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Capítulo 10

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Casa abandonada

Theo

Estoy de pésimo humor. El mar hoy no me calma, al contrario, me contagia su fuerza y sus ganas de arrasarlo todo. También, me contagia su risa. Quiero decir… La risa de Emma es contagiosa.

Claro que sería mucho más divertido que se riera conmigo y no con ese «heladero» molesto que la mira embelesado. ¡Qué ridículo! Es evidente que él quiere llamar su atención. Y creo que lo consigue, porque una sola vez su mirada se cruzó con la mía, mas en ese momento fingí divertirme con Inés.

Es una vergüenza que él se dé cuenta de que pasé todo el día a la espera de que ella se fijara en mí. Por eso, ni siquiera me acerqué a saludarla. No quería tentarme de llevármela bien lejos.

No sé qué raro efecto produce esta chica en mí, pero hace que quiera saberlo todo de ella.

Supongo que debería decirle a Inés que es hora de irnos. Atardece con una leve brisa y… ¿Qué hace Emma? ¿Tiembla? ¿Es de deseo por ese infeliz o por el frío? Él la abraza y ella se deja.

OK. Entonces debo pensar en un plan B. Irme no es una opción.

Emma

Está oscureciendo y tengo frío.

Y celos. De Inés.

Darme cuenta de eso me enoja. Tengo un problema demasiado grande que crece en mi panza como para estar pendiente de Theo. Cierro los ojos. No quiero verlo.

—Emma…

Su voz está demasiado cerca. Abro los ojos y Theo está enfrente de Mark y de mí. ¿En qué momento…?

—Cerca de aquí hay una casa abandonada. ¿Qué les parece si vamos?

—Me parece una gran idea —grita Félix mientras se acerca hacia nosotros y se sienta al lado de Donna.

—Por mí, sí —responde Donna mientras me mira como si me pidiera, por favor, que vaya.

—Si Emma quiere… —dice Mark.

De pronto, la decisión está en mis manos:

—Perfecto, vamos —digo y me levanto, quedándome sin manta para abrigarme.

Miro a Theo y un frío me recorre el cuerpo, tiemblo. No sé si por sus ojos celestes o porque en verdad la temperatura está bajando.

—Ey, si quieres te puedo prestar un buzo —me dice Theo.

—Por favor, sí —sonrío.

El pobre Mark se da cuenta de que él no tiene un abrigo para ofrecerme. Theo me extiende la prenda y roza mi mano. ¿Me parece a mí o fue a propósito?

Me lo pongo y… ¡Ay, qué rico huele!

Comenzamos la caminata. Theo, de pronto, se encuentra a mi lado y yo siento hormigas en todo mi cuerpo.

—¡Qué suerte que no me preguntaron qué opinaba sobre esta idiotez! —se queja Inés, interponiéndose entre Theo y yo.

Mark está raro, alejado. Me pregunto si se habrá enojado conmigo. Aunque tampoco sé si me importa que pase eso. Más me interesa que Inés se cuelgue, literalmente, del hombro de Theo. Sin embargo, él parece fastidiarse o al menos eso tengo ganas de creer yo.

Luego de un rato, llegamos a la casa abandonada.

«Vaya que sí lo está», me digo. Es imponente, antigua y muy tenebrosa. Los postigos de las ventanas están abiertos, los vidrios se ven sucios y la pintura se encuentra en su peor estado. Imagino que en esta mansión han pasado muchísimas cosas en otros tiempos. Fiestas, reuniones, bodas. Tal vez, incluso, queden fantasmas de aquellos tiempos en donde todo lo que sucedía ahí era importante y glorioso.

Creo que estoy arrepentida de haber dicho que sí…

Se ve que no lo puedo disimular porque Theo me mira, con burla.

—Emma, no te pongas mal tan rápido. Ni siquiera entramos —dice mientras me empuja con suavidad.

Sus manos en mi espalda me producen una descarga eléctrica. No entiendo por qué él me hace sentir vulnerable a flor de piel.

—No me pongo mal, es más, estoy muy emocionada por entrar.

Enseguida, me arrepiento de haber dicho esas palabras. Tendría que correr como la cobarde que soy y decirles «ni loca entro ahí», pero no, finjo ser la chica «a mi nada me importa».

