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EL ESPEJO COMÚN

Si hay algo que caracteriza a la sociedad contemporánea, es el sostenido debilitamiento de los espacios comunes. La esfera pública parece hoy desperdigarse en el laberinto de las redes sociales. En medio de ese panorama ¿hay algo en común? ¿Y en qué consiste?

¿Cómo es que tenemos algo en común y podemos conversar, intercambiar ideas, discrepar, comentar el diario? La pregunta parece estar de más; sin embargo, basta un poco de reflexión para darse cuenta de que no admite una respuesta muy sencilla. Y encontrar una respuesta es clave para entender lo que hoy se llama opinión pública, el lugar donde circulan los diarios, las ideas, y donde descansa la democracia.

Basta comenzar describiendo la propia experiencia —la suya o la mía— para tropezar de inmediato con una dificultad.

Cada individuo humano tiene pensamientos que atesora en su conciencia y experimenta su vida de una forma inaccesible para cualquier otro. Es lo que suele llamarse el mundo interior. Se trata de una suma de vivencias, pensamientos, temores que constituyen al individuo que cada uno es y que son opacos para los terceros que se relacionan con él. Como explicaba Ortega en una de sus clases, el dolor físico o el miedo o cualquier sensación semejante, son estrictamente personales y no pueden ser compartidos. Que sean personales no quiere decir que solo le ocurran a usted; quiere decir que la experiencia del dolor o del miedo es intransmisible. Ver la mueca del sufrimiento, su fisonomía, le permiten darse cuenta de que su pareja sufre un dolor físico; pero enterarse, por sus músculos contraídos que él o ella lo padece no es lo mismo que sentirlo.

En la filosofía la pregunta ¿cómo sé que hay otras mentes, que el individuo que veo frente a mí tiene pensamientos, siente dolor, etcétera? es muy frecuente. Se la ha respondido diciendo que lo sabemos por analogía: en la medida que el otro tiene características externas que son como las mías puedo suponer que tiene el tipo de experiencia interior que tengo yo (este argumento se encuentra en John Stuart Mill y en la obra de Edmund Husserl). Sin embargo, una vez que sabemos que hay otras mentes y que ellas no son fruto de una ilusión o un engaño, aparece el segundo problema. Una vez que sé que quien está frente mío siente y piensa del mismo modo que siento y pienso yo ¿cómo puedo saber el contenido de lo que él o ella piensa o la sensación que siente? Tenemos múltiples formas de conjeturar lo que el otro piensa, pero no podemos pensar sus pensamientos o sentir su dolor. El dolor, al igual que otros sentimientos cualesquiera, es estrictamente propio, subjetivo, e incomunicable como tal. Puedo saber que alguien siente dolor por el llanto, el rostro contraído o la mirada ausente, pero no puedo sentir su dolor. Y lo que se dice del dolor puede decirse también de los pensamientos tristes o alegres. Nadie puede acceder a los pensamientos de otro. Cada uno vive, al parecer, encerrado en sí mismo, recluso, sin poder escapar de esa celda que cada uno es para sí.

Pero si lo anterior es cierto ¿cómo entonces llegamos a comunicarnos y a tener un mundo en común? ¿Cómo puede existir una esfera pública, ese sitio donde la política y la prensa se desenvuelven?

La respuesta a ese problema resume casi toda la filosofía del siglo XX y permite comprender buena parte de la condición contemporánea.

A primera vista el asunto es extremadamente sencillo.

Los individuos tienen pensamientos y cuentan con una herramienta, el lenguaje, para transmitirlos a los demás. La descripción del fenómeno parece transparente. Primero pensamos acerca de la realidad y luego, gracias al milagro del lenguaje, damos a conocer a los demás lo que pensamos. Un matemático de fines del siglo XIX, Gotlob Frege advirtió, sin embargo, que el asunto no era tan simple porque ¿cómo podríamos saber que el pensamiento que usted tiene al usar la palabra «silla» es el mismo pensamiento que al oír esa palabra tiene su interlocutor? Alguien dirá que son los ademanes que ejecutamos al decir, por ejemplo, «ahí hay una silla» (señalándola con el índice) lo que permite asociar las palabras con las cosas. Esa es más o menos la forma en que San Agustín describe el lenguaje en Las Confesiones. Pero es obvio que esa explicación no es suficiente: usted podría creer que silla es el nombre del gesto y no del objeto que él señala, o que la palabra silla alude a la forma del mueble y no a su función, etcétera. Como explica Wittgenstein no es posible aprender un lenguaje mostrando el significado de las palabras. Sugirió entonces que los significados no estaban en la cabeza, sino en el lenguaje. Si los significados y los pensamientos fueran una cuestión interna a cada uno, algo psicológico, entonces no habría ninguna posibilidad de un mundo en común. Cada uno viviría encerrado en sí mismo preso de la ilusión de que se comunica con otros.

