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1. Libro primero

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El libro se abre —como buena parte de las obras destinadas a su publicación en la Antigüedad— con un prólogo en el que Cicerón manifiesta al destinatario, su hermano Quinto, la situación personal desde la que se dispone a complacerle, rememorando el diálogo que sobre la elocuencia en su más noble sentido y el orador ideal mantuvieron cincuenta años atrás los más eminentes oradores del momento —Craso y Antonio— en compañía de otros conspicuos representantes de la oratoria y cultura del momento y en unas circunstancias sociales y políticas muy delicadas.

Así, y desde casi los primeros párrafos, Cicerón pone de relieve los dos afanes que han consumido su vida entera: la práctica de la oratoria junto con una reflexión sobre la misma desde una amplia perspectiva y —dadas las relaciones y estructuras de la sociedad romana— su reflejo en la vida pública y política del momento. Y parecía ya merecido que esos logros en el ejercicio de la política pudieran tener un merecido retiro —otium — que hiciese posible el cultivo de nobles aficiones que el ajetreo de la vida diaria había dificultado durante lustros. Naturalmente, era deseable que ese otium no fuera forzado sino desde una consideración, prestigio social —dignitas en latín— que Cicerón creía haber merecido y que merecía, según él, seguir conservando.

Pues bien, desde ese otium un poco forzado por las circunstancias del momento que lo apartaban de una primera línea de la política y desde la reciente herida de un destierro para él incomprensible e inmerecido; desde una dignitas maltrecha, pero con cariño y con entusiasmo inicia la rememoración de aquel diálogo que en el 91 tuvo lugar sobre oradores y oratoria. Con cariño, pues la obra es, entre otras cosas un munus (‘deber-regalo’) a su querido hermano Quinto 18 ; con entusiasmo, porque Cicerón, a través de ese pretérito diálogo, va a pergeñar el ideal de un orador, de una elocuencia que, rebasando el ámbito del foro y aun de la asamblea pública, aúne los rasgos más sanos de la praxis romana con los ideales de la cultura griega. Y este orador ideal, una vez encarnado, concretado con mayor o menor fidelidad en personas reales, servirá de base para una paideia , un modelo educativo y de praxis social en el que el atender mediante la palabra asuntos reales sea complemento y aun extensión natural de una sólida formación cultural y literaria.

Y si esto es mínimamente cierto, no es de extrañar que al final de este prólogo Cicerón le haga énfasis a su hermano en su voluntad de mantenerse distante, a la hora de hablar de oratoria, de esa turbamulta de rétores griegos y de manuales de retórica al uso, que, si los sigue considerando necesarios para un nivel inicial y aun simplificado del asunto, en modo alguno los tiene por suficientes para esa excelencia oratoria que evoca con los personajes del diálogo y que, indirectamente, quiere hacer realidad en la Roma de su tiempo.

Los parágrafos siguientes (§§ 24-29) le sirven a Cicerón para presentar el escenario del diálogo —una villa de recreo de Lucio Craso en las afueras de Túsculo—, las circunstancias que ahí los reúnen y una breve presentación de sus personajes 19 : Marco Antonio, excónsul y afamado orador como Craso, y dos más que jóvenes promesas, tanto en oratoria como en política, Publio Sulpicio Rufo y Gayo Aurelio Cota; también se había añadido el jurisconsulto, vecino y suegro de Craso, Quinto Mucio Escévola el Augur, asimismo excónsul y afamado jurisconsulto; todo ello, como transmitido en más de una conversación con unos de los intervinientes, el ya citado Gayo Cota. Tras una sesión de trabajo, como diríamos hoy, en la que se analiza la situación política y la estrategia a seguir, una cena para alimentarse, relajarse y, como es habitual en estos casos, una conversación que la corone. Ya desde el comienzo Cicerón subraya la extraordinaria calidad humana, temple —humanitas en latín— de Lucio Craso, capaz de pasar casi sin transición de la tensión y dureza de los temas de la política a la afabilidad, ingenio y afecto de una conversación entre amigos.

