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CAPÍTULO 2

EL CUERPO INGRESÓ A LA UNA de la tarde, lo que le daba a Livia dos horas para realizar la autopsia, limpiar todo y preparar las notas antes de las rondas de las tres. Estas eran el evento más interesante del día, cuando los becarios presentaban los casos al personal de la Jefatura. El público incluía al doctor Colt y a otros médicos que entrenaban a los becarios, a los especialistas en patología que colaboraban con los casos, a estudiantes de medicina visitantes y a residentes de patología. En una de esas tardes, Livia podía tener treinta personas observándola presentar su caso.

Si los becarios no estaban seguros de los detalles de los casos que presentaban, se tornaba dolorosamente obvio y muy desagradable. No había forma de disimularlo. Era imposible ocultarse estando en la jaula, como llamaban a la sala de presentación donde se llevaban a cabo las rondas de la tarde. Rodeada por una cerca de alambre que más que allí merecía estar en el jardín trasero de alguna casa de la década de 1970, la jaula era un lugar temido por los becarios nuevos. Estar frente a toda esa gente resultaba un desafío estresante. Pero se suponía que, a medida que avanzaba el año, se tornaría más fácil.

—No te preocupes —le dijo un becario recién graduado cuando Livia tomó su lugar en julio—. Odiarás la jaula al principio, pero después te encantará. Terminas por encariñarte con ella.

Después de dos meses trabajando allí, no había indicio alguno de una incipiente relación de afecto entre ambas.

Livia terminó el papeleo relativo al caso por sobredosis de heroína y regresó a la sala de autopsias. Se cubrió el uniforme con una bata azul descartable, se protegió las manos con guantes triples y se calzó la máscara por encima del rostro mientras los investigadores entraban con la camilla por la puerta trasera de la morgue y la estacionaban junto a la mesa de autopsias. En un quirófano estéril, la ropa quirúrgica protege al paciente del médico. En la morgue, sucede lo contrario. Algodón, látex y plástico eran todo lo que había entre Livia y cualquier enfermedad o infección que aguardara dentro de los cadáveres que diseccionaba.

Los investigadores de la escena del crimen levantaron el cuerpo —que estaba dentro de la característica bolsa plástica negra— sosteniéndolo de la cabeza y de los pies para transferirlo a la mesa de autopsias. Livia se acercó mientras recibía los detalles de boca de los investigadores: un cadáver masculino flotante descubierto por dos pescadores a las siete de la mañana. Descomposición avanzada y una fractura de pierna muy evidente, producida por haberse arrojado desde algún sitio.

—¿A qué distancia está el puente más cercano al sitio donde encontraron el cuerpo? —preguntó Livia.

—Ocho kilómetros —respondió Kent Chapple, uno de los investigadores.

—Mucha distancia para flotar.

—El estado avanzado sugiere que estuvo mucho tiempo en el agua —dijo Kent—. Así que Colt te ha dado a ti el caso, ¿eh?

Desde la bolsa negra chorreaba agua que caía por los orificios sobre la mesa y se juntaba en el recipiente inferior. Un cuerpo extraído del agua salada nunca es un espectáculo agradable. Los suicidas, por lo general, mueren con el impacto y más tarde se hunden. Se los llama flotantes solo después de que comienza el proceso de descomposición, en el que las bacterias intestinales fermentan y se alimentan de las entrañas, liberando gases nocivos dentro de la cavidad abdominal, lo que literalmente levanta a los muertos. Este proceso puede llevar de horas a días y, cuanto más tiempo pasa el cuerpo sumergido antes de emerger, en peores condiciones está cuando finalmente ingresa en la morgue.

Livia sonrió detrás de la máscara plástica transparente.

—Qué afortunada soy —bromeó. Abrió el cierre y observó mientras Kent y su acompañante apartaban la bolsa negra. Notó de inmediato que el cuerpo estaba muy descompuesto, más que cualquier flotante que hubiera visto antes. Le faltaba gran parte de la epidermis y, en algunas zonas, todo el grosor del sistema tegumentario, lo que dejaba solo músculos, tendones y huesos a la vista.

Los investigadores colocaron la bolsa chorreante sobre la camilla.

—Suerte —le deseó Kent.

Livia saludó con la mano, sin apartar la vista del cadáver.

