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2. Libro segundo

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Los once primeros párrafos también funcionan aquí como un prólogo dirigido a su hermano, con el que se inicia la segunda «entrega» de la obra. Evoca ahora Cicerón lo que en la Roma de su niñez y la de su hermano Quinto se decía a propósito de Craso y de Antonio: que el uno había recibido sólo una instrucción elemental y que el otro ninguna en absoluto.

Nosotros sabíamos —continúa Marco— que eso era falso, tanto por haber oído hablar griego a Craso como saber por nuestro tío paterno Lucio Cicerón de la amplia cultura de Antonio. Además, dice Cicerón, resulta imposible para quien los oyera que su elocuencia no tuviera como base una amplísima cultura. Lo que ocurría era que Craso miraba por encima del hombro la cultura griega al uso y prefería la sensatez y prudencia de los nuestros a la de los griegos. Antonio, por otra parte, consideraba que era más seguro en una sociedad como la romana el pasar por persona que no tenía instrucción griega alguna.

Así, tras subrayar la necesidad de amplios conocimientos para ser un orador de primera y asegurarle a su hermano que tampoco este libro va a tener mucho que ver con los manuales griegos al uso, se da paso a la segunda jornada en la que el personaje central va a ser Marco Antonio, como ya se ha anunciado al final del libro anterior.

En ese momento se presentan en la villa de Craso dos vecinos del Tusculano de los que ya se ha hablado 37 , Lutacio Cátulo y César Estrabón, presencia que en un principio provoca la alarma de Craso, sin duda por lo tenso de la situación política en Roma. Pero al decir que los ha enviado Mucio Escévola, son invitados a sumarse a la disertación de Antonio.

La intervención de Antonio, que ocupa todo el libro II si exceptuamos la intervención de César Estrabón sobre el humor (§§ 217-290) y breves intervenciones de Cátulo, Craso o Sulpicio y Cota, tiene en principio como objeto la oratoria como un todo, aunque a lo largo de la misma (I 123) se llega al acuerdo de que Antonio le dará vida y fortalecerá a través de la inventio, dispositio y memoria , dejándole a Craso la tarea de vestirla y adornarla mediante la elocutio y la actio .

El inicio de la misma (§§ 28-30) es espléndido —un magnífico ejemplo práctico de captatio benevolentiae al tiempo que de no tomarse en serio a sí mismo— pues en un tono distendido y humorístico presenta la retórica como el arte de convencer a personas de cosas que no saben por parte de otros que tampoco saben mucho de las cosas de las que están hablando; de convencer a un público que sobre lo mismo puede mantener opiniones diferentes por parte de oradores que mantienen asimismo criterios distintos sobre una misma cosa y aun un mismo orador que, sobre la misma cosa, puede mantener sucesivamente criterios encontrados.

Claro que si es así como el orador puede en ocasiones verse a sí mismo o ser visto por terceros, está también el lado serio de la cosa, y así —tal como Craso en el libro primero— se inicia otro encomio de la elocuencia (§§ 32-40). Aquí, como ya había apuntado Antonio en I 80-95, sigue manteniendo sus dudas sobre la posibilidad de que la práctica oratoria, los medios de persuasión, puedan en gran medida reducirse a ars , a método, fuera de las consabidas recetas de los manuales o incluso otras más afinadas. Y que aunque en el Foro ve a menudo cuáles son los éxitos y los procedimientos adecuados para ganar una causa, que no es posible establecer de un modo preciso esos pasos antes de iniciarse una causa concreta. En cualquier caso, sea o no un arte, dice Antonio, no hay nada más hermoso para él que un orador y una elocuencia plenas. Se vuelve aquí a oír, como antes en Craso, la capacidad del orador para convencer asambleas o para hacer cambiar de opinión a jurados; o para la alabanza y el vituperio, para recorrer los tres tipos de discursos tradicionales.

Pero es que a continuación (§ 36) —y tras una tan breve como famosa alabanza de la historia 38 — reclama dicho género para el orador, reclamación que más adelante veremos en detalle, y señala específicamente que el expresarse de un modo elegante y variado es tarea específica del orador, y que toda obra que no sea verso y que tenga que ver con el lenguaje artístico es competencia del mismo. Éste es el programa, prácticamente idéntico al de Craso y que en la sección siguiente se ejemplificará precisamente con la historia.

