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No voy en tren, voy en avión

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En la puerta del colegio,

con su bolsa de caramelos,

espera para hacerte feliz

El hombre de los caramelos.

orquesta mondragón

Mi primer amor fueron las pastillas.

De morro fui testigo de un episodio en la vida de un anfeto. El Diente, un locotón del barrio, yacía inconsciente mientras su tía trataba de reanimarlo exprimiéndole media naranja en la boca. Llamen a una ambulancia, gritaba la doña desesperada. Nadie movía un dedo. No sufría de un infarto o de un ataque epiléptico. Pregunté qué le ocurría. Anda bien pasadote, alguien respondió. Desconocía qué significaba andar bien pasado, pero fuegos pirotécnicos atronaron en mi mente. Si me hubieran dicho que era Superman debilitado por la kriptonita no me habría causado tanto impacto. Auxilio, se me está muriendo, dramatizaba la doña. Déjelo, se la está pasando a toda madre, le gritaron y se dispersó el manojo de metichones.

En un pasaje de Espera la primavera, Bandini, Fante cuenta que de niño vio a un borracho y decidió que cuando creciera se convertiría en uno. No es que me quemara por repetir la existencia del Diente, pero me arrebataba por revolcarme en esos lodosos terrenos. Y qué se metió, indagué después. Unas pingüas. Pilas. Píldoras. Guasas. Pastas. Pastillas. El Diente era un Arturo. Así les apodaban a los consumidores de Artane, un medicamento indicado para el parkinson.

Que la mariguana es la puerta a otras drogas es un mito. Desencantado del 4/20 jubilé la pipa convencido de que las drogas no eran para mí (ja, qué ingenuo fui). La culpa de mi triunfal regreso la tuvo el basquetbol. La cancha del Monumento Hidalgo fue mi brújula para establecer relaciones con adictos. Enfrente trabajaban Jano y el Ramón (un metodólogo que se estacionó una temporada en la heroína). Jano me presentó al Gaby Rock (guitarrista). Gaby Rock me llevó a la casa del Garbage, alias La Funda (melómano). Y en casa del Garbage conocería al Bordón. Como basquetbolistas callejeros, destechados, nuestro enemigo natural era el sol. Comenzábamos a botar el balón después de las diez de la noche. Mientras, en las gradas sonaba grunge desde una grabadora. Canasteábamos toda la madrugada. Para mantenerme despierto comencé a pucharme pastas.

Debuté en las anfetas con una Artane, me la pasé con un trago de caguama. Qué trastorno. Una golosina de pura euforia. Hasta que no la probé entendí a qué se refería Charly García al clamar “no voy en tren, voy en avión”. Uno de los efectos que me provocaba era la sensación de traer las turbinas de un avión detrás de las orejas. Se convirtieron en mi religión, mi debilidad. Entonces había en el mercado negro tres variedades. Las Artane, los Rebotes o Roche (Lexotanil) y las Reinas (Valium). Comencé con una Artane o Rebote. Luego las combinaba. Mitad y mitad. Y después una de cada una.

Las pastas eran la droga ideal, baratas y fáciles de conseguir. Se transportaban sin borlote. Te las guardabas en la bolsa pequeña del pantalón o si era una te la llevabas puesta. Las mercaba en la colonia La Rosita. Las vendía una señora más chisqueada que Sara Goldfab, la de Réquiem por un sueño. Tocaba a la puerta de una vivienda cochambrosa y me atendía la doña pasadísima. Tenía vitiligo y la costumbre de dejar los cigarros intactos hasta consumirse, luego se comía la ceniza a puños como si fuera pinole. Su chamba consistía en, además de despachar, sacar las pastillas de las carteras y agruparlas en distintos botecitos de plástico. No en pocas ocasiones me mandó a la tienda por cigarros y a cambio me obsequiaba una guasa de pilón.

