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Prólogo

Sevilla, octubre de 1975

El ruido del cerrojo al abrirse la maciza puerta de hierro rompió el silencio del lugar. En esos momentos la tensión e inquietud que sentía Carmela se palpaban en su rostro. Los latidos de su corazón, pensaba ella, podrían escucharse en toda la estancia. Parecía que de un instante a otro se le iba a salir del pecho. Había soñado con este momento cientos de veces; sin embargo, ahora mismo le temblaba todo el cuerpo, incluso sus piernas se negaban a caminar y enfrentarse a lo que le esperaba fuera.

Por fin la puerta se abrió ante ella, dando paso a un día soleado que la deslumbró unos segundos e hizo que tuviese que cerrar brevemente los ojos. Era mediodía. El guardia de seguridad le deseó buena suerte. Ella, con una sonrisa, le contestó: «Gracias. Bien sabe Dios que me lo merezco».

Salió a la calle con paso inestable, ilusionada pero a la vez nerviosa. Sentía una gran incertidumbre en su fuero interno. En la mano derecha llevaba un bolso de mano con sus objetos personales y en la otra, una pequeña maleta con toda su ropa, que en realidad era bastante escasa. Miró a su alrededor y se quedó parada en la acera unos segundos, contemplando todo lo que había en torno a ella. Una leve brisa acarició su cuerpo y ella se estremeció. Seguía temblando de emoción e incluso temor por cómo sería su vida de ahora en adelante. Llevaba ocho años soñando con este momento. Respiró hondo, pues notaba que le faltaba el aire, y su mirada se paseó por ambos lados de la calle. Todo le parecía una quimera.

Cruzando la calle, frente a ella, había un coche estacionado. Junto a él una pareja la esperaba. Les acompañaban un niño moreno de pelo rizado que andaba jugando cerca de ellos y una niña un poco mayor. El pequeño era Juan José, tenía siete años. La chica era Aurora, iba a cumplir los diez.

Carmela sintió como las lágrimas empezaban a rodar sin control por sus rosadas mejillas. Sacó fuerzas, se limpió el amago de llanto y con falsa seguridad comenzó a cruzar la calle. Caminó hacia ellos, que a su vez vinieron a su encuentro. Las mujeres se fundieron en un fuerte abrazo que colmó a Carmela de tranquilidad y sosiego. Esta no podía dejar de mirar al pequeño; era guapo y muy espigado para su edad. Tenía los ojos grises como su padre, se parecía mucho a él. El crío, al ver acercarse a Carmela, se escondió avergonzado detrás de la mujer.

—Hermana, ¡qué alegría de verte! ¡Estás guapísima! —Lola la rodeó entre sus brazos y la besó emocionada. Carmela se cobijó en ellos. Necesitaba el cariño de su familia—. ¿Cómo te encuentras?

—Nerviosa pero muy contenta. Me parece mentira estar aquí por fin. Lola, ¿cómo estás tú?

—Bien, trabajando mucho. Gracias a Dios me paso todo el día peinando, no paro. De ese modo ayudo a Luis con todos los gastos. Y ya me ves, más vieja.

—¡Anda ya, si estás hecha una buena moza, lozana y bonita! —Le sonrió con cariño—. Y, por lo que me cuentas, toda una profesional de la peluquería.

—Sí, eso es verdad. Bueno, mi niña, vamos a casa. Ya es hora de que vuelvas con tu familia —le anunció Lola. Se separó un poco de ella para que saludase a Luis y a los niños.

—Hola, cuñado. Gracias por venir a buscarme. ¡Os debo tanto…! —exclamó Carmela saludando al marido de su hermana, que la abrazó con cariño.

—No nos debes nada, cuñada. Para eso está la familia.

Lola era la única hermana que tenía Carmela. Era tres años mayor que ella. Carmela había cumplido los veintiséis en mayo; Lola, los veintinueve; y Luis, su cuñado, treinta y dos. Junto con sus padres, ellos eran toda la familia que Carmela poseía. La habían apoyado y ayudado siempre, en todo momento. Nunca podría pagarles todo lo que habían hecho por ella en estos largos ocho años.

