Читать книгу Antología 7: ¡Perdonado! - Christian Mark - Страница 10
ОглавлениеEst humanum errare, divinum ignoscere
(“Errar es humano, perdonar es divino”)
Por Jorge Puzenik
Era la tarde de un lánguido domingo de otoño. El sol caía en el horizonte. Todo era calma en un viaje que no llevaría más de 30 o 40 minutos. Me habían invitado a predicar a una Iglesia en el Oeste de la ciudad y hacia allí nos encaminábamos con mi familia.
¿Es usted alguien que predica o tiene en su familia alguien que lo haga? Seguramente me entenderá: no hay crítico más examinador que su propia familia. Bueno, también está la hermana que se sienta en el quinto banco y siempre compara sus prédicas con las del pastor de su juventud o ese hermano que siempre está atento a la única palabrita que se le escapó en el mensaje y que está fuera de toda exégesis, hermenéutica u homilética y se lo remarca apenas baja del púlpito.
Ellos pueden ser críticos, pero su familia es su familia y se constituyen en los comentaristas más inflexibles: cuestionan el tiempo que tardó (mi hijo hasta me cronometraba los mensajes), los temas, los ejemplos, la forma de hablar y hasta el color de corbata que usó. Y si no usa corbata, ¡lo cuestionan por eso!
Pero volvamos a ese domingo. Estábamos casi por llegar. Todo había sido un viaje tranquilo, hasta que nos detuvimos en un semáforo y el auto que estaba delante del nuestro nos dejó ver una inscripción en su luneta trasera: “Errar es humano, perdonar es divino”. ¿Puede usted ver en esta frase alguna palabra, alguna letra, algún signo de puntuación que pueda generar una discusión?, ¿puede acaso este pensamiento ser el disparador de un conflicto cósmico?, ¿piensa que no? Se equivoca… Todo era calma hasta que uno de mis hijos empezó a leer: “Perdonar es divino” …y con ello inició lo que yo llamaría una asociación ilícita de ideas.
—Perdonar… perdón… perdón…
—Papi, ¿No irás a predicar otra vez sobre el perdón, noooo?
“El público se renueva” es el eslogan que utiliza una actriz argentina cuando en sus almuerzos transmitidos por la televisión entrevista a personas que ya habían sido invitadas en años anteriores y les hace las mismas viejas preguntas de la ocasión anterior. De hecho, hasta conoce las respuestas que le darán.
La audiencia cambia y esto es verdad. Pero cuando su familia lo acompaña a todas sus prédicas, no forman parte de ese público que se renueva (no se ría… es verdad).
No es que siempre predique sobre lo mismo, pero hay temas que son esenciales a la hora de enseñar, en todo tiempo y en todo lugar. Considero que el perdón es uno de ellos. No es que yo lo haya elegido por ser mi favorito, sino que siempre hay corazones heridos por la falta de perdón en todos lados.
¿Por qué? Porque constantemente estamos pecando y tal cual decía el hijo pródigo estamos haciéndolo contra Dios y contra nuestros hermanos. ¿Hermanos dije? Hermanos, hermanas, padres, hijos, cónyuges, amigos, vecinos, jefes, empleados y hasta desconocidos como el conductor que venía atrás de nosotros. A él lo miré con mala cara cuando me tocó la bocina debido a que yo había doblado a la izquierda en una avenida sin colocar la señal de giro, ya que estaba distraído discutiendo con mis hijos sobre la importancia de predicar sobre “el perdón”.
Est humanum errare, divinum ignoscere… Y no hay otra forma de restablecer una relación que pedir perdón y perdonar. Errar es humano, pero la forma más acertada de parecernos a Dios es aprender a perdonar.
¿Quién? ¿Yo? Si él comenzó primero
Dígame que usted nunca usó esa excusa. Si tiene hermanos, seguramente lo hizo frente a sus padres; y si no los tuvo, seguramente le sucedió con alguna maestra o incluso con el director de la escuela (como varias veces me pasó a mí). Pero ¿quién iba a confesar en primera instancia que había sido el culpable? ¿Yo, señor? ¡¡No!! ¡¡Por supuesto!!
—¡Sí! Yo le pegué, pero fue en defensa propia.
—¿Por qué? ¿Él te pegó primero?
—No, pero me miró mal… primero.
