Читать книгу Ante el silencio y la oscuridad - Carmen Orellana - Страница 15
Guerra de
Marruecos (1922)
ОглавлениеCuando llegaba a casa procedente del colegio, siempre desde la puerta empezaba a llamar al abuelo. Allí estaba; le veo con sus gafas y su lupa. Tenía un problema de nacimiento en el ojo derecho, una atrofia que le impedía la visión de ese ojo casi por completo. Para leer se ayudaba de su lupa, que tengo aquí, en mi escritorio. Es uno de sus recuerdos. La miro, sonrío y siento que me acompaña.
«¿No te he contado cuando fui a Marruecos en busca de tu tío Jacobo?... España se encontraba inmersa en la guerra del Rif, también llamada segunda guerra de Marruecos, una guerra que enfrentó a las tribus rifeñas con las autoridades coloniales españolas y francesas entre 1911 y 1927. Fue una larga contienda, con numerosos altibajos, que marcó la historia de España en el primer tercio del siglo XX. En 1921 se inició definitivamente el comienzo del fin del largo conflicto.
Todo empezó cuando el 12 de febrero de 1920 el general Manuel Fernández Silvestre, que había sido jefe del Cuarto Militar del rey y que tenía una hoja de servicios llena de actos heroicos, fue nombrado comandante general de Melilla. En enero de 1921 decidió emprender una ofensiva para tomar la bahía de Alhucemas. Dejándose llevar por su arrojo, que al fin se mostró imprudente, prescindió de los mandos superiores y quiso hacer la guerra por su cuenta, con unas tropas poco preparadas y con problemas de suministros, enfrentadas a las duras tribus rifeñas, acostumbradas a las calamidades y conocedoras de un territorio muchas veces ingrato y siempre duro. Perdieron la vida 10.000 hombres entre oficiales profesionales y soldados de reemplazo. También cayeron heridos o prisioneros otros 10.000 en manos de Abd el-Krim. A punto estuvo de perderse Melilla.
Allí, en medio de esa masacre, se encontraba Jacobo, tu tío. En su servicio militar le había tocado Marruecos y se vio obligado a quedarse. Contaba veintitrés años de edad. Las noticias que llegaban a la Península eran muy alarmantes y algo me dijo que debía tomar rápidamente cartas en el asunto. No sabíamos si estaba vivo o muerto porque hacía mes y medio que no recibíamos noticias suyas. Después de debatir sobre la mejor solución con tu abuela, decidí que debía desplazarme a Marruecos; parecía lo más cabal. Estaba en periodo vacacional, así que empecé a mover contactos con amistades; acababa de hacerme socio del Ateneo y conseguí a través de un amigo una carta de recomendación para el Alto Comisario. Imposible iniciar este viaje sin unas credenciales. Viajé hasta Algeciras y allí embarqué en un carguero que admitía pasajeros.
Gracias a las gestiones del Alto Comisario logré averiguar que Jacobo se encontraba en un hospital en Tánger. Por fin pude encontrarlo; se hallaba en unas condiciones deplorables. Tenía sarna y una afección intestinal que le hubiera costado la vida. Apenas podía andar. Conseguí sacarlo del hospital por la noche a base de sobornar al enfermero de guardia y lo llevé a un hotel donde las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear, con camastros que no invitaban a acostarse. Quité los colchones y, como era verano, coloqué las sábanas —que aparentemente estaban limpias— encima del somier. Quería evitar como fuera las picaduras de pulgas y chinches. Era un lugar que nos aseguraba la clandestinidad que precisábamos. Allí nos hospedamos hasta la noche siguiente. Nos trasladamos en una carreta hasta el lugar donde íbamos a embarcar. Era principios de agosto de 1922. Nos llevó un día entero.
Viajaba lleno de tensión, preocupado por su extrema debilidad. Al día siguiente conseguí que un pescador accediera a cruzar el estrecho de Gibraltar gracias a una buena cantidad de dinero. Por fin llegamos a España tras una travesía en la que nos acompañó la suerte. Había luna llena, que nos iluminó el camino; sin embargo, se me hizo larguísimo. Siempre le tuve mucho respeto al mar y viajar de noche impresiona muchísimo. Una barca rodeada de agua oscura y profunda. Parecía que el pescador era un hombre seguro y experto, pero yo me sentía totalmente desprotegido, se me entumecían las piernas y no me podía mover. Tu tío apenas se enteraba de lo que estaba sucediendo.
En Cádiz alquilé un piso. Jacobo estaba en tan malas condiciones físicas que no podía emprender un viaje de retorno a Madrid. Un médico le visitaba todos los días y le dio un tratamiento que logró que poco a poco pudiera recuperarse. No figuró como prófugo porque eran tantos los cadáveres sin identificar y los prisioneros, unido al desastre de organización, que al poco tiempo pudimos regresar a la capital sin problemas.
A tu abuela le envié un telegrama desde Tánger cuando encontré a Jacobo y otro nada más instalarnos en Cádiz. Luego ya empecé a escribirle, poniéndola al corriente de nuestro día a día. Así transcurrieron mis vacaciones de aquel año.
Tu tío había estudiado Bellas Artes. La guerra de Marruecos interrumpió sus aspiraciones a continuar en la universidad. Una vez recuperado de los horrores y sufrimientos pasados, preparó unas oposiciones para funcionario de correos e inició su trabajo con veinticinco años de edad.
Eugenio, tu padre, padeció desde pequeño bronquitis asmática, que le impedía llevar los estudios con normalidad. Fue el único que no estudió una carrera universitaria porque pasaba temporadas en un sanatorio de Granada. Este hecho le liberó de hacer el servicio militar. Cuando acabó el bachillerato en el Liceo Francés preparó oposiciones como funcionario de telégrafos y ya estaba trabajando cuando Jacobo y yo regresamos de Marruecos».