Dando un paseo por el exterior, el de más edad, Mucio Escévola, vecino y suegro de Craso, sugiere sentarse —pues sus pies están muy delicados— al pie de un plátano a cuya vera pasa un riachuelo: escenario —dice— muy similar al del Fedro de Platón 20 . No es de extrañar, pues, que con tal auditorio y con esas evocaciones literarias y filosóficas, el tema que fuese a surgir fuese el de la oratoria, la elocuencia y el orador en general. Tampoco es de extrañar —aparte de lo ya apuntado por mí— que la mención del Fedro apuntase a un tratamiento más cercano a la generalidad, a la filosofía que a cualquier cuestión menuda del arte, propia de los rétores que por Roma y el mundo grecorromano tanto abundaban.

Ésta va a ser, pues, la materia de todo el diálogo, que, dividido a efectos «editoriales» en tres libros responde a tres sesiones de los intervinientes. Intervinientes que cambian ligeramente, pues Mucio Escévola se ausenta al final del libro primero y en la segunda sesión se añaden otros dos personajes: Quinto Lutacio Cátulo, excónsul y hombre de refinada cultura y su hermano de madre Gayo Julio César Estrabón 21 , apreciable orador de la época.

El diálogo se inicia, como era de esperar, con una intervención de Craso —como anfitrión que es— sobre las excelencias de la elocuencia que toca dos puntos: la importancia de la misma en la historia de las sociedades humanas como elemento racional, civilizador, pacífico. Por otra parte, las dificultades que una elocuencia artística, digna de tal nombre, conlleva, ya que, de todas las artes, tanto en Grecia como en Roma, es casi la última que se ha desarrollado como tal. A esto se añade la circunstancia de que, así como en el resto de artes y ciencias —y aun la más alta como la filosofía— abundantes cultivadores de las mismas han alcanzado sus más altas cimas, en la oratoria son contados los oradores de primera, situación ésta particularmente perceptible en la historia de Roma. Y se debe ello —continúa Craso— a que el verdadero orador necesita dominar un amplio número de saberes y técnicas, desde la dialéctica a algo muy parecido al arte escénico, pasando por la psicología, la historia, el derecho, etc.

Este encendido encomio de la elocuencia y este subrayar la escasez, por lo difícil, de oradores realmente buenos 22 debería recibir una buena acogida por parte de los asistentes, pues, como —según Aristóteles 23 — Sócrates decía, no es difícil hablar bien de los atenienses en Atenas.

Pero no se produce así la cosa, entre otras razones, para que el diálogo pueda continuar. Mucio Escévola —que es sin duda el personaje más simpático, bondadoso y encantador del diálogo, un verdadero logro de Cicerón como «dramaturgo»— se opone suave pero firmemente a las pretensiones de su yerno respecto al papel de la elocuencia en la historia del hombre. A lo largo de unos cuantos parágrafos (35-44) Escévola recuerda que a la hora de constituir sociedades, a la hora de sacar al hombre de su estado agreste y reunirlo en ciudades ha jugado un papel mucho más decisivo la prudentia que la eloquentia . Se tiene constancia de la prudencia política de Rómulo, el fundador de Roma, de sabios reyes como Numa Pompilio, o de legisladores en el mundo griego como Solón o Licurgo, mientras que no hay constancia de que estos personajes eminentes en sus sociedades destacasen por su elocuencia.

Pero —continúa Escévola replicando a Craso— es peligroso que Craso vaya sosteniendo por ahí la pretensión de que la elocuencia engloba todo el resto de las artes. Por no hablar de la suya —el derecho— le avisa a su yerno que todos los filósofos, en sus distintas ramas y escuelas le pueden poner pleito, como si de la invasión y ocupación ilegal de una posesión ajena se tratase 24 .