Soy director de una escuela secundaria, y ahora me toca estar del otro lado del mostrador. Me traen “los chicos malos” a dirección para que haga algo cuando ya las instancias se agotaron y han pasado por manos y oídos de profesores, preceptores, orientadores escolares, jefa de preceptores, secretarias y todo personal autorizado y no autorizado para intervenir.
Esto sucede cuando ya no hay forma de hacer entrar en razón a una “adorable criatura” que le rompió la cabeza a otro alumno o cuando se debe reflexionar sobre por qué una pacífica “blanca palomita” decidió romper la puerta del baño simplemente porque esta se cerró y no podía esperar a que alguien llegara con la llave para abrirle.
Y lo difícil no es hacer que reconozcan que hicieron algo mal, sino que tengan una conducta reparadora. Por ejemplo, restablecer vínculos con el compañero con el que se agarró a las trompadas por un insignificante lápiz. Cabe aclarar que no siempre son varones los que se van a las manos. Muchas veces son “señoritas” muy organizadas, con un equipo de fans atrás que las alientan. Los motivos no son tan “materialistas” sino mucho más “espirituales” como escribir un comentario en una foto del Facebook o quitarle el novio a su amiga.
“Ay, Dios, ¡dame paciencia!” diría mi prima. Parece cosas de chicos, pero como adultos también usamos esos argumentos tan básicos para defender lo indefendible.
Luego de tratar con adolescentes, llega el momento de llamar a sus padres, para que ayuden a remediar la cuestión. Muchas veces, los alumnos cambian de actitud y arreglan todo antes de que los progenitores lleguen. Otras tantas, cuando estos llegan entiendo por qué sus hijos son así.
Es más, en infinidad de ocasiones mi impresión acerca de determinados alumnos ha cambiado al conocer a sus padres. Cuando eso pasa, no entiendo cómo algunos muchachos y chicas aún siguen concurriendo a la escuela y no se han enrolado en alguna organización terrorista o se han enclaustrado en un monasterio para huir de su familia. Dicen que los hijos son la versión potenciada de los padres. Tanto para lo bueno como para lo malo.
Y la convivencia lleva a tener conflictos; y en todo conflicto siempre hay alguien que ofende y otro que es ofendido. Cuando una relación es afectada, solo tiene una manera de curarse: pidiendo perdón y aceptando el pedido.
¿Pedir perdón yo? ¿Por qué?
Un hermoso libro de Charles R. Swindoll, Desafío a Servir, describe en uno de sus capítulos al siervo como perdonador y allí resalta que, aunque seamos los ofensores o los ofendidos, siempre el primer movimiento nos corresponde a nosotros. Charles no es muy directo cuando dice “nosotros”. El problema es que ese “nosotros” es muy ambiguo… Deberíamos decir: ¡me corresponde a mí!
Los eslavos siempre se han caracterizado por tener hermosas voces y afinados coros. Sus sopranos son, a mi gusto, muy estridentes, sin dejar de ser excelentes; pero lo más impactante era escuchar bajos tan profundos y cálidos en sus canciones cantadas a capela. Creo que solo escuché bajos así entre los eslavos y los armenios.
Hace muchos años, en una Iglesia Bautista de origen eslavo, el coro estaba decidiendo qué canción cantar en el próximo Festival de Canto y Música que anualmente se realizaba en el Gimnasio del Colegio Ward, en Ramos Mejía, Buenos Aires. Era un evento esperado cada año. Unos quince coros se reunían y cada uno interpretaba su mejor canción. Por último, un coro unido concluía el evento. Recuerdo prédicas impactantes como la del Pastor Samuel Libert y otros más, y a decenas de personas pasar al frente en el momento del llamamiento. Eran verdaderas fiestas espirituales.
Lo cierto es que en el ensayo de aquella iglesia se estaba decidiendo qué canción cantar. Vladimiro, el director del coro, era un tenor con un vibrato singular. Cualquier persona que cantara con él podía ensamblar enseguida con su voz. Su timbre era raro y cálido. Vladimiro era un líder nato, y nadie podía pensar en otro director.
Algunos hermanos propusieron entonces, cantar Господня земля¹ (La Tierra de Dios) basado en el Salmo 24. “De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan” (Salmos 24:1).
