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1. Dieciocho años antes

Sevilla, septiembre de 1957

La temporada de la recolección aceitunera estaba en pleno auge en la Hacienda Parzuma. Dicha hacienda estaba anclada en Mairena, un pueblo del Aljarafe sevillano. Unos quince kilómetros la separaban de la capital hispalense.

Todos los jornaleros fijos de la finca, más los contratados eventuales, trabajaban con afán los olivares en esa fecha. Gregorio, el capataz, llegaba cada noche rendido a su hogar. Vivía en una casita pequeña, adjunta al patio central de la entrada a la hacienda. Este controlaba todo lo concerniente a los cultivos, la recolecta, las almazaras, el molino y el personal masculino. Cada día, además del capataz, trabajaban tres hombres más fijos en la hacienda. Uno se encargaba de los caballos y la cuadra; otro, de la bodega, de la pisada de la uva, de la elaboración del vino y del aceite; y, por último, el chófer del señor, que en sus ratos libres se ocupaba de cuidar los patios, el huerto y los jardines que cercaban la casona.

En el periodo de la recogida de la aceituna o de las vides, Gregorio dirigía a diario a más de veinte trabajadores. Estos provenían del mismo Mairena y de los pueblos colindantes.

Irene, su mujer, trabajaba en la cocina de la hacienda. En la casona faenaban dos mujeres junto a ella:Anita, que se encargaba de ayudar en la cocina, llevar la limpieza de la casa y servir a los señores; e Inés, la niñera de los señoritos, que además, entre semana, cuando los niños estaban en el colegio, ayudaba a Anita en la colada y a limpiar las zonas comunes. Al caer la noche todas volvían a sus casas hasta el amanecer. No querían servicio interno, salvo la nodriza algunos fines de semana, cuando los señores debían acudir a algún evento o salían de viaje por negocios.

Gregorio vivía en la casita del capataz junto con Irene y sus dos hijas: Lola, de doce años; y Carmela, de nueve. Eran una familia humilde y trabajadora. Llevaban casi catorce años trabajando en la finca.

Ellos eran de un pueblo de Badajoz. Allí tras la guerra civil el trabajo escaseaba. Al poco de estar casados, a través de un comerciante, llegó a sus oídos que en un pueblo de Sevilla necesitaban capataz para la hacienda. Viajaron a hablar con los señores y los contrataron. Una semana más tarde se trasladaron a vivir a la finca. Irene empezó como ayudante en la cocina. No obstante, hacía ya varios años que la mujer que cocinaba cayó enferma y desde entonces Irene era la cocinera de la hacienda. En estos años, aparte de tener dos hijas preciosas, habían logrado la confianza de los señores.

Se habían casado en plena posguerra, con una fuerte dictadura, pasando penurias y mucha hambruna, pero con el corazón lleno de amor e ilusión. A los pocos meses de la boda se mudaron a Parzuma, donde trabajaban muchas horas. Ganaban para comer caliente cada día y tenían un techo donde guarecerse, lo que en la posguerra no era poco. No podían quejarse; vivían bien dentro de sus posibilidades y eran felices a su manera. La casita era pequeña y humilde, pero Irene la adornó con flores y jarrones de barro. Era acogedora y ellos formaban una familia unida y dichosa.

Lola era una muchachita de pelo castaño, largo y lacio, de estatura media, cariñosa y más bien callada. Con sus doce años ya se le estaba formando su cuerpo de mujer. Era diligente para el trabajo, siempre queriendo ayudar a su madre, así como algo tímida e inocente.

Carmela en el físico era más bien lo contrario que su hermana. Tenía el pelo claro, media melena rizada, era alta y delgada. Sus pupilas eran del color de la miel. Era preguntona y protestaba si algo no le gustaba. Simpática, pizpireta y risueña, le gustaba aprender cosas nuevas y siempre andaba investigando. Como era la pequeña de la casa, pues había cumplido los nueve años, era la niña mimada.