Tras esta primera réplica a las pretensiones de Lucio Craso, que serán continuadas en la parte final del libro por Marco Antonio, Craso mantiene (45-73) que el orador no puede circunscribirse a las exposiciones técnicas propias de un juicio o del foro y que —incluso aquí— precisa de amplios conocimientos de derecho y psicología sin los que no puede llegar a tener éxito en las causas difíciles. Y que con este necesidad de amplios conocimientos —incluso los propios de la filosofía— por parte del orador no pretende ni mucho menos afirmar que estos saberes son competencia primera del orador: sólo mantiene que, si un orador está convenientemente pertrechado de filosofía moral o conocimiento del alma, ése puede disertar sobre la justicia o lo conveniente o las pasiones con más soltura y gracia que el mero especialista; es más, sostiene que esto mismo lo podrá hacer el orador en otros saberes tradicionalmente más alejados de la oratoria, como la arquitectura o incluso la geometría, siempre que previamente se haya informado.

Como puede observarse, la argumentación de Craso apunta en parte a identificar la oratoria como un medio de exposición general, en el que la claridad, amenidad e incluso ornato sea casi tan importante como el contenido mismo. Y si se me apura, yo diría que las razones de Craso —o de Cicerón, que a través de él habla— son en una primera instancia de tipo «profesional»: si un filósofo como Platón o como Teofrasto —dice en § 49— se han expresado divinamente y con elegancia a la hora de exponer sus materias, es porque han acudido a las técnicas propias del orador 25 . ¿Por qué el orador, desde esas técnicas y habilidades no puede hacerse con un saber ajeno, aunque no sea de un modo exhaustivo, sino tan sólo de un modo genérico, superficial, propio de un hombre culto y exponerlo ante cualquier audiencia con más amenidad y elegancia de lo que pudiera hacerlo el especialista?

Me he detenido un poco en exponer lo que —a mi juicio— en el fondo está argumentando Craso porque ello, unido al legítimo deseo de que la oratoria, la verdadera elocuencia, sea restituida al papel que según él tuvo hasta Sócrates y Platón, va a ser un leit-motiv de un buen número de pasajes de todo el diálogo.

Una breves y humorísticas palabras de Escévola cierran este debate entre suegro y yerno, dando paso a un parlamento de mediana amplitud (§§ 80-95) por parte de Marco Antonio y que cierra esta primera sección del libro primero.

Antonio, en principio, está de acuerdo con Craso en que la elocuencia, en su más alto y noble sentido, precisa de una muy amplia cultura, pero también afirma que ese conocimiento ni ha estado al alcance y difícilmente puede estarlo de los oradores que habitualmente frecuentan el Foro y que, por lo general, tienen otras ocupaciones 26 .

Respecto a las relaciones entre retórica y filosofía, recordaba Antonio las discusiones que en tiempos había presenciado en Atenas entre rétores y filósofos —de la Nueva Academia por lo general— en las que éstos intentaban demostrar que la retórica no constituía realmente un arte sino una serie de cualidades más o menos innatas según los individuos y que se desarrollaban mediante la práctica. Que cualquier otra cosa era competencia de la filosofía. Y en ese sentido alude Antonio a una obrita que sobre retórica había escrito años atrás en la que decía que, hombres disertos y de fácil palabra, había visto unos cuantos, pero que, elocuentes de verdad, ninguno hasta la fecha.

Esta intervención de Antonio, que no será la única en este libro, resulta a mi juicio un tanto engañosa, pues puede dar la impresión de alguien totalmente entregado a la filosofía, cuando en realidad está apuntando a que la técnica retórica se reduce a unas pocas y simples reglas y que todo lo demás es práctica, dotes naturales y adecuada imitación.

En este punto Cota y Sulpicio manifiestan su satisfacción por el hecho de que Craso se haya resuelto a hablar de oratoria y del orador ideal, pero desean que Craso sea más concreto y hable de lo que es preciso para acercarse a ese ideal. Pero, como sienten pudor de pedírselo directamente a él, recurren a la amabilidad de Escévola para que actúe como mediador. Tras un breve diálogo y la inicial resistencia de Craso (§§ 96-112), éste se dispone a hablar de esos elementos básicos.

