Читать книгу La prometida del conde - Deseos del corazón - Christine Rimmer - Страница 6
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ОглавлениеGenevra Bravo-Calabretti, princesa de Montedoro puso la escalera recta y la apoyó en el alto muro de piedra. Esta se inclinó y cayó de lado con estruendo al rozar las antiguas piedras. Genny se estremeció y, nerviosa, miró a su alrededor, pero no apareció ningún criado, así que levantó la escalera y repitió la operación. Esa vez, la escalera no se movió. Ya estaba todo listo.
Pero Genny no lo estaba ni sabía si llegaría a estarlo.
Con un «uf» poco apropiado para una princesa, se sentó jadeando en la hierba que crecía al lado del muro. Cuando hubo recuperado el aliento miró el cielo. La luna brillaba con intensidad, aunque las luces del puerto oscurecían las estrellas. Era una hermosa noche de mayo en Montedoro.
Genny lanzó un leve gemido. Era injusto. Debería estar con sus amigos en un café o paseando por la playa, en vez de vestida de negro como una ladrona y dispuesta a saltar el muro que rodeaba Villa Santorno.
Estuvo a punto de echarse a llorar, pero se tragó las lágrimas, cosa que llevaba haciendo ya un tiempo. Estaba preocupada y frustrada, y tenía las hormonas revolucionadas.
No quería saltar. Se sentía ridícula.
Pero ¿qué alternativa le había dejado él?
—No voy a llorar —susurró secándose con la mano las lágrimas que pugnaban por salir.
Había arrastrado la escalera colina arriba y no iba a rendirse. Tenía que acabar de una vez.
Se levantó y se sacudió los trocitos de hierba seca de los vaqueros negros. Puso el pie en el primer peldaño de la escalera y comenzó a subir. Al llegar al último peldaño suspiró: le faltaban muchos metros para llegar al final del muro.
—No ha sido una buena idea —susurró.
En ese momento deseó tener la fuerza de un hombre para poder darse impulso con las manos apoyadas en la piedra del muro. Pero su deseo no le fue concedido, por lo que tenía dos opciones: darse la vuelta o continuar. Lo primero era impensable.
Lanzó un gruñido puramente animal y se dio impulso. No le salió bien. Los pies se le separaron de la escalera y esta volvió a inclinarse y a caer.
¿Habrían oído el ruido en la villa? ¿Iría alguien a ayudarla? ¿O se quedaría allí colgada hasta que le fallaran las fuerzas y se rompiera el cuello?
Rafe tendría que ir a recoger su cuerpo. Le estaría bien empleado.
Gruñó y gimió mientras sus pies buscaban apoyo en las piedras del muro. Y entonces milagrosamente cayó en la cuenta de que lo que debía hacer era sostenerse con sus débiles brazos y utilizar los fuertes músculos de las piernas para trepar por el muro.
Al llegar al final pasó una pierna por encima. Y allí estaba, sentada a horcajadas sobre el muro.
A salvo.
Apoyó la mejilla en la piedra hasta recuperar el aliento.
Vio la villa por entre las ramas de las palmeras y los olivos. Las luces estaban encendidas, pero parecía que nadie había oído el ruido de la escalera al caer. El jardín que rodeaba la casa estaba tranquilo.
Se incorporó y miró la hierba que crecía del otro lado. Había mucha distancia hasta allí.
Tal vez debería haberlo planeado mejor.
Tal vez lo que debería hacer en aquel momento fuera comenzar a gritar hasta que Rafe o el ama de llaves salieran a ayudarla.
Pero no, no podía pedir ayuda. Había llegado hasta allí sola, así que bajaría también sola.
«Ten compasión de mí, Señor».
Pasó la pierna izquierda por encima del muro y se quedó colgando. Cerró los ojos con fuerza.
«Tienes que soltarte, Genevra», se dijo.
Tampoco tenía alternativa. Aunque por instinto trataba de sujetarse, las fuerzas la habían abandonado.
Chocó contra el suelo como una roca. Sintió un agudo dolor en el tobillo que le subió por la pantorrilla. Ahogó un grito y una maldición.
—¡Ay! —exclamó agarrándose el tobillo. Se lo frotó gimiendo mientras se balanceaba y se preguntaba si podría ponerse de pie.
—Gen —la voz procedía de un arbusto a su derecha—. Debí habérmelo imaginado.
Ella volvió la cabeza bruscamente.
—¿Rafe?
Rafael Michael DeValery, conde de Hartmore, salió de detrás del arbusto. Y el estúpido corazón de Genny saltó de alegría al verlo, imponente y enorme, en las sombras.
—¿Te has hecho daño?