Pero obviamente no es así, vivimos en un mundo que compartimos. Realizamos acciones comunes, adquirimos compromisos, discutimos, hacemos política, celebramos contratos, escribimos cartas al director, leemos el diario y lo comentamos ¿cómo es eso posible?

Eso ocurre gracias al lenguaje o, más bien, gracias a que el lenguaje no es un invento individual, algo que cada uno elabore para expresar sus pensamientos. Un lenguaje privado es una idea absurda. El lenguaje es algo social que heredamos y cuando nos sumergimos en él accedemos a un mundo compartido con todos quienes lo manejan. El lenguaje, pudiéramos decir, es portador de un mundo al que, al aprenderlo, nos incorporamos.

Existe, en suma, un mundo en común porque compartimos un lenguaje común. El mundo en común es entonces no algo que antecede a la comunicación, sino algo que la comunicación constituye. Los significados estarían allá afuera, en el lenguaje compartido y no dentro de cada uno. Usted adquiere un lenguaje y logra comunicarse, cuando se sumerge en una práctica social, en una forma de vida. Es esta práctica social que lo obligó a salir de sí, lo que le permite manejar las herramientas de la comunicación.

Wittgenstein dijo por eso que el lenguaje era una forma de vida. La frase no es una metáfora, quiere decir que aprender una cierta forma de vida, un cierto modo de interactuar con los demás y tratar con las cosas es, al mismo tiempo, aprender un lenguaje, participar de una comunicación. Y participar de una comunicación sería, al mismo tiempo, participar de un mundo. Si el lenguaje se fractura o se dispersa en múltiples idiolectos, donde cada persona principia a hablar de un modo peculiar, es el mundo en común el que se vuelve más borroso.

Un ámbito ampliado de comunicación sería, pues, lo que permite vivir en común.

Algunos autores han situado en el siglo XVII la aparición de un ámbito donde el mundo compartido que el lenguaje hace posible comenzó a ampliarse y a hacerse cada vez más agudo. Se le suele llamar esfera pública. Se trata de un espacio que en las sociedades modernas se constituyó gracias a la imprenta y a los diarios. Los diarios que entonces principian a circular acreditan la existencia de un acontecer que está más allá de la vida individual y crean, poco a poco, la conciencia que hay cosas comunes, que al margen de la vida que cada uno haya decidido llevar, hay asuntos que conciernen a todos.

En sus inicios, el espacio público apareció como una práctica de raciocinio, un ámbito donde las personas intercambiaban sus puntos de vista y sus experiencias y las contrastaban con las reglas impuestas por el poder del estado. Ello habría ocurrido originariamente en torno a la prensa y a los cafés donde las personas se reunían a comentar las noticias y murmurar acerca del poder estatal. El fenómeno habría coincidido también con la aparición de lo que hoy llamamos novelas y el empleo en ellas de las lenguas nacionales lo que habría hecho crecer inmensamente el público de lectores. Mientras el estado establecía reglas y procedimientos formales para hacer posible la vida colectiva, el espacio público, ese ámbito donde los ciudadanos conversaban e intercambian experiencias, insuflaba un cierto sentido o significado a la vida colectiva. Las personas llevaban una vida personal o íntima en la familia o en sus grupos más inmediatos, por una parte, y una vida en la impersonalidad de la sociedad y de las reglas, por la otra. El espacio público establecía una mediación entre ambos niveles de la existencia: el individuo (en la época por supuesto una minoría de hombres) podía así generalizar el sentido de su vida y expandirlo hacia la esfera de las instituciones.

Algunos autores han documentado que la aparición de esa esfera contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la democracia moderna y en el caso de América Latina a la constitución de las repúblicas. La democracia moderna habría sido deliberativa: las diversas posiciones se confrontaban racionalmente en un largo debate acerca de la vida en común.

Al describir el fenómeno o ese tipo de espacio público (como un ámbito donde se intercambian razones y se generaliza el sentido de la propia vida) es inevitable hablar en pasado porque hoy, al revés de esa imagen, parecen proliferar ámbitos de comunicación más bien diferenciados, donde en vez de deliberarse acerca de un mundo en común proliferan y se acentúan las diferencias y las identidades.

