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La llave

Era una llave grande y oxidada, como las que usaba Charlotte Brontë en Jane Eyre para encerrar a la loca de la novela –la primera esposa del señor Rochester– en su castillo medieval.

La llave del cuarto de un motel triste, cerca de la universidad más triste, donde el aspirante a Onetti, con sus libros bajo el brazo, y yo sellaríamos nuestro amor, oscuro como el de la huerfanita Jane con el dueño de Thornfield. Ante la puerta del cuchitril me di cuenta de que Onetti, Bukoswki y el miembro de mi alumno –aquel miembro proverbial– iban a anidar en mí como una auténtica propuesta literaria. No había nada más en esa vieja habitación húmeda que ese miembro solitario, cual samurái al acecho, y los libros de dos escritores inconformes y amargados.

La llave en mi mano, como un segundo pene, estaba presta a encajar en el agujero de la puerta que nos alejaría del mundo real, a él y a mí, maestra y alumno, para entrar en el laberinto de la carne. Intuí nuestros cuerpos pequeños y fornidos a punto de entremezclarse en un solo latido. Algo en ese objeto de bronce, de aproximadamente diez centímetros de largo, toscamente labrado, me hablaba con una voz retorcida por el dolor de una huérfana que se encarnaba en mí, una huérfana que tendría que soportar la autoridad de su padre después de la muerte de sus cinco hermanos en la casa de Yorkshire, en medio de los páramos. La intromisión de esa imagen hizo que me vistiera en el acto y saliera corriendo sin dar explicación alguna.

Ahora lo sé, fue una vuelta de tuerca, o casi una vuelta de tuerca que no llegué a dar completamente por alguna insospechada razón, relacionada con la loca del castillo de Thornfield, lo que me obligó a correr sin detenerme hasta el paradero de los microbuses a Lima.

Una llave vieja y oxidada. No pude resistir la idea de que aquel adminículo pudiera quebrarse en la cerradura y entonces yo quedara prisionera en los brazos del señor Rochester para toda la vida.

En la soledad del camino de regreso me pareció estúpida la comparación. ¿Qué los unía? El personaje de Jane Eyre era alto, robusto, enigmático, con un secreto a cuestas, mientras que mi alumno, de baja estatura y rasgos andinos, era hijo de la modernidad, admirador de Malcolm Lowry, Dylan Thomas y otros bebedores emblemáticos de whiskies dobles.

La llave era el lugar en que mi fantasía y la realidad se verían hermanadas. Era el símbolo de un acto sexual en el que maestra y alumno vibrarían juntos. Me resistí, me negué, opté por la soledad de mi fantasía. Algún día, más adelante, podía arrepentirme. Asumí el riesgo.

Retrato de mujer sin familia ante una copa

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