Читать книгу Ante el silencio y la oscuridad - Carmen Orellana - Страница 16
Recuerdos de la posguerra en Bruselas (1944)
ОглавлениеYo estaba atenta a su relato, sin pestañear. Me parecía el héroe de una historia de aventuras. Presumía de abuelo con mis amigas.
Después de comer regresaba al colegio. Mi hermana Feli trabajaba en las oficinas de un taller de confección de trajes de caballero; su relación con el abuelo era escasa debido a su horario, que en aquella época era de 48 horas semanales. Además, tenía novio. Estaba plenamente integrada en otras historias.
Por la tarde hacía mis deberes y deseaba acabar rápidamente para poder volver a charlar con él. Estaba a mi lado, entretenido en sus lecturas.
«La Segunda Guerra Mundial fue terriblemente devastadora; hubo una población en Bélgica que fue bombardeada por los alemanes y nadie sobrevivió, solo un niño que había ido a visitar a sus abuelos y no se encontraba allí. Utilizaron las mismas bombas incendiarias que en Guernica. En realidad, fue precisamente en Guernica donde experimentaron para poder luego arrasar también Londres y muchas otras ciudades.
Una vez finalizada la guerra, hubo un acto en el que se colocó la primera piedra para reconstruir la ciudad. Fueron representantes de toda Europa, menos España. Allí me trasladé —vivía entonces en París—. Tus tíos Leandro y Evelyn se encontraban en Bruselas y aproveché el viaje para pasar unos días con ellos. Fue un acto en el que iban de la mano el dolor y la esperanza. El dolor y el sufrimiento latentes en los supervivientes. La esperanza de construir una Europa libre y alejada de nuevas contiendas».
En nuestro hogar mis padres hablaban muy poco de la guerra. Alguna vez mi madre recordaba a su hijo perdido y se notaba que comentarlo le hacía mucho daño. También nos hablaba de su querido hermano muerto, del terror y la angustia de vivir en Barcelona bajo los continuos bombardeos, del hambre, del frío y de su resistencia a vivir en una ciudad en la que había pasado las peores experiencias de su vida. Toda la información que me daba el abuelo era totalmente nueva para mí. En casa apenas se comentaba nada de Hitler ni de la Segunda Guerra Mundial.
Mi padre trataba de localizar con un transmisor de cascos la emisora Pirenaica. La Pirenaica fue la más importante en su momento entre las emisoras clandestinas. Se creó a instancias de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y comenzó a emitir desde Moscú el 22 de julio de 1941. El apelativo de estación pirenaica se utilizaba para eliminar la sensación de lejanía que podía significar para los oyentes de España el hecho de estar en Moscú. En ella se podía localizar una información que contrastaba con el «parte oficial» que se emitía en las emisoras españolas. Ese famoso «parte oficial» finalizaba de la siguiente forma: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!», seguido del himno nacional. Ese final no se podía oír en casa; mi padre no lo soportaba. El que estuviera más próximo a la radio tenía que salir corriendo para apagarla. Era una norma de obligado cumplimiento.
Muy a menudo se hablaba en ese parte del peligro para la sociedad española de los conspiradores contra la patria: judeomasones, marxistas, leninistas y trotskistas. Como es natural, se trataba de propaganda de Estado. Otra cosa distinta es que nadie sabía con certeza lo que estaba sucediendo en Rusia. A raíz de la caída del telón de acero y la perestroika, con el libro Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, empezó a conocerse el drama vivido en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se le atribuyen a Stalin alrededor de cien millones de muertos entre los represaliados, los enviados a Siberia a unos campos sin retorno y los fallecidos por hambre.
Y el abuelo seguía relatando la historia de su vida.