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VII

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Miércoles, 12 de febrero de 1913

Hoy he sido testigo de las lágrimas de un hombre que llevaba muchos años preso de su propia historia, de sus propios sentimientos enfrentados.

La historia del farero me ha sobrecogido el alma, es una de esas historias que no merecen quedar en el olvido, por ello he decidido escribirla en este diario.

Lo escuché sollozar durante la noche y me acerqué con un vaso de vino a su habitación. Es un hombre algo rudo, un hombre que se esconde en su propia coraza de fortaleza, pero aun así yo sabía que albergaba viejas penas en su corazón.

Me dijo que no ocurría nada, que tan solo había tenido un mal sueño. Aunque yo insistí y le di ese vaso de vino.

Me mantuve durante unos minutos en silencio, hasta que las lágrimas de mi amigo el farero comenzaron a brotar.

—No soy malagueño. Hace muchos años que vine a esta tierra procedente de otro lugar de España muy alejado de estas playas, por eso cuando te vi deambular por el puerto sin rumbo supe lo que buscabas y te acogí en mi casa. —Cuando he escuchado esas palabras no sé por qué no me han sorprendido, en el fondo sabía que era un marinero errante como yo lo fui hace algunos años ya.

Ha descrito su tierra con tanta emoción que me ha hecho sentir nostalgia por mi Irlanda. Creo que a partir de ahora no olvidaré el faro de su ciudad. Tiene un nombre peculiar, pero ya es como si me sintiera parte de él. El Faro del Caballo, así se llama, y las aguas del Cantábrico son las que alumbra.

Yo he sido cautivado por la luz del Mediterráneo, pero me gustaría conocer algún día aquel lejano mar Cantábrico.

Cuando me ha narrado su historia he recordado a los niños por los que robé aquella caja fuerte. Mi amigo el farero fue un niño huérfano, siendo un bebé lo abandonaron en una inclusa.

Con doce años se escapó de aquel lugar en busca de sus padres, pero terminó deambulando y delinquiendo por las calles de su ciudad. Acabó preso en una deteriorada y vieja prisión llamada de la Dársena.

—Allí había muchos más niños, pero tuve la suerte de que quien se convirtió en mi padre tan solo se fijara en mí. —Mientras me decía estas palabras lo he visto llorar como nunca antes había observado las lágrimas en un hombre.

—De niño me encantaba imaginarme que era un glorioso pirata que surcaba los mares con la mayor libertad que se puede sentir. Siempre había considerado a los piratas como hombres nobles que con su espada y sus cantos traían la prosperidad para todo aquel que decidía enrolarse en sus barcos, pero a mí me trajeron la tragedia y la desdicha de nuevo. —Es tanta la emoción y la pasión que le ha puesto a cada una de sus palabras que no las puedo olvidar y las escribo como si todavía las estuviera escuchando.


El hombre que lo salvó de aquella cárcel era el farero del Faro del Caballo, buscaba a un joven que le echase una mano con las tareas en el faro y qué mejor que ayudar a alguno de los pobres niños que habían acabado presos en el penal. Mientras me contaba esta historia me he sentido identificado con ese hombre. Yo hubiera hecho lo mismo, por ello me arriesgué en aquellos astilleros en los que trabajaba, aunque gracias a esa valerosa acción hoy he encontrado mi lugar entre estas playas. Mi amigo el farero aprendió el oficio de las manos de aquel hombre que se convirtió en un padre para él.

—Las aguas turquesas y los acantilados eran mi refugio. Me encantaba silbarles a las aves subido en el torreón del faro. Amo esta tierra porque me ha acogido, pero me gustaría terminar mis días en uno de mis verdes acantilados. Nunca habrá en ningún lugar un paraíso con aquellos colores, los colores de mi tierra. El verde y el azul se funden en una explosión de color que llena el alma de nostalgia. Cuando vi a aquel barco llegar, no pensé que pudieran ser piratas. Lo observé con calma hasta que arribó al acantilado, parecía otro de los barcos que allí llegaban buscando reposo y descanso en la travesía. Los vi cómo comenzaban a trepar por el acantilado, les grité que quiénes eran, pero no me dio tiempo a decir nada más; me golpearon en la cabeza y me desplomé entre las rocas y la hierba. —Tiene esa desenfrenada pasión por su tierra y odia tanto lo que ocurrió que no he podido contener el abrazarlo. Me gustaría algún día conocer aquel faro.

Cuando mi amigo despertó, el que se había convertido en su padre había sido asesinado por aquellos piratas.

—Me arrodillé sobre su cama y le lloré durante horas. Aquella noche el faro no iluminó las aguas turquesas y un pequeño rincón de las aguas del Cantábrico quedó en la más plena oscuridad en señal de duelo por la muerte de un hombre que había entregado su vida a divisar el horizonte del mar. Aquella noche apagué la llama del Faro del Caballo. Pero no podía quedarme; con mi pasado pronto me harían a mí responsable de aquella muerte, así que deambulando por ciudades llegué a Málaga en 1901. Necesitaban un nuevo farero y me ofrecí a desempeñar ese trabajo. —Aún mis ojos se humedecen al recordar las tristes palabras de mi amigo.

No puedo creer que yo ahora esté leyendo estas historias, ocurrieron tantos años atrás que me siento un verdadero afortunado y al igual que el irlandés yo también lloro al escuchar la pobre historia del farero. Me gustaría algún día descubrir las aguas turquesas, transitar por los mismos lugares que los protagonistas de esta historia.

Me quedan ya muy pocas páginas que leer de este diario, pero no deseo que se acaben, aunque sé que yo tendré que continuar algún día narrando las historias de la mar, es mi sino, el legado que este irlandés sin nombre me entregó hace cien años. Presiento que de una forma u otra en algún momento del pasado estuvimos unidos.

Diario sin nombre

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