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3. Libro tercero

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El prólogo o introducción del tercer y último libro del diálogo (§§ 1-16) se abre con unas evocaciones y reflexiones por parte de Marco a su hermano Quinto, aunque aquí el tema y el tono es completamente diferente; en efecto, Cicerón evoca la muerte de Craso, ocurrida días más tarde del final de este diálogo y a consecuencia de lo que nuestro clásicos llamaban «dolor de costado», sobrevenido en una tormentosa sesión del Senado, en la que Craso se enfrenta al cónsul Marcio Filipo. En el resto del prólogo (§§ 7-16) discurren una serie de temas más o menos tradicionales: el dolor ante la muerte de un varón todavía con fuerza y facultades y cuando podía haber iniciado un honroso retiro y merecido descanso —otra vez el otium cum dignitate inicial— da paso a un tema consolatorio, seguramente tópico, y que años más tarde nos lo vamos a encontrar en el Bruto a propósito de la muerte de Hortensio: lo que ocurrió en Roma y en Italia al poco de su muerte fue tan terrible que parece, dice Cicerón, que los dioses inmortales no le arrebataron la vida a Lucio Craso, sino que le regalaron la muerte. Y da paso a una apretada y dramática evocación —al hilo de la guerra con los itálicos, la primera «marcha sobre Roma» de Sila, los consulados de Cina y el regreso de Mario— de la muerte violenta o no querida de Sulpicio, Antonio y Cátulo. En fin, un capítulo que debe ocupar un puesto de honor en una antología de Cicerón y de la literatura latina y que apunta a lo que Cicerón podía haber hecho escribiendo narrativa histórica o biografía, de no haber estado obsesionado con guardar memoria de su consulado.

Tras un breve paso (§§ 17-18) en el que Cota —el informante de Cicerón— recuerda a Craso, tumbado en la hora de la siesta, pero en realidad preparando mentalmente su intervención sobre la elocutio y la actio , se inicia la sesión de la tarde.

Comienza Craso manifestando lo imposible de su intento, en cuanto no se puede disociar la forma —verba— del contenido, que es sólo una manifestación más de la unidad de todo lo existente, para lo que se remonta no ya a escuelas conocidas, sino al parecer a los eléatas (§ 20). Y, asimismo, para dejar claro que el ornato del que va a hablar es uno entre los varios estilos que la oratoria y, en general, la expresión lingüística admiten, Craso se extiende sobre la variedad de estilos en las artes y, en general, en las literarias (§§ 25-37).

Pero antes de entrar en el terreno del ornato o la elocutio , Craso habla (§§ 37b-55) de dos cualidades o virtudes del lenguaje previos a todo lenguaje artístico, cual son la latinitas (utilizar un latín correcto y castizo al tiempo) y la perspicuitas (expresarse con claridad y transmitir con precisión lo que se pretende decir); es más, dice Craso, cumplir con estos requisitos no sólo es indispensable para cualquier aspirante a orador sino necesario para cualquier ciudadano digno de tal nombre.

A continuación viene un bloque ¿o dos?, desde el parágrafo 52 al 147 —más de un tercio del libro— en el que Craso habla del ornato, sí, pero de un modo muy genérico y que nada tiene que ver con el tratamiento que a este capítulo le había dado la Retórica a Herenio o el que le dará más adelante Quintiliano. De hecho la noción de ornato se cruza con la noción de aptum —es decir, la adecuación de la forma al contenido— y, desde ahí, Craso va retomando la noción de orador ideal que ya había tratado en el libro primero. Claro que la noción misma de orador ideal lleva a Craso a adentrarse en la historia de la filosofía, en los distintos modos de abordar el conocimiento y otros terrenos que no parecen tener mucho que ver con la elocutio .

Intentaré, con todo, ofrecer una cierta articulación y estructura de esta amplia parte, ahora ya sin la inestimable ayuda del comentario de Leeman:

En §§ 52-55 inicia el tema del ornato que, cuando es adecuado al contenido —aptum — da lugar a algo muy parecido al orador ideal y a la verdadera elocuencia. El tema del estilo y de lo adecuado se retomará en §§ 91-95, pero mientras tanto (§§ 56-89) Craso se adentra con nostalgia en la antigua unidad entre el dicere y el sapere , viva en Grecia hasta Sócrates. Frente al orador vulgar, reducido a sus pleitos, y el filósofo desvinculado por lo general de la elocuencia, sería deseable que el orador se acerque a la filosofía, entendiendo por tal un conocimiento lo más amplio posible. Claro que reconoce que la adquisición de tales conocimientos es imposible en la vida real y, en particular, en la tan ajetreada que él y sus compañeros llevan en Roma.