Carmela no apartaba la mirada del pequeño. Su corazón latía a mil por hora. Se sentía entusiasmada y tensa al mismo tiempo. Aunque hacía un esfuerzo enorme por mantenerse firme, no lo consiguió del todo y dos lágrimas rebeldes se escaparon de sus ojos para rodar por sus pómulos. Con rapidez se las limpió con el dorso de su mano. Tenía que controlarse; no quería preocupar a los niños.

—Hola, guapo. ¿Me das un beso? —formuló acercándose a Juan José, que seguía agazapado detrás de Lola.

El pequeño, avergonzado, levantó la vista y miró a Carmela fijamente. Después de unos segundos, con cara de preocupación, preguntó a su tía con timidez y en voz baja:

—Tata Lola, esta mujer se parece mucho a la de la foto. ¿Es mi mamá?

Los cuatro quedaron sorprendidos por la agudeza del niño.

—Sí, cariño. Ella es Carmela, mi hermana y tu madre —le informó Lola.

Carmela se agachó hacia Juan José. Luchó por no romper a llorar delante de su hijo, pues una enorme alegría la embargó al tenerlo por fin a su lado. Lo miró con cariño, tragó saliva y con gran esfuerzo, pues un nudo en la garganta le impedía hablar, le explicó con dulzura:

—Hola, Juan José. Sí, cariño, yo soy tu mamá. He tenido que estar muchos años fuera. Cuando seas mayor te contaré toda mi historia con detalles.

—Señora, digooo… Mamá, ya soy mayor. He cumplido siete años y voy a la escuela —le contestó el niño a la vez que abría las palmas de las manos y le enseñaba los siete dedos.

—Sí, mi vida, ya veo que estás grandote y muy guapo. Cuando cumplas tres manos como esta serás todo un hombrecito. Entonces te contaré por qué no he podido estar a tu lado —le explicó Carmela con cariño.

—¿Por qué lloras? ¿Estás triste? —interrogó preocupado el crío al verle los ojos llorosos.

—No, mi niño, al contrario. En este instante soy la mujer más feliz de la tierra. ¿Me dejas que te abrace y te bese? —le consultó anhelante. Necesitaba estrechar a su hijo entre sus brazos después de tanto tiempo.

Juan José asintió con la cabeza. Carmela lo abrazó y besó decenas de veces. En estos momentos era muy dichosa. El corazón le palpitaba como un caballo salvaje al que habían tenido encerrado y ahora corría desbocado y sin control por una inmensa pradera. Luego se volvió y besó a su sobrina, que estaba preciosa.

—Aurora, estás hecha una mujercita, guapísima y tan alta como tu madre. —La abrazó con cariño. Aurora se sonrojó por los piropos de su tía.

—Gracias, tía. Usted también está muy guapa. Me alegro de que se venga a vivir con nosotros.

—Gracias a vosotros siempre. Háblame de tú, mi niña. —Se giró de nuevo hacia su hermana—. Lola, ¿cómo están nuestros padres?

—Bien. Querían venir a recogerte, pero no cabíamos todos. Y decidimos que lo primero que vieses al salir fuese a tu hijo. Nos están esperando en casa, ansiosos por verte.

—Señoritas, nos vamos ya. Todavía nos quedan más de dos horas de viaje y no quiero que nos coja la noche por el camino, que ya anochece antes y las carreteras están regular —manifestó Luis.

Carmela se montó en el coche. Iba sentada en el asiento de atrás, junto a su pequeño Juan José y su sobrina. Lo llevaba agarrado de la mano, necesitaba sentirlo cerca. Había soñado cada día y cada noche con tenerlo a su lado. Ahora tenía que disfrutar de él e intentar recuperar el tiempo perdido. No había podido gozar de su infancia, mas no se separaría ya de él ni un instante. El pequeño no dejaba de mirarla. Poco a poco, fue perdiendo la timidez y le apretaba la mano con cara de alegría.

—Prima, ha venido mi madre a verme, como tú me decías. ¿¡A que es guapa!?

—Sí, mucho. Ahora ella va a cuidar de ti y te llevará al colegio.

Juan José miró a su madre y sonrió contento. Carmela lo besó en la frente.

—¿Sí, mamá? ¿Ya vas a vivir siempre con nosotros?

—Sí, mi niño. De aquí en adelante estaré a tu lado.

