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4. La cara y la cruz de la vida

Al terminar de leer, una carcajada retumbó en todo el comedor. «Dios, ¡qué loco está y cuánto lo amo!», pensó Carmela. Sintió que los minutos de repente pasaban lentos, sin ganas. El tiempo, travieso, parecía jugar con las ansias de ella. Las manecillas del reloj parecían haberse congelado. Hasta el sol se había quedado hipnotizado en el atardecer, sin querer esconderse esa tarde. Cuando por fin el sol se ocultó, se dirigió con sigilo y entusiasmo a la bodega. Tuvo cuidado de que no la viesen. Normalmente, a esa hora ya no había nadie por allí. La bodega estaba en penumbra, salvo algún quinqué encendido que iluminaba algunos tramos. No podía demorarse, el hombre por el que ella suspiraba la estaba esperando.

Cuando llegó al fondo, Tomás la esperaba tras las barricas.

—¡Qué larga se me ha hecho la hora de espera! —le dijo mientras la acercaba a él y la abrazaba con cariño—. Pero ha merecido la pena.

—Me ha sorprendido tu nota. Me he reído bastante pensando en lo que has ideado.

—No sabía cómo dártela. Te he esperado toda la tarde y no salías. De pronto me he acordado de los huevos. Igual que cuando éramos pequeños e íbamos al gallinero a cogerlos para llevárselos a tu madre a la cocina. Como sabes, mañana temprano salgo para el colegio y no vuelvo hasta el sábado. Quería ser el primero en decirte ¡feliz cumpleaños, mi adorada Carmela! —Con dulzura empezó a besarla, sin prisas, recreándose en sus carnosos labios, disfrutando de los minutos que estaban juntos y escondidos del mundo.

—Gracias, me has hecho muy feliz. Me daba pena no verte mañana. ¡Dieciséis años ya, cómo pasa el tiempo!

—Eres una linda mujercita. Quiero hacerte mi regalo. —Le entregó un paquetito, que ella abrió agitada por la intriga. Era un pañuelo de encaje blanco. Al tocarlo notó que escondía algo dentro.

—¡Unos pendientes de plata! Son preciosos. ¡Ay, Tomás, muchas gracias!

—Eran de mi abuela. Antes de morir repartió algunas de sus alhajas entre los tres para que las tuviésemos de recuerdo o las compartiésemos con la persona que deseásemos. Yo quiero regalártelos a ti, que eres mi mejor amiga. Sé que no te los pondrás, pues te preguntarán y no sabrás qué decir. No obstante, guárdalos cerca de tu corazón para que me sientas cerca cuando estemos separados.

—Tomás, yo no tengo nada que darte. Sin embargo, voy a bordarte un pañuelo para que te acuerdes de mí cada vez que lo toques.

Ya no hubo palabras, solo los besos ocuparon su tiempo. «Un amor tan puro como el nuestro está preparado para cualquier inconveniente que surja», pensaba Carmela.

¡Dieciséis años! Sin darse cuenta habían pasado de juegos de niños a juegos de enamorados. No obstante, debían seguir viéndose a escondidas. Tomás aún no era mayor de edad.

Durante un buen rato los besos y arrumacos se hicieron dueños de ese rincón de la bodega. Aparte del sonido del viento paseando entre los barriles, solo se escuchaba el respirar agitado de dos corazones apasionados.

Luego Carmela salió primero y pasado un tiempo saldría él para que nadie dudase.

—Hija, ¿qué haces tan tarde saliendo de la bodega? —Carmela dio un respingo del susto.

—¡Padre, me ha asustado! Estoooy… buscando a Luna. No la encuentro —tartamudeó. No quería mentirle a su padre, pero debía salir del atolladero. Estaba temblando del sobresalto, mas solo ella lo notó.

—La acabo de ver junto al pozo. Vamos a ver si la encontramos.

Juntos se dirigieron en busca de la perra. Ella miraba con disimulo para atrás, a ver si veía salir a Tomás. Unos minutos más tarde lo vio cruzar hacia la casona. Su padre no se percató de su presencia.

