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5. Año de bodas y cambios

Las Navidades llegaron a la casona en un ambiente gris y melancólico. No celebraron nada especial; simplemente, los señoritos se reunieron a cenar el día de Nochebuena con su padre. Irene preparó un pavo asado, igual que años anteriores le había preparado a la señora el día de Navidad. La cena fue fría y triste. Alberto se había alejado bastante de sus hermanos, apenas mantenía conversación con ellos. Últimamente se había apegado mucho a la familia de su novia. Su futuro suegro no tenía hijo varón y se había volcado con él, dándole responsabilidades en su cortijo.

En la casa de Carmela, por respeto al duelo de la señora Teresa, no iban a celebrar ningún festejo, solo cenar en familia. Lola y Luis, desde su boda, se estaban quedando a dormir en casa de Amparo, pues la casa del capataz era pequeña y no cabían todos. Por supuesto, habían acudido para cenar juntos. Comieron, charlaron, jugaron al parchís y al juego de la oca. Luego fueron todos a la iglesia a escuchar la misa del gallo. Gregorio los llevó en el Land Rover del señor, que se lo dejaba cuando él lo necesitaba. Gregorio le estaba cogiendo a Luis mucho cariño. Era atento, cariñoso y trabajador. Era el hijo que no había tenido y que ahora Dios le había regalado.

Dos días más tarde, Luis y Lola se marcharon al pueblo de él. Su familia se quedó triste por su partida, aunque contenta de verla tan feliz y enamorada. Sabían que Luis era un buen hombre, que la quería e iba a cuidarla.

Los padres le compraron a Carmela una bicicleta para ir a trabajar. Antes siempre iba acompañada por Lola. Ahora no debía ir sola andando por los caminos y su padre no siempre podía llevarla o recogerla, así que iba y venía al pueblo en la bicicleta.

En enero el señor reunió a sus tres hijos y les informó de la decisión que había tomado:

—Hijos, voy a contaros lo que tras mucho pensar he decidido. Sé que es pronto, pues debemos esperar el año de duelo. No obstante, os lo comento para que os vayáis haciendo a la idea. Sabéis que me es complicado llevar todos los negocios y estar pendiente de vosotros. —Estaban sentados en el despacho. El señor los miraba y continuó hablando despacio—. Alberto, debes fechar tu boda para el verano próximo.

—De acuerdo, padre. Lo hablaré con Constanza y sus padres. Te confirmo la fecha en cuanto la sepa. De todas formas, como sabéis, mi vida ya está más allí que aquí.

—Hijo, sé que es el camino que has escogido y lo respeto. No obstante, no olvides que somos tu familia. Últimamente nos tienes un poco abandonados —le recriminó su padre con tono suave. Él no contestó.

—Luisa, Anselmo me ha pedido permiso para casarse contigo. — Miraba a su hija con cariño—. Es un buen hombre y sé que no te faltará de nada. Serás una buena señora para él. ¿Te parece bien celebrar la boda a mediados de septiembre? —Ella asintió con la cabeza—. Por supuesto, la ceremonia será aquí, en la hacienda. Tu madre así lo hubiese deseado. Yo seré tu padrino y la madre de él, la madrina. Te irás a vivir con él al cortijo de sus padres.

—Sí, padre. Lo que usted decida me parece bien. Yo también deseo casarme con él. Me tranquiliza saber que no viviremos lejos de aquí por si usted me necesita. De esta forma, puedo visitarlo con asiduidad. —El señor le sonrió y posó su mirada en el menor de sus hijos.

—Tomás, hijo. Tras haberte tallado, antes del sorteo he hablado con algunos contactos que tengo para que hagas el servicio militar aquí, en Sevilla, pero el cupo está completo. Lo que sí me han aceptado es la petición de no presentarte hasta mediados de septiembre, tras la boda de tu hermana. En el sorteo te ha tocado el cuartel de Cerro Muriano, en un pueblo de Córdoba. Tu hermano no pudo ir por tener los pies planos, pero tú tienes que incorporarte a primeros de octubre. Allí madurarás y te harás un hombre hecho y derecho. Cuando termines, dentro de año y medio, ya eliges si seguir con la abogacía o ayudarme a llevar la hacienda. Será entonces buen momento para empezar a pretender a alguna distinguida señorita.

—Padre, con todos mis respetos le diré que ya soy un hombre —le puntualizó Tomás, que no tenía ya nada de chiquillo—. Me parece bien, Córdoba no está muy lejos. Cuando me den vacaciones deseo venirme a pasarlas aquí con usted —le informó Tomás. Él disfrutaba en la hacienda, le gustaba cabalgar, visitar los cultivos y tener a Carmela cerca.

