Читать книгу Ante el silencio y la oscuridad - Carmen Orellana - Страница 10

Antequera-Alameda
(1880-1887)

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«Siempre me gustaba ir junto a aquellas moles y sumergirme en su silencio. Me sentía como si alguien me elevara y me sugiriera historias donde mi imaginación me hacía ver a seres legendarios y misteriosos que en el altar realizaran ceremonias y sacrificios. Otras veces pensaba que eran gigantes capaces de mover aquellas enormes moles sin apenas esfuerzo. Iba con mis hermanos y amigos a jugar, pero siempre intentaba quedarme solo. Sentía en mí la vida de aquellas piedras».

Pero lo que de verdad marcó su infancia y adolescencia fueron las vacaciones en el cortijo de sus abuelos, en Alameda, a treinta kilómetros de Antequera. Las esperaba anhelante. Cuando acababan sus clases se desplazaban hasta allí él y sus hermanos. Iban acompañados de su madre en un coche de caballos conducido por su abuelo, que iba a recogerlos. Su abuela, llamada también María Dolores, era pequeña y enjuta, de carácter muy alegre y una fuerte personalidad.

«Eran días de libertad. Solo había que pensar en jugar y experimentar en directo las labores del campo, que siempre me parecían de un enorme interés. Acompañaba al abuelo en sus tareas y me enseñaba con cariño y paciencia todo aquello que hacía que el milagro de la siembra se convirtiera en cosecha, que en el establo de las cabras naciera un hermoso cabritillo, que las mulas fueran lo más testarudo del mundo… A la hora de comer me metía en la cocina y allí la abuela, que siempre andaba canturreando, me contaba historias de bandoleros. Yo le pedía que me contara la historia de José María el Tempranillo, de cómo llegó una noche herido a su cortijo cuando ellos estaban recién casados. Iba acompañado de otros bandoleros; llamaron a la puerta casi de madrugada. Había una relación extraña de respeto y miedo. Aquel bandolero tenía una historia en la que se le relacionaba con la lucha al lado de los liberales y con la protección a los más humildes y desamparados. Le dejaron al cargo de la abuela, que fue quien lo cuidó hasta que pudo valerse. En ese momento vinieron sus hombres a recogerle, también de madrugada. Tenía un cortijo en Alameda, pero no podía acudir allí porque era el primer sitio donde le buscaban. No fueron la autoridad ni los militares los que acabaron con él. El rey Fernando VII concedió el indulto a todos aquellos que quisieran servir a la ley y ser libres, liquidando a todos los bandoleros que no se unieran a la propuesta. El Tempranillo habló con sus hombres, diciéndoles que si le seguían serían libres, pero que si no le seguían los buscaría y los llevaría al cadalso. Juan Caballero, el Venitas y el de la Torre se le unieron, pero el Veneno dijo que lo buscaran, que nunca dejaría de ser lo que era. Así empezó una lucha entre bandoleros bien urdida por el rey. En diciembre de ese año cayó el Veneno, siendo ajusticiado.

En plena lucha entre ellos, el día 23 de septiembre el Tempranillo, cerca de su hacienda en Alameda, se topó con una emboscada de un antiguo compañero, el Barberillo, quien le disparó mortalmente, poniendo fin a su vida con veintiocho años. Yo le hacía contar a la abuela siempre la misma historia. Me imaginaba a los bandoleros a caballo y los convertía en mis pensamientos en hombres gallardos e imponentes. Por la noche, cuando me iba a la cama, inventaba historias en las que los protagonistas eran los bandoleros de la serranía».

Actualmente en Alameda hacen una recreación todos los años de la vida y muerte del bandolero. Asimismo, hay un instituto que lleva el nombre del abuelo.

«Cuando anochecía intentaba escaparme a las afueras. Allí tenían el campamento los gitanos. Algunos ayudaban en las labores del cortijo y me conocían. Encendían las hogueras en el centro de los carromatos. Contaban historias: rencillas, celos, luchas por una mujer, agravios y muerte, siempre a navajazos. Pero también cantaban y bailaban.

Vivía intensamente aquellas noches, de las que muchas veces tenían que rescatarme y recibía las consabidas reprimendas. Era mágico el ambiente del fuego, de sus figuras, que reflejaban las sombras en el suelo y que parecían salidas de un teatro misterioso. Aquellas noches estrelladas, las hogueras, el cante jondo que cortaba el silencio con sus gemidos, casi llantos, llenaban mi corazón de sentimientos y emoción. Esas vivencias iban a acompañarme toda mi vida.

Eran diferentes y me gustaban; tenían algo que ver con lo que yo intuía. Era el lado primitivo del ser humano. Según ellos, procedían del Lejano Oriente y me los imaginaba en sus carromatos viajando y cruzando el mundo hasta llegar allí. Alguna vez, cuando ya era un muchacho, intervine para separar a algunos en sus reyertas. No tenía miedo de ser herido. Siempre había navajas de por medio, pero yo sabía que me querían y que harían todo lo posible por no herirme.

Cuando contaba dieciséis años de edad me dejó cautivado una gitanilla. Creo que tenía catorce. Era menuda, pero bailaba todas las noches con sus hermanas, al aire su melena negra y su falda, que hacía subir y bajar al compás. Se movía con gracia y duende. Yo no podía apartar mis ojos de ella. Se llamaba Remedios; era digna de la mano de un pintor como Julio Romero. Al año siguiente, cuando fui corriendo a ver a los gitanos, la habían casado. ¡Con quince años! A partir de ese momento dejé de frecuentar el campamento. Luego ya me trasladé a Granada a estudiar y atrás quedaron en mi memoria Remedios, el brillo de sus ojos, el campamento gitano, mis noches estrelladas y la fascinación por el cante jondo. Todo estaba dentro de mí y nunca lo iba a olvidar. Siempre que lo recordaba me producía un sentimiento profundo de nostalgia».

Ante el silencio y la oscuridad

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