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LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y EL HUMOR

Es frecuente en estos días que se esgriman límites al humor. Ello proviene no solo del poder, sino también de las múltiples identidades —étnicas, sexuales, religiosas— que las personas reclaman para sí. ¿Son razonables esos límites?

En La broma (1967), la primera novela de Milan Kundera, Ludvik envía una postal en cuyo reverso escribe: «El optimismo es el opio del pueblo». Ludvik era por entonces un miembro del partido comunista checo y esa frase escrita en la postal no era más que una ironía que se burlaba tímidamente del «optimismo histórico de la clase triunfante», como solía decirse en esos años —los sesenta— inflamados de ideología. Se trataba, cuenta Ludvik en la novela, de una broma; pero eso lejos de excusarlo fue la prueba de su culpa contrarrevolucionaria, la muestra indesmentible de su individualismo, de su incapacidad para identificarse con el partido, de su tendencia a tomar distancia de la mayoría, de su intelectualismo que lo hacía dudar de los sueños colectivos y recelar del poder. El castigo era pues inevitable y entonces todos los hilos que lo unían a la vida —el trabajo, el estudio, los amigos— le fueron arrancados.

La anécdota con la que Kundera hila la historia de Ludvik parece propia de los regímenes totalitarios empeñados en disciplinar hasta la risa; pero cuando se la mira de cerca se advierte que ella se repite, bajo diversas modalidades, cada vez que el humor o la broma se dirigen al poder. El poder en todos los regímenes, incluso los democráticos, es alegre, pero al igual que en la Checoslovaquia, donde sitúa su novela Kundera, se trata de una «alegría ascética y solemne», una alegría impostada y puramente propagandística. Y por eso bastó que Ludvik sustituyera en la frase de Marx la palabra religión por optimismo, para que el castigo contra él se desatara.

Por supuesto, la alergia al humor y a la ironía no es exclusiva de los regímenes totalitarios, sino también de los democráticos; aunque en estos últimos se manifiesta en formas más solapadas y sus fuentes son múltiples. Una de las más obvias es desde luego el poder estatal que ve deteriorada su solemnidad con la burla; pero desgraciadamente no es la única.

Hoy día, como ya explicábamos, las personas reclaman para sí una identidad que va más allá de su mera condición de individuo y exigen se la proteja del lenguaje ajeno. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas o de cualquier tipo esgrimen un conjunto de valores y una memoria que también reclama protección frente a la opinión que podría lesionarla. Así, se va tendiendo, poco a poco en la esfera pública, una especie de cordón invisible que las palabras no pueden traspasar, ni siquiera, y esto es lo complicado, a pretexto del humor y de la risa.

Pero ¿qué hay de temer en el humor y en la risa?

Si bien el tema de la risa y la comedia no ha sido frecuente en la reflexión filosófica, en ella es posible encontrar una caracterización de interés. En el Filebo, por ejemplo, Platón define lo ridículo como el resultado de no conocerse a sí mismo y presentarse entonces mejor de lo que se es. Poner en ridículo, uno de los efectos del humor, equivaldría a hacer flagrante en alguien la distancia entre lo que es y lo que cree ser. En la Poética Aristóteles, por su parte, caracteriza al discurso cómico como aquel que presenta a los hombres peores de lo que son. Y en la Ética nicomaquea, que hemos citado en otro de los ensayos de este libro, presenta al ingenioso como aquel que se sitúa en un punto equidistante de dos extremos igualmente viciosos, el de quien se excede en provocar risa (el bufón) y el de quien no es capaz de provocar ninguna (el rústico). El ingenioso, en cambio, sería quien se sitúa justo en el medio y sin herir es capaz de provocar una risa inocua.

Esa caracterización que hace Aristóteles y que trata con algo de desdén al humor (que se hizo popular a partir de una de las novelas de Umberto Eco, El nombre de la rosa, donde los personajes ocultaban y buscaban el libro perdido de la risa) parece rara e idiosincrásica, pero si la miramos más de cerca se ha repetido frecuentemente y casi con porfía en los siglos posteriores, en los cuales la comedia y el discurso humorístico se han considerado indigno, o en cualquier caso desdeñable, como objeto de reflexión académica e intelectual.