Partiendo de una conocida tríada 27 (natura-ingenium, ars, exercitatio-usus = «naturaleza-dotes naturales, técnica, entrenamiento-práctica») Craso señala (§§ 113-133) que sin unas condiciones mínimas de partida —voz, salud y cierta soltura de palabra— toda técnica, imitación o práctica son inútiles.

Luego, a lo largo de unos diez parágrafos (134-145), Craso va desgranando lo que es obligado conocer para cualquier estudiante de retórica: tipos de causas (concretas y genéricas), los distintos status causae , los tres tipos de discursos —judicial, deliberativo y demostrativo o epidíctico—, los cinco elementos con los que ha de jugar para llevar a término su discurso (encontrar los argumentos que sean más favorables a la causa —inventio —, organizarlos de la más eficaz manera a lo largo de dicho discurso —dispositio —, exponerlos en un lenguaje claro pero elegante y brillante según los momentos y necesidades —elocutio —, memorizar el contenido para exponerlo del modo más seguro pero aparentando naturalidad —memoria — y, finalmente ejecutar todo ello mediante el adecuado juego de gestos, voz y mirada —actio —. Asimismo, tener claro que para conseguir que el juez o público asienta a nuestras tesis hay que: ganarse sus simpatías —conciliare —, demostrar que nuestra postura es la más creíble —probare — y mover, conmover o hacer cambiar de sentimientos a quien ha de juzgar —movere— . Y que el discurso ha de constar de una secuencia fija: proemio o exordio donde fundamentalmente se trata de granjearse las simpatías del juez, narración, donde se expone la causa con la mayor claridad posible, la parte central, donde por lo general se trata de probar los argumentos propios y refutar los contrarios —probatio/refutatio — y, finalmente, recapitular acentuando los elementos favorables y minimizando los contrarios, al tiempo que el orador procura atraerse —y modificar si es preciso— los sentimientos del público a la parte que mantiene —peroratio— .

He enumerado estos elementa artis casi con parecida extensión a la del original por varias razones: primero, porque a ellas se van a referir tanto Craso como Antonio en otras intervenciones de esta obra, aunque no en el mismo orden ni con la misma finalidad; y, en segundo lugar, porque todas estas partes, tanto en esta intervención de Craso como en otras ulteriores, se van a nombrar mediante perífrasis, sin emplear los términos técnicos que eran conocidos en Roma al menos desde la Retórica a Herenio y el juvenil tratado de Cicerón La invención retórica —en la década de los 80 ambos— y seguramente veinte o treinta años antes 28 . Y con esto quiero subrayar lo que ya se ha apuntado antes: y es la voluntad de Cicerón de evitar en este diálogo cualquier tecnicismo, cualquier rasgo que huela a manual. Leeman 29 ha señalado que a lo largo de este diálogo no aparece ni una sola vez el término inventio , a pesar de que de un modo u otro a este tema se le dedica un 75% del libro segundo, el más extenso de los tres 30 . Yo puedo añadir algún dato más en este sentido: el término elocutio sólo aparece una vez, en I 20, es decir, en el prólogo, no en la obra propiamente dicha, y otra vez tan sólo dispositio , mientras que la Retórica a Herenio en 9 y 16, así como Sobre la invención en 6 y 3.

En el tercer punto de su exposición —el entrenamiento o exercitatio —, que ocupa los parágrafos 146-159, Craso, como era de esperar, prácticamente no toca los aspectos más usuales de esta parte clásica del aprendizaje, sea memorizar discursos ajenos o imitar el estilo de un orador o improvisar sobre un tema con una mínima o nula preparación. Sin prohibir nada de eso, Craso insiste en la necesidad de escribir, ya traduciendo del griego y obligándose si es preciso a innovar el léxico del latín, ya escribiendo sus propios discursos: una pluma, dice Craso en § 150, es la mejor y más excelente maestra de oradores.