La imagen de una sociedad que delibera acerca de sí misma sigue siendo, por supuesto, importante y alimenta un ideal democrático que hay que esforzarse por realizar. Pero hoy diversas transformaciones en la infraestructura de la comunicación humana, sumada a otros fenómenos de índole más directamente cultural (algunos de los cuales se examinarán más adelante), han hecho difícil la realización completa de esa imagen.

Veamos.

Ante todo, ocurre que la sociedad —en especial la sociedad moderna— se diferencia en múltiples actividades, cada una de las cuales, por decirlo así, genera una forma peculiar o propia de comunicación, un código comunicativo específico. Es lo que los sociólogos identifican como la diferenciación de la sociedad moderna. La actividad económica, por ejemplo, mira la realidad a través de conceptos como el dinero; la actividad jurídica mediante conceptos como correcto o incorrecto; la actividad política a través del poder, etcétera. La sociedad moderna entonces se multiplica en varias formas de comunicación lo cual quiere decir que existen varios mundos según la forma de comunicación que los constituye. Y cada forma de comunicación mira a las otras a partir de su propio código comunicativo. La entrega del objeto que llamamos dinero puede ser un pago visto desde el punto de vista económico, un soborno desde el punto de vista jurídico, o un juego desde el punto de vista educativo, etcétera. Cada subsistema en el que se desenvuelve la vida al generar su propia forma de comunicación reduce el mundo en la medida que lo somete y lo filtra, por decirlo así, a través de su propio código de comunicación.

De esta manera, al incrementarse en la modernidad la diferenciación de funciones, se incrementa también, el número de ámbitos en que desenvolvemos nuestra existencia. Como en las condiciones modernas cada uno desempeña muchos roles o tareas —es padre o hijo, trabajador, tiene tal o cual profesión, participa del sistema económico, del político, del jurídico, etcétera— de ahí resulta que nadie participa de un solo mundo, sino que entra y sale de varios y, cuando abandona la comunicación, o lo que es lo mismo, cuando sale de alguno de los mundos en que estaba, es para volver a encontrarse a solas consigo mismo.

Fíjese usted en lo que hemos venido a parar.

Comenzamos preguntándonos si acaso teníamos un mundo en común. La pregunta surgía porque la mayor parte de lo que sentimos es intransmisible y siendo así, entonces, surge como un problema explicar la presencia de un mundo en común. La respuesta fue que la comunicación era la que lo hacía posible, pero ello ocurría no porque la comunicación fuera un medio o instrumento de lo que sentimos o pensamos, sino porque la comunicación constituye lo que sentimos o pensamos. Decir comunicación y decir mundo vendría a ser más o menos sinónimos. Así la esfera pública sería ese mundo en común erigido en torno a la comunicación. Desgraciadamente en la sociedad moderna, agregábamos, las funciones se diferencian y los códigos comunicativos también hasta llegar al extremo que parece desaparecer un mundo único y proliferar los mundos —los subsistemas de comunicación— en que desenvolvemos muestra vida.

¿Significa eso que carecemos de un mundo en común, de un lugar donde nos encontramos constituyendo eso que se llama opinión pública?

Por supuesto que no; lo que ocurre es que la esfera pública y la opinión que se forma a su amparo se han transformado.

Se encuentra ante todo lo que un autor llamó la «refeudalización de la esfera pública». En la época feudal el poder y los símbolos comunes se representaban, se ponían en escena ante los ojos del público. Así el aura del poder se hacía patente al ejecutarse el rito ante la presencia directa de aquellos a quienes afectaba. El boato de las ceremonias públicas presenciadas por el pueblo era la mejor muestra del fenómeno. No era el discurso racional sino la representación del aura del poder lo que constituía la esfera pública. Hoy día la esfera pública habría vuelto a esa práctica como consecuencia de la aparición de la televisión. La televisión suprime la distancia y permite entonces que el público asista de manera más o menos directa a la representación del poder. A diferencia de la prensa que estimula el raciocinio, la televisión permite a quienes ejercen el poder establecer una especie de intimidad a distancia con las audiencias más que entrar en diálogo con ellas. La televisión tiene, por supuesto, otras ventajas como la de exhibir formas de vida que de otra manera permanecerían invisibles y permitir que el público vigile a la autoridad sin que ella por su parte lo vea, pero el rasgo mencionado parece ser su característica fundamental. Hay aquí algo del tinte de espectáculo con que a veces se nos aparece la vida pública y política.

