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VI

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Martes, 11 de febrero de 1913

Desde que llegué a Málaga, el farero se ha convertido en un buen amigo mío. Muchas tardes nos reunimos en la taberna del puerto y compartimos historias. Cuando lo conocí me pareció un hombre silencioso, tímido, con mucho pasado como yo, pero que no estaba dispuesto a desvelarlo con tanta premura. Aun así, fue el primero que me dio cobijo cuando abandoné el Hotel Inglés.


No me preguntó quién era, solo me dijo que nunca traicionara la confianza que me daba, que era un hombre bueno, pero odiaba la deslealtad.

Así que antes de poder alquilar la pequeña casita en la que resido, viví durante algunos meses en La Farola de Málaga. Nunca antes había visto un faro por dentro. Es un hogar engañoso, las escaleras que suben a su cima parecen interminables, pero al mismo tiempo dan cobijo. Los ruidos nocturnos de un faro me parecían voces venidas de otro mundo, como si aquellas almas que naufragaron fueran atraídas por su luz y vinieran a exigir por qué cuando estaban vivos esa luz no los guio. Pasadas las semanas terminé acostumbrándome e incluso veía en aquellas voces música, cantos espirituales que parecen sosegar el corazón de la mar.

Hoy han comenzado las nuevas reformas en el faro. La luz que produce ya es insuficiente y quieren implantar un sistema de óptica nueva. He escuchado hablar a los ingenieros. A mí se me truncó el destino y no pude ir a la universidad, pero me hubiera gustado ser ingeniero, así que me he entretenido escuchándoles hablar sobre los nuevos proyectos que tienen para el faro.


El farero, mi buen amigo, se ha quedado sin hogar durante unos meses, hasta que terminen las reformas, pero yo le he ofrecido mi casa. No voy a dejar que duerma en la calle y con su sueldo tampoco creo que le dé para dormir en un hotel. Sería muy desagradecido si yo ahora no le ayudase.

Creo que se ha alegrado mucho cuando le he echado la mano al hombro y le he dicho que se viniera a mi casa. Me gusta tener a un amigo en mi hogar. Ojalá descubra cuáles son los enigmas que esconde, aunque para ello tenga que contarle los míos. Creo que ya es hora de desahogar mi corazón, necesito volver a confiar en alguien y así poder al fin echar raíces en esta tierra.

Estoy mirando La Farola de mi Málaga y me doy cuenta de que es un símbolo silencioso de esta ciudad. Un gigante sigiloso que ya no solo ilumina barcos, sino el alma de todos los que nos sentimos parte de esta tierra. Hace años que ya no vive ningún farero en ella y para los barcos ya no es su única guía. La vida ha cambiado mucho desde aquellos primeros años del siglo XX, pero la esencia de este puerto continúa siendo la misma. Este lugar es nostalgia, la nostalgia de los barcos que zarpan y se pierden en la lejanía, por mucho que pasen los años esa incertidumbre de quien se echa a la mar continúa siendo la misma. Al igual que la algarabía que se produce cuando tras meses y semanas de travesía un barco echa ancla en estas aguas.

Yo todavía no he visto el interior de la Farola del Mar, pero con las descripciones del irlandés parece que me haya sentido dentro de ella. Me pregunto cuántos fareros habrán pasado por aquellas estancias. Siempre me han dado cierto temor los faros, los he imaginado como lugares guardianes de muchos secretos, lugares misteriosos a los que es preferible no incomodar y ahora lo que más deseo es atravesar las puertas del faro de mi tierra y descubrir si todavía guarda recuerdos del farero y de mi amigo el irlandés.

Este diario es como una novela plagada de enigmas, de secretos que sé que nunca conoceré, pero es como una caracola que colocas en tu oído mientras las olas y las sirenas te susurran viejos cánticos con los que perderse entre la blanca espuma del mar.


Diario sin nombre

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