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EL MUNDO DEL DIARIO

¿Se perdería algo si los diarios desaparecieran? A veces se piensa que ellos podrían ser perfectamente reemplazados por las redes, por la divulgación de noticias cuyo menú es elegido por quien las lee. Pero quizá haya algo insustituible en la experiencia de leer un diario, algo que es propio de la sociedad moderna. Es lo que explican las líneas que siguen.

Uno de los fenómenos más interesantes de la cultura lo constituye la aparición de los diarios. Si bien suele creerse que el diario no es más que un instrumento de transmisión de noticias, un mensajero más o menos fiel que describe lo que ocurre, un puñado de páginas de papel y de tinta, electrónica o acuosa, que deja tras suyo a personas enteradas e informadas, y a veces irritadas, un sustituto del boca a boca u otras veces del rumor, una vitrina que arroja fuera del anonimato, o un lucrativo soporte de la publicidad, la verdad es que el diario es harto más que eso.

El periódico abrió un mundo que antes de él no existía. Fue lo que observó Karl Krauss en 1914, en un ensayo que tituló En esta gran época: «¿Se imaginan los hombres de qué clase de vida es expresión el periódico? ¡De una que es hace ya mucho una expresión del periódico!».

El periódico, según Krauss, no reflejaría la vida, sino que la vida social sería el reflejo del periódico.

Karl Krauss fue el fundador y único escritor de un famoso periódico austríaco, La antorcha, parecido a lo que hoy es un blog. Entre sus lectores se contaron Walter Benjamin y Franz Kafka (algo diferentes, como se ve, a los blogueros de hoy) y en él, mediante poemas, sátiras y ensayos, criticó la sociedad moderna que se desplegaba ante sus ojos. Y lo que sugirió fue que la prensa no reflejaba a la sociedad, sino que la sociedad era la expresión del diario.

Un concepto acuñado por Michel Foucault ayuda a entender lo que Krauss quiso decir. Se trata del concepto de dispositivo. Un dispositivo es un tipo de relación que, como un remolino, se expande hasta configurar todo lo que lo rodea. Foucault pensó, por ejemplo, que el panóptico inventado por Jeremy Bentham (una forma de custodia en las prisiones consistente en que el guardia ve, pero no es visto) era un dispositivo puesto que había modelado parte de las prácticas de vigilancia de la sociedad contemporánea. Lo que Foucault dice de la prisión es lo que Krauss dice del diario: el tipo de relación que el diario establece con los lectores acabó modelando parte importante de la sociedad tal como hoy la conocemos. Más tarde en sus escritos «Contra los periodistas» insistió: «Si los acontecimientos acontecen sin clichés, dijo, un día dejarán de acontecer». Si carecieran de la envoltura del discurso de la prensa, sería como si los hechos no existieran.

Así el diario está atado a la sociedad moderna.

En la modernidad, la cultura, es decir, la circulación de ideas y de símbolos, se encuentra mediatizada: llega a cada individuo no directamente desde otro individuo, sino a través de algún medio de reproducción (habitualmente organizado como industria) cuyo heredero más conspicuo y cotidiano es el periódico. Lo decisivo del diario, y de ahí en adelante lo mismo ha de decirse de todos los medios de masas, es que entre el emisor y el receptor no hay interacción; pero a pesar de eso hay un mundo compartido. El diario ejemplifica algo que observó Immanuel Kant: el ser humano es socialmente insociable. Imaginamos la vida social como surgida de un contrato, y cada uno se siente llamado a informarse acerca de ella y así controlarla; pero los partícipes de esa convención nunca han hablado entre sí. Esta impersonalidad de la vida (la insociabilidad) pero a la vez la posibilidad de participar en ella mediante la información, la crítica o el chismorreo (la sociabilidad) se expresan en el periódico. El diario agrava la herida de la impersonalidad y, al mismo tiempo, la cura; expande, antes que ningún otro medio de masas, el mundo y a su vez lo contrae y lo pone al alcance del lector.