Esta recomendación de Craso, no de pasada sino deteniéndose en ella, me parece importante, y no tanto por poder documentar o no en Craso la costumbre de escribir sus discursos o, en ese caso, para podernos plantear por qué Craso no dejó nada o casi nada escrito, sino porque, sin duda, era una práctica que Cicerón cultivó antes y después de pronunciar sus piezas oratorias. Y, con todo, eso no es a mi juicio lo más importante, sino el que se considere por parte del Arpinate que el escribir es previo a la oratoria si se ha de buscar una oratoria brillante, rotunda, que levante entusiasmos en el auditorio. Más aún, que desde el momento en el que Cicerón identifica al orador con un escritor que previamente piensa y pule lo que va a decir, resulta fácil el paso que supone ese orador-escritor que, tras escribir, no expone oralmente lo que ha escrito sino que, simplemente, lo publica. Más adelante, en II 51-64, veremos alguna conexión con este tema.

Al terminar Craso su intervención sobre la tríada natura-ars-exercitatio , tanto Sulpicio como Cota quieren mayor concreción sobre los medios, técnicas y conocimientos para alcanzar al orador deseado. Aquí es otra vez el afable y bondadoso Escévola quien de nuevo intercede ante Craso para que sea más explícito; ante la resistencia de éste a hablar de temas que o él no conoce o que no son dignos de ser escuchados, Escévola le anima a que hable de otros asuntos relacionados con la elocuencia no tan banales, como la naturaleza humana, los mecanismos psicológicos a que obedece, la historia y pasado romanos, el derecho… Pues bien, de todo este abanico temático, es el último el que Craso elige para iniciar una larga exposición que se extiende a lo largo de unos cuarenta parágrafos (§§ 166-203).

Esta extensa digresión sobre un tema que, a lo que sabemos, no era específico del arte, ni en su versión griega ni en la romana, puede parecer en un principio extraña, pero no parece casual. Como tampoco lo es el más amplio espacio que en el libro segundo va a dedicar al humor, a lo ridiculum .

Hace ya mucho tiempo que los estudiosos de este diálogo y, en general, de la obra retórica de Cicerón —si no de su totalidad— han advertido el interés que Cicerón tuvo por el derecho 31 . También él en su juventud, como Craso en la suya, llegó a aprovecharse del saber jurídico de Mucio Escévola, el interviniente en este diálogo, estudios que continuó con el afamado jurista y pariente de los Cicerones Gayo Aculeón. No es de extrañar, pues, que Craso-Cicerón conceda gran importancia al conocimiento de las leyes y de su interpretación a la hora de defender un pleito, y en particular, en el sistema jurídico romano donde la forma, el procedimiento, era tan importante o más que el fondo de la cuestión a juzgar. Pero hay algo más, como veremos pronto.

Así pues, Craso pasa a desarrollar este tema, no desde lo importante que el derecho pueda ser en sí, sino desde la facilidad con la que se puede perder un pleito —incluso si está en principio ganado 32 — cuando se lo desconoce. Aparte de exponer en su primera parte lamentables casos, como el citado en nota anterior, de incompetencia jurídica por parte de patroni que pretendían defender a sus clientes, dedica la segunda (§§ 173-184) a criticar la falta de pudor -—impudentia — de tales abogados, reservando la tercera (§§ 185-200) para echarles en cara su descuido y pereza —inertia —, ya que, como suele decir el propio Escévola, nada es más fácil que el derecho, si se trata de conocer las leyes y las interpretaciones y legis actiones más usuales, por más que, según Craso, en un principio se mantuvieran secretas para no compartir con más gente el poder que implicaba conocerlas. Pero a continuación señala Craso que tales conocimientos están meramente acumulados, yuxtapuestos, no organizados, y que el derecho está necesitado de principios jerarquizadores que le han de venir de fuera —es decir, de una «lógica» u órgano metodológico— y que lo organice. Y, añade Craso, esa es una tarea a la que le gustaría dedicar sus últimos años.

