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PRÓLOGO

«Como un individuo solitario que exagera los talentos de sus pocos amigos para mantenerlos cerca, así nosotros exageramos la significación de nuestros propios ideales para llenar el vacío de nuestra vida moral».

M. Oakeshott, The Tower of Babel, 1948

¿Tiene importancia la religión en la sociedad contemporánea? ¿En qué consiste la reflexión moral? ¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿Tienen derecho las identidades sexuales o étnicas a ser protegidas de la palabra ajena o del humor? ¿Hay razones para proteger al embrión? ¿En qué consiste la modernización? ¿Por qué ella parece estar acompañada de una permanente sensación de pérdida? ¿Será cierto que el estado es siempre un enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Qué significa que la autoridad deba ser neutral? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué importan?

Esas y otras preguntas similares son las que hoy inundan la esfera pública —y pronto anegarán a la recién electa Convención Constitucional— y acerca de ellas trata este libro.

En la primera parte —Esfera pública y expresión— se explica de qué forma tenemos un mundo en común gracias al lenguaje que compartimos. Las palabras, no hay que olvidarlo, son la verdadera constitución del mundo. El lenguaje, observa Octavio Paz, está a medio camino de la naturaleza y la cultura. No pertenece a la primera y a la vez es condición para que exista la segunda. Por eso los lugares donde ese pacto verbal se ejercita —los libros y los diarios— son tan importantes y de ahí también la importancia de defender la libertad de expresión en ellos. Todas esas formas más o menos tácitas de controlar la expresión humana —desde lo que hoy se persigue como negacionismo, la corrección política o la simple censura— acaban dañando la vida cívica.

La segunda parte se ocupa de la religión y la moral. A pesar de todos los pronósticos que alguna vez se formularon, el sentido de lo religioso parece estar íntimamente atado a cualquier forma de cultura. Lo que llamamos cultura es el esfuerzo de la condición humana por estirarse más allá de sí misma. George Steiner dice por eso que detrás de toda expresión cultural está la sospecha de lo que llama «una presencia real». No podemos saber desde luego si esa presencia real efectivamente existe; pero la tendencia a aprehenderla parece latir en todas las culturas y bajo diversas formas. Por lo mismo, cualquier análisis de la sociedad actual debe responder la pregunta del lugar que cabe a la religión en ella. Y si bien la moral no es lo mismo que la religión, entre ambas hay un cierto parentesco. Ambas derivan de esa peculiar tendencia de los seres humanos que los lleva a esforzarse por comprender el sentido del mundo en derredor y del lugar que cabe a la propia conducta en él. La religión provee importantes orientaciones de sentido a la democracia y ha de permitirse su más amplia expresión; pero su influencia en las decisiones públicas debe ampararse en razones susceptibles de ser comprendidas por todos. Hay aquí un importante desafío para una democracia liberal.

La tercera parte examina lo moderno como fenómeno. La esfera pública y la religión tal como hoy las conocemos, existen imbricadas con los rasgos propios de una sociedad moderna. Las sociedades experimentan, como ha ocurrido con la sociedad chilena, cambios radicales en sus condiciones materiales a los que la literatura llama modernización. Ese fenómeno no siempre coincide con la modernidad como experiencia cultural. Es pues necesario examinar en qué consiste y cuál es el origen de lo moderno y de qué forma la literatura ayuda a entender algunos de los procesos del mundo de hoy y el malestar que parece acompañarlo. La sociedad chilena ha experimentado esos procesos y esos malestares al extremo que hoy inundan la vida cívica y amenazan con estropearla. Ocuparse de ellos es pues muy importante. Y en el trasfondo del debate constitucional que se inicia se encuentra la necesidad de comprenderlos.

La cuarta parte examina un aspecto que acompaña a la sociedad moderna como si fuera una sombra: la pluralidad de formas de vida. Si hay un rasgo estrictamente moderno es el tránsito de la vida como destino a la vida como elección. De allí deriva la extrema diversidad de formas de vida y de concepciones que hoy día experimentamos acerca de en qué consiste vivir bien. Ello plantea un especial desafío a la política contemporánea: cómo permitir que todas esas formas de vida cooperen entre sí, sin favorecer a ninguna de ellas por sobre otras. La pluralidad contemporánea parece demandar neutralidad al estado; pero ¿es eso posible? Analizar la actitud del estado frente a la pluralidad de toda índole es quizá el aspecto más importante del debate constitucional que se inicia.