Así, y al igual como ocurre en el mercado que crea una red de intercambios abstracta, donde la individualidad no importa, también la prensa crea un ámbito de comunicación que se sostiene en sí mismo: una comunicación que no necesita un intercambio directo de mensajes. El mercado y la opinión pública pasan a ser ámbitos abstractos. Karl Krauss tenía toda la razón: la sociedad es moldeada por el medio.

Hoy parece natural abrir el periódico, recorrer sus páginas, detenerse en las «Cartas al director», y encontrar en ellas informaciones y opiniones que conectan al lector con un mundo compartido por otros cientos de miles y miles de lectores. A diferencia de lo que ocurre con una novela en que se consiente un engaño para lograr emocionarse con él y distinto a la poesía donde se aguarda una revelación de la que no se esperaba que las palabras fueran capaces, leer el diario consiste en confirmar la existencia y la realidad de un mundo que, amable o incómodo, usted siente como suyo y del que al leer lo que de él se dice en esta o esa página, usted se siente partícipe.

En otras palabras, si leer las ficciones de la literatura consiste en despertar la propia subjetividad, leer el diario es ser empujado fuera de ella y cerciorarse de una realidad compartida.

Esa experiencia es una de las más típicas de la modernidad, junto a la expansión del mercado y del estado nacional. Algunos datos muestran que surgieron de la mano. En París, cuenta Walter Benjamin en sus textos sobre Baudelaire, los suscriptores pasaron de 47.000 que había en 1824, a 200.000 en 1846 gracias, entre otras cosas, a la expansión del consumo y la aparición de la publicidad. Hacia 1863 Le Petit Journal ya vendía un cuarto de millón de ejemplares diarios. Y en Inglaterra circularon al año millones de ejemplares. La circulación de mercancías y de noticias en torno al mundo en derredor, se expandieron a la vez. Todo lo moderno, desde la idea de un sujeto que se sostiene en sí mismo mediante la razón, a la ciudad como un ámbito de cosas diversas tejidas por un hilo invisible (Londres es como un periódico, dijo Dickens), y las mercancías que prometen satisfacer el deseo, se reflejan simbólicamente en el diario.

Así una de las imágenes más típicas de la modernidad es la de alguien sentado en un café leyendo el diario desplegado a dos páginas.

Hoy día, por supuesto, esa imagen ha cambiado pero el significado que ella esconde todavía persiste. Desde las noticias manuscritas que se vendían a comienzos del siglo XV (en esos días en Inglaterra ya se regula a los periodistas calígrafos y en Roma una bula papal los condena) hasta llegar al diario en soporte electrónico, la experiencia es más o menos la misma. Las gacetas manuscritas del siglo XV o el XVI (algunas de las cuales traían imágenes como es el caso de las que Durero encargaba vender a su mujer), el impreso que se expande desde el siglo XVII hasta hoy, y las páginas iluminadas por la pantalla, todas proveen una experiencia similar: escuchar mediante la lectura el ruido de un mundo compartido, un mundo en común, que va más allá de la experiencia sensorial inmediata.

El diario sumerge al lector en la actualidad y lo integra a una comunidad de lectores invitándole a reflexionar sobre ella. Es quizá la única experiencia de lectura que, a diferencia de lo que ocurre con las obras de ficción o el ensayo, se ejecuta con la conciencia explícita de que otros están haciendo simultáneamente lo mismo. Cuando usted lee una novela o un ensayo, está a solas consigo mismo, con su imaginación y acompañado de las ideas que la lectura le despierta. Cuando lee el diario la experiencia es otra: hay la conciencia de que hay otros miles leyendo y usted dialoga asiente o se irrita con ellos en el acto de leer. Hojear el diario sin la conciencia de que otros en ese mismo instante pasan también las páginas, es algo que basta imaginarlo para sentirlo absurdo. Y es que si leer una novela es una experiencia de soledad, leer el diario es una experiencia compartida. Gracias a los diarios los individuos pudieron tener la impresión de que era posible participar en una comunidad que iba más allá de la familia o del pueblo en el que vivían y dirigirse en cambio a una audiencia compuesta por todos los individuos racionales. Gracias al diario el lector se experimenta a sí mismo como sujeto: un individuo al que las páginas del diario, las columnas, las noticias, la crónica, interpelan, como solicitándole que en el ejercicio mudo de la lectura formule, a su vez, su propia opinión. Gracias al diario se generalizó la certeza de que era posible escribir (como dijo Kant en un texto famoso que apareció por primera vez en las páginas de un diario) para el «gran público de lectores» o al menos se tuvo la certeza que era posible formar parte de él.