Siempre que me empedo con mi compa El Peri me endilga la misma anécdota. ¿Te acuerdas cuando me pediste diez varos para unas pilas? No para anfetas, para baterías. Mi mayor diversión consistía en pucharme una pingua, ponerme los audífonos, oprimirle play al Experimental Jet Set, Trash and No Star de Sonic Youth, y salirme a caminar. Me había gastado todo en Roche y no tenía para las doble a. Estaba cautivado por las anfetaminas. Mi vida consistía en arañar dinero, trabajaba y robaba donde podía, para comprar unos casets, pastas, revistas sobre rock y paquetes de Duracell. Era un obseso de los walkman. Llegué a tener hasta cuatro al mismo tiempo. Y soñaba con unos Jordan. No los obtendría hasta 1994.

Se rumoraba que las anfetas te inducían al robo. Me parecía una patraña. No soy de los que le creen todo a los adictos. Si en ocasiones les sigo la corriente es por diversión, no por comprobar ciencia alguna. Pero una tarde que andaba bien Arturito entré a una Soriana y me robé un caset. Tuve distintos empleos: lavaplatos en una pozolería, despachador de pollo frito, chalán de frutería. Mi vida era tan tediosa que tuve que trabajar. Tan mal me encontraba. Las drogas son complejas en relación al trabajo. Cuando amas las drogas de verdad debes talonearle para conseguírtelas. Aunque después te imposibiliten para laborar, en una etapa de la adicción el jale es importante.

Acudí a una entrevista a Walmart para el puesto de encargado de la bodega de panadería. El Moño, gerente del departamento, no podía controlar a sus empeados. Quién chingados va a obedecer a un sujeto con el mote de El Moño. Estaban desesperados y no pusieron atención en quien contrataron. La bronca obedecía a que los pasteleros y los panaderos hacían lo que se les daba su puta gana. Eran una amenaza. Podían partirle su madre a cualquiera. Mi primer semana fue una pesadilla. Apenas terminaba de trapear, tiraban grajea y cuanto ingrediente se les atorara. Establecí un horario para surtirles los insumos pero se lo pasaban por los güevos. Una tarde tuve un enfrentamiento con uno de ellos. Le pregunté si tenía problemas en su casa o por qué se comportaba como un pendejo. Me hizo caca con la mirada. Al término del turno lo tenía clarísimo. Mi caída estaba cantada. En cualquier momento me agarraría, él u otro, a putazos. Tenía que fraguar un plan. Esa noche me fui a la cama pensando en cómo ganármelos.

Los panaderos eran tipos duros, de barrio, pero gente humilde. Se levantaban a las 4:30 am para estar en la panadería a las seis. A las 10:30, hora del almuerzo, sacaban sus lonches de huevo con chorizo y se sentaban en círculo. Algunos bebían agua. Mi tarea, además de tratar infructuosamente de mantener el orden en la boda, era proveerlos de los ingredientes para la preparación de todo tipo de postres y pasteles. Tenía acceso a toda la tienda. Escondidos entre los insumos, comencé a contrabandear de todo. Al día siguiente del incidente les preparé un chicharrón con salsa verde. Calenté unas tortillas y les serví refresco. Me los eché a la bolsa de inmediato. Y me bautizaron como El Conejo, por rata. Desde aquel día dejé de batallar. Puse fin a la anarquía y el gerente de la tienda y El Moño me felicitaron.

Por las mañanas era Bruce Wayne en Walmart y por las tardes me convertía en Batman. A las seis que salía de trabajar me metía una píldora y me dirigía al centro a robar. Al principio sólo hurtaba música para mí. Me parecía un acto noble. Pero el ansia que me provocaban las píldoras me hacía arrasar con lo que estuviera disponible. Me convertí en un vil fardero. Comencé a levantar pedidos en el barrio. Tras visitar varios centros comerciales a las nueve de la noche hacía la entrega de mis pedidos. Estar bajo el efecto de las anfetas me exentaba de todo temor. Siempre he sido un poco cleptómano, pero las pastas me desinhibían por completo. Mi romance con los laboratorios era impecable.