—Claro, esta siempre será vuestra casa. Por supuesto, podéis venir cuando queráis. También está la parte que os corresponde de la herencia de vuestra madre. Alberto, imagino que la necesitarás para casarte. Y tú, Luisa, lo mismo. —Ambos asintieron—. La tendréis cuando dispongáis. Tomás, dime tú si la quieres ahora o cuando vuelvas de la mili.

—Padre, yo prefiero que me la guarde usted. Cuando vuelva seguro que la necesitaré para terminar mi carrera y constituir mi bufete.

—Pero padre, usted no debe quedarse solo —le manifestó Luisa preocupada, pues seguía triste y deprimido.

—No te preocupes, hija, estaré bien. Quiero lo mejor para mi familia y esta casa, sin vuestra madre, no es un buen hogar para vosotros. Tenéis que seguir con vuestra vida.

—Padre, permítame que le dé un consejo —manifestó de pronto Luisa—. No puede quedarse encerrado aquí. Debe salir e ir a las reuniones y eventos sociales como hacía antes. Madre así lo querría. Por mucho que nos duela, no va a volver. Debemos hacer lo que ella hubiese deseado que hiciéramos.

—Luisa lleva razón. Debe escucharla, padre, y salir a relacionarse como antes —le insistió Tomás. Le apenaba ver a su padre tan apagado.

—No es bueno que un hombre esté solo. Lo que debe hacer es buscar otra mujer y casarse —exclamó Alberto con altanería. Los tres lo miraron sorprendidos por su frialdad.

—¡No entiendo cómo puedes hablar así cuando apenas hace seis meses que tu madre nos dejó! —El señor le habló con dureza y sinceridad—. Hijo, no me gusta que seas tan insensible en este aspecto. El vacío de vuestra madre es difícil de llenar. Dicen que el tiempo lo cura todo. Pues el tiempo dirá. En estos momentos no puedo ni pensar en eso. Sin embargo, tendré en cuenta vuestros consejos y saldré un poco. Por respeto, esperaré unos meses y volveré a frecuentar las reuniones en la capital. Creo que me vendrá bien charlar con mis amigos.

De esta forma, ese día el futuro de cada uno quedó ya dispuesto.

Los meses pasaron monótonos y sin cambios. En ese invierno, cuando cumplió los veinte años, Tomás aprovechó para sacarse el carnet de conducir.

Alberto apenas iba por el cortijo; entre el trabajo y los preparativos de la boda, siempre ponía un pretexto para no ir. Era todo un distinguido señorito. No llegó a terminar la carrera de Agricultura. Había dejado los estudios para irse a trabajar a la finca de su suegro, que lo necesitaba a su lado. Alberto era alto, de buen porte y elegante, trabajador y buen comerciante, aunque altivo, distante y muy serio.

Tomás seguía estudiando en Sevilla y solo iba algunos sábados y domingos a Parzuma, que aprovechaba para montar a caballo y visitar con su padre los cultivos de vides y los olivares. Le ayudaba a hacer los pedidos del embotellado para el mosto y organizaban la distribución y venta del mismo. Lo mismo hacían con las aceitunas y el aceite de oliva que elaboraban en su molino.

A veces buscaba el momento oportuno para verse a solas con Carmela un rato y disfrutar de los besos y caricias a escondidas. Se citaban como dos furtivos enamorados, aunque seguía sin convencerla para que se entregase a él.

Luisa seguía viviendo en la casona hasta que se desposase. Cosía y bordaba su ajuar cada día. Algunas tardes cuando Carmela volvía del trabajo le ayudaba un rato. Otras paseaban y hablaban como dos buenas amigas.

—¡Amiga, extraño tanto a mi madre! Tengo muchas dudas que me preocupan sobre la boda y que solo ella me podría aclarar —confesó Luisa con pena a Carmela mientras paseaban por uno de los senderos de la finca, bajo la extensa arboleda.

—Puedes preguntarle a mi madre. A lo mejor puede ayudarte.

—No, amiga, me da mucha vergüenza. Es sobre las relaciones maritales; no sé nada sobre ese particular. Mi cuerpo se enciende cuando estoy junto a Anselmo e incluso he notado su excitación, pero no sé cómo debo satisfacerlo o si colmaré sus apetitos en el lecho conyugal. ¿Seré una buena amante para él? Las monjas, como es lógico, nada me enseñaron sobre este asunto.

