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Lunes, 10 de febrero de 1913

El lector que haya llegado hasta estas páginas es poseedor de una gran paciencia. He decidido volver a escribir en este viejo amigo porque ahora sí he encontrado la verdadera razón de por qué comencé a escribir en él. Pero para ello he dejado en blanco cada página de cada uno de los días en los que lo tuve abandonado.

La última hoja que escribí contenía las letras de un hombre desilusionado con la vida y sin rumbo. Y por ello aquel día decidí que un libro no debe ser rellenado con frases que no contengan ningún sentido ni ninguna hazaña que narrar.

Lo dejé abandonado en el Hotel Inglés porque pensaba marchar de Málaga y no volver a pisar sus calles con aroma a jazmines; sin embargo, cuando llegué al puerto algo me hizo cambiar de opinión, una música, una canción, un canto que incitaba a la alegría, mientras cientos de hombres cargaban y descargaban buques sin descanso. Los vi tan alegres con sus vidas a pesar de que la gente ni siquiera los miraba.

—Cargadores de buques, ¿qué oficio es ese? —solían decirles.

Nadie se fijaba en que gracias a ese oficio la vida podía continuar cada día, porque ellos descargaban con sus manos aquello con lo que luego se podía comerciar y hacer cada día la existencia algo más cómoda. Me di cuenta, que al igual que los marineros, se curaban con sal las heridas. Me dispuse a ayudarlos y ahí encontré a los mejores amigos que jamás podría haber soñado. Así que no marché de Málaga, aquí sigo.

Hoy he ido a aquel hotel que me acogió por primera vez para recoger mi viejo diario. Le he regalado una biznaga a la dueña para que me dejara entrar. Algo he aprendido de los malagueños y entre todo ello cómo sacarle una sonrisa a una mujer.

La enigmática y bella señorita que observé el primer día que pisé esta calle ha vuelto a aparecer ante mis ojos. Es mi amor platónico. Sé que es inalcanzable para mí, pero con contemplar su sonrisa en la lejanía me es suficiente. ¿Y su voz? Hoy por fin he podido escuchar su voz. Pero esa no es la historia que he venido a contar, al fin habrá tantas historias de amor que narrar en estas calles de Málaga que prefiero dejar que sea otro quien escriba un nuevo diario contando sus andanzas amorosas.

Por fin, ayer Málaga se rindió a la labor incansable de los estibadores. El vapor de bandera francesa Anatolie procedente de Orán y con destino a Marsella llevaba desde el 20 de enero atracado en el puerto de Málaga. Sus bodegas iban cargadas con trescientas toneladas de aceite y debíamos de cargarlo con más mercancía con destino a Marsella. Además, en el barco no solo había aceite, sino algo muy especial que he decidido guardar en mi bolsillo. En Orán olvidaron descargar una pequeña caja de jabones fabricados en Marsella, pero no es el jabón lo que me ha alegrado el alma, sino un pequeño dibujo que en ellos hay. El dibujo de una rosa con dos pétalos caídos. Ese dibujo que tan solo hacía mi hermana. Ahora sé que ella está a salvo en Francia.

Cuando empezamos a cargar el buque fue trepidante el saber ordenar cada caja en su lugar apropiado. Era como un puzle en el que no solo importaba encajar las piezas, sino su peso, su estructura. Yo me considero un estibador más y veo tan injusto que se nos considere como a hombres sin oficio y se nos juzgue sin saber cómo es nuestro trabajo.

Pero desde ayer algo ha cambiado. Parte de la tripulación francesa del vapor Anatolie decidió hacer nuestro trabajo, colocando en el barco erróneamente la mercancía. Al principio decidí no hacer alarde de que también hablaba francés, me he acostumbrado a ser un estibador y he olvidado mi pasado burgués. Tan solo lo hice cuando fue estrictamente necesario.

El buque comenzó a hacer escora en banda de estribor, así que se debía de actuar rápidamente si no queríamos que se perdiera toda la mercancía y el buque se hundiera para siempre.

Mis compañeros que se encontraban a bordo del barco empezaron a notar cómo se inclinaban hacia un lado sin poder mantener el equilibrio. Los franceses, miembros de la tripulación, habían repartido el peso de la mercancía desproporcionadamente, pero no entendían a mis compañeros cuando estos les gritaban advirtiéndoles de su error.

Así que en ese instante no tuve otra opción que dirigirme a la tripulación en su lengua, la cual conozco bastante bien gracias a las enseñanzas de mi madre.