Ellas eran felices en la finca. Se sentían afortunadas de vivir allí y tener tanto terreno para jugar.

La Hacienda Parzuma estaba anclada en un paraje rústico a unos dos kilómetros del pueblo de Mairena. Era de arquitectura rural. Al cruzar el pórtico de entrada se encontraba un patio y al frente, la casa del capataz. A continuación, tras la casa, nos encontrábamos el molino aceitero con la torre de contrapeso, sus almenillas y su cruz de Lorena, que le daban a la hacienda un empaque romano. En dicho molino producían aceite de oliva de gran calidad que vendían por la comarca. Anexas al molino estaban las caballerizas; allí había cuatro caballos y dos yeguas, además de tres vacas que daban leche para el sustento de la familia. Tras la cuadra se encontraba una inmensa extensión de olivos y vides de varias hectáreas.

A la derecha del pórtico se hallaba la bodega y adjunta a ella, una nave para la selección de la uva y su posterior pisada. La familia se dedicaba a la elaboración y venta de sus vinos, como también del aceite de oliva que se recolectaba de sus olivares.

Al fondo, rodeada de jardines, se hallaba la casona con sus dos plantas, toda blanca y señorial. La zona que la rodeaba estaba adornada por naranjos, limoneros, almendros e higueras, con varios senderos que llevaban a los cultivos y al arroyo. En un lateral se encontraban el huerto y el gallinero.

En la casona, tras su portón de entrada, se hallaba un vestíbulo por el cual se accedía al salón principal, a dos salas más pequeñas, al despacho, al aseo y a la cocina. También se encontraba la escalera que ascendía al primer piso, donde estaban ubicados cuatro dormitorios y un baño.

Los señores De Robles eran una familia distinguida y de clase. El señor Andrés y la señora Teresa llevaban quince años felizmente casados. Al principio su matrimonio fue pactado, ya que las dos familias, que eran pudientes, así lo decidieron años antes. No obstante, para sorpresa de muchos, cuando los jóvenes se conocieron se enamoraron con rapidez y eran una pareja estable.

Tenían tres hijos: Alberto, de catorce años; Luisa, de trece; y Tomás, que había cumplido los once. Los niños acudían a colegios importantes. Los dos varones estudiaban en el colegio de los jesuitas de Portaceli, en la capital, y Luisa asistía al colegio femenino de Santa Teresa de Jesús, en un pueblo vecino. Era de monjas y solo para señoritas distinguidas. Estaban internos de lunes a viernes. El fin de semana lo pasaban en la finca con sus padres y la niñera.

Alberto era ya todo un hombrecito. No era muy alto, pero sí musculoso, moreno y con porte de señorito. Tenía el pelo corto y castaño oscuro. Se le notaba su carácter serio y a veces presuntuoso. Ya se acicalaba para gustar a las damiselas.

Luisa tenía la estatura normal para su edad. De cara redondeada y nariz respingona, el pelo castaño claro le llegaba por los hombros. Era cordial y alegre, se parecía mucho a su madre. Era toda una mujercita, adorable y muy educada.

Tomás, el pequeño de la familia, era muy espabilado para su edad. Espigado y de complexión fuerte, sus ojos grises y su pelo negro anillado, un poco largo, le daban apariencia de travieso, aunque era de talante noble e ingenioso. Era bastante estudioso y le gustaban mucho los caballos.

Crecieron jugando y compartiendo muchas horas con las hijas de Gregorio, el capataz. Eran niños de carácter bondadoso. Tenían una institutriz que cuidaba de ellos cuando estaban en el cortijo y les instruía en las regias normas de su estatus social. No obstante, su madre, la señora Teresa, los educaba personalmente con cariño y disciplina.