No sabemos si Craso abrigó en realidad tales proyectos. Sabemos que no los pudo cumplir, pues a los pocos días de haber tenido lugar este diálogo murió. Sí que conocemos, en cambio, como se acaba de señalar, el interés de Cicerón por el derecho y, además, de su deseo de emprender ese proyecto que en este diálogo se le atribuye a Craso. El texto de Quintiliano (XII 3, 10) sobre tratados que trataban de scientia iuris parecen aludir a algo más técnico que el De Legibus . Gelio (I 22, 10) habla en cambio de una obra de Cicerón titulada De iure civili in artem redigendo («Sobre una sistematización del ius civile» . Igualmente, en el Bruto 152 —compuesto en el 47— Cicerón habla de la obra de su compañero y amigo Servio Sulpicio, el más eminente jurista de la época clásica, como la que tiene claramente un ars —«método transmisible, sistema», mientras que en los Escévolas y anteriores sólo había usus —«experiencia, saber práctico»—. No importa ahora el determinar la cronología de la obra de Sulpicio y la de Cicerón atestiguada por Gelio, o si esta fue una obra publicada y no es esbozo: lo fundamental, a mi juicio, es el subrayar que en la época de composición del De Oratore esta idea de sistematizar el derecho romano le rondaba a Cicerón y que, en cualquier caso, era preocupación de sus amigos que con él compartían la afición por el derecho.

Tras un breve intercambio de opiniones entre los participantes en la conversación (§§ 204-209a), Craso invita a Antonio a que manifieste su autorizada opinión sobre los puntos que se han expuesto.

La prolongada intervención de Antonio (§§ 209-262) se articula en tres secciones: definición y cualidades del orador (§§ 209-218), relaciones entre filosofía y elocuencia (§§ 219-233), así como entre derecho y oratoria (§§ 234-256).

Respecto a la primera Antonio mantiene que lo necesario para ser un buen orador es convencer al auditorio, ya mediante pruebas, ya manipulando sus simpatías y sentimientos a través de un lenguaje eficaz y agradable. Que mantener que todos esos conocimientos que Craso ha dicho que son necesarios es confundir los límites del orador medio con las extraordinarias capacidades de su amigo. Asimismo, que con los ejemplos que pone Craso de eminentes oradores que al tiempo han sido eminentes estadistas o conocedores de la filosofía y del derecho se corre el peligro de confundir la coincidencia de virtudes o habilidades con la pertenencia de un modo natural de dichas virtudes al orador ideal 33 .

Y con relación a la filosofía, Antonio mantiene que no es necesaria para cambiar la actitud del público 34 y ganar los pleitos. Es más, sostiene que, en ocasiones, con la filosofía más bien los pleitos se pierden. Pone como ejemplo de lo primero un famoso proceso contra Sulpicio Galba (§ 227 ss.) en el que este político y orador tan hábil como falto de escrúpulos ganó recurriendo a la sensiblería del pueblo 35 paseando en brazos unos tiernos infantes de los que era tutor. De lo segundo aduce el caso de Sulpicio Rufo, estudioso del estoicismo, que con motivo de un proceso en el que era el acusado, se limitó a defenderse diciendo la verdad y la justicia, como siglos antes lo hiciera Sócrates, y como Sócrates, fue condenado.

Tampoco cree Antonio que el orador necesite ser experto en derecho (§§ 234-256), sino que un mínimo de conocimiento de las leyes y una buena dosis de sentido común sirve para solucionar la mayor parte de los casos. Y que, en cualquier caso, ahí están los jurisconsultos para resolver los puntos difíciles.

Con esta intervención de Antonio, más realista, más pegada a tierra, se cierran la sesión y el libro. Craso lamenta el bajo perfil que Antonio ha asignado al orador, aunque eso lo atribuye a la inveterada costumbre que su amigo tiene de llevar la contraria en lo que —dice— nadie le lleva la delantera. Asimismo anuncia la partida de Escévola quien lamenta haber adquirido un compromiso previo con Lucio Estilón al tiempo que le dirige unas cariñosas palabras a Antonio 36 .

Sobre el orador

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