De nuevo Carmela miró a su alrededor. Un oleaje de emociones se apoderó de ella. Las lágrimas se agolparon en sus pupilas luchando por salir, si bien se esforzó una vez más por retenerlas. Le parecía mentira estar de nuevo con su familia y que la borrasca tempestuosa que había cubierto el cielo de su vida durante los últimos ocho años, se hubiera despejado para dar paso a un sol radiante, que la acompañaría a partir de ahora en su día a día.

Observó por la ventana todo lo que veía y se sorprendió. Notó como en todo este tiempo había cambiado la forma de vestir de las mujeres. Las más jóvenes usaban faldas más cortas, incluso por encima de las rodillas, y muchas llevaban pantalones. Se fijó en los peinados; eran más cortos e incluso alborotados. Todo parecía haberse modernizado.

Carmela miró por última vez hacia la puerta que le había dado la libertad. En esos momentos un aluvión de pensamientos ocupó por completo su mente.

¡Cuánto había madurado en estos años desde que cruzó esa maldita puerta por primera vez! Entró siendo una inocente chica de pueblo, con dieciocho años y apenas sin estudios. En estos años se había esforzado al máximo por cumplir su sueño: estudiar Medicina. Al principio todo fue muy duro para ella, le costó mucho adaptarse. Se pasaba llorando día y noche e incluso deseó morirse en varias ocasiones. Sin embargo, el amor por su hijo, la rabia por vengarse de quienes la traicionaron y las ganas de forjarse un porvenir, la sacaron del pozo de tristeza en que se hallaba. Eso le dio fuerzas para luchar cada día y que a su niño nada le faltase. Debía aprovechar ese tiempo y sacar algo positivo. No podía ser un simple lapsus perdido en su vida.

Ahora era la doctora Carmela Galián. Había perdido ocho años de su vida, de su juventud, de la infancia de su pequeño. No obstante, con mucho esfuerzo había conseguido una titulación. Solo le quedaba hacer las prácticas y coger la especialidad. Hoy por hoy, era alguien respetable en la sociedad, que después de todos estos años seguía igual de clasista e injusta. Más moderna en sus ropas y peinados, si bien lo mismo de anticuada y retrógrada en sus pensamientos. Pronto empezaría a trabajar en lo que a ella tanto le gustaba: curar a los enfermos.

Años atrás había sido acusada de un grave delito, por el cual la condenaron a diez años de cárcel. Por buen comportamiento le rebajaron la pena a ocho años. Había pagado con creces su condena. Una condena injusta, excesiva e inmerecida.

Cuando la culparon se defendió con uñas y dientes, pero la parte contraria era pudiente y de apellido ilustre. ¿Quién iba a creerla a ella, una pobre chica humilde y sin recursos? ¿Cómo podía sin dinero defenderse de las injurias de los señores? El juez era amigo de la familia que la denunciaba y se obcecó con ella en demasía. La trató y juzgó como a una peligrosa criminal.

Mil veces se había preguntado a lo largo de estos años por qué le hicieron esto y siempre llegó a la conclusión de que le tendieron una trampa y Carmela, ingenua, cayó en ella. Por alguna razón, estorbaba en ese preciso momento y supieron quitarla de en medio de forma vil y malvada. Ella había cumplido su pena como una vulgar delincuente. Había estado presa durante ocho eternos años por algo que jamás cometió.

Ahora, por fin, estaba libre. Tenía solo veintiséis años y toda la vida por delante para criar a su hijo y poder desquitarse de los que le robaron esos años de su vida, pues la venganza se había instalado en ella como su fiel compañera. Se había incrustado en su alma, alimentando el odio que sentía hacia la familia De Robles. Era como una gran tela de araña que había cubierto su corazón, creando una entramada red de rencor y desprecio hacia ellos. Ya no era una jovencita inocente que no tenía dónde caerse muerta; ahora era una mujer madura que había cumplido el sueño de ser doctora y con fuerzas para enfrentarse a quien quisiese hacerles daño a ella o a los suyos.

Tenía claro que algún día se vengaría y les haría pagar todo el horror por el que había pasado. Esa idea había rondado su mente durante todo su encierro, dándole fuerzas para luchar día a día. Debía hacer justicia y que el apellido de su pobre padre quedase inmune.

El coche seguía circulando en dirección al pueblo donde su hermana vivía. Cerró los ojos y su mente rememoró años atrás, volviendo a su infancia, cuando todo comenzó…

Carmela, la hija del capataz

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