La experiencia de tener asuntos en común con otros a quienes no se conoce, pero se adivina mediante la lectura, expresa a la vez importantes características de las sociedades modernas: la reproductibilidad del discurso, que descansa en la idea que él posee fundamentos independientes del momento en que se le profiere (de otra forma ¿para qué se le reproduciría poniéndolo al alcance de lectores desconocidos?); la necesidad del individuo moderno de aliviar con la palabra los males que lo aquejan, la soledad, la impotencia frente al poder, la desorientación en medio de un mundo demasiado complejo (es como si el diario llevara adelante el consejo de Baruch Spinoza según el cual comprender la necesidad era una forma de liberarse de ella); y la fugacidad, la rápida obsolescencia de sus páginas (la avidez de lo nuevo, lo siempre distinto). En otras palabras, la experiencia del diario resume a la vez la confianza en que hay razones que podemos compartir; la necesidad de hacerlo para escapar de lo que a veces se vive como aislamiento; y la experiencia de que esa es una necesidad que en vez de satisfacerse se renueva. Quien lee el diario siente que comparte razones con otros o que al menos existe algo que le permite entenderlos y hacerse entender (así no más sea para comprobar las diferencias que los separan) y siente, a la vez, siquiera durante el tiempo breve de la lectura, que es parte de una comunidad que lo excede sin ahogar el individuo que es. Es como si el diario fuera una plazuela imaginaria —Ortega la llama «plazuela intelectual»— un lugar donde la gente que va de paso se detiene un momento para oír o formular una opinión o enterarse de algo que le concierne y luego continuar su camino.

La prensa entonces crea un mundo en común que sin ella no existiría.

Porque para tener un mundo en común no basta que haya cosas en derredor que cualquiera pueda ver o experimentar, es necesario que exista una circunstancia que se integre a la trayectoria vital de todos, de manera que cada uno se sienta llamado a reaccionar frente a ella. Esa circunstancia, en condiciones modernas, existe gracias a la prensa y a los medios.

Los medios, por supuesto, no reflejan la totalidad de lo que ocurre, sino que recortan en la totalidad del acontecer algunos hechos, dejando otros como una sombra o trasfondo. Este no es un defecto de la prensa, sino un rasgo de toda comunicación que advirtió tempranamente Platón.

La escritura, observó Platón, aparece como una técnica de fijación de lo que ocurre, como un artificio que impide el olvido. Sin embargo, la escritura, en vez de impedir el olvido, lo haría posible porque la escritura, en lugar de reproducir la realidad como un espejo fiel que simplemente la refleja, la rebajaría o la disminuiría. En otras palabras, el recuerdo, que sería la genuina forma de conocimiento según Platón, resultaría estropeado por la escritura. La realidad siempre tendría un excedente, un plus de significado, que la escritura dejaría fuera. La escritura entonces sería un dispositivo para olvidar y no, en cambio, para recordar. En palabras de Platón la escritura, pero lo mismo podríamos decir de la prensa, es una simple imagen de un recuerdo vivo que siempre la excede.

Niklas Luhmann —quizá el sociólogo más relevante de la segunda mitad del siglo XX— subrayó que la comunicación era siempre selectiva. Si al observar el mundo no recortáramos una parte de él dejando el resto como fondo, no veríamos nada. Mirar, ver, comunicar, exige paradójicamente una ceguera, trazar un límite entre lo que puede ser comunicado y lo que no, entre lo que sale a escena y lo que dibuja apenas el telón de fondo.

