este caso, se ofrecen al examen y la inevitable curiosidad de los demás. No hay aquí imposición alguna: es el conjunto de sus propios actos el que ha hecho más débil la protección general a la que usted tiene, como vimos, derecho.

Si usted, en fin, ejerce una función pública que demanda la confianza de los otros, entonces usted no tiene derecho a que su privacidad sea protegida de la misma forma y con igual intensidad que los casos anteriores. Cuando usted desempeña un cargo público, sus actos comprometen derechos de terceros, quienes deben, entonces, estar facultados para saber si su discurso y sus acciones son consistentes con el rostro que usted mostraba amablemente cuando solicitaba la confianza de los demás. La ciudadanía tiene derecho a saber qué tan íntegros o capaces son aquellos que pretenden guiarla y a quienes se ha confiado el manejo del estado. Es esta la única manera, como se comprende, de evitar tráficos ilícitos, ineptitudes graves o que, por ejemplo, el proceso político sea capturado por grupos de interés. Por supuesto, en estos casos la privacidad como derecho persiste; sin embargo el umbral de protección ha, inevitablemente, disminuido para dar primacía al interés público. Es cierto que este criterio permite que a veces se salpique injustamente el honor y la honra de la gente; pero ese es el costo inevitable de vivir en una sociedad abierta al escrutinio y al control del poder.

La libertad de expresión cuenta con firmes fundamentos a su favor y con claros vínculos hacia la democracia. Y justo por eso —porque muchas cosas dependen de esa libertad— es necesario tomar tantas cautelas a la hora de relacionarse con ella y de regularla. Después de todo tenemos libertad de expresión para dar a conocer nuestros puntos de vista, pero también para oír a los otros y entablar así un diálogo racional del que, si no brota la verdad, al menos nos permite relacionarnos como iguales.

Ideas periódicas

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