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En las cantinas dejé mis primaveras

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Entré a una cantina por primera vez al año de edad. Mi padre solía sentarme sobre la barra. Yo no lo recuerdo. Me lo ha contado mi madre.

Nací a unas calles del sector cantinero de Torreón. El Gota de Uva y El Club Laguna eran lugares legendarios que frecuenté apenas rompí la barrera de la mayoría de edad.

El Pit, Tomasito, El Caballo y yo éramos asiduos a Los Pinos. Nos presentábamos en chor y tenis de básquet a bailar con las ficheras. En lugar de tomarlas por la cintura yo imitaba a Jim Morrison en su baile indio. Mientras pagaras, las ficheras no protestaban.

En una de mis expediciones a Los Pinos conocí a La Yoya. A mí me encantaba su nombre porque me recordaba al yeyo. No me enamoré, no era Henry Miller. Pero toda puta descarriada siempre adopta a un bueno para nada como uno. A la cuarta o quinta visita dejó de cobrarme la fichada. Y un día, me propuso que cogiéramos.

La Laguna era un parque de diversiones para borrachos. Cuando se terminaba la fiesta en Torreón, cruzaba el puente y me entregaba a los brazos de Gómez Palacio. Su zona industrial era una pequeña Tijuana. Presumía de congales sensacionales. Uno era el Imagina. Donde aventaban coca a lo pendejo. Gómez tenía los mejores teibols de la región. En Torreón sólo el Ay Nanitas, que terminaría siendo rafagueado, podía competirle.

En las cantinas se ha desarrollado gran parte de mi biografía. En mi juventud me aislaba en las cantinas a leer. Fue hasta después de los veinticinco años que comencé a juntarme con gente interesada en la literatura.

El gesto de mi padre, de sentarme en la barra antes de que pudiera siquiera hablar, tuvo un efecto metafísico en mí. Siempre que he sentido que el mundo me acorrala corro a refugiarme a una cantina. Soy un fiel devoto de la botana los sábados. Cuando comenzaron a vender coca en las cantinas la vida se simplificó mucho para mí.

Las drogas y las cantinas son mi combinación favorita. Años después me sacaron a patadas del teibol que estaba junto al Sabino Gordo en Monterrey. Entré al baño y vi a un sujeto fumando piedra en una lata. Me la extendió y le di unos jalones. Otro sujeto hizo lo mismo, me entregó una segunda lata de la que me pegué como nene al biberón. Entonces el guardia de seguridad me cayó a madrazos y me aventó a la acera como en las películas.

He perdido la cuenta de las ocasiones en que me he agarrado a putazos en cantinas. Una ocasión me fui sin pagar de Las Quince Letras en Zacatecas. Me habían metido un caballazo. No llegamos a los golpes pero acudió la policía. Estaba con el escritor Antonio Ramos. Nos persiguieron hasta la puerta de nuestro hotel. La mujer de Toño bajó a preguntarle por qué me estaba peleando. Y Toño le respondió: Carlos siempre se pelea.

En el Perches, El Bordón me aventó una cerveza al pecho porque tuvimos una discusión sobre quién era el mejor baterista de rock de la historia. Yo decía la verdad: Keith Moon. El Bordón neceaba que John Bonham. Me le tiré por encima de las cervezas como tacle.

Era de esperarse que perdiera la virginidad gracias a una cantina.

Yo ya había tenido acercamiento sexual con una vecinita. Mientras tanto, mi única mujer era la coca.

Cuando La Yoya me propuso coger le dije que nel. Aunque no me pedía nada por bailar, me quería cobrar el acostón. No la culpo. Era su trabajo. Pero La Yoya me tenía más ganas a mí que yo a ella. Le había confesado que era virgen.

Un día me presenté en Los Pinos y apenas me vio me tomó de la mano y me jaló hasta fuera del congal.

Hoy no tengo ganas de fichar, refunfuñó.

Nos fuimos a una cantinita diminuta junto a Discos Beto. Parecíamos dos cómicos. Yo me levantaba al baño a meterme poquita coca y ella a ponerle al chemo. Jedía a Resistol. Lo había notado desde Los Pinos.

A la segunda cerveza comenzamos a fajar. Traía una falda. Abrió las piernas y me enseñó los calzones negros.

Vamos a coger, me propuso.

No traigo dinero.

Estás de suerte, batito, me dijo. Te voy a fiar.

Nos acabamos las chelas y salimos a la Morelos. Nos internamos en la zonita y cruzamos un pasaje. Entramos al Hotel López.

Paga, me ordenó.

Ya te dije que no traigo varo.

Puta madre, se quejó y sacó dinero para el cuarto.

Yo conocía el hotel, había subido a la azotea a fumar piedra. Entramos al cuartucho. Estaba todo destartalado. Parecía que estábamos en Calcuta.

No tengo condón, le dije.

Perra madre, gritó encabronada y me aventó un billete.

Bajé a la recepción por uno. Cuando regresé La Yoya ya se había descarado. Estaba pegada a su yelito de mango. Se encueró.

Cógeme, ordenó.

Me puse el condón y la penetré. Su mirada cristalina estaba fija en algún punto de la pared. Yo volteaba hacia el lado opuesto, para esquivar la peste a chemo.

Tardé siglos en venirme, estaba muy coco.

Salimos del hotel como a las once de la noche. Dejé a La Yoya en una esquina, chemeando. Jamás la volví a ver.

Al día siguiente lo primero que hice al despertar fue agarrar una lata de aerosol negro y garabatear en letras gigantes en la fachada de mi casa el nombre Raskolnikov.

El pericazo sarniento

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