Los medios de masas, entre ellos la prensa, se ocupan de la actualidad; aunque esta última es, al mismo tiempo, lo que los medios definen como tal. Mediante los diarios se hace contacto con la realidad a través de la celosía de las palabras. Los seres humanos pueden hablar entre sí de muchas cosas a condición de callar otras tantas. Los medios operan con múltiples selectores que abrevian la realidad y desde este punto de vista generan el acontecimiento que más tarde relatan o comentan. Y esos selectores son ampliamente compartidos incluso por medios cultural e ideológicamente distantes. Este no es un defecto de la prensa —observó Luhmann— sino la única posibilidad de cualquier comunicación. Si se examina el problema de cerca se advertirá fácilmente que los medios pueden discrepar acerca de los hechos que informan porque comparten los mismos selectores. Si así no fuera, habría entre ellos un diálogo de sordos y cada uno hablaría de algo distinto. Este rasgo transforma a los medios, entre ellos a los diarios, en un sistema autorreferido como subraya el mismo Luhmann; pero también les confiere la capacidad de crear un mundo que sin ellos no existiría.

Por eso una vez que el diario apareció, de pronto toda una forma de sociabilidad se comenzó a tejer en torno a él. El mundo de significados compartidos abrió, por decirlo así, un espacio.

Surgieron los cafés, los lugares de encuentro en los que los individuos se reunían para comentar algo que hasta entonces estaba más bien restringido al estrecho círculo de la familia o la amistad. De pronto y gracias al diario, el mundo se había ensanchado y los límites que dibujaban la familia o la amistad (ambas en las sociedades tradicionales eran las fronteras de cualquier experiencia vital) retroceden poco a poco y las personas comienzan a sentir que participan de un ámbito mayor donde su opinión cuenta y donde la ajena interesa. Cuando esto ocurre —la literatura sitúa el acontecimiento por el siglo XVII— aparece algo que acompaña a la sociedad moderna hasta hoy a veces como una presencia y otras como una falta: la esfera pública.

Hablar de esfera pública no equivale, como a veces se cree, a hablar exactamente de estado. Por el contrario, la esfera pública es un ámbito de la sociabilidad y la comunicación humana que está entre el estado y el mercado. Entre el súbdito y el consumidor, entre aquel que está sometido a la ley o interactúa en el mercado, se interpone un sujeto que es capaz de formular razones y de entender las ajenas y que abre el diario y procura entender lo que él contiene y una vez que ello ocurre, reacciona frente a su contenido hasta conformar eso que la literatura denomina opinión pública.

Hoy abundan los estudios de opinión pública, los diarios afirman que ellos contribuyen a formar opinión y los políticos suelen apelar, en apoyo de lo que creen o dicen creer, también a ella. Pero ¿qué es esto de la opinión pública y qué importancia, si es que alguna, posee?

En la literatura, y bajo diversas modalidades, parece haber un gran acuerdo que lo que se llama opinión pública es un poder intangible, una fuerza casi atmosférica que orienta y otras veces limita el quehacer de las personas, especialmente de aquellas que desempeñan funciones estatales o políticas. Como recuerda Max Weber, antes que la prensa se expandiera como fenómeno de masas, los periodistas debían arrodillarse en el Parlamento si cometían alguna indiscreción y traicionaban el privilegio de asistir a los debates; pero a poco andar son los miembros del Parlamento quienes se arrodillan delante de la prensa porque saben que, sin ella, o con ella en contra, la opinión pública no les dará su favor.