Ella lo fulminó con la mirada y siguió frotándose el tobillo.
—Sobreviviré. Pero podías haberme abierto la puerta las veces que he venido o, no sé, haber respondido a mis llamadas.
Él tardó unos segundos en contestar. Incluso en la oscuridad, ella sentía sus ojos negros que la miraban. Por fin, Rafe habló en tono compungido.
—Me pareció más sensato mantener el acuerdo al que llegamos en marzo.
A ella se le volvieron a llenar los ojos de humillantes lágrimas.
—¿Y si te necesitaba? ¿Y si te necesitara ahora mismo?
—¿Me necesitas? —preguntó él al cabo de unos segundos.
Ella no podía reconocerlo. Aún no.
—No decías eso en los mensajes que me has dejado —la reprendió él.
Ella había controlado las lágrimas, pero tenía el pulso desbocado y le ardían las mejillas. Los recuerdos de su amor de cuatro días parecían girar en la noche entre ambos, gloriosos pero horribles a la vez, por la sensación de pérdida y de desesperación que la atenazaban.
—Todavía me queda algo de orgullo. No voy a decirle al ama de llaves que te necesito, ni a escribirlo en un SMS, ni a decirlo en un mensaje para tu buzón de voz.
Él dio un paso hacia ella.
—Gen…
¿Qué había en su voz? ¿Añoranza, dolor? ¿O eran imaginaciones suyas? No lo sabía.
Si realmente había sentido alguna clase de emoción, Rafe recuperó el control rápidamente y dijo con calma:
—Vamos dentro.
—Muy bien.
Genny puso la mano en el muro y, apoyándose en el pie sano, se incorporó. Al apoyar el otro, gimió.
—Deja que te ayude —dijo él acudiendo inmediatamente a su lado. Era extraña la gracia con la que se movía, que no se compadecía en absoluto con su tamaño. Se había roto una pierna seis meses antes, en el accidente. Dos meses antes todavía cojeaba, pero la cojera había desaparecido.
Pero cuando la luna le iluminó el lado derecho del rostro, la cicatriz seguía allí, aunque no tan roja como antes. Le comenzaba en el rabillo del ojo y le descendía por la mejilla en forma de media luna, como la que había esa noche, y el final parecía tirarle de la comisura de los labios como si quisiera obligarlo a sonreír, aunque sin éxito.
Rafe raramente se reía. Ella le había preguntado si pensaba hacerse la cirugía estética y él le había dicho que no.
Tomó la mano de Genny. Su contacto hizo que volviera a ser para ella real, cálido y sólido. ¿Y por qué olía tan bien? Siempre había olido bien, incluso cuando solo eran amigos. Era un olor limpio y sano.
Daba igual cómo oliera. Ella debía concentrarse en contarle lo que debía saber.
Se apoyó en él para no tener que hacerlo en el pie derecho y tomaron el sendero de piedra que cruzaba el césped para llegar al patio y, de ahí, a la cocina-comedor.
Él la condujo hasta una silla.
—Mejor no —dijo ella—. Tengo los vaqueros manchados de hierba y tierra.
—No importa. Siéntate.
—Como quieras. No parece la misma habitación.
La habían remodelado. Habían cambiado los muebles del comedor y la cocina tenía electrodomésticos nuevos y encimeras de granito.
—A los turistas con dinero no les gustan las cortinas pesadas ni las neveras antiguas. Quieren estar cómodos y tener buenas vistas.
Rafe señaló la puerta cristalera que daba a la terraza. En aquel lado, la villa no necesitaba muro en el jardín, ya que este acababa en el acantilado. Desde donde estaba sentada, Genny veía el mar Mediterráneo.
Los DeValery eran ingleses, pero también tenían sangre montedorana. La Villa Santorno había ido pasando de generación en generación, propiedad de una mujer nacida en Montedoro que se había casado con un DeValery.
—Entonces, ¿lo de alquilarla va en serio?
—Sí.
Dos meses antes, Rafe había llegado a Montedoro para reformar la villa. Habían pasado cuatro meses del accidente en que había perdido la vida Edward, su hermano mayor, por lo que él había heredado el título de conde de Hartmore, además de conservar la cicatriz de recuerdo.
Dos meses antes…
Habían hecho el amor en aquella misma habitación, rodeados de pesadas cortinas y muebles barrocos y neoclásicos.
—¿Tienes que poner esa cara de tristeza? —preguntó él con brusquedad.
—Me gustaba cómo estaba antes.
