Читать книгу La prometida del conde - Deseos del corazón - Christine Rimmer - Страница 8

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Una parte de la mansión de Hartmore estaba abierta al público de jueves a domingo, de doce a cuatro de la tarde. En ella se habían rodado algunas películas y series de la BBC.

También se alquilaba para bodas. Había dos al día siguiente, a la una y a las cuatro de la tarde, ambas en la capilla de Santa Ana, que era la de la mansión.

A las cinco y media, los asistentes a la segunda habían salido de la capilla. A las seis menos cuarto, Genny, del brazo de su padre, recorrió la nave de la iglesia. El vestido de novia lo había comprado tres días antes en Montedoro, y el ramo de rosas era de la rosaleda de Hartmore. Rafe la esperaba en el altar vestido de frac. A Genny, todo aquello le parecía irreal.

En el altar, pronunció los votos obedientemente. Rafe la besó. Sus labios rozaron los suyos por primera vez desde que se habían despedido con un beso dos meses antes. Ella se estremeció levemente y su cuerpo lo deseó.

Realmente, era extraño. Habían estado juntos cinco días desde que ella había escalado el muro de la villa para decirle que estaba embarazada, pero no habían hablado de nada salvo de los planes para la boda y de lo que harían después.

Y no habían hecho el amor. Él se había mostrado distante y atento.

Después de la ceremonia, mientras posaba con Rafe y la familia para que Rory les hiciera fotos, se preguntó si estaba bien de la cabeza. Estaba embarazada, se había casado con Rafe, su amigo del alma, que en aquel momento le parecía un desconocido, y era la dueña de Hartmore.

Le parecía mentira, un sueño extraño e imposible.

Cenaron en el comedor del ala este, donde vivía la familia. La celebración de las bodas anteriores seguía en el ala central de la mansión. Al acabar de cenar, tomaron tarta y champán.

A las once, Genny estaba en los aposentos de Rafe, que constaban de un dormitorio principal, un salón, un vestidor, un cuarto de baño y un segundo dormitorio. En el dormitorio principal había muebles antiguos y una enorme cama con dosel.

Con un camisón de satén blanco que había comprado el mismo día que el vestido de novia, estaba sentada frente al espejo del tocador y contemplaba su reflejo al tiempo que pensaba que tal vez Rafe no fuera a reunirse con ella.

Se inclinó hacia el espejo y susurró furiosamente a su propio reflejo:

—Si no viene, no te vas a quedar sentada esperándolo, sino que vas a ir a buscarlo.

Y cuando lo encontrara, insistiría en que durmieran juntos como marido y mujer.

Porque por algún sitio tenían que empezar a construir un matrimonio de verdad. Y como el sexo se les había dado muy bien, esperaba que haciendo el amor pudiera echar abajo el muro de contención emocional que él parecía haber levantado a su alrededor.

—No hace falta que lo hagas, Gen. Estoy aquí.

Ella reprimió un grito y se giró.

—¡Casi me matas del susto, Rafe! —exclamó mientras trataba de recordar cuánto de lo que estaba pensando había verbalizado.

—Perdóname —dijo él.

Genny pensó en el niño salvaje que había sido, atormentado por su padre, precavido con todos, salvo con ella. Pero en aquel momento también se mostraba precavido con ella. No sabía qué pensaba.

—¿Estás bien? —preguntó él frunciendo el ceño.

—Sí, desde luego.

¡Por Dios! Era horrible. Parecían dos desconocidos entre los que se producían largos silencios. Ella se levantó y se sintió muy expuesta con el finísimo camisón.

—Muy bien —dijo él—. Volveré dentro de unos minutos —y fue al cuarto de baño.

Ella se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. La soltó de golpe y se preguntó si de verdad volvería. Había otro dormitorio al que se podía acceder desde el vestidor. ¿Qué debía hacer? ¿Ir detrás de él para asegurarse de que…?

No, ya habría tiempo para eso después. Apagó todas las luces salvo la de la mesilla de noche y se sentó en la cama, bajo las sábanas, a esperarlo.

Se llevó la mano al pecho. El corazón le latía temeroso. Pero la puerta se abrió y ahí estaba él, enorme y musculoso, maravilloso, vestido solo con unos boxers. Se dirigió directamente a ella. Y el corazón de Genny comenzó a latir a toda prisa de excitación, no de miedo.

Él apagó la luz de la mesilla antes de meterse en la cama. Ella siguió sentada sintiendo su presencia y su calor a su lado. Y su silencio.

Era ridículo. Soltó una risita histérica, a pesar de sus esfuerzos por reprimirla. Se llevó la mano a la boca, pero no consiguió dejar de reírse.