—Lo veo todos los años, doctora —dijo Kent al llegar a la puerta—. Empieza en septiembre. Primero les dan los borrachos y las sobredosis, a modo de bautismo. Después les dan lo feo: descomposiciones y niños. No paran hasta alrededor de enero. Colt se lo hace a todos los becarios para ver de qué están hechos. Con el tiempo les adjudicarán homicidios jugosos, que sé que es lo que ustedes están esperando. Una buena herida de arma de fuego o una estrangulación. Pero tendrás que esperar hasta el invierno. Primero te tocan los feos, para ver si los puedes manejar.

—¿Así es como funcionan las cosas aquí? —preguntó Livia.

—Todos los años.

Livia levantó el mentón.

—Gracias, Kent. Te informaré qué sucede con este.

—No es necesario.

Los investigadores empujaron la camilla fuera de la morgue, sonriendo y echando miradas de soslayo al atroz espectáculo que habían dejado sobre la mesa de autopsias, algo que, sin duda, haría vomitar a la mayoría de las personas y resultaría difícil de soportar aun para un médico forense experimentado. Sabían que a la doctora Cutty le llevaría un buen tiempo la autopsia. Mucho trabajo y esfuerzo (algunas arcadas también, seguramente) para garabatear sobre un certificado de defunción que la causa de la muerte había sido por lesiones internas o una disección aórtica; forma de muerte, suicidio.

La puerta trasera de la morgue se cerró y Livia quedó a solas con el suicida, de cuyo cadáver todavía chorreaba agua. Durante las mañanas, los patólogos uniformados solían arremolinarse alrededor de las mesas, realizando diferentes exámenes. Otros especialistas también las recorrían para ofrecer su experiencia. La morgue no era un ambiente estéril y lo único que se necesitaba para poder entrar era una identificación de la JEMEFO o de la policía. Los detectives, muchas veces, miraban por encima del hombro de un patólogo, a la espera de alguna información valiosa que les diera motivos para investigar o para dejar de hacerlo.

Los técnicos se llevaban los cadáveres a la sala de radiología o se dedicaban a obtener muestras para los laboratorios de patología neurológica, dermatológica o dental. Otros técnicos completaban el proceso suturando las grandes incisiones realizadas por los patólogos. Los investigadores de la escena del crimen iban y venían, trayendo a veces nuevos cadáveres a las mesas vacías. El doctor Colt supervisaba todo, recorriendo la sala con las manos detrás de la espalda y las gafas en la punta de la nariz. Las mañanas eran un caos organizado.

Pero hoy era la primera autopsia doble de Livia, la primera vez que estaba en la sala durante las horas de la tarde. Por lo general, dedicaba las tardes a completar el papeleo, hacer anotaciones y prepararse para la ronda de las tres. A solas con el cadáver en la morgue silenciosa, pudo sentir el aura de misterio del lugar. Todos los sonidos se amplificaban; los instrumentos golpeaban contra la mesa de metal y el ruido reverberaba en los rincones; el agua chorreaba del cuerpo como de un grifo defectuoso. La mayoría de las veces, el ruido de las sierras óseas o la conversación de sus colegas ahogaban estos sonidos. Pero hoy sus movimientos le resultaban magnificados, obvios, y le pareció desagradable manipular el cuerpo y oír los ruidos de tejidos y líquidos. Le llevó un rato acostumbrarse a la soledad, pero cuando se sumió en el examen externo, la cavernosidad de la morgue desapareció y solo quedó el escepticismo que sentía.

Los suicidas que se arrojan al vacío, por lo general, presentan hemorragias internas. El impacto de la caída, dependiendo de la altura, provoca la muerte de diversas maneras: con frecuencia, una costilla rota perfora un pulmón o el corazón y la causa de muerte es entonces exanguinación: desangrarse hasta morir. El impacto puede dislocar la aorta del corazón o cortar otro vaso sanguíneo vital y causar la hemorragia. En estos casos, Livia abría la cavidad abdominal y encontraba sangre acumulada en algún compartimento alrededor del órgano que había sufrido el daño. En otras ocasiones, el cuerpo no se veía muy dañado, ya que los órganos habían sido protegidos por el esqueleto. Entonces, Livia examinaba el cráneo y el cerebro, que seguramente mostraban fracturas y hemorragia subaracnoidea.