Alberto solía pasar ya menos tiempo con sus hermanos, pues se veía mayor para jugar con críos. Había crecido y ya no lo entretenían los juegos de niños. Empezaba a pensar en las chicas. Aprovechaba sus días en la finca para montar a caballo o aprender viticultura en la bodega. A veces su padre se lo llevaba de montería o a inspeccionar los cultivos.

Luisa y Tomás eran casi de la misma edad de Lola y Carmela, así que pasaban muchas horas juntos. Jugaban al tejo, al escondite, al coger o a la comba y se divertían bastante. Incluso iban al arroyo a cazar ranas y renacuajos. Los señoritos tenían triciclos y los compartían con ellas; algunas veces se pasaban toda la tarde pedaleando. Los días de invierno en los que la incesante lluvia no dejaba ni un resquicio para jugar al aire libre, en cuanto la borrasca daba un respiro los niños salían ansiosos, hambrientos de oler ese aire puro de tierra mojada al que estaban acostumbrados, y chapoteando en los charcos tras la lluvia se divertían de lo lindo durante horas. Gregorio, con una cuerda que ató a un árbol, les hizo un columpio en el que también se distraían jugando.

Ellos se entretenían y disfrutaban con cualquier cosa. Se deleitaban con esas pequeñas grandes cosas que la vida les ofrecía cada día. Presenciar cómo ordeñaban a las vacas o ver poner los huevos a las gallinas era para ellos todo un espectáculo.

A Tomás le gustaba subirse a los árboles; ya se había caído en más de una ocasión de ellos. De pequeño tuvieron que entablillarle una pierna un par de meses tras darse un buen batacazo por querer coger naranjas del árbol.

Los fines de semana los señoritos aprovechaban para enseñar a Lola y a Carmela a leer, a escribir y algo de matemáticas. Luego, por las noches, ellas enseñaban a su vez a Irene, su madre. La escuela les quedaba lejos; tenían que ir andando por el campo hasta Mairena y en invierno era complicado asistir, pues con las lluvias los caminos estaban embarrados y eran casi intransitables. Los días de tormenta que Gregorio no las podía llevar en coche no podían acudir. Ellas ya sabían algo de escritura, si bien gracias a la ayuda de los señoritos estaban aprendiendo bastante más.

Los señores viajaban mucho por negocios. También acudían a eventos y reuniones sociales en la capital. En esas situaciones los niños se quedaban con Inés, la nodriza, que los vigilaba de cerca.

En el verano, de vez en cuando, la niñera los acompañaba al arroyo. Los dejaba darse un baño en el borde del riachuelo para refrescarse del intenso calor. Tenían asimismo una pequeña alberca, donde se bañaban casi a diario. También paseaban por la hacienda, jugaban al esconder o se sentaban bajo la sombra de la extensa y variada vegetación a inventar alguna que otra historia.

Gregorio les construyó una cabaña en un árbol grueso. Allí se subían y Luisa, que era la mayor, leía cuentos e incluso relatos de miedo mientras los otros tres la escuchaban embobados. Un día, jugando al escondite, le tocaba a Tomás encontrarlas. Divisó a Carmela cobijada entre unos matorrales.

—Te encontré, estoy salvado. Ahora te la tienes que quedar tú —le dijo Tomás mientras la agarraba del brazo y la sacaba de su escondrijo.

—Eso no vale. Como soy la más pequeña siempre me encontráis la primera —contestó Carmela enfadada, parada ante él con los brazos cruzados y el semblante enfurruñado—. ¡Ya no me la quedo más!

—Bueno, si eres mi novia te suelto y sigo buscando a las otras.

—¡Estás loco! No puedo, todavía soy una niña. Además, tú eres el señorito.

—Anda, tonta, ¿y eso qué importa? Nadie se va a enterar. ¿Vas a ser mi novia o no?

—¡Nooo! ¡Yo no quiero novio!

—Bueno, la verdad es que tampoco me gusta una novia tan enclenque como tú —le confesó altivo al sentirse rechazado.

