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I was born in a crossfire hurricaine

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Si a los 15 años alguien me hubiera dicho que conocería a un narcotraficante, habría sentido lo mismo que si me hubiera dicho que subiría a un cohete con destino a Marte.

Todo mundo sabía quién era Chuy Caguamas. Mi tía Ma-leny, como muchas otras madres del rumbo, huyó hacia el oriente con la intención de alejar a sus familias del barrio bravo.

Chuy Caguamas era compañero de parranda de mi tío El Pellejitos. Su apodo se debía a que se dedicaba a la venta clandestina de cerveza en la colonia La Rosita. Del inocente juego de la chela, Chuy trasbordó al comercio de la cocaína. Fue el que introdujo las famosas “tostadas”. Eran papeles. Grapas que costaban cincuenta pesos. Era tal el estado de bonanza, Zedillo tenía el dólar estacionado en tres pesos y fracción, que los dílers se podían dar el lujo de ofrecer soda por una bicoca.

Vi a Chuy Caguamas emborracharse con mi tío hasta el hartazgo, pero nunca lo consideré un capo. La muestra de que no lo era es que la policía lo atrapó y fue a parar a la cárcel. Un narco de verdad habría contado con el dinero suficiente para sobornar a la ley. Que lo encarcelaran era lo mejor que le podía ocurrir, porque años más tarde, cuando el cártel de Los Zetas comenzó a matar a los dílers de poca monta, habría sido uno de los primeros en la lista.

Quique, alias El Mascafierro, bautizado así por sus braquets, era un degenerado que estaba obsesionado con el sexo anal. Se presumía en el barrio que siempre que pasaba por una coladera se le paraba el pito. Parecía sacado de Kids de Larry Clark. Siempre estaba a la caza de una virgen del ano para dejársela ir por el culo.

Para ser un nini, yo consumía mucha cocaína. Cuando no tenía dinero, nunca faltaba quién me invitara un pase. Una temporada Quique me esponsoreó generosamente. El Mascafierro era gerente de Pollo Santos. Una cadena de venta de pollo frito muy popular en La Laguna, anterior a Kentucky Fried Chicken, por supuesto. Se corría el rumor de que Quique era el picahielo de Carlos Santos, el dueño de la cadena. Un cincuentón de aspecto metrosexual.

Cuando deserté de la prepa trabajé en Pollo Santos. Y cuando Quique se hizo gerente metió a chambear a varios del barrio, entre ellos el desquiciado del Pit. En aquellos años toda la juventud lagunera pasó por Pollo Santos. Era algo así como el Clan del Pie de las Tortugas Ninja.

Quique tenía un vocho tuneado mucho antes de que se pusiera de moda pimpear los carros por estos rumbos. Cuando salía de su jale caía a la plaza de la Martínez Adame. Siempre llegaba con coca. No de la de Chuy Caguamas. Los Pollos le otorgaban al Mascafierro la solvencia suficiente para comprarse un ocho.

Si alguien me hubiera dicho que Torreón se convertiría en una ciudad famosa a nivel mundial hubiera pensado que era broma. Pero cuando estalló la guerra vs. el narco fuimos portada en The Guardian. Y El País nos dedicó la misma atención que a cualquier conflicto de Medio Oriente. En aquellos años a mí Torreón me parecía mortalmente aburrido. Sin embargo, había indicios de que un laboratorio social posmoderno se cocinaba intensamente. El movimiento de cumbia lagunera era un ejemplo de ello. Y ese Torreón seguro que a nosotros nos hacía añorar la vida en otro sitio, era un paraíso de cocaína. Hoy cientos de adictos darían lo que fuera por volver a ese tiempo justo antes de que los Zetas desembarcaran en nuestro desierto.

El Mascafierro era fan de los “primos”. Los primos o pintaditos era coca con tabaco, en algunos casos con mota. Le sacabas algo de tabaco a un cigarro, le metías polvo maldito, le devolvías el tabaco y a fumar. Su efecto era tan nocivo como el de la base, pero menos dañino que el crack, y más volátil. Yo nunca he sido fumador. Tampoco odio el tabaco. Estuve casado con una mujer, el Coronel Kurtz, que estaba tan enviciada con el tabaco que cuando cogíamos teníamos que hacer pausas para que le diera un par de golpes a sus Benson & Hedges.

Nunca fumaba, excepto cuando El Mascafierro me ofrecía un primo. Que era todos los días. Me encantaban. Tras chingarnos el tabiro subíamos en el carro de Quique y dábamos vueltas por el poniente. Esos fueron mis putos Wonder Years.

Si alguien me hubiera dicho que mi primo El Pitufo, que también era primo de La Peineta, desaparecería no lo hubiera creído. Que los Lozano, unos morros del barrio, se conectarían a través del Grande con el Chapo; que Mundo sería calcinado en su taxi; tampoco lo habría tomado en serio. Como tampoco habría creído que conocería a El César.

El César, El Dany y los Lozano se repartieron el poniente de la ciudad apadrinados por el Chapo Guzmán. Carlos Herrera, su mano derecha en Gómez Palacio y Lerdo, fue también intermediario. Con la llegada de Los Zetas los Lozano desaparecerían, el César sería abatido y el Dany atrapado en Zacatecas y después encarcelado, cuando la guerra vs. el narco hizo a Torreón arder.

Un día Quique apareció tarde por la plaza. Pasadas las nueve de la noche. Yo canasteaba con otros pránganas. Se estacionó junto a la cancha y me chifló.

Súbete, me instó.

Enfilamos rumbo a La Durangueña. El barrio malandro por excelencia. Base de operaciones de distintos cárteles desde hace décadas. Nos estacionamos junto a la Casa del Cerro, donde había nacido Torreón como villa hacía más de ochenta años. Subimos a pie.

Lo recuerdo con claridad. Tocamos en una puerta de tela. Se translucía la irradiación de un televisor. Nos abrió El César. Era moreno, de bigote. Lucía una esclava y una camisa de vestir. Saludó a Quique efusivamente. Era su cliente. Yo me quedé como lelo guachando el cuerno de chivo que descansaba junto a una mesa apuntando al cielo.

Quique era más grande que yo. Yo era un niño. Con un chor y unos Jordan 94, en la sala de uno de nuestros más ilustres capos. La transacción, como todas las que se dan en el narcomenudeo fue express. Tres minutos después bajamos del cerro con la coca.

Cuando estalló la guerra vs. el narco pensé mucho en la visita a la casa del César. Me impactó a la distancia porque yo siempre me había quejado de que nunca pasaba nada, pero era al contrario, ocurría todo. Y yo estaba ahí, en el epicentro del desmadre.

En una ocasión Alejandro Almazán me preguntó por qué no había sido narco. La respuesta no la sé. Lo que sí sé es que de haberme decidido a serlo, estaba en el mejor lugar para que me apadrinaran.

El pericazo sarniento

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