Un hermoso himno coral, con una letra y música hermosas, pero… ¡interpretado en ruso! Si bien los pocos jóvenes que estaban en el coro de la Iglesia podían leer al menos las palabras por fonética, ¿a quién se le ocurriría cantar en ruso en un Festival de Canto y Música? Bueno, a muchos de los que estaban ahí; sí… a muchos; pero no a todos.
Había entrado al coro hacía apenas unos meses un adolescente de unos 15 años cuya voz aún no había cambiado. Su registro todavía era de niño, por lo que no sabía si cantar bajo, tenor (o incluso soprano, ja, ja). Este jovencito comenzó a despotricar y a desafiar, no solo a los que proponían la canción, sino al mismo director. Empezó a discutir, a subir la voz y terminó diciendo: “Si se canta esa canción, yo no canto”. Salió del lugar de ensayo y se fue al sótano.
¿Le suena conocido? “¡Si no se hace como yo digo, no se hace!” ¡No me diga que no! Sea sincero (salvo Dios nadie le está mirando; admítalo). ¡Es así o así!
Lo cierto es que, a pesar de que el coro tranquilamente podía prescindir de esa insípida, raquítica e inexperta voz, el daño estaba hecho. El ensayo quedó empantanado en un interrogante sobre qué canción cantar, y no solo eso, sino en cómo recuperar a la oveja descarriada. Yo lo hubiera echado del Coro sin pensarlo. Usted, ¿qué hubiera hecho? ¿Pensamos igual? ¡Choque esos cinco!
Pasaron unos interminables 15, 20 o 30 minutos. Y alguien abrió la puerta del sótano para ver si el muchachito que se consideraba Luciano Pavarotti o Plácido Domingo como para imponer condiciones, aún seguía ahí enojado.
Era el director. Abrió la puerta y lo fue a buscar. El muchacho al verlo no dijo nada. La ira que irradiaba era terrible; solo le clavó una mirada comparable a la de Superman, de esas que como rayos láser podían traspasar cualquier muro blindado. Solo estaba esperando la primera palabra para reaccionar cual serpiente enroscada.
Vladimiro se acercó y puso una mano en su hombro. Y cuando el joven esperaba el reto, el correctivo, la reprimenda, un sermón, un golpe… algo que le reclamara por su mala acción, el director le dijo:
—Te estamos esperando para empezar a cantar. Vamos a cantar en español. Queremos que lo hagas con nosotros.
No hubo reacción. ¡Nada! La ira desapareció. Todos los argumentos y contraargumentos que este Pavarotti frustrado tenía en su mente para defender su posición se hicieron trizas con esa mano en el hombro, y con esas palabras cálidas.
Que difícil fue para este energúmeno subir esos dieciocho escalones desde el sótano y aparecer ante los cuarenta coreutas que con la cabeza gacha y en completo silencio esperaban a este difícil sujeto. Nadie miraba juzgando, nadie se mostraba enojado con ese mocoso malcriado; pero ¡qué vergüenza sintió al volver al coro! Olvidé decirles que ese jovencito terrible… era yo.
Doy gracias a Dios porque me permitió crecer junto a Vladimiro y a tantos otros hermanos que perdonaron mi torpe accionar a lo largo de toda mi vida.
¡Qué lección! Vladimiro fue un ejemplo para mí. Ya sea que seamos nosotros los ofensores o los ofendidos, siempre el primer movimiento nos corresponde a cada uno de nosotros. Y él lo hizo carne aun cuando todo el daño lo había causado yo.
Al final cantamos esa hermosa canción, pero en español. Muchos años después (muchos, muchos) me invitaron a predicar a esa iglesia. Desde el púlpito conté esta anécdota, pedí perdón en público y le agradecí a Vladimiro ese gesto. Hoy, él ya está con el Señor y yo anhelo cantar Господня земля en el idioma que sea. Nunca olvidaré su ejemplo…
Y usted... ¿de qué lado está?
Hace algunos años Matías Martin, un conductor televisivo, terminaba su programa preguntando: “y vos, chabón², ¿de qué lado estás?”
En toda discusión hay dos posibilidades: o somos los ofensores o somos los ofendidos… y usted, ¿de qué lado está? Lo cierto es que ambas posiciones, ambos lados, exigen de nosotros una acción de parte de Dios.