¿A qué se deberá eso? ¿Cuál será la razón por la que la academia en general, desde Aristóteles nada menos, ha desdeñado como cosa indigna y casi siempre superficial al humor y a la comedia? ¿Por qué habitualmente se omite al discurso humorístico como objeto de genuina atención intelectual?

Las razones que esgrimen Platón y Aristóteles son dignas de tenerse en cuenta porque, si bien fueron formuladas para explicar su desdén, ayudan a comprender, paradójicamente cuál es la índole del humor y por qué él, como la religión, tiene un lugar en todas las culturas y ha de tener uno también en el espacio público.

Aristóteles enseña que los discursos que actualmente llamaríamos literarios (aunque una expresión como esa no existía, por supuesto, en el mundo griego), eran todos una imitación de la naturaleza o de lo que hoy día llamaríamos sociedad. Imitar, sin embargo, la mímesis de que habla el filósofo, no es la simple reproducción ni tampoco el fingimiento de la realidad, natural o social, sino que más bien se trata de un intento por mostrar una variación de la realidad. En la mímesis, por supuesto, se finge, pero lo fingido no es la realidad, como suele creerse; sino la representación de la realidad o, si se prefiere, lo propio de la mímesis es que altera la realidad fingiendo que la representa (por eso la mímesis mayúscula, dicho sea de paso, es la novela moderna cuyo epítome es El Quijote). La mímesis entonces nos permite reconocer la realidad a la que se alude; pero no porque ella aparezca reproducida, o porque quien emite el discurso tenga la intención de reproducirla, sino porque en ella se muestra la realidad a fin de sugerir que ella podría ser distinta. Así se explica entonces el desdén de Aristóteles por la comedia y no en cambio por la tragedia. Mientras esta última, dice, muestra a los seres humanos mejores de lo que son; la comedia los muestra peores. En ambos casos la mímesis altera la realidad (fingiendo que la representa) pero en un caso lo hace para mejor y en el otro, en la comedia justamente, lo hace para peor.

Esa alteración de lo real, que produce lo que en la literatura antigua se llama comedia (el humor en sentido estricto aparece como tema autónomo muchísimo más tarde, casi recién en el siglo XVII) es lo que explica los consejos que Platón había formulado en Las Leyes (7, 817e). Tanto la tragedia como la comedia, dice allí, son muy importantes «porque (…) ninguna persona inteligente puede conocer lo serio sin lo cómico; (aunque) lo que no puede hacer un hombre virtuoso es participar en las dos». Así entonces, siendo ambas cosas imprescindibles, pero no pudiendo el virtuoso ejercitar las dos, la salida aconseja Platón consiste en entregar la comedia, es decir lo que hoy día llamamos humor, «a los siervos o a los extranjeros mercenarios», es decir, agregaríamos nosotros, a aquellos cuya opinión no nos importa porque, a fin de cuentas, no pertenecen a nuestra comunidad.

La desconfianza que muestran los autores clásicos por lo que hoy día llamaríamos discurso humorístico se funda en la misma naturaleza de la mímesis. Al mostrar una realidad alternativa —pero fingiendo que simplemente la representa— el discurso humorístico describe el potencial de la realidad, pero al mismo tiempo muestra sus limitaciones; permite conocernos mejor, pero lo que vemos no es siempre del todo bueno; muestra la realidad y hasta cierto punto nos consuela, pero también exhiben otras realidades alternativas que tarde o temprano minan y socavan a la primera, porque nos revelan que la realidad está siempre por debajo de nuestros sueños y de nuestras aspiraciones.

