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IV

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Lunes, 18 de septiembre de 1911

Hoy es el último día que escribiré en este diario y lo haré simplemente para que, si en un futuro alguien lo encuentra, al igual que yo lo hice, sepa cuál fue mi historia y el delito que cometí. Pero siento que ya no existe motivo para que continúe escribiendo palabras sin sentido en estos folios. Los días son cada vez más monótonos y yo no encuentro el rumbo de mi vida.

Con dieciséis años abandoné el sueño de ir a la prestigiosa Universidad de Belfast y no tuve mayor opción que entrar a trabajar en los astilleros Harland and Wolff. Las condiciones de trabajo allí eran desagradables y duras. Yo ya no sentía lástima de mí, sino de los niños que no habían tenido la oportunidad de ir a la escuela, me acostumbré a verlos por allí deambular, llevando a sus espaldas tablones de madera más pesados que sus propios cuerpos y a cambio no tenían ni para comprarse una bolsa de caramelos. El poco dinero que ganaban habían de compartirlo con el resto de su familia y con hermanos mucho más pequeños que ellos.

No sé si al no haber caído en la ruina y haber continuado siendo un burgués de universidad me hubiera fijado en aquellos niños. Lo único que tengo por certero es que nunca miré a nadie creyéndome mejor que él, quizás con mayor suerte, pero nunca creí que mi dinero me haría mejor persona.

Hace algo más de un año varios niños fueron golpeados y despedidos del astillero porque habían dejado caer algunos tablones en el lugar equivocado. Se habían quedado observando un nuevo barco que se acercaba al puerto. Ante esa injusticia mi paciencia se agotó y opté por hablar con el encargado. Me amenazaron con despedirme a mí también, algo que en verdad deseaba. Así que decidí robar parte del dinero que había en la caja fuerte, de la cual me había aprendido la combinación, y así repartirlo entre los niños. Siempre me ha gustado observar en silencio, por lo que aquellos números que me apartaban del dinero no suponían un problema para mí. La había visto abrir por el encargado cientos de veces, cada vez que tenían que pagar alguna nueva mercancía.

Mientras robaba el dinero, el encargado entró en el cuarto y me descubrió. Yo lo golpeé intentando escapar, por ello no sé si en realidad asesiné a un hombre. Y el resto de mi historia ya se sabe. Hui de la justicia de mi país y también por proteger a mi madre y a mi hermana que no se merecían pagar por mis culpas. No me despedí de ellas. Repartí el dinero entre los niños, robé un pequeño barco y escapé hacia tierras portuguesas.

El día que puse rumbo a esta nueva e incierta vida miré al horizonte de mi ciudad con profundo temor, jamás regresaría ya al lugar en el que me había criado. Dejaba allí enterrados los viejos recuerdos, debía olvidarlos para convertirme en otra persona. No sabía si era justo con mi familia, pero sabía que en Belfast yo ya no tenía futuro y mi única oportunidad era abalanzarme al mar en un barco miserable y empobrecido. La travesía duró meses, meses de desesperanza en soledad y teniendo como único deseo encontrar una isla desierta y deshabitada. No quería fallecer, pero iba rindiéndome poco a poco, las velas del barco comenzaban a partirse y mi única esperanza de vida eran pequeños peces que se arremolinaban alrededor de la quilla del barco, con ello satisfacía mis ansias más primarias. Con el trascurso de las semanas adopté la vida salvaje como propia y olvidé mis buenos y delicados modales.

Estaba anocheciendo, el cielo se tornaba anaranjado, una estampa bella que jamás olvidaré, pero ese cielo veraniego no fue lo que me impresionó, sino que al fin divisaba tierra. Una ciudad muy diferente a mi Irlanda, más colorida, de calles estrechas y adoquinadas, se presentaba ante mí, Oporto. Pensé en si sería Portugal el nuevo país que me acogería, aunque lo único que deseaba en aquel momento era continuar huyendo, alcanzar el fin del mundo y quedarme allí reposando, a medio camino entre el mar y las extensas cadenas montañosas como los entierros épicos de los grandes caballeros medievales. El puerto era grande y extraño a la vez, un paisaje surcado por puentes que atravesaban el mar uniendo un extremo y otro de la ciudad. Nunca había contemplado el paisaje de un estuario. El río Duero avanzaba sigiloso y pletórico bordeando toda la ciudad y en su estuario ponía fin al ciclo de vida de las aguas que lo surcan. El barco que robé en Belfast se perforó y su cubierta comenzó a llenarse de agua, era el momento de despedirme de él, de despedirme de lo único que me unía ya a mi tierra.

Aquellos meses de travesía fueron la gesta más imprudente y a la vez la más aventurada y pasional que he hecho en mi vida. Pero creo que es el destino que me espera, mi único destino, el único sentido que le encuentro a mi vida.

Tras pasear por las calles de Oporto y contemplar sus edificios y fachadas adornados con coloridos azulejos, me di cuenta que era un intruso en aquella tierra. Amarrado en el puerto, entre las aguas del Duero y las del Atlántico, había un viejo barco, abandonado quizás o esperando a su antiguo dueño, pero yo decidí apropiarme de él y poner rumbo a una nueva tierra a la que sintiera como propia en el fondo de mi corazón. Durante algunas semanas bordeé las costas portuguesas y españolas hasta llegar a esta ciudad colorida, Málaga, de la que también terminaré huyendo porque arrastro un pasado demasiado traumático y sé que en ningún lugar lograré ser feliz.

No intento justificar mis crueles actos, tan solo deseo que quien en un futuro lea estas líneas le sean por lo menos algo interesantes. Abandono el viejo diario en este hotel que posee esas poderosas vistas que me han devuelto durante unos días la alegría.

Esta historia me sobrecoge el alma y me frustra el no poder saber nada más. Una vida inconclusa, una historia que tan solo ha hecho nada más que empezar y, sin embargo, aquí abandona a su lector. No hay derecho a prestarle atención a alguien para que luego te abandone en la más plena incertidumbre.

Me enfada tanto. Este libro parece maldito, es mejor que lo deje abandonado entre los recovecos del muelle, el lugar del que nunca debió salir.

Durante toda la noche no he podido dormir, pensando en que he abandonado un recuerdo del pasado, un testigo vivo. Lo he dejado a su suerte y cerca del mar. Si el aire lo ha empujado a la orilla ya nunca podré tenerlo en mis manos.

Mi jornada de trabajo empieza pronto. He de revisar cada día la maquinaria pesada que sirve para descargar y cargar los buques. Pero lo primero que hago es ir a buscar a ese amigo que ayer me decepcionó y yo no perdoné aquella decepción.

Por suerte no se ha movido del lugar donde lo dejé, como si me estuviera esperando. Lo guardo en mi mochila a la espera de que esta noche, contemplando el silencioso trasiego de los estibadores, intente encontrar el final a esta historia.

De nuevo, con las tapas rojizas sobre mis manos, respiro profundo para averiguar el destino final de aquel irlandés.

Voy pasando las hojas, todas en blanco, ni una sola marca de tinta en ellas, hasta que después de haber pasado más de trescientas páginas, por fin aparece una completamente escrita.


Diario sin nombre

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