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Después de perdonar

“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz.

En el mundo tendréis aflicción; pero confiad,

yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

Por Camila Pérez

Es complicado interpretar este versículo cuando solo eres una criatura. El mundo te ofrece una bandeja servida para tomar solo malas decisiones y de allí salen los conceptos erróneos que se tienen por haber vivido malas experiencias.

Podría haber decidido unirme a un grupo militante y querer exigir algo que jamás va a suceder: justicia. Pero lamentablemente no siempre la justicia humana es justa. Tampoco te deja satisfecha. No obstante, no quise aceptar esa idea que me ofrecía el mundo.

He escuchado testimonios de transformaciones impactantes. Cómo Dios ha quitado del alcoholismo a hombres completamente perdidos; restauraciones de matrimonios corrompidos por la infidelidad; familias deshechas que fueron renovadas… ¡Hay tantas! Pero no me ha tocado escuchar una historia de cómo Dios actúa con el sufrimiento de niños pequeños.

Pero... ¿cómo sucedió? Siempre anhelé contar mi historia.

Llegó muy temprano

Tenía doce años, y ya creía no tener valor alguno. El abuso sexual que viví fue a tan temprana edad que no había desarrollado límites en mi vida aún. Eso me hizo creer que cualquiera podía pasarme por encima. Que no era importante lo que hicieran con mi cuerpo. Imaginaba que de grande tendría que elegir ser una prostituta porque nadie me iba a querer así. Era solo eso: una niña ultrajada y abusada en todos los sentidos.

Me di cuenta de que el mundo no era seguro. Mi entorno tampoco lo era. El miedo, la ansiedad y la inseguridad que produce un abuso es un bolso grávido imposible de cargar. Ahí estaba yo con un sentimiento de vergüenza que me invadía cada minuto de mi vida y lo llevaba conmigo a donde fuera.

De vez en cuando acudía a grupos de preadolescentes cristianos. Mi líder oraba y yo escuchaba que ella decía: “pido por mis hermanitas, que sus caminos conduzcan a ti, Señor". Y yo pensaba: “Papá, realmente quiero ser buena chica. Renueva mi inocencia. Hazme nacer de nuevo”. Estaba tan marcada por lo sucedido que yo no creía ser digna de hacer esa oración y que no merecía ser parte de ese grupo de niñas. Sí, me callé. La vergüenza y el miedo a no ser creíble me sacudían todas las noches antes de dormir.

Entonces encontré un versículo que expresaba detalladamente mi momento de aflicción. Decidí refrenar mis palabras mientras tuviera un malvado cerca de mí. Y guardé un profundo silencio; ni siquiera hablaba de lo bueno. Y mi dolor se agravó. En mi interior, mi corazón se enardeció; al pensar en esto, estalló mi enojo y no pude menos que decir: “Señor, hazme saber qué fin tendré, y cuánto tiempo me queda de vida. ¡Quiero saber cuán frágil soy!” (Salmos 39:4, RVC).

Estas palabras son la auténtica reacción de una persona que sufre abuso. Dice la Biblia que David frenaba su boca en presencia de su agresor. Yo tampoco quería hablar; me tragué mis emociones y tuve que inventarme una autoestima ficticia.

“Guardé un profundo silencio… y mi dolor se agravó" (Salmos 39:2, RVC). Se agravó porque siguió sucediendo. Ese secreto estaba enfermando mi alma. El no hablar a tiempo me causó tanto daño como el dolor físico que había padecido.

El peor de los intentos

El abuso te puede llevar a considerar la muerte. Recurrí a la idea que, como un murmullo, me decía que supuestamente le pondría fin al sufrimiento: el suicidio. Colgué un cinturón de un pilar, lo puse alrededor de mi cuello y me dejé caer; pero no funcionó.

El cinturón se rasgó por la mitad. Entonces, desbordada en llanto repetía: “¿por qué me sucede esto a mí?, ¿para qué nací?”

Una semana más tarde, mi madre me dio la noticia de que me había inscripto para asistir a un campamento para jóvenes cristianos. Hoy entiendo que fue Dios quien tocó su corazón para que lo hiciera. Toda excusa era válida para mí si se trataba de salir de mi casa, verdaderamente mi alma lo necesitaba.