Entre el § 91 y el § 108 parece centrarse Craso en el ornato. Señala que ha de ser sencillo, pues la excesiva sofisticación cansa en el lenguaje artístico, del mismo modo que el gusto y la vista se hastía antes de lo excesivamente elaborado que de lo que es más simple. Asimismo subraya la necesidad de lo aptum , en cuanto que el estilo es un medio poderoso de realzar o aminorar el contenido. Y señala también la especial relación que tiene el ornato con el género demostrativo, ese tercer género tan recurrente a lo largo de todo el diálogo. La referencia al género epidíctico o demostrativo, le da pie para una breve vuelta a esta cuestión y, sobre todo, para hacer énfasis en los conocimientos que este tipo de discursos precisa. No es de extrañar que Craso aproveche tal afirmación para apartarse otra vez del tema propuesto: en §§ 111-119 diserta sobre los tres tipos de conocimiento —conjetura, definición y «consecuencia» 48 — para afirmar más adelante (§§ 120-124) que el orador puede y debe tener acceso a esos tipos de conocimiento. Una intervención de Cátulo (§§ 126-131) compara la postura de Craso con la de los sofistas, lo que le da a éste pie para reivindicar la unidad del saber (§ 132-143) y lamentar la excesiva especialización actual; al mismo tiempo subraya que en la Grecia antigua, de los llamados siete sabios, sólo Tales de Mileto había dejado de gobernar su ciudad y que tal unidad de saberes fue real hasta Pericles. A este respecto resulta muy curioso lo que Craso-Cicerón dice en § 141 de Aristóteles, y es «que habiendo Isócrates transferido sus lecciones del ámbito de las causas políticas y judiciales a un huero artificio estilístico, trastocó bruscamente casi todo el planteamiento de esta disciplina (…) En consecuencia, adornó e iluminó toda esa disciplina y conjugó el conocimiento teórico con la práctica del discurso» 49 . Una intervención de Cota y Sulpicio (§§ 144-147) pidiéndole a Craso mayor concreción cierra esta larga y al parecer errática disertación de Craso sobre el ornato… sin haber entrado propiamente en ello, cosa que ocurrirá de verdad a partir de ahora.

Con todo, podemos ver en toda esta sección una cierta unidad y una función, por más que no resulte demasiado clara: conectando el ornato con lo aptum como patrimonio del verdadero orador, y al subrayar la importancia que el estilo tiene en el género demostrativo, reclama para el orador la exposición doctrinal de todos los saberes que pueden ser objeto de ese tertium genus . La figura de Aristóteles, al incluir la léxis en un tratamiento sistemático de la retórica está avalando las pretensiones del Craso ciceroniano.

Como ya he dicho, Craso en §§ 148-212 desarrolla (¡por fin!) los fenómenos propios del ornatus o lenguaje artístico propio de la oratoria. Y lo hace en dos secciones: la una (§§ 148-170) trata de la palabra aislada y la otra (§§ 171-211) de las palabras en conexión, sea formando sintagmas, frase, o, lo que es más común, periodos.

La dedicada a la palabra aislada cubre tres temas: los poetismos y/o arcaísmos, los neologismos y la metáfora. Es esta última —ya definida y tratada por Aristóteles en su Retórica — la que es tratada por Cicerón con aportaciones propias muy valiosas y con mayor extensión que el Estagirita. Hace ya casi 40 años que Leeman 50 analizó muy agudamente el tratamiento que Cicerón hace de este fascinante fenómeno lingüístico. Y sigue siendo un pasaje ciceroniano que no deja de admirar, al tiempo que subraya, una vez más, la extraordinaria sensibilidad e inteligencia que el Arpinate poseía para cualquier cosa relacionada con los fenómenos del lenguaje.

La sección dedicada al ornato de palabras en conexión se articula asimismo en tres apartados: uno muy breve relativo a la colocación y orden de las palabras 51 (§§ 171-172), los fenómenos relacionados con el ritmo, y en particular con las cláusulas silábicas (§§ 173-198) y lo correspondiente a las figuras de dicción y pensamiento (§§ 199-211). La extensión que a cada uno de los temas se dedica habla por sí sola.

Dejando a un lado el primer apartado, el dedicado al ritmo es otra joya ciceroniana, donde al hilo de esta cuestión se abordan cuestiones que rebasan con mucho la lengua y plantean aspectos muy interesantes sobre la génesis de ciertas categorías estéticas, o la relación que a juicio del Arpinate existe entre lo estéticamente positivo y la necessitas o la utilitas (omne tulit punctum qui miscuit utile dulci dijo años más tarde Horacio). Lo esencial sobre el ritmo en el periodo está ya dicho en esencia aquí y sin ese tan enfadoso como inútil problema de aticismo/asianismo que subyacen a buena parte de Bruto y El Orador .