—¡Ya no juego contigo más nunca! ¡Me voy a mi casa! —le gritó enfadada. Estaba molesta y con el orgullo herido. Dio media vuelta y se encaminó corriendo hacia su casa.

Al día siguiente volvieron a jugar como si esa conversación nunca hubiese existido.

Llegó la Navidad y cantaron villancicos en la cabaña del árbol. Los Reyes Magos le trajeron a Carmela una muñeca de cartón muy bonita. Estuvieron todo el día jugando. Por la tarde, la muñeca estaba manchada de tierra y Tomás le aconsejó:

—Deberías lavarle la cara. Tiene muchos churretes y está fea.

Acto seguido y sin pensarlo dos veces, Carmela la metió en un barreño de agua donde su madre lavaba la ropa. Al instante el cartón empezó a mojarse y comenzó a deshacerse. En unos segundos de la muñeca solo quedó la tela que la cubría.

—¡Tomás, te odio! —gritó Carmela, llorando sin consuelo—. Por tu culpa mi muñeca se ha muerto. ¡Nunca más voy a ser tu amiga!

Tomás se sintió mal por aquello. Él no fue consciente de lo que podía ocurrirle a la muñeca y, aunque se enfadaban muy a menudo, siempre estaban juntos.

—No llores. No pensé que la ibas a mojar entera, solo te dije que le limpiaras la cara. —Afligido, Tomás intentó consolarla. No quería que ella lo odiase—. Te prometo que cuando sea mayor te voy a comprar la muñeca más bonita de toda Sevilla.

—¿Me lo juras por lo más sagrado? —Él asintió con cara de arrepentimiento y ella, aunque triste, lo perdonó—. Vale, ya no te voy a odiar, pero no se te olvide que me debes una muñeca.

Una tarde Gregorio les regaló a sus hijas una perrita. En la finca había un par de perros machos que siempre andaban por los cultivos y las caballerizas. El chófer del señor tenía una perra que había parido hacía poco y le regaló una cría al capataz.

—¡Ohhh! ¡Padre, es muy bonita! ¿Cómo se llama? —preguntó Carmela ilusionada.

—Le tenéis que poner vosotros el nombre y la debéis cuidar.

—Es blanquita y redondita. Hermana, ¿la llamamos Luna? —preguntó Lola.

—Sí, me gusta. Luna, ven. Voy enseñarte tu casa. —Carmela la llamaba y la trataba como si fuese un muñeco y la perra la seguía como si entendiese lo que le decía.

Cuando los señoritos conocieron a Luna le cogieron cariño y se pasaban muchas horas jugando con ella. La perra los seguía encantada.

Un año más tarde Tomás se enfermó de sarampión, con fiebres muy altas, picores y ojos irritados. Pasó algunos días sin poder ir a clases ni salir al patio. Casi todo el tiempo lo pasaba en solitario, pues temían que contagiase a los demás niños. Sin embargo, Carmela sentía pena de que estuviese tan solo y algunas tardes, con la excusa de ir a la casona a ver a su madre, a escondidas buscaba a Tomás y lo acompañaba un rato. Anita, la asistenta, hacía como que no la veía y no decía nada, pues le daba pena de ver al señorito enfermo, solo y aburrido.

Pocos días después Carmela se empezó a sentir mal. Tenía fiebre, picores y mal cuerpo. Había cogido el sarampión. Debía quedarse en casa reservada, sin que le diese mucho el aire. Una tarde estaba sentada en la mesa camilla haciendo los deberes. Su familia aún no había llegado de trabajar. Escuchó que llamaban a la puerta y al abrir se sorprendió.

—Hola, Tomás. ¿Qué haces aquí? Aún no estás curado del todo.

—Ya estoy casi bien. Mira, ya tengo muy secas las pupas —le contó mientras ella lo invitaba a entrar y a sentarse al calor de la lumbre—. Quería verte un rato. Sé lo sola que estás y es muy aburrido. Menos mal que tú me visitabas. Sin poder salir las horas se me hacían muy largas.