—Te parece gracioso, ¿verdad? —preguntó él en la oscuridad.

Ella siguió riéndose hasta que oyó que él reía también.

Rieron juntos a oscuras, y ella recordó que solían reírse de las cosas más sencillas: de las travesuras de Moe y Mable cuando eran cachorros o de la forma en que él surgía de pronto de cualquier sitio sorprendiéndola. Se reían de cualquier cosa en aquella época. Él no lo hacía con nadie más, por lo que Genny se sentía orgullosa de que con ella no sintiera la necesidad de contenerse ni de estar alerta.

Dejaron de reír y se hizo un silencio completo en la habitación.

Entonces, él se volvió hacia ella despacio y la rodeó con el brazo atrayéndola hacia sí.

Ella lanzó un suspiro de alegría y apoyó la cabeza en su hombro.

—Creo que me he puesto histérica.

—Deben de ser las hormonas —afirmó él mientras le acariciaba el brazo.

—Es la ventaja de estar embarazada. Cada vez que me porte mal, puedo atribuirlo a las hormonas.

—No lo has hecho.

—¿El qué?

—Portarte mal —rozó su cabello con los labios.

Ella frotó la mejilla contra su hombro y deseó que las cosas fueran siempre así entre ellos.

—¿Has olvidado lo que sucedió cuando le dije a mis padres que habíamos decidido casarnos? Te hice prometer que no les diríamos nada del bebé, y yo se lo solté mientras tú tratabas de guardar el secreto.

—Eso no fue comportarse mal. Tú eres así.

—¿Incapaz de atenerme a un plan trazado?

—No, incapaz de ocultar la verdad, a pesar de no querer decepcionar a tus padres.

—Soy sincera, ¿verdad?

—Sí —afirmó él sin vacilar, de lo que ella se alegró.

Pero entonces pensó en su matrimonio, que no hubiera tenido lugar de no haber sido por el embarazo. Y debido a ello había conseguido el sueño de toda su vida: ser la condesa de Hartmore.

—Pero no soy sincera.

—Shhh.

—Rafe, yo…

—Shhh —repitió él. Le acarició el cuello y le alzó la barbilla—. Gen —su aliento rozó la mejilla de ella.

Y entonces, sus labios se posaron en los suyos leve y tiernamente.

Un beso. Por fin.

Ella abrió los labios dándole la bienvenida.

Él aceptó la invitación y le introdujo la lengua al tiempo que la apretaba más contra sí. Ella gimió de placer al sentir que sus senos presionaban el ancho pecho masculino. Lo agarró por el hombro sintiendo que se derretía.

Siguieron besándose, y Gen lo empujó para que se pusiera boca arriba. Él se tumbó de espaldas para que ella pasara una pierna por encima de su cuerpo.

El camisón se le había escurrido hasta la cintura, pero a ella no le importó. Estaba tumbada sobre él.

Rafe la agarró por las caderas para apretarla aún más contra sí. Ella sintió su excitación a través de la fina seda de los boxers.

La deseaba.

Y ella lo deseaba. Era indudable que conseguirían que las cosas fueran bien entre ellos la noche de su boda.

Le acarició el rostro y le recorrió la curva cicatriz con los dedos. Y gimió de excitación y placer, y de compasión por lo todo lo que él había sufrido.

De pronto, Rafe se quedó inmóvil. Ella le acarició el hombro para que se relajara y siguiera besándola y acariciándola.

Pero él se mantuvo rígido y le estiró el camisón para taparla. La apartó de sí y se colocó encima de ella.

—Rafe, ¿qué?

Lo miró en la oscuridad esperando que le diera una explicación, pero no lo hizo. Al cabo de unos segundos se tendió a su lado y volvió a abrazarla.

—Dejémoslo así esta noche —dijo él en voz baja—. Todo saldrá bien.

Ella quiso creerlo, pero no pudo, lo cual, por algún extraño motivo, la hizo pensar en Edward.

Edward, alto y delgado, de ojos azules y pelo castaño. Era tan elegante y encantador como Rafe estoico y tierno. Había sido el protagonista de sus primeras fantasías. Flirteaba con ella descaradamente. Y a Genny le encantaba.

Edward…

Tal vez lo que Rafe y ella necesitaran fuera hablar de lo más difícil: la muerte de Edward, un tema que Rafe siempre evitaba. Dos meses antes, cuando ella había tratado de sacar el tema a colación, él se había negado repetidamente a hablar de ello.

Volvió a intentarlo.

—¿Es por Edward?

—Duérmete, Gen.

—Te he acariciado la cicatriz y se ha estropeado todo.

—No.