El siguiente apartado trata de lo que es propiamente el ámbito de la elocuencia, de la materia artis , y que ocupa los parágrafos 41-73. El primero de los apartados (§§ 41-50) trata de los ya sabidos y tratados tria genera causarum (judicial, deliberativo, epidíctico); pero mientras que los dos primeros —la esencia de la oratoria tradicional y realmente cultivada en Roma— la despacha en dos parágrafos, dice que el tercero es menos importante; ante una aclaración por parte de Cátulo e incidiendo en los encomios o laudationes , Antonio dice que sus preceptos son muy genéricos y que no precisan de ninguna técnica retórica. Y sigue argumentando hasta el § 50 a propósito de este tipo de temas o de otros semejantes, como las consolationes , ninguno de los cuales tiene reglas específicas, como no las tiene ni precisa el prestar declaración como testigo. Pero este ausencia de reglas para este tipo de temas no quiere decir que la oratoria no las pueda o deba tratar; todo lo contrario y, además, con los más elevados recursos.

Y es precisamente aquí —§ 51— donde Antonio le pregunta a Cátulo: «¿qué clase de orador y qué tipo de hombre se precisa para escribir historia?». «De los cimeros», dijo Cátulo, «si se escribe como los griegos; si como los nuestros, no hay que recurrir al orador; basta con ser veraz». Aquí se inicia una sección de casi quince párrafos en los que Antonio diserta sobre la pobreza de la historiografía romana hasta la fecha y lo que debería ser una historia romana digna de los modelos griegos. Es esta una sección más tratada por la historiografía latina y la historia de Roma que desde una perspectiva retórica 39 , ya que es la primera y más segura fuente acerca de los annales pontificum y su problemática recopilación por el pontífice máximo Mucio Escévola y donde la filología ha tenido que suplir a veces con la imaginación lo magro de la noticia.

Centrándonos en su conexión con la retórica, la inclusión de la historia como competencia del orador —munus maxime oratorium , dice Antonio más adelante— responde, en primer lugar, a la adscripción a la oratoria de cualquier tipo de exposición, como ya había señalado Craso y hace un momento Antonio; adscripción que, a mi juicio, reposa en la vinculación del discurso a la tarea de escribirlo, antes y después de pronunciarlo. También ha podido influir en Cicerón el mundo helenístico que, en el plano práctico, cuenta con una abundante escuela de historiografía «retórica» ligada a Isócrates y, posiblemente una consideración teórica por parte de Teofrasto en su perdida obra Perì historías y en la que se comparaba a Heródoto con Tucídides. Con todo, la historia era un género —como acabamos de señalar— asentado ya de antiguo en la literatura griega como para justificar por las razones anteriores una adscripción a la retórica. Más bien habría que ver aquí, como de antiguo ya se ha observado 40 , un particular interés de Cicerón en adentrarse en el género histórico con vistas a una obra relacionada con su consulado.

Un breve apartado (§§ 65-73) cierra esta sección insistiendo en los conocimientos de tipo general para un brillante ejercicio del oficio de orador.

A continuación vienen tres secciones: una dedicada a los elementa artis (§§ 74-84), una segunda al ingenium o dotes naturales (§§ 85-88) y la tercera a la exercitatio (§§ 89-98). Son, de hecho, tres puntos que ya han fueron tratados, aunque en diferente orden, en el libro primero por Craso (§§ 113-159). Y por más que haya variaciones y una perspectiva ligeramente distinta, no hay nada esencial que sea nuevo.

En el parágrafo 99 se inicia en este libro lo que, haciendo expresa referencia a ello, Cicerón denomina technología 41 . El primer gran bloque (§§ 99-306) viene a coincidir con esa orationis pars que la retórica denomina inventio; páginas atrás definía de un modo un tanto laxo la inventio como el encontrar los argumentos más favorables a la causa, pero sería más adecuado en concretar ese «encontrar» como un hallar los medios de persuasión más favorables y eficaces para la causa, pues no siempre esos medios son de índole argumentativa.

Pero antes de afrontar esta tarea hay que tener en cuenta otras divisiones y categorías que la retórica ha ido utilizando desde Aristóteles a la época de Cicerón. Están en primer lugar los llamados tria oratoris officia: probare, conciliare, movere; estos deberes o tareas del orador son distintos modos y medios con los que se afronta la finalidad última, que es la persuasión. Pues mientras que con la primera se alude fundamentalmente a la argumentación lógica (o, más bien, al silogismo retórico, que busca lo probable y verosímil y no la estricta verdad necesaria), con el conciliare y el movere se alude al éthos y al páthos; mediante el éthos el orador y/o su defendido se presentan ante el juez de la manera más favorable, mientras que a través del páthos el orador busca provocar —muchas veces, de un modo violento— un cambio de sentimientos en el juez o público. Si trasladásemos estos términos a las funciones jakobsonianas del lenguaje, hablaríamos de una función expresiva y una función conativa.