Al mirar el cadáver que tenía delante, presentado como un flotante a la deriva en Emerson Bay, Livia se dio cuenta de que no era así. En primer lugar, para haber llegado a ese grado de descomposición —casi no había piel y la que había estaba rancia y negra— tenía que haber estado en el agua durante varios meses. En ese caso, no habría flotado, y Livia estaba segura de que este cadáver no lo había hecho. Los gases intestinales que hacen flotar un cuerpo deben estar dentro de la cavidad abdominal y este cadáver no tenía cavidad. Lo que quedaba de ella era una pared de músculo y tendón que mantenía los órganos en su lugar pero de ningún modo podía haber contenido los gases. En segundo lugar, la fractura en la pierna que habían documentado los investigadores no era característica de un suicida que cae con los pies hacia abajo. Esos cadáveres muestran lesiones de impacto y compresión ósea hacia la parte superior; en ocasiones, la tibia se eleva por encima de la rodilla, hasta el muslo, y el fémur se desplaza hacia la pelvis. El cadáver delante de Livia mostraba una fractura horizontal de fémur que sugería trauma localizado, no del impacto causado por una caída de lado al agua, y mucho menos en posición vertical.

Livia tomó notas en su tablilla sujetapapeles y luego comenzó el examen interno, que no mostraba lesiones en ningún órgano. La caja torácica estaba en perfectas condiciones. El corazón se veía sano, con la aorta y la vena cava inferior bien posicionadas. Hígado, bazo y riñones no presentaban lesiones. Los pulmones no contenían agua. Documentó todo minuciosamente y pesó cada uno de los órganos con cuidado. Una hora después de haber comenzado la autopsia, tenía la frente perlada de transpiración. Sintió el uniforme pegado contra los brazos y la espalda al mirar el reloj: las dos de la tarde pasadas.

Pasó a la cabeza y revisó en busca de fracturas faciales, prestando especial atención a la boca y los dientes. La forma de identificar este cuerpo iba tener que ser la dentadura, ya que este NN no poseía piel ni huellas digitales. Debido a la ausencia de dermis, no iban a poder reconocerse tatuajes ni marcas que ayudaran en la identificación.

Fue al revisar la cabeza cuando Livia notó los orificios circulares en el lado izquierdo del cráneo. Contó doce, distribuidos de manera aleatoria sobre el hueso, y se devanó los sesos buscando una potencial etiología. No se le ocurría una respuesta, más allá de una infección bacteriana atípica que hubiera llegado hasta el hueso. Pero, si esta hubiera sido la causa, existirían lesiones periféricas adyacentes en el cráneo y pérdida o erosión de masa. Sin embargo, el cráneo se veía perfectamente sano salvo por los orificios, que Livia decidió de inmediato que no podían provenir de balas ni esquirlas, aunque sí tal vez de perdigones de una escopeta.

Regresó a su tablilla y realizó más anotaciones. Luego, con la ayuda de una sierra, comenzó la craneotomía y quitó la tapa superior del cráneo como lo haría con una calabaza para Halloween. El cerebro se veía blando y viscoso, sin vida desde hacía bastante tiempo. Las autopsias sobre cadáveres en estado avanzado de descomposición eran más difíciles que las tradicionales. Lo único más fácil era retirar el cerebro. Si estaba intacto, por lo general se desprendía del cráneo sin demasiado esfuerzo, ya que la duramadre ya no lo contenía. Livia cortó la médula espinal y colocó el cerebro sobre un carro metálico junto a la mesa de autopsias. El órgano, por lo general surcado por una complicada red de vasos, generalmente era una masa sanguinolenta que chorreaba al ser puesto en la balanza. Este era distinto. Los vasos que lo alimentaban se habían desangrado hacía tiempo y ahora el tejido estaba fofo y mojado solamente por el agua en la que había estado sumergido.

Livia localizó las lesiones correspondientes a los orificios que presentaba el cráneo. Después de escarbar profundo en el lóbulo parietal izquierdo durante diez minutos, se convenció de que no había presencia de perdigones de escopeta. Se secó la frente con el antebrazo y volvió a mirar el reloj. Tenía que estar en la jaula dentro de diez minutos y no había posibilidad alguna de terminar la autopsia para ese momento, mucho menos de estar preparada para el ataque del doctor Colt y sus supervisores.

Delante de ella tenía un cadáver extraído de la bahía, que no tenía lesiones internas más allá de una fractura atípica para un suicida y doce orificios en el cráneo. A pesar del pánico que la invadía, sintió deseos de llamar a Kent Chapple, el investigador de la escena, para decirle que se había equivocado. No solo respecto del cuerpo: no se trataba de un suicida. También se había equivocado en cuanto a las tradiciones del doctor Colt: le habían dejado un homicidio sobre la mesa aunque, técnicamente, todavía no había terminado el verano.

La chica que se llevaron (versión latinoamericana)

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