Ortega y Gasset —al igual que Krauss creó un periódico propio, lo llamó El espectador— se refiere a la opinión pública como un conjunto de convicciones que subyacen en el subsuelo de lo social, usos y prejuicios que orientan el quehacer de las colectividades y moldean el poder. Opinión pública para Ortega es equivalente al espíritu de una época. Cada tiempo va sedimentando poco a poco un puñado de creencias, razones fosilizadas, en las que la vida humana se instala y se despliega y a la que, sin casi darse cuenta, los individuos recurren a la hora de juzgar la vida propia y la ajena. Ortega pensó que la cultura se alimentaba de ideas y de creencias; pero mientras las primeras se tenían reflexivamente y se podía dar cuenta de ellas, en las segundas simplemente se estaba, a veces inconscientemente. Así concebida, dijo Ortega, la opinión pública es la clave de la vida política, puesto que obtiene la anuencia quien conecta con ella. Sin acompasarse a la opinión pública logrando así la obediencia tranquila, ningún poder es estable porque, agregó, gobernar es mandar y solo manda quien puede instalarse en la versión antigua o moderna de la silla curul, ese lugar que simbolizaba en Roma el poder imperial. La fuerza física o la coacción no bastan. Por eso Tayllerand habría dicho a Napoleón: «Con las ballonetas, sire, se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas».

¿Qué hay en la opinión pública que los diarios contribuyen a formar, para que los representantes del pueblo se arrodillen frente a ella?

Para los escritores del siglo XVII —el siglo en que la prensa está expandiéndose— la opinión pública era producto del hecho que los hombres entregaban al estado, al poder político, el poder de gobernar e imponer reglas mediante la fuerza; pero retenían para sí, observó Locke, la facultad de juzgar lo que está bien o está mal. El estado monopolizaba la fuerza, pero los individuos la opinión. Los hombres, dependiendo de la época, compartirían puntos de vista comunes acerca de lo que es mejor o peor y en base a ellos juzgarían las actuaciones del prójimo y en especial del poder. Y la fuerza de la opinión pública, pensaron estos autores, derivaba del hecho que todos los seres humanos aman «la fama y el deseo de reconocimiento» y por eso procuran adaptarse a ella. La opinión pública sería, pues, una forma de poder no coactivo, carente de fuerza, que apela al anhelo de las personas por ser reconocidas, porque se les asigne por los demás el valor que ellos se asignan a sí mismos cuando se miran, por decirlo así, al espejo. Locke prefería hablar de ley de la moda, para subrayar el hecho que allí donde existía opinión pública se trataba de ajustarse a lo que la mayoría juzgaba adecuado. Henry Louis Mencken, el periodista más influyente de Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX, dijo lo mismo de un modo inmejorable: «El test final de la verdad es el ridículo».

Un punto de vista distinto, pero igualmente influyente, es posible encontrar a fines del siglo XVIII en la obra de Kant. En el famoso escrito para La Paz perpetua Kant formula el principio según el cual toda máxima en materia política que no es susceptible de publicidad es injusta. La publicidad es aquí erigida en un test de justicia. Una forma de verificar cuán justa o no es una determinada medida o propuesta, consistiría en preguntarse si ella sería aceptada por todos bajo condiciones no coactivas y apelando a su mera racionalidad. Kant no menciona el concepto de opinión pública como tal, pero su punto de vista ayudó a configurar la idea de opinión pública como un test de racionalidad de las propuestas políticas. El político debe así preguntarse si esto o aquello que está planeando hacer o decidir fuera conocido por todos, fuera hecho público ¿sería aceptable? Hacer pública una cierta medida no significa, sin embargo, darla a conocer y esperar el veredicto de la gente (en cuyo caso el criterio se confundiría con el anterior) sino que significa someterla al escrutinio de la razón. Este autor pensaba que el individuo humano a veces usaba la razón pensando en lo que era conveniente para él atendidos sus intereses actuales (a esto lo llama uso privado de la razón) y en otras ocasiones empleaba la razón de manera estrictamente imparcial, sin interponer sus intereses (a esto lo llamó uso público de la razón). La opinión pública según este segundo punto de vista equivaldría al uso público de la razón. Los diarios entonces al formar opinión pública lo harían estimulando el ejercicio de esa forma de racionalidad.

Jürgen Habermas, muy influido por ese punto de vista, dedicó una investigación a la historia de la opinión pública.

