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Mi primer conecte

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No recuerdo mi primer beso, pero no he olvidado la primera vez que compré droga.

Desde que mi madre me administró el primer Mejoralito, sabor naranja, me condenó al mundo químico. Nunca me ha gustado la mota. Tampoco me molesta. Pero disfruto provocando a los mariguanos. Son más fundamentalistas que los Testigos de Jehová. Siempre que me manifiesto en contra de la yerba hay trifulca. Una ocasión una chica me preguntó por qué no fumaba. Es droga para pobres, le contesté y se ofendió. Pasé una de las peores veladas de mi vida. Toda la madrugada intentó convencerme de que la fritanga era la salvación de la humanidad. Nos traíamos un antojo feroz, pero después de mi aseveración se negó a acostarse conmigo. Al principio empleó toda la indulgencia que la pachequez puede inducir y cuando descubrió que era inútil, nunca he tenido madera de converso, me tildó de pendejo. Pretendí enmendar mi error, pero era demasiado tarde. Mi jabón corporal está hecho de cáñamo, le dije, no me creyó. Y sí era neta.

Pocas cosas exasperan tanto como un mariguano consuetudinario que no se sabe ponchar. He conocido a varios en mi vida. La mayoría pertenecen al mundillo editorial. Llevan décadas de grifos pero son incapaces de forjar. Si pierden el híter y no cuentan un cigarro a la mano para sacarle el tabaco se les acabó el corrido. Si fuera mariachi, sería otro bulto de esos sin habilidades para liar. De morrito observé cómo se forjaron kilos y kilos de weed, los macizos de mi cuadra tenían doctorado, pero jamás me propuse poner atención de verdad y menos practicar ese arte cada vez más escaso. Lo cual no me impidió comprarme una pipa.

Fumé mota por primera vez a los doce años. Martín, mi medio hermano, y mi primo Tony me iniciaron bajo la amenaza de cortarme los güevos. No era necesario amedrentarme. Soy un Velázquez. No existe hijo de mi padre que no haya probado la droga. No hice click con la yerba. Desconozco el motivo. Lo atribuyo a mi personalidad celerina. Me cuesta la apacibilidad. A los dieciséis me aproximé a la mota por una poderosa razón: por aburrimiento. Comencé a fumar en el barrio. Nunca faltaba quien se prendiera un toque. Poseer droga siempre me ha otorgado una sensación de seguridad. Sea falsa o verdadera no me interesa. La droga en mi poder me tranquiliza. Aunque siempre me invitaron un churro, yo ansiaba mi propia mota. Tras acompañar a uno que otro pacheco a cargar varias veces, decidí que estaba listo para adquirir mi material.

El primer rito de iniciación del adicto es probar la droga, el segundo, comprarla. Como me resistía a acudir solo, a pesar de considerarme preparado para la misión, le pedí a mi compa Don Jilo que me acompañara. Cuando vas a comprar droga lo mejor es que lo hagas con un consumidor. Alguien que sepa qué riesgo corre y que tenga un buen manejo de la situación por si surge un problema. Don Jilo ignoraba a qué se exponía. No era cliente, ni me conocían, pero comprar droga antes de la guerra vs. el narco no era complicado. La bronca era ocultarla. Después de la devaluación de 1994 cincuenta pesos de mariguana equivalían a un guatote que se envolvía con dos planas del periódico.

El Bordo, una zona marginal que todavía existe, era el punto de venta más popular del sector. Una Cartolandia que prosperó gracias a la derrama económica producto del narco. Ahí termina el estado de Coahuila. Del otro lado del lecho seco del río Nazas se localiza el Consuelo, un barrio malandro de Gómez Palacio, Durango. Las colonias tienen dos cosas en común, las divide el vado y las hermana el narcotráfico. En los últimos veinte años han sido protagonistas en el negocio de la droga. Al Bordo lo antecede la Maclovio Herrera, un lugar famoso por ser la cuna de Los Chicos de Barrio, uno de los grupos de música insigne de la ciudad y símbolo de la cumbia lagunera reciente.

Toqué en la misma casa en la que me había presentado en las últimas dos semanas. Mis principales temores eran que no me abrieran o que en lugar de mariguana me dieran caca de vaca. En aquellos años si un díler deseaba darte una lección no te agarraba a tablazos o te disparaba, te surtía de caca de burro o de caballo. No existe un manual para ganarse la confianza de un díler. Un ruco de bigote abrió la puerta y preguntó cuánto. Cincuenta varos. Guachó hacia los dos lados de la calle y desapareció con mi billete. Dos minutos después me entregó la mota. Era demasiada para transportarla encajada en la cintura. Yo traía puesto un chor. Clávatela tú que traes pantalón, le dije a Don Jilo. Le sacateó. No me quedó más remedio que metérmela en los guëvos.

Inicié el camino de regreso con un guato de yerba como tercer testículo. Afuera de la primaria 20-30 nos detuvo una patrulla. Era evidente que nos la habían cuchileado. Por divertirse o por maloras. El díler o cualquier mirón. Es uno de los inconvenientes cuando no te conocen. Te catalogan como un turista. Consideran que no has pagado el derecho de piso. Les caga que sepas dónde se ubica el punto de venta. Y te hacen pagar por contar con esa información. Tú sólo estás debutando. Y ya tienes a la tira encima.

Los polis sabían que traíamos mota. Nos habían señalado. Por eso ni nos interrogaron. Revisión de rutina, informaron al bajarse de la unidad. Antes de que me registraran me puse contra la pared con las piernas separadas. Mi actitud delató a Don Jilo. Lo basculeraron a fondo. A mí sólo me sacudieron el chor por la cintura con la esperanza de que cayera el paquete. Pero no ocurrió. La sangre fría es determinante en estos casos. Tanto si traes cincuenta pesos de mota, un gramo de coca o un cargamento. Don Jilo sudaba de los nervios. Los polis lo manosearon hasta darse por vencidos. Yo conservé la calma. La idea de caer al bote por posesión de unas plantas secas no me decía nada. Nos dejaron ir. Seguro pensaron que nos habíamos deshecho de la mota.

Rellené la pipa apenas llegamos a casa de mi abuela. Sólo yo fumé. Don Jilo nunca había probado la yesca. Y aunque era una estupenda ocasión para hacerlo por primera vez, se abstuvo. Me puse bien mariguano para celebrar que me había graduado. Y con honores. No sólo conecté, también burlé a la policía, dos pasos indispensables para el adicto, en una sola jornada. Pero a pesar de la adrenalina experimentada, el vacío continuaba atosigándome. Para mí la mota no califica como droga. Me parece inofensiva. Aunque la etiquete de vicio para soldados, no tengo nada en su contra. Cuando alguno de mis amigos me cuenta preocupado que su hijo adolescente es pacheco le aseguro que no tiene de qué preocuparse. Nadie ha muerto de una sobredosis de mariguana y los grifos no son proclives a asaltar un banco.

Tras fumar un par de veces el día de mi primer conecte me cayó el veinte de que era un chingo de mota la que tenía en mi poder. Qué güeva fumármela toda. ¿A poco Keith Richards se chingaría todo esto? La tiré toda por el excusado. Un comportamiento clásico del adicto. No habían pasado ni veinte minutos cuando regresé al Bordo, esta vez sin Don Jilo, por otros cincuenta pesos.

El pericazo sarniento

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