Agarré confianza suficiente para meter a la bodega casets junto a la comida. Después desodorantes, juguetes, chocolates. Al principio eran rigurosos con la revisión al terminar el turno en Walmart, como nunca me encontraron nada se relajaron. Salía de la tienda con la mochila repleta de fayuca. Y mi pequeño imperio habría continuado si no hubiera dado un paso en falso. Una tarde que había saqueado de lo lindo, en lugar de marcharme a casa con mi botín decidí continuar la expropiación. Me atraparon dentro de un supermercado. Antes de que me detuvieran los guardias conseguí deshacerme de la mercancía. Me metieron a la tienda. Me iban a dejar ir, pero abrieron mi mochila, la había dejado en paquetería, y descubrieron el mandado. Me subieron esposado a una patrulla.

Pasé la noche en los separos de la Colón. Me fotografiaron con On the Road de Jack Kerouac en la mano, también me lo había piñado, y salí en el Extra, en la galería de malandros. Aún conservo el periódico. No me presenté a trabajar en Walmart hasta el día siguiente. Me esperaban. El gerente y El Moño me pusieron la edición del Extra en la jeta. Por qué, Carlos, me cuestionó el gerente. Recuerdo cada una de sus palabras. Eres un magnífico elemento. Por políticas de la empresa no puedes conservar el puesto. Qué decentes se comportaron. Habían revisado los videos de la tienda y se enteraron de todo lo que robé, no me levantaron cargos y todavía me indemnizaron. Cuando me quedé a solas con El Moño me encaró para decirme que lo había decepcionado. Por qué, insistía. Le confesé que las pastillas me despertaban un apetito profesional por la uña. Le rompí doblemente el corazón. Váyase, me dijo y se echó a llorar.

No era el único que desfalcaba. En los videos se reveló que los guardias de seguridad escondían televisores en cajas de cartón vacías y por la noche los recogían de los contenedores de la basura. Las empleadas de frutas robaban lencería. Las cajeras se surtían de cosméticos. A todos los metieron al bote. Menos a mí. Siempre estaré agradecido por su generosidad.

Con todo el tiempo del mundo profundicé en las anfetas. Mis héroes eran unos hommies que se metían la cartera entera, doce pastas, al mismo tiempo. Abrían la boca y te las enseñaban perfectamente alineadas en la lengua. Es una habilidad que toma tiempo dominar. Yo no podía medirme con esos jerarcas. Con dos que me puchara era suficiente. Entonces un simple giro del destino modificó los acontecimientos. Me avoracé. Como siempre me ocurre. Comencé a meterme una anfeta al día. Así como la gente se bebe un café por la mañana, yo me puchaba un Artane o un Rebote.

Los primeros cuatro días levité como egresado de Casa Tibet. Al quinto día dejé de ser yo. No recuerdo lo acontecido. La gente bajo tratamiento psiquiátrico refiere que las pastillas las inducen a una especie de éxtasis que las hace sentir como si flotaran sobre nubes de algodón de azúcar. No comparto la analogía. No me derretía de felicidad. Tampoco me la pasaba mal. No registraba. Era como un caset sin cinta.

Cumplidos dos meses colapsé. Supe que habían transcurrido sesenta días a base de pastillas porque tenía seis decenas. La mañana en que me puché la última me acosté sobre mi cama y no pude levantarme. No conseguía moverme. Ni hablar. Pero estaba despierto. Tenía los ojos abiertos. Contemplar el techo era una actividad que me tomaba con la seriedad de un personaje de Samuel Beckett. Escuchaba todo lo que ocurría. A pesar de la bruma en la que me encontraba retengo ciertas imágenes. La histeria de mi madre. El miedo y el llanto. Al tercer día momificado vino la ambulancia. Me internaron en el hospital. Una inyección en la vena me hizo cambiar de canal.

Existe un cuento de Palahniuk en que un adolescente se extirpa a sí mismo el intestino en una piscina. Pegaba el recto al extractor del agua mientras se masturbaba. Se mudan de ciudad. Es el secreto de la familia. Durante muchos años el secreto entre mi madre y yo fue la criogenización a la que me indujeron las anfetas. Técnicamente no era un suicidio ni una llamada de auxilio, sólo le había dado rienda suelta a mi compulsividad.

Me asusté. Estaba enamoradísimo de las pastillas. Pero recibí una lección. Eran cosa seria. Con todo el dolor de mi corazón renuncié a ellas. Fue duro. Me dolió como si me hubieran dejado caer desde un helicóptero.

El pericazo sarniento

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