El último apartado sobre la figuras de dicción y de pensamiento —trece parágrafos en total— da una idea de la premura con la que Craso-Cicerón trata de este apartado, que representa más de un 60 o 65% del espacio que tratados antiguos o modernos dedican a la elocutio . Si se tiene en cuenta que los trece parágrafos se reducen en rigor a seis, y que materia semejante en el Manual de Lausberg ocupa no menos de cuatrocientos cincuenta parágrafos y cuarenta y cinco páginas de apretada letra y doctrina de la Antike Rhetorik de J. Martin 52 , se podrá apreciar el interés de Craso en tratar con un mínimo de claridad este apartado de la elocutio , sobre todo cuando se recuerda que ha dedicado un espacio más del doble a la metáfora y casi el triple al ritmo en el periodo.

De este modo, a lo largo de estos siete parágrafos, Cicerón nos inflige una catarata de términos sin definir o de perífrasis sin ejemplificar, que son un auténtico martillo de traductores al tiempo que áurea oportunidad de aguzar la imaginación y las dotes hermenéuticas de los filólogos. Y pobre consuelo es que, al final de la intervención de Craso, Sulpicio y Cota vengan a decir que no se han enterado de la mitad. Tampoco, el que el sesudo y verecundo Quintiliano —admirador incondicional de Cicerón— confiese que hay términos que, o están donde no corresponden, o que no sabe qué quieren decir. Y, mucho menos, la razón que da Craso ante las quejas de premura por parte de sus jóvenes oyentes: que es tarde y el sol se está poniendo; y donde ya no se sabe si se añade la mofa a la befa o al revés.

¿Podemos apuntar alguna razón de más peso que la astronómica? Resulta difícil. Está, por un lado, la inequívoca voluntad de apartarse de cualquier olor o sabor a manual que se mantiene a lo largo del diálogo; y yo creo que es un componente a tener en cuenta. Pero quizá haya otro, más humano —demasiado humano, posiblemente— que apunta a la inertia de nuestro Craso-Cicerón: ambos posiblemente —y seguramente, Cicerón— eran capaces de utilizar adecuada e inteligentemente las figurae que son aludidas en este lugar en un discurso. Otra cosa es que fueran capaces de definir y ejemplificar de un modo inequívoco tales figuras, del mismo modo que es más fácil hablar —incluso bien— que explicitar los mecanimos que nos llevan al aprendizaje y producción del lenguaje. Mucho me temo, a este respecto, que la siesta que no durmió Craso para poder exponer por la tarde se la tomó Cicerón para no hablar de las figurae , aprovechando que se ponía el sol.

Y aún quedó un poco de luz para tratar de la actio —ejecución, performance — la última pars de la retórica. A lo largo de unos quince parágrafos, se trata tanto de su importancia —a la que Demóstenes asigna no ya el primer lugar sino también el segundo y el tercero— sino lo relativo a los gestos y la voz. Hay observaciones interesantes y curiosas, como el esclavo que con una flauta le daba el tono a Gayo Graco cuando pronunciaba un discurso.

El diálogo se acaba con unas palabras en las que Craso augura al joven yerno de Lutacio Cátulo —Hortensio— un brillante porvenir como orador, tal como Sócrates se lo auguró al joven Isócrates en el Fedro . Es un toque literario más por parte de Cicerón; es, posiblemente, un homenaje a Hortensio. Claro que la fama de Isócrates, en la oratoria forense, real, fue superada por Demóstenes, como Cicerón superó a Hortensio. ¿Para quién es el homenaje?

E. ORIGINALIDAD DEL DE ORATORE Y SU VINCULACIÓN A LA TRADICIÓN ARISTOTÉLICA

Aun admitiendo que el De Oratore no es tanto un tratado de retórica —y mucho menos un manual o conjunto de preceptos escolares— cuanto un esbozo de la función y formación del orador ideal en la sociedad romana de su tiempo, sería legítimo plantearse la existencia de un bastidor teórico en el que sustentar los principios retóricos que Cicerón consideraba una buena parte, aunque quizá no la esencial, de la formación de ese orador ideal. Y dado que Cicerón en más de un lugar afirma la vinculación entre retórica y filosofía o, en todo caso, la estrecha imbricación de una y otra en su formación intelectual, este fundamento teórico ha de tener ese carácter filosófico o generalista y alejado de lo estrecho de un tratado escolar. Y sustenta tal pretensión el que a lo largo del De Oratore hay abundantes referencias no ya a la filosofía, sino a Platón, Sócrates, Aristóteles, Teofrasto, asi como eminentes miembros de la Estoa o la Nueva Academia, tal como Carnéades, Diógenes, Critolao…

Sin embargo, las fuentes griegas existentes —y en particular entre Aristóteles y Cicerón— distan de proporcionar una tradición mínimamente amplia y segura. Obras importantes como el Perì léxeōs de Teofrasto no han llegado a nosotros. Por otra parte, de las escuelas postsocráticas sólo tenemos fragmentos y, dentro de ellos, son escasos los que tienen que ver con la retórica 53 . En cuanto a la obra de Hermágoras 54 y su doctrina de los status causae cubre una pequeña parte de los temas y puntos de vista tratados en el diálogo ciceroniano 55 .