—No te angusties. Seguramente, será más fácil de lo que te imaginas. Y no dudes de que lo harás muy feliz y él a ti. Se nota que te adora. —Pese a que era más pequeña, la miraba con cariño, transmitiéndole calma—. Lola dijo que para Semana Santa vendría a visitarnos. Ella, como recién casada, mejor que nadie te puede aclarar todas tus preocupaciones.

—Es cierto, no lo había pensado. Pues la acribillaré a preguntas cuando venga. —Las dos rieron a carcajadas—. Pero tú no podrás escuchar nada. Aún eres joven y no conoces hombre ninguno para saber de estas cosas prohibidas.

«¡Ay, si ella supiese los besos y caricias que me doy con mi enamorado a escondidas!», meditó Carmela y sonrió cómplice de su secreto.

En Semana Santa Lola y Luis vinieron cuatro días a visitar a la familia y dar a sus padres la buena nueva de que iban a ser abuelos. Se sintieron dichosos. Carmela se emocionó con la noticia. En esos días la señorita Luisa le preguntó todas las dudas que tenía a Lola y esta, avergonzada pero feliz, le contó su experiencia con su marido en la noche de bodas y en los encuentros íntimos posteriores.

En abril el señor empezó a salir a reuniones y volvía más animado.

En julio se celebró la boda de Alberto y Constanza. Fue en la finca de ella. Toda la celebración fue muy regia y presuntuosa. Eran una familia ilustre y pomposa, muy metida en la alta sociedad sevillana. Luisa acudió con su prometido y Tomás fue solo, aunque allí no le faltaron guapas acompañantes. Muchas jóvenes en edad de merecer lo miraban solícitas y deseosas de que él las sacase a bailar. Él disfrutó de la compañía de todas las que pudo, sin prometerle nada a ninguna. «¿Para qué conformarme con una, pudiendo disfrutar de todas?», pensaba travieso. Era un hombre con buen porte, alto, guapo, musculoso y deseado por las mujeres. De eso él era consciente. Notaba cómo lo miraban las féminas e intentaba sacarle partido. Se estaba volviendo todo un mujeriego.

A principios de septiembre empezaron los preparativos para la boda de Luisa. Dentro de diez días la Hacienda Parzuma se vestiría de gala para desposar a la señorita con su prometido.

—Padre, quiero implorarle permiso para que Lola y Carmela puedan asistir a mi enlace. —Luisa llevaba días con la idea y por fin una noche que estaba cenando con su padre y Tomás se atrevió a pedírselo. Nada perdía, pues el no lo tenía de antemano. Ella, aunque tenía muchas amigas del colegio, reconocía que con las hijas del capataz le unía una amistad singular, muy en especial con Lola.

—Hija, eso que me pides es imposible. Digamos que ellas son del servicio.

—Padre, son mis amigas, casi me he criado con ellas. Me han apoyado mucho en la muerte de mi madre. También se merecen disfrutar de este momento tan feliz para mí.

—Te entiendo, hija; sin embargo, tu petición no es viable. Los invitados no lo comprenderían y nos mirarían extrañados. Daríamos que hablar y sería el cotilleo de toda la ciudad. Asimismo, ellas se sentirían violentas ante tanta gente ilustre. Lo siento, hija, pero dada nuestra posición no puedo concederte ese deseo.

—¡Malditas clases sociales, donde todo lo compran el dinero y la posición! —exclamó Tomás enfadado, levantándose de la mesa. Había estado callado, pero no pudo aguantar más. ¿Qué le importaba a él que a un grupo de chismosas señoritingas criticasen que eran amigos de las hijas del capataz? Se fue a dar un paseo, necesitaba relajarse un poco. Pensando fríamente, se sorprendió de su actitud. ¿Por qué le había contestado así a su padre? ¿Qué le importaba a él? Era amigo de Carmela, sí, pero solo deseaba acostarse con ella, no pasearse con ella en público.

Su padre achacó ese pronto de su hijo a los nervios por irse dentro de poco al servicio militar y a la rebeldía de la edad. No le prestó mayor atención.

Lola llegó a la hacienda en septiembre, junto con su marido, dos días antes de la boda. Luis venía para trabajar en la recogida de la aceituna, como en años anteriores. Lola estaba muy gordita de su embarazo. Se sentía bien y era feliz. Cumplía a finales de octubre. Ella quería que su bebé naciese en Mairena, como ella, y deseaba tener a su madre cerca para cuando llegase el momento del parto.