Si su vida fue empañada por la palabra agria de alguien o su alma guarda con dolor el recuerdo de una herida producida hace muchos años… si el dolor, el remordimiento o la duda empañan sus sentimientos hacia alguien, por alguna acción que le hizo alejarse de esa persona, este capítulo es sin duda para usted.
"¡Perdonado! Ahora mi vida tiene sentido" habla del perdón que recibimos de Dios, y eso da sentido a nuestras vidas. Pero ¿cómo vamos a aceptar el perdón que viene de arriba sin aplicarlo horizontalmente con aquellos con quienes vivimos? ¿Podemos recibir perdón de Dios y quedar anclados en el resentimiento sin perdonar? La respuesta es no.
¿Ofendí o me ofendieron?
Dios no le pregunta si usted tiene el 100%, el 50 % o el 11,32 % de culpa en una discusión. Muchas veces, buscamos excusas en ello: “Sí. Yo lo ofendí; pero peor es lo que me hizo él”.
Jesús no andaba con vueltas. No se puso a filosofar sobre quién tiene más culpa. No dijo que aquel que tuviera más del 50% de responsabilidad debería ir a pedir perdón. En Mateo 5:23-24 Jesús dijo: “…si traes tu ofrenda al altar, y ahí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”.
A ver si entendí, ¿dice: “si te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti? ¡¡¡Claro que tiene algo contra mí!!! ¡¡¡Y por eso debería venir a pedirme perdón de rodillas!!! Parece que Jesús la tiene clara. No podemos acercarnos al altar, a la presencia de Dios si hay falta de perdón. Aun cuando creamos tener la razón, Jesús no nos consulta, sino que solo nos dice: “deja tu ofrenda y ve a reconciliarte”.
Muchas veces discutimos por cosas que no tienen importancia. Incluso en nuestra propia casa o iglesia. No me diga que alguna vez usted no comenzó a discutir con su cónyuge porque quedó abierta la pasta dental o la ropa sucia fuera del canasto, lo que generó una contienda en la que uno comenzaba a buscar todos los puntos flacos del otro, llegando a un nivel de discusión mayor en el que se acordaban hasta de los padres y el resto de la familia… hermanos, cuñados, primos, tíos y hasta la maestra de primer grado de cada una de las partes involucradas justificando cada uno de los argumentos, para pasar luego a los abuelos que vinieron de Europa, y llegar hasta los mismísimos Adán y Eva para volver casi a la tercera guerra mundial, sin saber si Adán hubiera cerrado la pasta dental o hubiera puesto la ropa para lavar dentro del tacho correspondiente…
¿Y después? Horas de no hablar… o tal vez días. Todo por no tapar la pasta dental. ¿Le suena conocido? ¿no le pasó? ¡Ah! Estamos de acuerdo que no soy el único.
Ir, reconciliarnos y luego volver
Hace poco vi una hermosa película llamada La lección de August basada en un libro del mismo nombre³. En un momento apareció una frase que me impactó muchísimo: “Cuando puedas elegir entre tener razón o ser amable, elige ser amable”.
¿Cuántas veces hemos discutido para tener la razón? ¿Y qué hemos ganado? Quizás ganamos la discusión, pero hemos perdido un amigo o el aprecio de alguien. Proverbios 16:2 dice que: “Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión; pero Jehová pesa los espíritus”. ¿Vale la pena discutir por tener la razón en algo insignificante?
“…deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano…”. La definición de reconciliar es: restablecer la concordia o la amistad entre varias partes que estaban enemistadas. En otras palabras, es tratar de que el hermano enojado renuncie a su enemistad. Y si somos los ofensores no hay dudas, debemos ir a pedir perdón. Simple y llanamente, perdón.
No excusarse ni disculparse
Muchas veces escuché estos términos como similares a pedir perdón, pero no lo son en lo más mínimo. Aunque excusar a alguien de algo signifique liberarlo de una obligación o compromiso, también significa buscar excusas para no reconocer que se ha hecho algo malo. Quien busca excusarse, busca liberarse de algo que ha hecho; pero no necesariamente implica arrepentimiento.
Pedir disculpas tampoco es pedir perdón, sino que no se le asigne una culpa. El diccionario lo define como: razón o argumento que se da para justificar un error o una falta o para demostrar que alguien no es culpable o responsable de algo. Queremos que nos quiten la culpa, justificando lo que hicimos.
