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La realidad y la ficción

¿Qué significa escribir sobre literatura en una ciudad con ciegos en las esquinas, familias enteras que acampan en las veredas y jardines, multitudes vendiendo chucherías entre los automóviles de las grandes avenidas?

Tarde o temprano, el rostro de Cossette, ángel nacido del pecado en Los miserables, de Víctor Hugo, vendiendo golosinas, aparece en el retrovisor del taxi.

¿Cómo se puede pensar en Rimbaud en circunstancias como estas?, les preguntaba a mis alumnos de la universidad, a mediados de los años ochenta, época de oscuridad y tristeza en el Perú. Recuerdo que los salones no tenían puertas y en plena clase ingresaban los chocolateros y sus perros famélicos, seguidos de los cumpas –modo popular empleado para designar a los integrantes de los movimientos subversivos en tiempos del conflicto armado–, para sembrar –decían– la semilla de la rebelión contra las autoridades corruptas, los profesores mediocres y los chantajistas sexuales.

Entre las alumnas, había madres con sus pequeños en brazos, a los que daban de lactar, jovencitas que por una hamburguesa se levantaban a un gringo en el Centro. Una chica que arrastraba unas chanclas deshilachadas hizo que me arrepintiera de por vida de mi formalidad cuando la increpé por su falta de atención en clase. La pobre acababa de enterrar a su madre en una fosa en el arenal, a pocas cuadras de su casa. Dos estudiantes la habían ayudado a cavar la sepultura. No recuerdo si la enterraron en un ataúd o si tan solo la amortajaron.

¿Debía convencer a mi auditorio o, mejor, a mí misma de la necesidad de seguir al pie de la letra con el programa del curso: la literatura romántica alemana? En la siguiente sesión tocaba Novalis. La flor azul, el símbolo de la perfección soñada por Novalis, ese inaccesible bibelot romántico tenía más importancia para ellos que para mí.

¿Qué hacían en la universidad triste, entre las pintas de Sendero y las pizarras que anunciaban las polladas bailables del personal administrativo, Novalis, Keats, los goliardos y otros autores que había seleccionado para mi curso de literatura? ¿Era importante acaso continuar con esta rutina? Antes de que los militares intervinieran la universidad, cada mañana oíamos el poema de la camarada Edith Lagos –la que murió en combate, a la que le abrieron el vientre de un bayonetazo– entonado por una cantante vernacular: «Hierba silvestre, aroma puro». Estos versos sencillos no decían nada más que: «Hierba silvestre, aroma puro» y no necesitaban ahondar más. La cola para el almuerzo en el comedor universitario seguía creciendo desde la hora del desayuno mientras en el salón vacío la maestra del simbolismo francés esperaba en vano a sus alumnos refugiándose en versos de Mallarmé: «Sur le crédences, au salon vide: nul ptyx / Aboli bibelot d’inanité sonore».

Estaba escrito que no podía escapar a mi destino: seguiría siendo profesora en esta universidad triste. Solo años después dejaría de atravesar la barriadita que en 1986 se llevó el huaico, dejando a la vista de todo el mundo colchones y catres de fierro que flotaban a la intemperie, los verdaderos himnos a la noche como cantó Novalis.


Los escritores latinoamericanos, en especial los poetas como Bola­ño, Borges y sus seguidores, reaccionan y escriben como lectores fanáticos o fantasmas en trance. Incluso yo misma a veces me considero una esnob por el hecho de no poder evitar escribir dos líneas sin referirme a los escritores de siempre. Patricia Highsmith concibe a sus personajes psicópatas como grandes melómanos y coleccionistas de arte. Tom Ripley, por ejemplo –protagonista de varias de sus novelas–, puede escuchar en sus ratos de ocio a Bach o a Vival­di. Hay algo que aproxima a Ripley a estos compositores europeos, tal vez un goce remarcado por cierta asepsia. En cambio, entre nosotros Bach o Vivaldi sirven de timbre musical para los celulares y de música de fondo en las librerías. Esta compulsión utilitaria podría ser equivalente a citar a Mallarmé, a Villon, a Baudelaire, a Sade o a Nietzsche o a quien diablos sea en la bruma del pasado –a un tal Diógenes de Sínope o a un tal Cavafis de Ale­jandría, filoheleno–. En realidad no sabría decir por qué nos sucede esto, en particular a los escritores latinoamericanos.

Quizá Bolaño tenga la respuesta en Los detectives salvajes. Una lectura de esta novela nos revela que en el autoexiliado latinoamericano culto conviven dos antinaturalezas: la del sudaca –el hispano, el cabecita negra– que ama más la literatura occidental que los mismos occidentales, y la de un alma despechada y un corazón vapuleado por los conquistadores, que odia su propia entrega y disposición a admirar y, por lo tanto, se mofa de sí mismo y escupe al cielo para sentirse bien.


Una alumna de la universidad triste me echó en cara que se había levantado a un gringo por un plato de lentejas –en realidad fue por una oleaginosa porción de salchipapas– porque en su casa eran once hermanos, ella tenía hambre, y en clase yo no había dejado de hablar sobre Rimbaud. El poeta maldito le había despertado el apetito con su hambre de paisajes desconocidos, me dijo en tono guarachero. Al oír su lamento, sentí que Rimbaud había muerto varias veces.

Poco tiempo después, uno de mis alumnos preferidos, que solía acudir a clases ebrio, me extendía sus manos temblorosas cual Bukowski y me pedía un beso, que lo besara la maestra y le comprara uno de los libros que traía en su morral. Era obvio que para seguir bebiendo: Canetti, Onetti, Benedetti, los nombres de todos esos autores terminaban en las mismas sílabas y sus libros parecían estar destinados a un mismo final: ser rematados por el alumno, para que pudiera seguir chupando en las chinganas, porque el trago lo aproximaba al Parnaso, al Olimpo –la barriada El Pedregal–, que se divisaba desde aquellos tambos.

El ejemplo para los aspirantes a escritor era Onetti, quien se había pasado años en cama con un vaso de whisky en las rocas. El alumno de las manos temblorosas era un gran lector, sí, y también un gran escritor sin escritura. Parecía decirnos: Lo que importa es soñar con lo que se va a escribir algún día. Vaya uno a saber qué soñaría con escribir algún día aquel émulo de Onetti.

El tiempo ha pasado. Quizá el aspirante a Onetti haya escrito la novela de su vida y algún editor contestatario llegue a descubrirlo después de muerto, como se hacía antiguamente. Hace cincuenta años Bukowski descubrió a John Fante. Al mismo Bukowski lo descubrieron también ya viejo y borracho.

Es difícil en esta época, me dice al oído mi ángel de la guarda, ahora el que pierde, pierde. En realidad, entre los aspirantes a escritor nadie sabe si gana o pierde –nunca lo sabrá–, razón de más para hacer a un lado la angustia frente al destino literario.

Retrato de mujer sin familia ante una copa

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