El día señalado para la boda llegó. Toda la mañana fue un trasiego de idas y venidas de trabajadores y de sirvientas organizando los jardines para el banquete. La ceremonia religiosa sería por la tarde, en la iglesia de Mairena. Luego los asistentes pasarían a la hacienda para el convite y el baile. Vinieron invitados de muchos lugares, familia, amigos y gente conocida de prestigio y renombre.

Al enlace no pudo acudir su familia de Cádiz, pues el marido de su tía se había caído del caballo y se había fracturado las costillas. Estaba convaleciente, así que tuvieron que quedarse atendiéndolo. Tomás, en el fondo, se alegró de que su primo Gustavo no acudiese. Aún recordaba bastante bien la conversación que años antes tuvieron sobre Carmela.

Por la mañana Lola peinó a la novia como esta le había pedido. Le hizo un recogido a base de trenzas y lo decoró con horquillas de perlas que había comprado en la ciudad. Luego Lola la ayudó a vestirse. Estaba guapísima.

Luisa salió para la iglesia del brazo de su padre, que la miraba emocionado. Era su padrino, iba vestido con un esmoquin negro. El señor estaba muy atractivo y la novia parecía una princesa. Ella era agraciada, si bien ese día estaba preciosa. Su vestido estaba confeccionado con seda y tul blanco, con bordados y perlas engarzadas hasta la cintura. La falda era de vuelo y tenía una pequeña cola que la estilizaba bastante. El velo que cubría su rostro era de su madre, de cuando se casó. Todas las alhajas que llevaba puestas habían pertenecido también a ella. Ahora su padre se las había regalado.

Cuando Luisa apareció en el jardín, Irene, Carmela y Lola la miraron impresionadas.

—Luisa, corazón, estás preciosa. Tu madre hoy debe de estar muy orgullosa de ti —la elogió Irene con los ojos húmedos. Le agarró las manos y la besó en la mejilla. Sus amigas también la felicitaron—. Sin duda, Anselmo es un hombre muy afortunado por tenerte. Te deseo que seas muy feliz. —Lola y Carmela la besaron, deseándole lo mejor del mundo.

Cuando los novios, familiares e invitados volvieron de la ceremonia se dispusieron a comer y beber por doquier. Tras el banquete, que duró casi tres horas, los novios abrieron el baile. A partir de ese instante no cesó la música ni faltaron las copas hasta la madrugada.

Carmela ayudó toda la tarde a su madre y a Anita en la cocina. A Lola, como estaba muy gordita, no la dejaron colaborar, así que se quedó en casa con su marido. Desde allí escuchaban la música y a través de una de las ventanas podían ver un poco de lejos el baile.

Cuando el almuerzo finalizó dejaron preparados aperitivos fríos y refrigerios para los que se quedasen a cenar. Después de recoger la cocina, Irene, Anita y Carmela se retiraron. Ya se encargaban las chicas que habían contratado para el evento de servir los cócteles, las copas y los tentempiés.

Cuando hubo anochecido, Lola se marchó con su marido al pueblo, a dormir a casa de Amparo. Irene, cansada de preparar toda la comida, se retiró a descansar. Carmela salió y se escondió a cierta distancia del festejo, tras un frondoso arbusto. Desde allí podía observar, sin ser vista, cómo bailaban los invitados. Asimismo, pudo ver cómo su amado Tomás bailaba y tonteaba con varias jóvenes. Sintió rabia, celos e impotencia. En el fondo ella sabía que él cualquier día se ennoviaría con una ilustre y distinguida señorita y no con la hija del capataz. Solo era cuestión de tiempo. Ella nunca podría acompañarlo a fiestas como estas. Las lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas sin poder controlarlas.

Al rato escuchó un ruido a su espalda. Se limpió con rapidez los ojos del llanto, creyendo que era Tomás. Se sorprendió al ver que era otro hombre, que parecía ebrio y la miraba con lujuria. Ella quiso irse, pero este la agarró fuerte del brazo.

—¿Dónde vas, bonita? No te vayas tan pronto. Déjame disfrutar un poquito de ti.

—Disculpe, señor. Es tarde y debo irme ya —le contestó nerviosa, intentando soltarse. El hombre apestaba a alcohol.

—Eres muy guapa y tienes una hermosa figura. —Tiró de ella y la acercó a su cuerpo, abrazándola—. No huyas. Voy a demostrarte lo que es un hombre de verdad. Verás como te gusta.

—¡Déjeme, por favor! —Carmela forcejeaba sin éxito y alzó la voz para que la soltase. Él era más alto y fuerte que ella. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. A punto estaba de gritar más fuerte cuando escuchó una voz a su espalda.