Por otra parte, esas tareas no se presentan siempre en una misma proporción ni mucho menos, sino que es el orador el que ha de decidirlo después de haber examinado cuidadosamente el status causae y, en particular, el grado de credibilidad que presenta la causa en el momento del juicio. Así, si nos centramos en una causa penal, habrá que decidir si se admite o no la comisión del hecho; si se admite, qué razones se aducen para justificarlo; o que excusas, en el peor de los casos. En función de cada posibilidad se argumentará en un sentido u otro, o se le concederá más peso al probare , al conciliare o al movere .

Teniendo en cuenta todo ello es por lo que encabezando la sección de la inventio hay dos apartados en cierto modo previos: el dedicado a los status quaestionis (§§ 99-113) y a los tria oratoris officia (§§ 114-131).

Otro apartado sobre la argumentación en general (§§ 132-151) y una digresión sobre la dialéctica griega (§§ 152-161) preceden la sección sobre los tópicos.

En el primero Antonio hace énfasis en el hecho de que, aunque la mayor parte de las causas que un orador trata son finitae —concretas, no genéricas—, sin embargo muchas veces esas causas concretas tienen como meollo una cuestión que es más bien general —por ejemplo en qué consiste la maiestas o el postliminium — y que, en consecuencia, el orador no ha de ir buscando y resolviendo casos individuales sino aprender los tipos de casos que pueden darse. Y estos modos de razonar genéricos o de buscar la cualidad de una determinada actuación (por ejemplo, lo justo o lo legal) llevan a Antonio y a Cátulo a un breve excursus sobre la dialéctica, como saber general que organiza y jerarquiza parcelas de la realidad. Tras hacer mención a la dialéctica estoica 42 y su aplicación a la retórica, Antonio concluye que es rígida en exceso y en cambio más útil la perspectiva que de la retórica había mostrado Carnéades en la famosa embajada del 155.

Esta digresión vuelve a enlazar con el tema de la argumentación general dando paso a la sección que trata de los tópicos (§§ 162-177) o loci , es decir, «plantillas» o «falsillas» lógicas que el orador al preparar la argumentación a usar en la causa va escogiendo. Hay común acuerdo 43 en el hecho de que la doctrina de los tópicos en Cicerón depende directamente de Aristóteles y que el Arpinate, de forma sistemática aunque abreviada va a tratar en su Topica , traducción—adaptación que va a dedicar precisamente al que años más tarde sería eminente jurista en tiempos de Augusto, Trebacio Testa. No es de extrañar, pues, que en § 165 y ss. la división, clasificación y enumeración sobre los distintos tópicos o loci sea el mismo que desarrolla en Topica 8 y ss.

El apartado siguiente de la inventio es el relativo al éthos y el páthos (§§ 178-216), a cuya función ya he hecho mención más arriba y cuya doctrina es asimismo aristotélica, dándosele igualmente en Cicerón una mayor extensión al páthos respecto al éthos , aunque haya diferencias entre ambos tratamientos 44 . A una primera parte teórica le sigue una sección práctica (§§ 197-204), un detallado relato por parte de Antonio del proceso contra Norbano en el que —en una situación casi desesperada para su cliente— consiguió darle la vuelta a la causa mediante un inteligente uso del éthos y el páthos , sin descuidar, por supuesto aspectos propios de la argumentatio .

Y para concluir con el gran bloque de la inventio —y dentro del éthos — tenemos un largo capítulo (§§ 217-290) dedicado al ridiculum («humor», «agudezas», «medios para hacer reír/sonreír») como medio de persuasión, sección que va a exponer el hermano de madre de Lutacio Cátulo, César Estrabón.

La inclusión del tema del humor como sección de un tratado más o menos atípico de elocuencia es tan extraño a la tradición que siempre se ha visto esto como una particularísima voluntad de Cicerón en tratarlo. Es sabida, tanto por Quintiliano —quien a imitación suya incluyó en el libro sexto de su Institutio una sección titulada De risu — como Plutarco o Macrobio, entre otros, la afición, muchas veces incontinente, de Cicerón por los chistes y dichos ingeniosos, de suerte que sus enemigos le llamaban scurra consularis («bufón que había alcanzado el consulado»).