Pedir perdón es algo diferente. Es avergonzarnos, es reconocer que en realidad hemos hecho algo malo que lastimó al otro. Es arrepentirnos. Pedir perdón supone vergüenza. Pedir perdón es reconocer que nos equivocamos, que somos humanos, pero que queremos reconstruir lo que hemos destruido con una acción equivocada. El perdón repara la herida. No busca excusas ni busca razones para justificarse.
Muchas veces, no nos animamos a pedir perdón, porque presuponemos que la otra persona no nos va a perdonar. Y dejamos que pasen las horas, los días, los años y la vida sin pedir perdón por no animarnos a dejar nuestra ofrenda e ir a pedir perdón.
¿Recuerda la película Mi pobre angelito? ¿Recuerda cuando el “angelito” (que no tenía nada de ángel) entró a una iglesia y se encontró con el anciano de barba que le causaba tanto miedo? Ese hombre estaba ahí para ver cantar a su nieta. Hacía años se había enemistado con su hijo, y la única forma de verla era venir al ensayo del coro de niños de la iglesia.
Cuando Kevin McCallister, el protagonista, comenzó a conversar con el anciano y se enteró de que no se hablaban desde hacía muchos años, le preguntó:
—Si le apena, ¿por qué no llama a su hijo?
— Temo que si lo hago él no quiera hablar —respondió triste el anciano.
—¿Cómo lo sabe? —insistió Kevin
—No lo sé. Solo temo que no quiera —se excusó apenado el anciano.
—No se ofenda —replicó el niño—, pero… ¿no está algo viejo para tener miedo?
Y mi pregunta es: ¿no estamos grandes para tener miedo? Ni usted ni yo somos “ángeles”. Tampoco tenemos aureolas de “santos”. Somos de carne y hueso. Pecadores con olor a pecado. Solo nos da paz haber sido perdonados por Dios. Entonces, ¿por qué tenemos tanta vergüenza de ir a pedir perdón?
Fui testigo de muchísimas personas que se reencontraron después de muchos años, y llorando se acercaron a agradecer que hubiera predicado sobre el perdón. Lo he palpado de cerca. El perdón produce un shock.
Allá por los años 70, algo había sucedido entre hermanos de una iglesia. Algo que significó enfrentamientos, broncas, disputas, dolores de cabeza y heridas al corazón. De un lado y del otro, ofensor y ofendida habían pasado durante más de treinta años, muchas noches sin dormir, saboreando dolor y respirando ira en vez de bendición.
Dios me permitió ser el nexo y llevar el pedido de perdón a la otra persona. Cuando comenté el motivo de mi visita, la mujer ya anciana y con lágrimas en los ojos, me dijo: “pero ¿por qué esperó treinta años para pedir perdón?” Treinta años que hubieran significado no masticar raíces de amargura ni soportar el peso de la culpa. Pero, aun así, después de tanto tiempo, el perdón llegó. Y valió la pena.
Ocultar una ofensa solo trae dolor, para el ofendido y para el ofensor. No importa si pasaron horas, días, semanas, meses o años. El momento para ir a pedirle perdón a esa persona que se ha herido es hoy. No mañana. No la semana que viene. Hoy.
Ocultar la ofensa trae dolor
En los primeros versículos del Salmo 32 se profundiza el efecto del perdón en nuestras vidas: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano”.
“Mientras callé envejecieron mis huesos”. Hasta nuestro propio cuerpo sufre por la falta de perdón. Sé que está pensando en alguien. Solo usted y Dios lo saben. Y eso basta. Ya sabe lo que tiene que hacer. No vaya al altar. Dios ya lo perdonó. Deje su ofrenda en el altar y vaya a buscar a su hermano. Pídale perdón. No pida disculpas; sino, perdón.
Sana mi corazón
Quizás usted está del otro lado. Alguien lo ofendió y usted es quien tiene que perdonar. No retenga su perdón. Negarse a perdonar es poner anclas en el pasado. A veces somos muy exigentes con aquellos que nos han ofendido. Y cuanto más cercanos y queridos son, más queremos “cobrarle” la ofensa. Pretendemos que vengan caminando de rodillas por 10 kilómetros, a la vista de todo el vecindario y se postren a la puerta de la casa implorando perdón. No creo que suceda así, pero ¡tampoco sería necesario! Muchas veces exigimos más a quienes más amamos.
