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II

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Sábado, 16 de septiembre de 1911

Hoy he dormido a la luz de la luna, sintiendo la suave arena sobre mi cuerpo. Me he adentrado por las calles de Málaga. En la calle principal, una calle ancha con edificios que se asemejan a palacetes como en los que yo me crie, hasta que terminé viviendo en una vieja casa plagada de ratones de uno de los barrios más pobres de Belfast, en esa calle cada farola lleva en su copa flores rojas que la adornan. En este lujoso y elegante lugar hay un hotel llamado Hotel Inglés, ello me recuerda a mi tierra. A pesar de que, gracias a mi madre, experta en idiomas, hablo cuatro lenguas, siempre echo de menos mi lugar de origen, mi idioma, mis costumbres. Los vendedores de biznagas cantan versos y canciones que enaltecen el amor hacia una mujer, con el fin de que algún joven enamorado le regale ese ramo de jazmines a alguna señorita.


Y entonces la he visto pasar. Es una joven elegante, aprecio que no es de familia humilde, sus manos son delicadas, finas, parece algo seria; sin embargo, algún recuerdo de su memoria le ha hecho sonreír. Tiene una sonrisa perfecta. Es morena, de ojos negros y profundos. En ese instante he quedado admirado ante su belleza, pero pronto he apartado mi mirada. Quizás en otros tiempos podría haberme acercado a ella, pero ahora como preso fugado que soy no puedo hacer más que continuar huyendo.

Con el poco dinero que me queda he decidido alquilar una habitación en el Hotel Inglés. Estas vistas hacia la calle principal con ese intenso trasiego de la gente me hacen olvidarme por unas horas de mi triste historia, imaginando los pensamientos de todo el que pasa por debajo de mi ventana.

Ahora, después de ocho años he empezado a trabajar como ingeniero en el puerto. Me siento tan afortunado de poder contemplar tan de cerca la carga y descarga de buques que ahora sí que me encuentro preparado para leer las líneas que me estaban esperando. Un irlandés fugitivo es el protagonista de esta historia. Un irlandés fugitivo sin nombre y sin rostro, pero con una vida que contar.

La jornada para mí ha terminado en el puerto; sin embargo, el resto de los estibadores continúan ordenando las mercancías para el día siguiente. Se dirigen de un almacén a otro en la oscuridad de la noche, llevando en aquellos contenedores ilusiones de algún niño que espera un juguete con el que sueña o algo tan simple y necesario para sobrevivir cada día. La verdad es que siempre, desde niño, me han impresionado esos gigantescos buques venidos desde los viejos mares con algo que se espera con ansias en la otra punta del mundo o aquellos que zarpan desde estas tierras con algo tan nuestro y que luego lo tendrán en sus manos gentes a las que no puedo ponerles ni rostro ni nombre ni siquiera voz.

¿Quién sería ese irlandés y por qué dejó este diario olvidado entre las blancas rocas de La Farola del Mar?


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