Una semana más tarde, Luis vino a visitar un par de días a Lola. Esta al verlo saltó de alegría y, tras comprobar que su padre no estaba cerca, se fundieron en un cariñoso abrazo.

—¿Cómo está la morena más guapa de todo el Aljarafe?

—Ahora mismo a punto de un infarto, pero muy feliz. ¡Qué bonita sorpresa me has dado!

—Estaré solo hasta el domingo, el lunes trabajo. Ya en septiembre me vengo los tres meses para la recolección y estar contigo.

—Vamos a dar un paseo y me cuentas. ¿Qué tal por tu pueblo? ¿Y tu familia? —Juntos echaron a andar por los jardines. Cuando nadie los veía, Luis la cogió de la mano y aprovechó para besarla.

Los dos días se pasaron volando. El sábado Amparo lo acompañó a la hacienda para recoger a Lola. La habían invitado a comer con ellos y pasear un rato por el pueblo, si bien tenía que acompañarla alguien mayor. No podían ir solos antes de casarse. No estaba bien visto y la gente era muy chismosa. Amparo le había cogido cariño a Luis. Almorzaron juntos con Amparo y su marido. Pasaron un rato agradable de charla durante la comida. La trataron muy bien, eran gente humilde y muy cariñosa.

En la hacienda, Irene, sentada en la sala de su casa junto a su marido, le anunció:

—Gregorio, mañana voy a poner un cocido con acelgas y su buena pringá. ¿Qué te parece si invitamos a Luis a almorzar con nosotros? —le sugirió Irene a su marido mientras se tomaban un cafelito con achicoria y unas rosquillas de naranja que había hecho por la mañana.

—Irene, lleva poco tiempo pretendiendo a la niña. No hay que darle tantas confianzas. Vayamos poco a poco, no hay prisas.

—Pero hombre, ¿no ves lo interesado que está en ella? Fíjate desde lo lejos que ha venido a verla. Se nota que tiene buenas intenciones.

—Si trabajador es, no lo pongo en duda, y educado también, pero…

—¡Nada de peros, Gregorio! Si mi pobre padre, que en gloria esté, no te hubiese dado confianza yo no estaría hoy casada contigo. —Se levantó de la mesa un poco molesta. Mira que era testarudo su Gregorio.

—Bueno, mujer, no te enfades. Lo invito a comer mañana.

Irene se acercó, lo besó en la mejilla y en un susurro le dijo:

—Eres más bueno que el pan de hogaza. —Él sonrió, tiró de ella y la sentó en sus piernas. Sus manos empezaron a acariciarla con deseo—. Mira que te gusta un toqueteo. Estate quieto, que van a venir las niñas. —Ella se levantó con premura; él, juguetón, la agarró de la falda del vestido, tiró de ella y la atrajo de nuevo a sus brazos.

—No me huyas, mujer, que te voy a coger de todas maneras —le expuso Gregorio a su mujer con una sonrisa pícara y sin soltarla de sus brazos—. Tú quieres que convide a Luis a comer y yo quiero disfrutar de ti. A ver qué te parece el plan: yo lo invito a él y tú me invitas a mí. ¿Trato hecho?

Así fue como, tras hacer el pacto, esa noche Irene y Gregorio disfrutaron de un momento apasionado de lujuria y el domingo, antes de partir para su pueblo, Luis almorzó cocido con la familia de Lola.

En junio la señora Teresa volvió a sentirse mal. Empeoró muy rápido. Ningún tratamiento la consolaba, pues los fuertes dolores en el vientre la martirizaban. Estaba desmejorada, sin fuerzas y las ojeras marcaban su rostro demacrado. Los señoritos estaban muy tristes de ver a su madre cada vez peor.

Un mes más tarde la señora falleció, dejando solos y afligidos al señor y sus tres hijos.

Todos lloraron su muerte. El doctor les había informados días antes de que el fin estaba cerca y nada se podía hacer por detenerlo. No obstante, el dolor de la pérdida era inevitable.