Este carácter, diríamos, subversivo del humor es el que subrayó también Freud en un breve escrito del año 1927 (es decir, veintidós años después de su libro clásico sobre el tema). Si bien allí distingue entre el chiste y el humor, a ambos les confiere el mismo poder de perturbar o inquietar la forma que tenemos de concebir la realidad. El chiste lo hace permitiendo que un impulso inconsciente aflore, como en un disparo, en la conciencia; el humor, por su parte, lo hace por la vía de negar y despreciar la realidad y por eso su forma máxima sería, dice Freud, el humor negro. Habría en el humor entonces un cierto narcicismo del yo, una cierta omnipotencia que se permite no aceptar la realidad y vengarse de ella mediante una negación que altera, aunque por un momento, el curso de las cosas. Por eso, dicho sea de paso, en La Retórica, Aristóteles caracteriza al humor justamente después de describir la omnipotencia que anima a la juventud. Esa omnipotencia que los seres humanos sentimos, especialmente en los primeros años, explica, según Aristóteles, que los jóvenes sean tan dados a las burlas de los demás y de sí mismos.

Esas características que posee el discurso humorístico —tanto el discurso humorístico como la simple risa, el humor y el chiste— son, sobra decirlo, las que lo hacen especialmente digno de consideración desde el punto de vista político.

En efecto, lo propio del político, sea democrático o no, consiste en generalizar una cierta descripción de la realidad que ojalá acabe adecuándose, como un guante, a lo que él ofrece y es capaz de dar. Desde las versiones más brutales del socialismo autoritario que relata Milan Kundera, capaz de alterar bibliotecas y reescribir enciclopedias, hasta las más tenues o solapadas de las sociedades democráticas, que no tienen asco en manipular los medios con influencias y con guiños de diversa índole, la pulsión del político es siempre la misma: hacer que la realidad se ajuste a la manera en que él la ve y la describe. Si el científico procura adecuar su discurso a la realidad, el político hace exactamente lo contrario intenta adecuar la realidad al discurso, a las percepciones y puntos de vista que le confieren legitimidad y que él, a través de diversos medios, ha intentado esparcir.

Siendo así, no es raro entonces que entre el discurso humorístico y la comedia, por una parte, y la política o, en términos más amplios, el poder, por la otra, existan relaciones eternamente rivales. El humor —por supuesto, el humor más que el chiste— socava la realidad que tenemos por real, insinuando que detrás de ella hay otra realidad posible, mejor o peor, que el discurso normalizado se niega a ver o se esfuerza porque no veamos. Posee así el humor un gigantesco poder subversivo que muestra cuán contingente es la realidad que tenemos ante los ojos e insinúa que podemos, llegado el caso, cambiarla.

Pero no es solo ese el servicio que el humor presta a las sociedades. El humor además es un sucedáneo de la violencia puesto que permite sublimar, gracias al cedazo de la inteligencia y del lenguaje, el prejuicio que los seres humanos sienten ante el otro que es distinto o piensa diferente a él mismo. Los chistes que se hacen sobre minorías étnicas o sexuales, por ejemplo, son también una forma de catarsis y de agresión más civilizada que el puñetazo, la piedra o la injuria a los que, si no existiera el humor, los seres humanos podrían, según lo muestra la experiencia, sentirse tentados de echar mano.

¿Tiene límites el humor? ¿Hay casos en los que no es lícito recurrir a él a pesar de todos los servicios que, acabamos de ver, presta a las sociedades y a la cultura?

Por supuesto el humor tiene límites; aunque restrictivos. Si como hemos visto el humor es una forma de mostrar cuán plural es lo real y cuán variada la condición humana; si lo que el humor hace es recordarnos una y otra vez que la humanidad tiene mil pliegues e innumerables rostros, entonces parece obvio que su principal límite sea el llamado discurso de odio, es decir, el discurso derogatorio de la humanidad ajena, aquel que en vez de mostrar la pluralidad de lo real y de lo humano, lo rebaja por la vía de recortar el número de las etnias y grupos que forman parte de él. Esta es la razón que justifica que hoy día casi todas las democracias admitan el humor casi con la sola restricción de ese otro discurso que, a pretexto del humor, con el disfraz de tomar distancia irónica de las cosas, alienta o justifica se derogue la humanidad de parte de nosotros.

En la novela de Eco antes mencionada, el problema consistía en encontrar el libro de la risa de Aristóteles al que se suponía perdido. Eco cifra el inicio de la modernidad —de lo que hoy día somos— en ese preciso momento, porque él sabe que cuando la risa se descubre, los peligrosos bienes de la modernidad, la individualidad y la libertad entre ellas, están a la vuelta de la esquina.

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