—Es verdad, desespera estar encerrada, pero si salgo mi madre me riñe y debo ser obediente por mi bien. No quiero que se me queden las marcas.

—Creo que te has enfermado por mi culpa. Seguro que te lo he contagiado cuando venías a verme. —Tomás sentía pena por ella al verla enferma y sola. Sus padres, aunque trabajaban cerca, estaban muchas horas fuera del hogar—. Así que quería hacerte la visita y estar un rato contigo.

—No creo que sea tu culpa, pero me alegra mucho que hayas venido. ¿Jugamos a algo?

En el suelo de cemento de la sala de estar dibujaron un tejo con un trozo de carbón, cogieron una piedra y estuvieron jugando y riéndose un buen rato. Carmela lo invitó a merendar pan con una onza de chocolate. Cuando Tomás se iba a marchar se acercó y le dio un beso en la mejilla. Ella se sonrojó y bajó la mirada. Tomás la observó, sonrió satisfecho y se encaminó hacia la casona. Besarla le había gustado y verla con las mejillas teñidas por la vergüenza, aún más.

El tiempo fue transcurriendo sin grandes cambios en sus vidas. Los fines de semana se volvían a reunir. Eran la alegría de la hacienda. Los jóvenes paseaban, charlaban y jugaban por los jardines. En verano, cuando el calor apretaba, algún día bajaban al arroyo a darse un baño. Por seguridad, la institutriz los dejaba meterse por la parte que tenía poco caudal. Las niñas se bañaban con sus largas enaguas, que les cubrían todo el cuerpo hasta las pantorrillas, y Tomás, con una camiseta de tirantes y calzones largos hasta las rodillas.

En verano, al ser las tardes más largas y el anochecer más tardío, el señor le pidió al asistente que se encargaba de los caballos que enseñase a montar a sus hijos. Tomás se entendió bien con su caballo y en un par de días galopaba por la finca como un jinete experimentado. A Luisa le costó algo más aprender. Gregorio, al ver a sus hijas con cara de tristeza, le pidió permiso al señor para enseñarlas también a montar. Este autorizó al capataz a que montasen a una yegua mansa que tenían. Así, en pocos días los cuatros jóvenes aprendieron. Claro que Tomás les llevaba una enorme ventaja.

Una calurosa tarde estaban todos tendidos sobre la hierba fresca al borde del arroyuelo, a la sombra de un alcornoque. Corría una leve y agradable brisa. Estaban con los ojos cerrados, medio adormilados, escuchando el cantar de los pájaros y el silbar del viento. Carmela tenía calor y decidió bañarse en el arroyo. No quiso despertarlos. Sin hacer ruido y sin avisar a nadie, se metió sola en el riachuelo.

Ya dentro, pisó una piedra, resbaló y perdió el equilibrio. Su cuerpo cayó a la parte central, que era más profunda y donde la corriente del agua era más fuerte. Al no lograr tocar con los pies el fondo y sentir que el agua la arrastraba, el miedo se apoderó de ella y comenzó a gritar asustada. Luna al escucharla empezó a ladrar con fuerza. Todos se levantaron sobresaltados. Con rapidez acudieron hacia el lugar de donde provenían las voces y la miraron aterrados, pues el agua se la llevaba sin control.

La nodriza iba a tirarse cuando vio que Tomás le había cogido la delantera. Se había metido y estaba nadando para llegar hasta Carmela. La agarró como pudo y con esfuerzo intentó sacarla. Ella forcejeaba y luchaba por no hundirse, lo cual le dificultaba a él poder llevarla al borde. La corriente parecía poseída, pues chocaba con rabia contra ellos y los deslizaba. Él seguía braceando, pero no conseguía llegar a la orilla. Tomás se sentía ya sin fuerzas, mas ni loco la soltaría.