De otra parte, la proliferación de medios y de redes ha fragmentado y polarizado la opinión. Como hay demasiados medios, las audiencias, el público, en vez de asistir a los distintos argumentos que circulan y detenerse a evaluarlos, padece eso que se llama sesgo de confirmación: busca y lee aquellos que reafirman lo que ya creía, sus prejuicios o puntos de vista preexistentes. Se tiende así a acceder a los medios no para formarse una opinión, sino en busca de confirmar la que ya se tenía. El fenómeno tiende a inducir un cambio en quienes escriben o hablan en los medios. Tradicionalmente quienes escribían en los medios —algunos de los más famosos fueron Walter Lippman en el mundo estadounidense o Raymond Aron, en Francia— hacían esfuerzos por, junto con dar su opinión, evaluar racional y equilibradamente los diversos aspectos en juego, contribuyendo así a que se ejercitara la deliberación pública. Hablaban a dos audiencias simultáneamente, al gran público lector al que ilustraban y a las élites que tomaban las decisiones. Hoy día, sin embargo, la opinión se ha fragmentado y muchos de quienes participan en los medios se preocupan más bien de hablar, escribir, o defender lo que suponen su público espera que digan, escriban o defiendan. Cuentan para ello con un medidor de audiencias en tiempo real —Twitter u otras redes— que de manera soterrada e inconsciente influye en lo que se escribe. Si antes el partícipe de la opinión pública procuraba ilustrar al público proporcionándole razones, hoy día es el público el que ilustra al periodista o al columnista acerca de lo que debe decir si quiere recibir el aplauso virtual y fugaz. El resultado de todo esto es una moralización tosca y una simplificación partisana de la esfera pública. El fenómeno por supuesto tiene también un valor —conocer la opinión y transmitir los estados de ánimo e intelectuales de las audiencias— pero a condición de someterlo a escrutinio y no simplemente amplificarlo como demasiadas veces ocurre.

La deliberación pública (que se espera los medios ejerciten) cuenta todavía hoy con otro obstáculo formidable que se extiende poco a poco. Si en las dictaduras el gran obstáculo de la deliberación vigorosa y abierta era la censura, hoy día lo es la política de la identidad y los intentos a que ella conduce de disciplinar el discurso. Hoy las personas se definen a sí mismas deliberadamente por su pertenencia a un colectivo con rasgos y memorias propios. Y pretenden entonces que los valores y la narrativa de esos grupos sea protegida del discurso ajeno. Este es el origen de la corrección política como un criterio invisible y atmosférico que cerca y regula lo que se puede decir y lo que no. Mientras en una sociedad abierta se reclama la idea de una ciudadanía igual para todos y esgrimiéndola se lucha contra toda forma de discriminación, hoy día la política de la identidad señala las diferencias, el género, el sexo, la etnia, como formas de opresión y a la vez como límites a lo que se puede decir respecto de ellas. El diálogo abierto que es propio del ideal deliberativo de la democracia queda así lesionado.

Y, en fin, como señala un autor, la esfera u opinión pública se ha restringido poco a poco al sistema político, hasta formar parte de él. Y ya no parece ser un puente entre la sociedad (o la experiencia vital de las personas), por una parte, y el estado y las instituciones, por la otra. El espacio público pasa a ser una parte interna al propio sistema político y gracias a él, el quehacer político se observa desde otras perspectivas. Niklas Luhmann utiliza la figura de un espejo para explicar en qué consiste y cómo opera la esfera pública contemporánea. La esfera pública permitiría observar cómo observan los observadores:

En cualquier acontecimiento uno no se ve a sí mismo en el espejo, sino que ve el gesto o la pose que compone para el espejo. Pero también por encima de su hombro ve a otras personas, grupos, partidos, que actúan frente al espejo. El espejo hace posible una observación de los observadores.

No es esa una mala descripción de los medios y la esfera pública contemporánea: un espejo mediante el cual el sistema político observa su entorno y donde todos se ven y al mismo tiempo son vistos en las diversas poses que asumen ante el espejo. Solo habría que completarla diciendo que mientras se sitúan frente al vidrio que los refleja, todos conversan entre sí, comentan la pose de los demás y escuchan lo que los demás dicen, mientras cada uno corrige también la propia.

Y quizá el periodista, el columnista que interviene en los medios debiera dejar de mirarse en ese espejo y en vez de eso fijar su atención en los demás que se reflejan en él, describir sus poses, criticar sus imposturas y relatar el conjunto de la escena. Por eso quizá en vez de la figura del espejo para describir la esfera pública contemporánea, puede ser más útil recordar a Las meninas, el formidable cuadro de Velásquez, donde la totalidad de lo que ocurre, incluido Velásquez, aparecen en la tela, solo que él no posa sino que pinta.

Ideas periódicas

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