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Pascual days

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Las drogas fueron para mi generación lo que el monolito para los simios en 2001.

Cuando cursaba secundaria, La Peineta me robó la flauta. La sustrajo de mi mochila mientras yo jugaba Arcade. Así comenzó nuestra amistad. Aunque no sería hasta una tarde en la cancha de básquet que la música la sellaría. Uno de los vicios de La Peineta es relatar una y otra vez dicha anécdota. Según el cascarrabias llegué muy verga y apañé sus cedés, que descansaban bajo la canasta, y le ordené me vas a prestar éste, el Core de Stone Temple Pilots y éste otro, el Meantime de Helmet y yo te voy a rolar uno de Aerosmith. Se burló de mí el culero. Pump forma parte del panorama de mi educación sentimental. No me avergüenza reconocerlo.

A partir de ese día comencé una amistad con La Peineta que ha durado casi treinta años.

Lo apodaban El Rocker, por greñudo, pero una noche que compró caguamas clandestinas y lo trampó la policía fue rebautizado. Peineta significa soplón. Una regla no escrita de la venta ilegal de alcohol es que si te atrapa la ley no delates a quien te lo vendió. La Peineta vivía en la Miguel Hidalgo. Una colonia incrustada en un costado del Cerro de la Cruz. Era un prángana, como yo. Éramos esos chicos perdidos de “Something in the Night” de Bruce Spingsteen. Existían dos tipos de vale verga. Los que estaban condenados y los que tratábamos de escapar de nuestra condición de pranganotas. La manera que La Peineta eligió para escapar fue tatuando.

La Peineta aprendió a tatuar de manera autodidacta, de la misma forma yo emprendería un proyecto de escritura años después. Comenzó con pura escoria. O como le encantaba decirles, sus víctimas. Puro chemo que con tal de tatuarse gratis permitía a La Peineta ensayar sobre su piel. Apenas perfeccionó el uso de la aguja, empezó a cobrar. De la Miguel Hidalgo, a un costado del Cerro de la Cruz, brincó al estudio de tatuajes de El Pala, también conocido como El Sandalias o El Chancla.

Yo seguía en busca de una droga ya que mis bodas entre el cielo y el infierno de las anfetas habían fracasado y la mota no me seducía. Entonces el polvo maldito hizo su entrada triunfal.

Supe de la existencia de la coca por la televisión. Para mí era tan remota como un viaje a Europa. La asociaba a Hollywood, a Maradona, a Paco Stanley. Era una droga para gente adinerada. New rich. Pero el neoliberalismo hizo lo suyo y la puso en las calles al alcance de pránganas como yo.

Probé la coca a los diecisiete casi dieciocho en el estudio de tatuajes de El Pala. Ese mismo día conocí a José Alfredo, con quien sostengo una amistad a prueba de balas hasta el presente. A José Alfredo lo apodaban El Kevin, por su parecido con el niño de la serie Wonder Years. Apenas tenía quince años. Él no probó la soda, pero el hecho de que estuviera esa tarde ahí era un indicio de lo que pasaría con él años después. Se convertiría en uno de los mejores artistas de México.

Ignoro de dónde la sacaron. Recuerdo que era un putazo. La Peineta, El Pala y yo comenzamos a esnifar. Todo ese aburrimiento que había experimentado desde la infancia desapareció en un segundo. Me sentí vengado. De qué, no lo sé. De lo que sea. Sentí que por fin el mundo había saldado sus cuentas conmigo. Toda mi frustración se desvaneció. Como todos los idiotas que se meten coca, me la creí. Me convencí a mí mismo de que no era un pobre pendejo. De que era distinto a los del barrio. De que haría algo con mi vida.

Vaya que hice algo: drogarme. En ese momento creí en el futuro. Sentí lo mismo que el protagonista de “El Inmortal” de Borges cuando la lluvia le devuelve el habla. Yo había olvidado el lenguaje. Y la coca me lo regresó. Y me dotó de una personalidad.

No faltaría mucho tiempo para topar con pared y descubrir que la coca no es perfecta porque nada es perfecto en los planes perfectos de Dios. En calidad de mientras, nos metimos rayas sin contemplación. El Pala nos inició a La Peineta y a mí, pero él jamás se volvió adicto. Renunció al tatuaje y se convirtió en promotor de box. La Peineta y yo no paramos. La Peineta estuvo varios años esclavizado a la piedra y a mí la coca no me suelta.

Casi nunca pienso en el día en que inicié en la cocaína. Pero de algo estoy seguro por completo, si en mi próxima reencarnación me la ponen delante no dudaré como no lo hice en esta vida.

He iniciado a varias personas en el chichiflín. La mayoría me ha dicho que no siente nada. Se rumora que el cerebro se tarda en reconocer las sustancias. Existen cientos de historias de personas que cuando probaron el lsd por primera vez no les hizo efecto. A mí la coca me pegó de inmediato.

No sospechábamos que éramos adictos. Ni sabíamos lo que hacíamos. No se trataba de un juego, pero tampoco lo tomamos como un acto ceremonioso. Todo adicto tiene una inquietud inherente. Esa curiosidad que busca saciarse es la que lo empuja hacia las drogas. Haces click y comienza un estado mental narrativo que no se detendrá nunca o casi nunca.

Aquel día me fui a mi casa hasta el culo de soda. Tuve dificultad para dormir, pero no tenía contemplado volver a meterme coca. Según yo había sido cosa de una sola vez.

Fue así como empezaron mis días de pascualón.

El pericazo sarniento

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