Habermas sostiene que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos Estado) sino que además habría dado origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública. Hasta entonces solo existía, por decirlo así, el ámbito de la autoridad (el conjunto de organismos y procedimientos mediante los que se administra el uso de la fuerza) y el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas, y a parejas con la aparición del diario, surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. El precipitado de esa práctica social, donde las personas someten a escrutinio la forma en que se organiza la vida en común, la llamó opinión pública. La opinión pública, para este autor no estaba allí esperando que el diario apareciera: fue el diario el que al abrir o revelar un mundo en común mediante las noticias, los rumores o el escándalo que sus páginas relatan, el que constituyó a la opinión pública.

Es probable que lo que hoy se llama «opinión pública» sea un fenómeno en el que, según los momentos de que se trate, predomina una u otra de esas dimensiones.

Por ejemplo, no cabe duda, que hay momentos (hoy son la mayoría) en los que predomina la opinión pública concebida como ley de la moda, esos momentos en que los partícipes de la vida social simplemente buscan el reconocimiento. Y hay otros en los que la vida en común (como es de esperar ocurra en un momento constitucional) se vuelve más reflexiva, como si quisiera estar a la altura del ideal kantiano. Pero fuere como fuere, la verdad es que siempre subyace a la esfera pública eso que observaba Ortega, ese sedimento de creencias que orientan inconscientemente la vida de las personas y que, cuando el político logra adivinarlas y acompasarse a ellas, se gana rápidamente su confianza.

¿Tiene algún valor específico la opinión pública?

Por supuesto que sí, sin ella la democracia no sería posible; aunque hay quienes advierten acerca de sus problemas y rozan el desdén.

Para Martin Heidegger la comunicación, incluida la de los diarios o la de la televisión, está amenazada por la «habladuría» cuyo portador sería lo que él llama «el Uno». Heidegger no emplea el concepto de opinión pública; en vez emplea el término «das Man», el uno. Con ese término alude a ese sujeto que es todos y es nadie y al que llamamos opinión pública. Y así decimos «uno piensa que….» aludiendo no al punto de vista de alguien en particular, sino al que atribuimos a aquello que es predominante en la sociedad. Ortega usa un concepto similar, «la gente». Cuando en español decimos «la gente cree esto o aquello», o «así es la gente», no hablamos de nadie en particular, estamos aludiendo al das Man heideggeriano, esa medianía que nos exonera del peso de pensar o decidir siempre por nosotros mismos.

Pues bien, este autor no emplea el concepto de «habladuría» para referirse al cotilleo, al voyerismo o la nota de farándula, sino para designar una característica del discurso humano: el hecho que cuando hablamos nos entendemos gracias a que compartimos muchas cosas que no expresamos. Como para comunicarse los seres humanos deben compartir conceptos (para entendernos debe haber entre nosotros una especie de pacto verbal, un entendimiento tácito que es previo a la palabra) el discurso siempre arriesga el peligro de confirmar los sobreentendidos más que abrirse a cosas nuevas. «Más que comprender —dice Heidegger— se presta oídos solo a lo hablado en cuanto tal». En otras palabras, el discurso en los medios estaría siempre amenazado por la habladuría: la tendencia a buscar en lo que se oye o se lee la confirmación de esos prejuicios o creencias que subyacen a la comunidad lingüística. Un ejemplo que Heidegger no llegó a conocer, pero que sin duda habría citado en apoyo de su tesis, son el de Twitter y las redes sociales. Un vistazo a esas redes muestra la habladuría heideggeriana. En ellas solo se presta oídos a lo hablado en cuanto tal, buscando confirmar lo que ya se creía de antemano.

Heidegger no es propiamente un escéptico acerca de la opinión pública; pero evita ver en ella un puro ejercicio de racionalidad transparente, un juicio meditado.

Lo irónico, sin embargo, es que para su última intervención pública eligió a un periódico semanal, Der Spiegel. Y allí dijo que solo un Dios podría salvarnos. Es curioso, y habla de la fuerza que posee la prensa escrita, que una de las mentes que miró con mayor distancia a la opinión pública y al diario, acabara recurriendo a la misma prensa para anunciar un hecho tan fundamental.

Tal vez lo que Heidegger quiso decir fue que si un Dios no venía en nuestro auxilio, siempre estaba la prensa y el periódico para seguir buscando alguna puerta de escape.

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