En fin, el texto concluye mostrando de qué forma las instituciones de la sociedad tal cual hoy las conocemos

—los derechos humanos, por ejemplo, o el diálogo democrático— son el fruto de una cierta imagen de la condición humana que apareció en la literatura con autores como Montaigne o Defoe. No podemos comprender parte del agobio de lo moderno sin la figura de Joseph K., el personaje de Kafka, ni la tendencia a controlar técnicamente el mundo y a la vez imaginar una perfecta belleza ilusoria, sin Don Quijote, el personaje de Cervantes. Mantener esas imágenes con que nos concebimos —y comprender cómo en ellas se funda nuestra dignidad— es una forma de cuidar las instituciones.

Al final hay un epílogo acerca de lo que podría significar para algunas de las cuestiones que en este libro se discuten, los recientes resultados electorales. Y el desafío que les espera a quienes obtuvieron la confianza de la ciudadanía.

Los textos que componen el libro —a excepción de dos— son inéditos y fueron escritos en los primeros meses del año 2021. Y todos ellos se ocupan, como se acaba de mostrar, de esclarecer algunos de los problemas de la sociedad de hoy. Por supuesto estos ensayos no intentan mostrar cómo solucionarlos, sino que quieren contribuir a esparcir una actitud más reflexiva en torno a ellos.

Uno de los rasgos más notorios del Chile contemporáneo, lo constituye el hecho de que en él abundan los malestares acerca de la vida en común y las preguntas acerca de cómo ella debiera organizarse mejor. Pero las respuestas escasean. Y las fuentes tradicionales de autoridad donde solía buscárselas —la Iglesia, los partidos políticos o incluso la universidad— ya no parecen capaces de proporcionarlas. Todas esas instituciones están sumidas en una cierta agitación, y no siempre intelectual, consecuencia de la cual incluso llegan a dudar de sí mismas. La Iglesia, que durante tanto tiempo formó parte del espacio público llamando la atención acerca de las violaciones a los derechos humanos en la dictadura o más tarde acerca de los desafíos de la modernización, parece haber perdido ese ímpetu. Incluso guardó silencio en vez de mostrar indignación cuando sus templos (esos lugares que permiten al creyente en medio del tráfago cotidiano asomarse a un espacio sagrado) fueron

incendiados por las turbas. Los partidos políticos han disminuido su prestigio en la ciudadanía y se sienten tentados a recuperarlo de la peor forma que se les podía imaginar: amplificando lo que la gente irreflexivamente siente o anhela. Las ideas generales para orientar el esfuerzo colectivo, cuya formulación fue siempre la tarea de los partidos, hoy arriesgan ser sustituidas por las ocurrencias que ganan aplausos. Y en fin, las universidades, esos lugares donde la cultura debe esforzarse por estar a la altura de sí misma para transmitirla a las nuevas generaciones, hoy son empujadas a que sus académicos publiquen papers y artículos sobre no importa qué para así subir en los rankings, en vez de reflexionar acerca del entorno en el que desenvuelve la vida.

Por supuesto no vale la pena exagerar. Lo que hoy le ocurre a la sociedad chilena no es original ni inédito. Como recordó Jorge Millas en uno de sus ensayos, «todas las épocas se han sentido alguna vez acongojadas». Y lo que las diferencia entonces no es el malestar que las aqueja sino la forma en que procuran hacerle frente.

Y ahí sí que actualmente aparece un rasgo inédito.

Hoy día, antes que reflexionar, se acostumbra a tomar posiciones nítidas y firmes frente a todos los problemas y se prefiere condenar apresuradamente a aquellas que no coinciden con las propias, en vez de esforzarse por refutarlas o dejarse persuadir por ellas. Ha contribuido a esa actitud, sin duda, la existencia de las redes sociales. Las cuales tienen muchas virtudes como la instantánea comunicación entre las personas; pero al hacerlo las invitan a expresar tan rápida y brevemente sus opiniones frente a este hecho o aquel otro, que la reflexión o el argumento desaparecen. El resultado es que las personas se ven atrapadas por lo que la psicología llama el «sesgo de confirmación»: buscan rápidamente los puntos de vista que coinciden con los suyos y cancelan o castigan a los que los desmienten o se alejan

de ellos.