A veces tenemos cerca gente que nos cansa, nos hiere, nos pide perdón y nos vuelve a herir al poco tiempo. Dígame hasta cuántas veces perdonar… una está bien; dos ya agota mi paciencia; pero ¿tres? ¡Ya es el colmo! ¡siempre lo mismo! ¿Me toma por tonto?
Pedro le preguntó a Jesús hasta cuántas veces tenía que perdonar. Y Jesús le dijo: “no te digo siete, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18:22). Siempre me pareció exagerado perdonar 490 (70 x 7= 490) veces a una persona; pero, aunque ilógico, es algo que es alcanzable.
Predicando en una Iglesia de Oberá, en la Provincia de Misiones una profesora de matemáticas se acercó después del sermón y me dijo:
— Vos estás equivocado.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Jesús no dijo “70 x 7”, sino “70 veces 7” o sea: 7.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777.777
¡Ella tenía razón! ¿Puede leer este número? ¡Imposible! Ni perdonando diez veces por segundo durante toda una vida de setenta años llegaríamos a perdonar tanto. Sin embargo, Dios nos perdona muchísimo más.
El 2020 fue un año duro. La pandemia nos confinó. Durante el aislamiento, un grupo de hermanos de varios países organizamos un coro virtual y comenzamos a cantar. A muchos de ellos todavía no los conozco personalmente, pero nos unimos en el amor del Señor, y anhelo el momento de darles un abrazo.
Cantamos para bendecir a otros y fuimos bendecidos nosotros mismos con varios himnos; uno más hermoso que otro. Sin embargo, hubo uno en particular, cuyo título es “Sana mi corazón”, que llegó a oídos de muchas personas y produjo un cambio en sus vidas. La letra dice así:
Palabras se han dicho,
promesas se han hecho,
a pocos le importa cumplir de verdad.
Parejas deshechas,
familias en guerra,
mi corazón grita:
“¿Dónde está el amor?”
Amigos que solo a mí se acercaron
por lo que yo les podía ofrecer,
y ya sin fuerzas y decepcionado,
noche tras noche llorando clamé:
“¡Dame amor, y alivia mi dolor!
¡Que yo pueda entender
y aprender a vivir
con aquel dolor que hay en mi ser!
Sana mi corazón”.
Y de rodillas le pedí a Jesús:
“hacé lo que quieras, hacelo en mí”,
Y Él me sanó, y alivió mi dolor.
Yo elegí perdonar y aprendí a vivir
con aquel dolor que hay en mi ser,
y Él sanó mi corazón.
Podemos tener el corazón herido por miles de motivos, pero Dios puede sanar las heridas. Solo conozco mi historia, no sé cuál es la tuya: si ofendiste gravemente a alguien o si sufriste una decepción terrible… pero una cosa sé: “Jehová sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas”. (Salmos 147:3). Y yo lo creo.
“Errar es humano, perdonar es divino”. ¡Compruébelo! ¡Póngalo en práctica! Pero por favor, no lo escriba en la luneta trasera de su auto…
Notas
¹ William J. Kirkpatrick (William James), 1838-1921
² chabón: coloquial - Argentina: En el lenguaje juvenil, se usa como vocativo para referirse a una persona a la que no se conoce o de la que se desconoce su nombre.
³ La lección de August (título original en inglés Wonder) Libro escrito por Raquel Jaramillo Palacio, publicado en febrero de 2014. En noviembre de 2017 se estrenó una película homónima basada en este libro.
Jorge Puzenik vive en Villa Caraza, Buenos Aires, con su esposa Rosa y sus dos hijos: Aarón y Boris. Es secretario de la Convención de Iglesias Cristianas Evangélicas Eslavas de las Repúblicas del Plata. Por muchos años dirigió un coro y una orquesta llamada Agrupación Hosanna. Acompaña a Luciano Bongarrá en el Ministerio “Parlamento & Fe”. Es director de una Escuela Secundaria de gestión estatal en Lomas de Zamora. Es Licenciado en Ciencias de la Educación. Estudió en Jerusalén becado por el Estado de Israel, donde recibió el apodo de “Rabino Nik”.
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