Al principio se mostraban incrédulos ante mis advertencias, pero el buque comenzó a inclinarse de tal forma que lo único que se podía avecinar con ello era un naufragio.

Toda la tripulación francesa se apartó hacia un lado y esperaron mis indicaciones. La verdad es que este oficio me apasiona. Cada carga y descarga es como un juego de estrategia. El orden y las proporciones perfectas es lo que buscamos.

Durante unas horas me convertí en el jefe de toda una tripulación, aunque no de mis compañeros que me apoyaron en cada indicación que di.

El buque Anatolie, al que ya le tengo mucho cariño, fue cargado y descargado dos veces hasta que toda su mercancía quedó en perfectas condiciones. Nunca he visto a tanta gente reunida en los alrededores del puerto contemplando nuestro trabajo. Los malagueños nos aplaudían mientras se alegraban al ver el rostro de admiración de los franceses.

Por fin somos los estibadores hombres con un oficio y no pobres que han de ganarse algún dinero descargando buques.

El barco francés ya ha zarpado llevándose consigo la esencia de la lucha de los estibadores malagueños, ya que irlandés llegué, pero en malagueño me he convertido. Nuestra historia ha traspasado fronteras y el buque Anatolie siempre estará unido a nosotros.

Las gentes me miran y sonríen con admiración y quieren invitarme a alguna copa. Pero yo rehúso esos halagos. Si no hubiera sido por los compañeros que hace dos años me entregaron su apoyo ahora estaría encerrado en alguna infecta prisión. Yo tan solo he contribuido con mi ayuda gracias a que hablo francés y ello no tiene ni la más mínima importancia.

La naviera Compagnie de Navigation Paquet a la cual pertenece Anatolie me ha ofrecido unirme a su tripulación, pero no pienso enrolarme de nuevo a la aventura cuando por fin he conseguido ser feliz en esta tierra.

Tan solo les he pedido una única cosa: que le entreguen una carta a mi hermana. Sé que el dibujo de esos jabones tan solo lo ha podido hacer ella. Les he escrito su nombre en el dorso de una hoja que he arrancado de este diario. Seguro que en Marsella no hay muchas irlandesas llamadas Margaret Jones.

Podría escribir ahora las últimas líneas de este diario, pero sé que todavía puedo narrar en sus páginas alguna bonita leyenda de los mares, de ese océano embriagador que alberga grandes recuerdos de marineros, bucaneros, cargadores de barcos y pescadores aferrados a su vida en el mar.

Sé que llegará el momento de cerrar estas páginas y dejárselas a venideros hombres de mar, pero por ahora continuaré dibujando con mis palabras las blancas hojas de este DIARIO SIN NOMBRE.

Estoy emocionado. Aquí, en el silencio de la noche, siento que soy el elegido por este irlandés del que tan solo sé que se apellidaba Jones.

Qué injustos hemos sido tratados lo estibadores a los largo de los siglos. Ahora recuerdo las palabras del periodista francés Albert Londres, quien en 1927 consideraba que los estibadores marselleses, los mismos que seguro supieron de las hazañas de los malagueños, no eran más que seres marginales que no tenían oficio ninguno.

Me quedo mirando la Farola del Mar, le sonrío en la distancia. Cuánta razón tenía este irlandés tan amigo mío ya. El océano es un enigma y ese enigma da cobijo a grandes leyendas, historias que se pierden entre el rumor de las olas y que, si no fuera por hombres como él que las dejan escritas en diarios húmedos, cubiertos de sal y arena, estas se marchitarían en las cantinas de los puertos, en los barcos que naufragan y en las voces que el mar se lleva a otras orillas.

Todavía me quedan por leer algunas páginas más de este recuerdo del pasado, pero las leeré con calma, con la serenidad de un día de verano que se despide con dulzura tras el horizonte del mar, dorando con mayor fuerza la suave arena de la playa.

La noche malagueña es enigmática, tiene unos tintes de guardián sigiloso y a la vez traicionero. Málaga es cuna de historias y de leyendas y yo cada vez que regreso a casa imagino a quiénes pudieron pasear por sus calles mucho tiempo atrás y ahora no dejo de pensar en el irlandés, en si anduvo los mismos pasos que yo hago ahora. Me gusta creer que en un momento de su vida algún antepasado mío pudo cruzarse con él, que en cierto modo sus ojos y los míos se miraron hace mucho tiempo atrás.


Diario sin nombre

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