Toso y miro a Theo.

«Muy bien, Emma, allá vamos», me digo.

Nos acercamos a la mansión de estilo victoriano y buscamos una manera de entrar. Descubrimos que una de las ventanas está semiabierta y Theo sugiere que entremos por ahí. La verdad es que me parece una locura, pero este chico tiene algo que me hipnotiza y me hace decir y/o hacer tonterías.

¿Cómo no seguirlo?

Theo

Entro primero y luego ayudo a Emma a entrar por la ventana. Me encanta tomarla de la cintura y sentir su respiración cerca de mí. Solo se me ocurrió venir hasta este sitio en un intento desesperado por sacarla de los brazos de Mark.

Inés grita mi nombre justo en el preciso instante en que voy a seguir a Emma. Me veo obligado a ayudar a Inés.

Cuando termino, busco a Emma, pero ella ya no está. Donna y Félix entran a una de las habitaciones y Mark está, solo, en otra. A ella no la encuentro…

Primero, sonrío y pienso que se escondió a propósito. Después, me da miedo. ¿Y si algo le pasa?

No me lo podría perdonar.

En eso, siento un temor más grande. Algo no está bien, lo presiento. Soy el único que siente una alarma. Me dejo llevar y entro a un cuarto apenas iluminado. La veo. Ella está enfrentada a un perro que parece estar a punto de atacarla. El perro da miedo: es de unos setenta kilos, de color negro. Es una mezcla de razas imponente y parece furioso. Sé que ella está asustada, pero lo maneja bien. Me acerco despacio, la quiero ayudar. Ella me observa y con la mirada me pide que me quede quieto. Maldigo el momento en que se me ocurrió entrar aquí. El perro se acerca a ella en cámara lenta. Aunque su respiración está agitada, Emma es valiente y lo enfrenta. Parece decirle: «ven si quieres, no te tengo miedo». En eso, el perro pasa de los gruñidos a los ladridos y comienza a mover la cola. Ella ganó.

Emma uno, el perro cero.

Emma lo llama y el animal corre a sus brazos. Ella me mira.

Y me desarma.

Emma dos, Theo cero.

Emma

Acaricio al perro que casi me hace desmayar del miedo y vuelvo a respirar. Pude manejarlo. Me fijo en Theo; estoy aliviada y orgullosa de haber podido con la situación. Él me devuelve una mirada de esas que parecen lanzar rayos. Le echo un vistazo a su mandíbula, es demasiado masculina. Sus ojos son ahora celestes más oscuros, como si negros pensamientos se apoderaran de su alma.

«Quisiera despertar en esos brazos».

—Si me sigues mirando así, Emma, no me quedará otra que besarte.

Theo se acuclilla a mi lado, los dos nos olvidamos del perro y del mundo.

—¿Qué? Yo… yo no. Mmm… Yo no estaba mirándote y no creo que tengas porque besarme sí. —No puedo seguir hablando. Sus manos me acarician el pelo y yo no puedo coordinar una frase.

—No sería «porque sí».

—Ah, ¿no?

—Sería porque no puedo pensar en otra cosa desde que me sonreíste en el aeropuerto, cuando entraste al auto.

—Cuando no me dijiste ni «hola» —le recuerdo.

—¿Qué te podía decir si me dejaste sin palabras?

«¿Qué me está diciendo? ¿No se da cuenta lo que provocan sus palabras en mí? Se está burlando o…».

Su mano baja por mi espalda. Me aparto. Sé que esto solo me va a llevar por el mal camino.

Y, a pesar de todo, sé que es un camino inevitable. Sé que el destino me trajo a sus brazos este verano. Sé que estoy embarazada de mi mejor amigo y, aun así, me estoy enamorando de un chico al que acabo de conocer. Sé que no soy ejemplo de nada ni para nadie. Pero sé que quiero probar sus labios como si mi vida dependiese de eso.

Los demás llegan en ese instante. Me quedo paralizada mientras él sale de la situación con maestría. Es evidente que no está nervioso ni alterado, ni paranoico, ni perseguido, ni seducido, ni confundido, ni perdido… como yo.

Casi amor

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