—Suéltala o te arrepentirás. —De pronto Tomás, con rabia, jaló de él, tirándolo al suelo—. Vete de aquí, borracho asqueroso.

—Ja, ja, ja. —Con esfuerzo, debido a su estado, se puso en pie y se enfrentó a Tomás—. Te la estás beneficiando y no quieres compartirla, ¿no? Te comprendo; es muy bonita y para eso está a tu servicio. Haces bien. Te toca primero. Luego, cuando te hartes, me la cedes. Voy a estar por aquí esperando. Avísame cuando termines con ella.

Tomás no pudo escuchar más. Con rabia se abalanzó sobre el hombre y le dio un puñetazo en la cara, tirándolo de nuevo al suelo. Cegado por la rabia y los celos, siguió pegándole sin control. Carmela lo miraba asustada.

—¡Tomás, por Dios, déjalo ya! ¡Vámonos, te lo ruego! —Le tiraba del brazo para separarlo del individuo.

Con la respiración jadeante, él la miró y le cuestionó:

—¿¡Sabes lo que podría haberte hecho este indeseable si no llego a tiempo!?

—No quiero ni pensarlo, pero gracias al cielo viniste. Yo estaba a punto de gritar más alto, iba a pedir ayuda cuando has aparecido. Debemos irnos. Mira, se ha desvanecido. Por favor, Tomás, no quiero que te metas en problemas por mí.

—Bueno, vámonos, ya le di su merecido. Pero recuerda que a ti te defendería una y cien veces si hiciese falta.

Se fueron por una vereda de detrás un poco más lejos para que nadie los viese. Allí, refugiados tras los matorrales, la besó con ansia y desenfreno. Ella, aún dolida por verlo bailar con otras, quiso negarse a sus caprichos, pero lo que su cabeza afirmaba su corazón lo negaba y cedió a sus besos. Desde allí se escuchaba la música y bailaron a escondidas. Tan solo la luna, que los iluminaba, fue testigo de ese encuentro, cómplice del amor prohibido que Carmela le profesaba.

Tomás había bebido algunas copas y se encontraba un poco achispado. Eso, sumado al sonido de la música y al hecho de estar abrazados, lo encendió como la pólvora. Aparte de besarla, sus manos empezaron a acariciarla con pasión. Carmela sentía sus dedos recorriendo su cuerpo, excitándola. Notó su masculinidad bien marcada y se asustó. Se separó de él, temerosa de lo que podía pasar si no paraban a tiempo.

—Carmela, te deseo tanto que me cuesta controlar mis instintos masculinos —le confesó mientras la atraía otra vez hacia su cuerpo.

—Lo sé, Tomás, pero no debemos pecar a los ojos de Dios. Además, he escuchado a mi hermana contarle cosas a Luisa sobre las relaciones maritales y puedo quedarme en estado. Eso sería un gran problema para mí.

—Por eso no te preocupes. Si eso ocurriese, yo estaría a tu lado y me haría cargo de vosotros. —Ella seguía apartándose. Lo deseaba con anhelo, pero debía frenarlo. Sabía que el señor Andrés nunca consentiría que su hijo tuviese nada serio con ella.

—Tomás, aún dependes de tu padre. No me aceptaría, tú lo sabes. No tienes aún el título ni el trabajo y en unos días te marchas al servicio militar. Tienes que tener paciencia. En un par de años seré tuya para toda la vida.

Él de mala gana la soltó. ¿Ella no entendía que era un hombre y tenía sus necesidades? Si a veces acudía a los prostíbulos era solo por desahogo. Lo que él anhelaba con ímpetu era que Carmela fuese su amante, pero ella no transigía.

Aunque estaban alejados de la ceremonia, podían oír la música y el rumor de las voces. Después de un tiempo escucharon que la música se iba apagando y los invitados comenzaban a irse. Tomás acompañó a Carmela cerca de su casa y volvió a la fiesta. Se despidió de su hermana, la besó y le deseo la mayor felicidad. Acto seguido se retiró a descansar.

A la mañana siguiente se despertó sobresaltado por un alboroto. Se asomó a la ventana para ver qué jaleo había fuera. Un trasiego de gente de un lado para otro lo puso en alerta. ¿Tanto ruido hacían para retirar el banquete? Se aseó, se vistió rápido y bajó para averiguar qué estaba pasando. Al llegar al salón preguntó a la asistenta:

—Anita, ¿qué sucede que hay tanta algarabía?

—¡Señorito, una desgracia! Ha muerto un hombre.

Carmela, la hija del capataz

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