Sean cuales fueran las intenciones o voluntades de Cicerón, lo cierto es que este capítulo es extraordinariamente interesante y que ha merecido varios trabajos en los últimos cien años; Leeman, en su tantas veces citado comentario ofrece no sólo un estado de la cuestión muy completo sino además aportaciones muy interesantes 45 . Así, Cicerón distingue dos tipos de humor —o, mejor dicho, dos modos de conseguir el ridiculum: uno es mediante la dicacitas , es decir, el dicho agudo, puntual, mordaz, y otro es la cavillatio , que en ocasiones llama festivitas , y que es un humor difuso, no hiriente, que testimonia más el ingenio de quien lo dice que una situación desairada de quien es objeto de él. Además, Cicerón ofrece una división del humor, del ridiculum , según que tenga como fundamento verba —palabras— o res —una situación—, división que sugiere una fuente griega influida por la retórica. Leeman, en cambio, cree que la división dicacitas/cavillatio-festivitas es de raigambre romana o, si se quiere, itálica.

Hay también que decir que en la tractatio del humor (§§ 235-290) la división en tomo a la cual se clasifican sus distintas manifestaciones es el eje res/verba . Pero, con todo, yo creo que con la división dicacitaslfestivitas Cicerón apunta a algo más allá de una nueva división ligada a la tradición romana y que a mi juicio no ha subrayado o apuntado Leeman. En efecto, en los primeros párrafos de la sesión y tras haber dado como división primera del ridiculum el de dicacitas y festivitas , César Estrabón pone como ejemplo de uno y otro dos discursos de Craso: en el primero, la defensa de Manio Curio contra Mucio Escévola el Pontífice, toda ella rezumaba buen humor, travesura, bonhomie; en ningún caso da ningún golpe que hiera, como sabía hacerlo, pues quiere preservar la dignidad del adversario y la suya propia. En cambio, en la causa con Bruto, acusador profesional y persona despreciable, utilizó, dice César, lo uno y lo otro y no se ahorró gracia por hiriente que fuera, pues eso era lo que quería.

Dicho de otro modo: a mi juicio, con la cavillatio o la festivitas Cicerón está refiriéndose a un tipo de humor que apunta al éthos , es decir, a presentar al orador desde la mejor situación posible; aquí, concretamente, como persona inteligente al tiempo que divertida y sin necesidad de herir a nadie para ello. Con la dicacitas , en cambio, el humor apunta al páthos , es decir, a la posibilidad de actuar mediante la risa, el ridículo, lo deforme, contra el adversario.

La segunda orationis pars de la que habla la retórica tradicional es la dispositio —táxis en griego— es decir, la tarea de colocar nuestros «hallazgos» en cada uno de los segmentos secuenciales 46 del discurso. Aquí también hay que combinar no sólo los elementos hallados en la inventio así como las otras orationis partes no tratadas —elocutio y actio en especial sigriega que romana y aunque lasno que hay que entrecruzarlos con los tria oratoris officia (probare/docere, conciliare/delectare, movere) .

Lo que Antonio sostiene (§ 310) es que, dentro de esos tres deberes del orador, —informar, granjearnos las simpatías del público, cambiar o influir en sus sentimientos— lo primero que hay que hacer es aparentar que lo único que estamos haciendo es informar. Que, asimismo, hay ciertas partes del discurso en las se espera un officium y un tono específicos: que la conciliatio es más esperada en el exordio, así como el movere en la peroratio y el docere en la narratio y el probare en la argumentatio , pero que la especificidad de cada causa determina cuándo hay que cambiar estas habituales correspondencias.

Un último apartado (§§ 333-349) antes de pasar a la memoria, lo dedica Antonio a la inventio y dispositio del género deliberativo y del demostrativo o epidíctico en sus vertientes encomiástica o de vituperio. En el género deliberativo Antonio repasa los temas que ha de dominar el orador y que coinciden con los que aparecen en la Retórica de Aristóteles, 1559b19 ss. También recuerda que este género en Roma se da en dos escenarios: la asambleas populares y el senado, y que la diferencia entre ambas audiencias requiere asimismo métodos y medios distintos; así, algunos procedimientos más efectistas o más vinculados al páthos son más adecuados a las asambleas del pueblo que al senado, órgano supuestamente compuesta de personas sabias y prudentes.

El género epidíctico es considerado en principio por Antonio menos importante. Es más, en conjunto lo considera una práctica más griega que romana y aunque las laudationes funebres sean típicamente romanas, no es esa la mejor ocasión, dice, para provocar las excelencias de un discurso. En cualquier caso, el género epidíctico, en cuanto que trata fundamentalmente en la exposición de temas relacionados con las virtudes o los vicios requiere del orador que lo practique un apreciable conjunto de amplios y varios conocimientos 47 .

Una sección sobre la memoria como elemento fundamental del arte (§§ 350-360) y sabrosas anécdotas al respecto cierran la sesión y el libro.

Sobre el orador

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