Irene entró al salón con sus hijas y Anita a acompañarlos un rato en este duro trance. El señor estaba apagado y triste. Alberto sollozaba sentado en un rincón de la sala. Luisa, rota de dolor, lloraba desconsolada junto a su padre. Tomás adoraba a su madre, tenía pasión por ella. Sentía un gran vacío y una inmensa tristeza, estaba como ausente. Carmela al verlo tan afligido lo abrazó, transmitiéndole todo su amor en esos instantes. Él la estrechó entre sus brazos. Necesitaba su afecto en esos terribles momentos. Nadie vio nada más allá que el cariño de haber crecido juntos y la pena de la trágica situación.

El capataz y las cuatro mujeres acompañaron a la familia toda la noche. Anita, la asistenta, llevaba ya diez años en la casa y también les tenía mucho aprecio. Estuvieron velándola hasta el amanecer, hora en la que empezaron a llegar familiares y amigos de toda la comarca.

Gregorio y su familia se retiraron a descansar un rato. Anita, que vivía en el pueblo, decidió que no le daba tiempo de ir hasta allí, así que aceptó la invitación de Irene para descansar un rato en su casa. En un par de horas tenía que volver al trabajo.

Fueron dos días tristes e interminables. Vino gente de muchos lugares para darle el último adiós a la señora. El entierro fue en el cementerio de Mairena, en un panteón familiar. Tras el sepelio, en la hacienda todo quedó en silencio. Parecía que estaban viviendo una pesadilla. Los señoritos no se hacían a la idea de que su madre ya nunca volvería a estar con ellos.

Lola y Carmela se desvivieron por apoyar y animar a Luisa y Tomás, que seguían rotos de dolor. Anselmo, el novio de Luisa, también fue un gran sostén para ellos. Había congeniado bastante bien con Tomás. Era un hombre cariñoso, bueno y adoraba a Luisa. Alberto, por supuesto, canceló la fecha de la boda. Había que esperar el año de luto.

Los días pasaban y la ausencia de la señora se palpaba en la casona. Los señoritos, apenados, volvieron a sus obligaciones. El señor, pese a tomar de nuevo las riendas de la hacienda, empezó a beber más de lo que acostumbraba.

—Señor, si me permite, le diré que el alcohol no es el mejor remedio para olvidar —le sugirió Irene una tarde al señor Andrés. Este estaba solo en el salón, bebiendo sin parar. Anita se lo comentó en la cocina y ella quiso hablar con él. Le daba pena verlo tan hundido.

—¡No te he permitido darme consejos, que yo recuerde…! —alzó la voz con rabia, un poco ebrio—. Mas te diré que no quiero olvidarla, muy al contrario. Mi vida sin ella se ha tornado vacía y gris. Irene, esta casa se me cae encima. ¡La echo tanto de menos! —De pronto había bajado el tono de su voz casi a un susurro. Los ojos del señor se humedecieron.

—Sé que su pérdida es imborrable. La señora era especial y duele su ausencia, pero usted es un hombre fuerte. Señor, debe luchar por sus hijos y por usted mismo. Es joven todavía y tiene toda la vida por delante.

—Irene, no olvide que hasta los más grandes caen alguna vez de rodillas a la arena. Nadie es infalible al dolor del corazón. Ella ha sido mi señora en todos los sentidos. La he querido mucho. —Era un hombre abatido confesando su angustia, no le importó que fuese la cocinera. Solo vio ante él a una mujer leal que llevaba con ellos veinte años—. Necesitaré tiempo para acostumbrarme a su ausencia y encargarme de todo, como solía hacer ella.

—Si en algo puedo ayudarle, señor, no dude en contar conmigo.

—Sé que la apreciabas bastante y que también la extrañas. Noto la tristeza en tus ojos. Eres de gran ayuda en esta casa. Gracias, Irene, por tus años de dedicación.

—No olvide que también le aprecio a usted, señor. Cuídese, por favor. Apóyese en sus hijos o amigos, no se hunda en la pena.

La miró y con un gran respeto le contestó:

—Lo intentaré. Irene, me ha hecho mucho bien hablar contigo.

El verano pasó lento y mustio en el ánimo de la familia De Robles.

Tomás y Carmela se vieron varias veces a escondidas, en las cuales se abrazaron y besaron, dando rienda suelta a sus sentimientos con la libertad de no ser observados por nadie.