Cuando me estaba yendo, mi corazón sentía mucha angustia por mi hermana menor, ya que las dos estábamos pasando por la misma situación y ella se quedaría en casa. Sin embargo, no podía arriesgarme a sentir eso en aquel momento, estaría fuera por un largo fin de semana, sola, sin preocupaciones, sin tristeza de por medio...

Al llegar al lugar, nuestra líder de grupo nos pidió que organizáramos nuestra tienda y que luego no presentáramos en el salón para comenzar con la temática. Ese día fui feliz; desde el primer momento en aquel campo, mi vida parecía no haber sufrido nunca y no se me agotaban las carcajadas.

A media noche, el ambiente se sentía poderoso. Adolescentes alabando y los músicos tocando. Pero algo no estaba del todo bien. "Esto no va a durar para siempre; después tengo que regresar y todo va a seguir igual", era el pensamiento que rondaba por mi cabeza.

Incliné mi rostro, apreté con fuerza mis ojos para cerrarlos creyendo que así iba a combatir contra mi mente. Un hombre se me acercó y como tenía la cabeza gacha solo pude ver sus zapatos bien lustrados. Con voz tenue me dijo: "Yo te conozco desde que estabas en el vientre de tu madre; confía en mí y no tengas miedo, hija; nunca te abandoné, ni te abandonaré". Al escuchar esas palabras sentí que estaba volando. Cuando abrí los ojos, empapados en lágrimas, yacía en el suelo, mientras el resto de las personas adoraba. Por primera vez en mi vida me sentí especial, amada y protegida.

Once años pasaron de ese acontecimiento, de cómo Dios no se olvida de sus hijos pequeños. Él sí responde a un corazón humillado, me respondió a mí con 12 años. Hasta el día de hoy mantengo vivo ese recuerdo, y me ayuda a querer tomar todos los días la decisión de creer en aquel Salvador que me rescató de una muerte segura.

Algo interno se había roto

Fui creciendo y conmigo, también el rencor hacia mis padres. Algo interno se había desgarrado; según mi perspectiva, mi padecimiento no tenía tratamiento.

Me había propuesto cambiar al mundo. Lo único que me había quedado era ira, ese sentimiento que de alguna manera me hacía sentir con poder, aunque no había podido ejercerlo en el momento indicado. Lo que había vivido no le tendría que pasar a nadie. Quería disciplinar a la humanidad o al menos a los más cercanos.

¡Qué difícil fue! Ver el abuso de poder y a los mismos adultos siendo injustos, para mí era devastador. Me hervía la sangre al saber que los que debían dar el ejemplo, no lo hacían. Fue ahí cuando surgieron esas ganas de querer vengarme de todos. Ese impulso me hizo perder el equilibrio en mi vida emocional.

Una ira que no se apagaba

Pasaron los años y no podía seguir mi día a día. Discutía todos los días con mi pareja, estaba irritada, malhumorada y, sobre todo, no podía ser feliz. La culpa me estaba carcomiendo la conciencia y yo -sin darme cuenta- dejaba que me devorara.

Había escuchado varias veces la frase: “yo no soy Dios para perdonar; que te perdone Dios, porque yo no". Qué palabras más soberbias para un simple mortal imperfecto. No hay nada peor que ser preso de tu propia condena. Me estaba condenando a no poder ser feliz. La falta de perdón te quita eso y más.

Cursaba la tercera cita con mi terapeuta. Era tan auténtica nuestra relación que ella misma me invitaba a su casa para compartir. Yo creo firmemente que Dios la puso en mi camino. Después de una hora de desahogo, afirmó que mi problema tenía un tratamiento. Implicaría un esfuerzo cotidiano, pero los resultados serían comprobables al pasar el tiempo. Le pregunté qué debía hacer y ella con una mirada distinta me dijo que me perdonara a mí misma. Yo no entendía qué quería decir y le pedí que me lo explicara.