—¡Tomás, por el amor de Dios, sujétala fuerte, no la sueltes! —le gritó la institutriz mientras le acercaba una rama gruesa y larga que habían encontrado cerca—. ¡Agárrate a la rama!

Este se aferró a la punta con fuerza. Al otro lado todos tiraban con rabia, hasta que consiguieron acercarlos al borde. Al subirlos, Carmela, por la tensión sufrida, el esfuerzo y los nervios, perdió el conocimiento unos segundos, desplomándose en la hierba. Al cabo de unos minutos su pulso y la palidez de su rostro volvieron a la normalidad. Tomás estaba arrodillado en el suelo, respiraba con dificultad, se encontraba agotado. Le temblaba todo el cuerpo, había hecho un sobreesfuerzo por no soltarla. Descansó un momento, intentando recobrarse.

—¿¡Sabéis que os habéis jugado la vida!? ¡Ni se os ocurra volver a bañaros sin estar yo con vosotros! —La niñera les reñía a puro grito; estaba bastante enfadada—. ¡Estáis castigados todo lo que queda del verano sin bañaros más aquí! ¡Virgen santa, qué miedo he pasado! Me habéis tenido el corazón en un puño.

—¿Cómo se te ocurre meterte sola si no sabes nadar? ¡Eres una insensata! —le riñó Tomás casi sin aliento por el esfuerzo y alterado por el mal rato que había pasado.

—Lo siento. Todo ha sido culpa mía por atrevida e inconsciente —comentó arrepentida Carmela con los ojos llenos de lágrimas—. Perdonadme, por favor. Tomás, gracias. Sin tu ayuda no sé qué hubiese pasado. Gracias a Dios que estabas cerca.

—Ha sido un momento complicado, pero por suerte estamos bien. —Tomás respiró algo más tranquilo y al verla llorar necesitó serenar el momento—. Para algo soy el hombre del grupo, para salvaros de las dificultades. —Sonrió e intentó que las chicas se relajaran del susto. En el fondo él sabía que la situación había sido complicada, pero le apenaba verla triste; no obstante, le sentenció—: ¡Pero no vuelvas a meterte sola o quien te ahoga soy yo!

Ninguno comentó lo sucedido a los mayores. Temían una represalia e incluso que despidieran a la institutriz, a la cual le tenían mucho cariño. De este modo, todos hicieron un pacto de silencio.

El tiempo iba pasando y seguían viéndose con la asiduidad de siempre. La señora Teresa, pese a ser muy disciplinada, nunca prohibió a sus hijos jugar con las hijas del capataz. El señor Andrés tampoco los privaba de que se divirtieran juntos pese a ser de distinta clase social. Allí, en la hacienda, no los veía nadie de su posición que pudiese juzgarlos. Además, aún eran pequeños. Los señores iban mucho a la capital mientras los niños se quedaban en la finca con la nodriza. Como en el cortijo había poca diversión, al menos jugando con las niñas de Gregorio andaban entretenidos.

Los años, sin prisa pero sin pausa, iban transcurriendo y los niños fueron creciendo. Las niñas se habían convertido en unas lindas mujercitas. Eran espigadas y tenían ya las curvas bien marcadas. Pese a ser la más pequeña, Carmela estaba igual de alta y formada que las demás y era muy agraciada, con su melena de pelo ondulado. Tomás era un guapo joven de ojos grises, alto y de buen porte. El pelo le caía sobre los hombros y le favorecía bastante.

La verdad era que él ya se aburría cuando las chicas empezaban a hablar de bordados y vestidos o cuando Lola las peinaba como si fuesen princesas, así que ensillaba su caballo y se iba a galopar por la finca. «Sentir la brisa fresca en la cara cuando cabalgo y embriagarme de este olor de olivares es una sensación muy placentera que me gusta y me relaja», murmuraba Tomás a lomos de su corcel.

Carmela, la hija del capataz

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