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EL RAPTO

Emerson Bay,

Carolina del Norte

20 de agosto de 2016

23:22 horas

LA OSCURIDAD FUE SIEMPRE PARTE de su vida.

La buscaba y coqueteaba con ella. Le resultaba pintoresca y encantadora, algo que a la mayoría le parecía incomprensible. Últimamente se había convencido, con algo de morbosidad, de las bondades de su compañía, de que prefería la negrura de la muerte a la luz de la existencia. Hasta esta noche. Hasta que se encontró de pie frente a un precipicio de muerte y vacío como nunca había conocido, ante una noche sin estrellas. Cuando Nicole Cutty se vio ante ese abismo entre la vida y la muerte, eligió la vida. Y corrió como si la persiguiera el demonio.

Sin linterna, cegada por la noche, atravesó la entrada principal. Él estaba a un brazo de distancia detrás de ella, lo que hizo que la adrenalina la inundara; corrió unos pasos en la dirección equivocada hasta que su vista se adaptó al brillo empañado de la luna. Divisó su automóvil, se orientó y corrió hacia él; buscó a tientas la manija y abrió la puerta con desesperación. Las llaves colgaban del encendido; Nicole puso en marcha el motor, movió la palanca de cambios y pisó el acelerador. La excesiva inyección de gasolina en el motor estuvo a punto de hacerla embestir de costado el vehículo que tenía por delante. Las luces dieron vida a la noche cerrada y por el rabillo del ojo vio brillar el color de la camisa de él cuando apareció por delante del capó del auto estacionado. No tuvo tiempo de reaccionar. Sintió el impacto sordo y el atroz balanceo de la suspensión: las ruedas registraron los desniveles del cuerpo de él antes de recuperar la tracción sobre el camino de grava. De manera instintiva, pisó el acelerador a fondo y giró apretadamente en U, para huir luego a toda velocidad por el camino angosto, dejando todo detrás de sí.

Nicole giró el volante y derrapó al ingresar en la ruta principal, sacudiéndose en el asiento hasta que el coche se estabilizó; el velocímetro trepaba por encima de los ciento veinte kilómetros por hora, pero no le prestó atención. Flexionó el brazo del que él la había sujetado; ya se le estaba formando un magullón violeta. Sus ojos pasaban del parabrisas al espejo retrovisor. Transcurrieron más de tres kilómetros antes de que aflojara el pie sobre el acelerador y el motor de cuatro cilindros se aquietara. Estar libre no la aliviaba. Habían sucedido demasiadas cosas como para creer que el hecho de haber escapado pudiera hacer desaparecer los problemas de esa noche. Necesitaba ayuda.

Al tomar la ruta de acceso que llevaba de nuevo hacia la playa, Nicole repasó mentalmente las personas a las que no podía pedir ayuda. Su mente funcionaba así, en negativo. Antes de decidir quién podía ayudarla, descartó a aquellos que no la comprenderían. Sus padres estaban en primer lugar. La policía, inmediatamente después. Sus amigas eran una posibilidad, pero eran débiles e histéricas y Nicole sabía que entrarían en pánico antes de que les explicara siquiera una fracción de lo que había sucedido. Su mente dio vueltas y vueltas, pasando por alto la única posibilidad real hasta que hubo descartado todas las demás.

Nicole se detuvo en la señal de alto y retomó la marcha mientras buscaba su teléfono. Necesitaba a su hermana. Livia era mayor y más sabia. Racional de un modo en que Nicole no lo era. Si dejaba de lado la última parte de sus vidas y pasaba por alto la distancia entre ellas, sabía que podía confiarle su vida a Livia. Y aunque no estuviera segura de ello, no tenía otras opciones.

Se llevó el teléfono a la oreja y lo escuchó sonar, con lágrimas cayéndole por las mejillas. Era casi medianoche. Estaba a una cuadra de la fiesta en la playa.

—Responde, responde, responde. ¡Por favor, Livia!

La chica que se llevaron (versión latinoamericana)

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