—Rafe, creo que debemos hablar de eso.

—Déjalo estar.

—No, no voy a hacerlo. Sé lo que sucedió esa noche. Me lo contó Eloise. Sé que volvíais de una fiesta en Tillworth, la casa de Fiona.

Fiona Bryce-Pemberton y Brooke eran amigas de la infancia. A los diecinueve años, Fiona se había casado con un rico banquero que le había comprado una casa de campo no lejos de Hartmore.

—Eran las dos de la mañana y Edward conducía. Brooke se había quedado a dormir en casa de Fiona. Solo estabais Edward y tú en el coche cuando él se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Eloise me dijo que la investigación fue concluyente con respecto a que tú hubieras tenido culpa alguna, que había sido un accidente, una de esas cosas terribles que suceden en cualquier momento.

Rafe al principio se mantuvo inmóvil, pero luego se separó de ella lentamente quedándose tendido a su lado, sin que sus cuerpos se tocaran.

—Si ya sabes lo que pasó, no hay nada de que hablar.

Ella se sentó en la cama, encendió la lámpara de la mesilla y se volvió hacia él.

—Hay muchas cosas de que hablar: de cómo te sientes por lo sucedido, de cómo estás y de por qué no quieres que un cirujano plástico te examine la cicatriz.

Los ojos de Rafe centellearon.

—Me siento fatal por lo que sucedió. Y estoy entero, gozo de buena salud y soy conde de Hartmore, así que diría que estoy bien. En cuanto a mi rostro, puede que la cicatriz no resulte muy bonita, pero no me importa. Si no quieres mirarme, no lo hagas.

—No es justo, Rafe. No puedes…

Él hizo que se callara tirando de ella hacia sí y besándola con ira y dureza.

Ella lo empujó por los hombros hasta que la soltó.

—¿Qué te pasa?

—Déjalo estar —le ordenó él con frialdad.

—Tú no eres así.

—Lo digo en serio, Gen. Edward está muerto. No hay nada más que decir.

—Claro que lo hay. Sé que lo querías, como él a ti. Estoy segura de que el hecho de que ya no esté te está matando, que…

—Basta —Rafe apartó las sábanas y se levantó—. Buenas noches —dijo. Y se marchó sin más ni más.

Ella lo vio abrir la puerta del otro dormitorio y cerrarla sin hacer ruido.

Su impulso fue seguirlo.

Pero no lo hizo.

Lo había intentado y no había salido bien. Tenía que dejarlo estar, al menos de momento. Volvió a tumbarse en la cama y a arroparse y se puso la mano sobre el vientre.

Las cosas mejorarían.

De algún modo conseguirían volver a ser amigos, ser amantes, ser marido y mujer.

Se negó a reconocer que había cometido un error al casarse con un hombre al que ya no conocía.

Se quedó dormida a las tres de la madrugada. Se despertó a las nueve pasadas sintiéndose exhausta, como si no hubiera dormido. Se levantó, se duchó y se vistió. Y tuvo que contenerse para no mirar en la otra habitación.

Justo antes de salir para bajar a desayunar, llamó a la puerta del otro dormitorio.

Nadie respondió.

Volvió a llamar. Al no recibir respuesta, abrió la puerta. Rafe ya se había ido. La ropa de la cama estaba revuelta, y ella se sintió satisfecha al comprobar que tampoco él había dormido bien.

En el pasillo, Caesar, su guardaespaldas, la esperaba y la acompañó hasta el comedor. Se situó en la puerta del mismo por si ella necesitaba protección. No la necesitaba, pero, después de que su hermano Alex hubiera estado secuestrado durante cuatro años en Afganistán, toda la familia tomaba medidas de seguridad cuando salía de Montedoro.

Su boda con Rafe cambiaría eso. Había pasado a formar parte de su familia, por lo que podría decidir si necesitaba o no un guardaespaldas. Creía que no.

Había un bufé para desayunar. El comedor estaba vacío, la mesa puesta y las bandejas alineadas y esperando.

Genny tenía el estómago revuelto, a causa del embarazo y de la discusión en su noche de bodas, por lo que agarró una tostada y un zumo de manzana y se sentó a la mesa.

Rory entró.

—¿Hay noticias?

—¿Noticias de qué?

Rory se sirvió café y se sentó al lado de su hermana.

—¿No te lo han dicho?

—¿De qué hablas?

—Geoffrey ha desaparecido. Brooke fue a su habitación esta mañana a las ocho a prepararlo para llevárselo a Londres y no estaba. Había dejado una nota en la almohada diciendo que odiaba el colegio, que se escapaba y que no iba a volver.

La prometida del conde - Deseos del corazón

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