La práctica a la que ese empleo de las redes da origen —la aparición de tribus de opinión cuyos integrantes refuerzan recíprocamente sus prejuicios, los que a su vez son amplificados por los medios que ven en ellos una reedición de las antiguas audiencias masivas— amenaza con dañar severamente la esfera pública que es, a todas luces, la base de la democracia. Esta no es simplemente un mecanismo para sumar opiniones o contabilizar intereses, ella descansa sobre un ideal de diálogo en el que las personas, reconociéndose una misma condición, expresan sus puntos de vista y exhiben las razones a favor de él. Esa dimensión de diálogo es la que las redes, por su misma índole, desdibujan. El diálogo requiere ideas, las ideas reflexión, y su defensa o refutación argumental necesita tiempo. Ninguna de esas condiciones se ven favorecidas por el empleo de las redes como un foro donde se suman posiciones y donde las ideas, cuando las hay, se esconden en frases breves o altisonantes que buscan el aplauso inmediato en vez de una adhesión racional.

En los primeros tiempos, cuando recién comenzaron a expandirse, se decía que las redes aumentarían la participación informada de la ciudadanía. Las elecciones se centrarían en «temas» propuestos por los ciudadanos; los votantes podrían hacer el escrutinio de quienes aspiraran al poder; el gobierno sería más transparente; los dictadores o los aspirantes a serlo, perderían el control; y en su conjunto las democracias liberales se verían fortalecidas. Basta ver lo que ocurrió con Donald Trump o lo que está ocurriendo entre nosotros para advertir que esas esperanzas no están cerca de cumplirse. La gente se ha visto más atrapada que nunca en sus prejuicios los que, sin darse cuenta, confirman a diario leyendo su lista preferida de Twitter o las noticias seleccionadas para ella por un algoritmo en Facebook; los votantes en vez de hacer el escrutinio de los candidatos simplemente confirman sus preferencias; los gobiernos si bien son más transparentes son también más sensibles a los cambios de opinión; y la tiranía no se ha alejado sino que, una de las peores, lo que Alexis de Tocqueville llamó el imperio moral de la mayoría amenaza con estar al mando.

Por supuesto un libro no puede corregir una situación como esa; pero puede ayudar a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública.

En uno de los brillantes ensayos que escribió, Michael Oakeshott observa que la vida humana se desenvuelve en dos planos de manera casi simultánea. En uno de ellos la vida se despliega de forma más o menos automática, siguiendo el hábito conductual o la disposición del carácter, que es el resultado de la educación y de la forma en que fuimos sociabilizados en los grupos a los que pertenecemos.

En el otro, en cambio, la vida vuelve reflexivamente sobre sí misma, se palpa y se examina a la luz de un cierto criterio o de un cierto ideal que se propone perseguir. Cuando en un momento y lugar determinados domina la primera dimensión, la vida se desenvuelve de manera más o menos simple, como si se deslizara por un plano liso y levemente inclinado, casi sin tropiezos. La conducta entonces no es una incógnita puesto que posee la naturalidad de la respiración. Cuando, en cambio, domina la segunda dimensión —la que hoy caracteriza a nuestra vida pública— la prosecución de un ideal cualquiera sea, la conducta se vuelve problemática, entra en tensión con sus partes componentes, y se revisa a sí misma para averiguar si está o no a la altura de ese propósito, bueno o malo, que se ha propuesto perseguir. Entonces parece más importante tener una ideología acerca de cómo comportarse, que saber hacerlo.

Quizá en esa aguda observación de Michael Oakeshott —dar más importancia a la ideología acerca de la conducta que saber comportarse— radica la explicación para uno los principales rasgos de nuestra época: la tendencia a moralizarlo todo y al mismo tiempo la imposibilidad de comportarse a la altura; el impulso a clasificar el punto de vista ajeno antes que el esfuerzo por comprenderlo; la tendencia a erizarse frente a quien piensa distinto en vez de disponerse a refutarlo.

Y ese es el peligro que afrontan las sociedades que, como la chilena hoy, se ha propuesto modificarse a sí misma.

Sería presuntuoso, desde luego, pretender que el puñado de ideas que en estas páginas se exponen pueda aminorar ese peligro; pero si ayudan al lector a formarse un juicio propio allí donde no había ninguno, a cambiar el que tenía o a confirmarlo reflexivamente, ellas habrán cumplido

su tarea.

Carlos Peña

Ideas periódicas

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