En diciembre, una tarde que se hallaban sentados en un poyete del patio trasero del cortijo Luis le habló a Lola:

—Lola, después de Navidad debo marcharme a mi pueblo. Tengo que volver a la mina. Quiero que nos casemos y te vengas conmigo. —Ella lo escuchaba seria, pero con el corazón palpitante—. Viviremos con mi madre en su casa. Desde que se quedó viuda, como ya te he contado, solo nos tiene a mi hermano pequeño y a mí.

—¡Ay, Luis! Ser tu mujer es lo que he deseado y soñado todos estos meses desde que te conocí. Lo que pasa que es muy precipitado y no podré ver a mi familia en mucho tiempo.

—Lo sé, pero yo tampoco puedo estar tanto tiempo sin verte ni puedo venir a visitarte tanto como quisiera. Yo te quiero y tú a mí. ¿Por qué tenemos que estar separados? Deseo que seas mi esposa. ¿Para qué esperar más? Luego, en la temporada de la aceituna, pues nos venimos con tus padres desde septiembre hasta después de Navidad.

—Mi querido Luis, me hace mucha ilusión tu proposición, pero déjame hablarlo con mis padres. Mañana te doy la contestación.

Tras consultarlo y sopesar lo que ella deseaba, Lola aceptó casarse con Luis. Hablaron con el cura y lo prepararon todo para quince días después.

Una mañana Irene, Lola y Carmela se fueron a Sevilla de compras, a una tienda muy grande. Irene le compró todo el ajuar que Lola necesitaba: toallas, sábanas, colchas, mantas y ropa interior. Todo lo iría bordando ella poco a poco con las iniciales de los dos enamorados. Además, le compró un par de mudas nuevas de ropa y algunos utensilios de cocina. Aunque se iba a vivir con la madre de Luis, Irene le decía a su hija: «Lola, una novia debe llevar su propio ajuar».

La boda fue íntima, en la iglesia de San Ildefonso, frente a la Virgen del Rosario. Los padrinos fueron Gregorio e Irene. La familia de Lola, Amparo, su marido y Anita fueron todos los asistentes. La madre de Luis no pudo viajar, pues su enfermedad se había acrecentado.

Lola llevaba un vestido beige largo, sencillo pero elegante, que la señorita Luisa le había prestado. Parecía una damisela con clase. Estaba muy guapa; su madre le había puesto un poco de color en las mejillas y carmín en los labios, también unas flores en el pelo.

Tras la ceremonia comieron todos en la casa de Lola. Irene había preparado comida y compró bebidas. Habían invitado a los señoritos; sin embargo, el señor les dijo que había que guardar las apariencias. Una cosa era hablar en la hacienda y otra muy distinta mezclarse en ceremonias públicas o convites, aparte de que estaban de luto. Ellos tuvieron que respetar la decisión de su padre.

Tomás intentaba controlarse y respetar a Carmela, si bien cada vez le costaba más dominarse. Era un hombre y deseaba como loco hacerla suya.

—Despiertas en mí un torbellino de emociones difícil de controlar. Con tus besos me enciendes como una antorcha en llamas vivas. Sueño cada noche con hacerte mía —le susurraba Tomás en el oído, sin dejar de saborear sus dulces labios. Ella vibraba de emoción como una débil hoja mecida por el viento y disfrutaba de los besos de su amado.

—Tomás, no puedo entregarme a ti todavía. Tendremos que esperar.

—Carmela, no soy un santo ni voy para cura. Soy un hombre que te desea con ímpetu, no lo olvides. No podré esperar mucho tiempo.

Como no lograba conseguir lo que deseaba de Carmela, algunos fines de semana se quedaba en la capital con sus compañeros de estudios. Se iban de copas, de fiesta y terminaban en algún prostíbulo con la compañía de alguna fulana. Sin embargo, cuanto más salía con rameras, más ansiaba la pureza de Carmela. ¿Por qué seguía encoñado con ella si no le daba lo que él necesitaba y ansiaba?

Carmela, la hija del capataz

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