“Te estuviste dañando todo este tiempo tú sola. No te autorizas a pasar un buen momento en familia; tampoco te permites descansar mentalmente con tus argumentos razonables, pero que no tienen importancia comparados con lo que te estás perdiendo. Dejaste pasar a tu corazón la autocompasión, que junto con la frustración se fusionaron para hacerte sentir odio y dolor. Al fin y al cabo, si ahora mismo tienes la posibilidad de vengarte, ¿qué ganas? ¿Me vas a decir que de la nada vas a dejar de sentir todo esto?

Déjame responder por ti. No, no vas a dejar de sentir esto, al contrario; lo vas a seguir alimentando. Porque una persona rota hiere a la otra hasta ver a su prójimo igual de perjudicado que ella. Y así vamos por la vida. Dañando, rayando hojas blancas en vez de escribir una linda historia de amor sobre sus renglones.

Quiero darte un consejo humilde, pero de gran ayuda: arrodíllate todas las noches en tu habitación y pídele a Dios que te perdone, que te dé las fuerzas para aprender a perdonarte a ti misma primero y luego a los demás”.

Me citó un versículo de la Palabra: “Si ustedes perdonan los pecados de alguien, Dios también se los perdonará” (Juan 20:23, TLA). Mi alma estaba escuchando su pronta libertad después de haber sido condenada a una ilimitada infelicidad.

Aquel viejo amigo…

Pasaron los meses y encontré a un amigo que no veía desde hacía siete años. Siempre lo recordé por su amor hacia mí y sus buenos consejos.

Nuestra relación comenzó cuando yo tenía doce años. Él me conocía muy bien. Sabía lo que me gustaba y lo que no; lo que prefería y lo que rechazaba. Podría decir que sabía más de mí que yo misma.

No me había dado cuenta lo mucho que lo extrañaba hasta que lo vi. Me preguntó cómo me sentía; fui sincera de inmediato. Entonces, me comentó que se había querido contactar conmigo, incluso me había enviado cartas. ¿Qué tan ciega estuve con mi dolor que no vi su interés por mí? Le pedí perdón por mis faltas, realmente no quería perder de nuevo mi amistad con Él. Me dijo que ya me había perdonado desde antes, porque sabe que no soy perfecta.

No me merecía su perdón; yo me olvidé de Él mucho antes de tener problemas con mis padres. Entonces, ¿por qué me perdonó? Es algo sencillo de responder: porque Dios me amó primero como lo afirma 1 Juan 4:19.

Hoy puedo ver lo necesario que fue pasar por todo aquello que una vez creí que no tendría fin. A veces no entendemos el porqué de diversas situaciones límites, que nos hacen tambalear en el trampolín de la fe y por las que no nos animamos a saltar.

Me ha tocado pasar por desolaciones tétricas. No escuchaba ninguna respuesta del cielo y llegué a pensar que no le importaba a Dios.

¿Alguna vez sintieron esa necesidad de estar en los brazos de sus padres? Es como cuando uno es pequeño y se siente con miedo o ansioso por algo y recurre a esos brazos y ahí se siente que nada puede ir en contra suyo, ni siquiera la duda. Así me he sentido mucho tiempo en mi infancia y en mi adolescencia. No tuve padres atentos. Hoy gracias a Dios tengo una relación agradable con ellos.

Tener esa falta de atención de pequeña me forzó a buscar consuelo en otra parte. Dios jamás me abandonó, y me amó tanto que caí en sus manos rendida, para ser restaurada y protegida.

Mi Papá (así le digo a nuestro Dios) me renovó. Me dio a elegir si quería obtener aquella justicia humana disconforme o aprender a perdonar y dejar mis cargas en aquella cruz. Él nada hace a la fuerza. Fue un proceso con un fin exitoso.

“En medio de la angustia clamé al Señor, y él me respondió y me dio libertad” (Salmos 118:5, RVC).

Camila Pérez, quien reside en Río Grande, Tierra del Fuego, escribe desde los 11 años poesías y cuentos breves, y espera publicarlas oportunamente. Sirve al Señor desde los 12 años. Hoy con 24 congrega en la iglesia Nueva Vida y colabora en el comedor para las familias más necesitadas.

WhatsApp: +54(92964)50-9176

Email: camiylolo@gmail.com


Antología 7: ¡Perdonado!

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