Durante la infancia de Genny, varios miembros de la familia de Rafe iban de vez en cuando a la villa a una fiesta o a algún acontecimiento social. Algunas veces, durante esas visitas, invitaban a la familia de Genny a comer o a cenar allí. Se recordaba con diez años sentada junto a la puerta cristalera con una taza de porcelana de Sèvres en la mano mientras maquinaba cómo conseguir que la abuela de Rafe, Eloise, la invitara a Hartmore, la finca de los DeValery en Derbyshire. Para Genny, Hartmore era el lugar más hermoso del mundo.
Él se arrodilló ante ella.
—Voy a echarle un vistazo, ¿te parece?
Antes de que ella pudiera responder, le agarró el pie con su gran mano y le desató los cordones con la otra. Le quitó el zapato y comenzó a palparle el tobillo. Su tacto era cálido y firme.
—No parece que te hayas roto nada. Puede que tengas un pequeño esguince.
—Ya estoy bien, de verdad. Me ha dejado de doler.
—Lo mejor será que te lo vende, por si acaso.
Estuvo a punto de lanzarle duras acusaciones, pero se limitó a decir con firmeza:
—Déjalo, Rafe. Estoy bien.
—De acuerdo —dijo él levantándose.
Ella miró su cuerpo fuerte y grande mientras lo hacía. Y lo deseó. Era extraño. Siempre lo había querido como persona, pero como hombre le resultaba tosco y carente de atractivo.
¡Qué ciega había estado!
—Dime a qué has venido —dijo él mirándola con sus ojos oscuros que veían todo y nada revelaban—. Dímelo, Gen, por favor, sea lo que sea.
—Muy bien —afirmó ella respirando hondo. Tenía que saberlo. Había estado a punto de partirse el cuello subiendo el muro para verlo y decírselo—. Estoy embarazada. Es tuyo.
—¡Por Dios, Gen! —exclamó él en voz baja—. ¿Cómo es posible? Tuvimos cuidado.
—Parece que no el suficiente. Si quieres una prueba de paternidad, estoy dispuesta a…
—No me hace falta prueba alguna. Te creo.
Ella experimentó cierto alivio. Por fin se lo había contado y él no le había dado la espalda. Seguía allí, frente a ella, observándola con paciencia, sin rencor ni recriminaciones.
Ella apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, cerró los ojos y lanzó un suspiro.
—Pues ya lo sabes.
—¿Estás bien?
Ella abrió los ojos y vio que él se había vuelto a arrodillar.
—Perfectamente.
—¿Has ido al médico?
—Todavía no. Pero me he hecho cuatro pruebas en casa y todas han dado positivo.
—Deberías ir al médico.
—Lo haré, pero estoy bien —frunció el ceño—. O tal vez pienses que no estoy embarazada.
—Ya te he dicho que te creo, pero me parece que es aconsejable que te vea el médico.
—Sí, desde luego.
—Me ocuparé de todo.
—¿A qué te refieres?
—Vamos a casarnos —afirmó él sin vacilar.
Ella estuvo a punto de gritar, en parte de alivio, y en parte porque todo aquello era un error.
Hubo un tiempo en que soñó casarse con el hermano de Rafe. No era muy adecuado intercambiar un hermano por el otro. Además, desde aquellos cuatro días maravillosos, Rafe la había evitado. El hombre con el que te ibas a casar no se dedicaría a huir de ti durante semanas para luego, al mencionar el bebé, caer de rodillas a tus pies y pedirte que te casaras con él.
—Rafe, sinceramente, no sé si…
—Claro que lo sabes. Es lo que debemos hacer.
Ella debía ser fuerte y orgullosa. Y nadie se casaba porque hubiera un niño en camino, tal vez con la excepción de sus hermanos, Alex y Rhia.
Y pensándolo bien, sus matrimonios funcionaban.
Además, ella sentía algo especial por él. Y su hijo tenía derecho a heredar Hartmore, y para hacerlo debía ser legítimo, o al menos todo sería más fácil si lo fuera.
Y estaba Hartmore, su querida Hartmore…
«Ser dueña de Hartmore», le susurró una voz al oído. Su sueño se haría al fin realidad, a pesar de haber creído que lo había perdido con la muerte de Edward.
Edward.
Solo de pensar en su nombre se sentía culpable y confusa. Había creído que lo amaba. Pero al sentir lo que sentía por Rafe, ya no estaba tan segura sobre sus sentimientos hacia Edward, sobre sus sueños de casarse con él. Ya no estaba segura de nada.
—Dime que sí —le pidió aquel desconocido gigante y seductor que había sido su gran amigo.
Ella lo miró temblando.
—¿Estás seguro?
—Sí. Dime que sí.
La palabra estaba allí, en su interior, esperando. Apartó el sentimiento de culpa y la confusión y la dejó salir.
—Sí.