Es más, ni siquiera la Retórica de Aristóteles puede representar una base sólida a partir de la cual interpretar los fundamentos de la retórica ciceroniana en el De Oratore . Y ello por dos razones: la primera es que en modo alguno es seguro que Cicerón conociese de primera mano la Retórica de Aristóteles 56 y, en cualquier caso, no es seguro que sea la que ha llegado a nosotros; la segunda está ligada en cierto modo a la primera: y se concreta en el hecho de que, tal como ha llegado a nosotros la Retórica , presenta tal cantidad de contradicciones e incoherencias y ha dado lugar a tal cúmulo de hipótesis e interpretaciones en los últimos ciento cincuenta años, que difícilmente ha podido ser modelo de claridad y construir en su totalidad el universo retórico del mundo helenístico y romano.

En cualquier caso, lo que es evidente tras una cuidada lectura del diálogo ciceroniano es que, como ya se ha dicho, ni es un tratado sobre retórica ni mucho menos una retórica travestida de filosofía a fin de ganar respetabilidad ante el mundo intelectual griego 57 .

Se trata, simplemente, de vincular el ars dicendi tradicional, por un lado, con una cultura y sensibilidad lo más amplias posible y que no excluye, sino más bien exige una cierta familiaridad con la filosofía, como expresión más acabada de la búsqueda de lo genérico; y por el otro con la sapientia y prudentia romanas, virtudes estas que no se entienden en esta época sino ligadas a la vida social, civil. Y —last but not least — todo ello desde Roma, por un romano y para romanos.

Si se admite esto, pienso que todo lo demás, al menos de momento, ha de pasar a segundo plano. Y también desde esta perspectiva creo que no tiene demasiado sentido hablar de originalidad de Cicerón respecto al mundo griego, pues los griegos en esa época difícilmente podían plantear cuestiones relativas a la función social de la retórica que rebasaran el ámbito de lo personal. Por otra parte, no era un romano cualquiera el que formulaba tal propuesta: sin duda el mejor orador del momento —y eso desde el 70— era al mismo tiempo uno de los romanos más cultos y de más aguda inteligencia; y aun sin ser admitido por el nucleo duro de la nobilitas y haber vivido momentos duros en su vida personal y política, no dejaba de ser el consular que en el año 63 fue aclamado pater patriae .

Y si todas estas circunstancias son las que sirven, a mi juicio, para singularizar esta obra dentro de la historia de la cultura y de la retórica y, en particular, de la búsqueda de ese orador ideal que colocase la elocuencia en las regiones más elevadas de la paideía , el talento literario de Cicerón consiguió, además, hacer del De Oratore una verdadera obra de arte.

Pues sólo una perversión de lo que es la esencia de la obra de arte, de la obra literaria, puede considerar —como en la práctica ocurre— más ‘literarios’ discursos como las Catilinarias , las Filípicas o En defensa de Milón y relegar en cambio a la categoría de ‘tratado’ o ‘tratado técnico’ obras como la presente o las Tusculanas. Y no es mi intención adentrarme aquí en lo que, dentro de la prosa, es lo literario, pero sí dejar claro lo que para mí no lo es: discursos como los mentados pueden ser —y de hecho lo son— hitos en el desarrollo de una prosa artística en lenguas como el latín; son asimismo ejercicios de inteligencia, de habilidad a la hora de lograr la persuasión del auditorio a través del docere y del movere y mediante una expresión lingüística rotunda o plácidamente hermosa. Pero la inmediatez de la utilitas que toda causa —sea privada o política— hace casi imposible su inserción en la esfera estética que, como mínimo, ha de propiciar la transformación mediata del ‘en sí’ en un ‘para nosotros’, para decirlo en palabras de Lucáks.

El De Oratore , en cambio, reconstruye un diálogo habido unos cuarenta años antes entre eminentes personajes de la vida política y cultural romana, todos ellos desaparecidos. En medio de una situación política muy delicada —y precisamente para evadirse momentáneamente de ella— dichos personajes dedican día y medio en tres sesiones a exponer y discutir sus puntos de vista tanto sobre la esencia y función de la oratoria como en el diseño de ese orator perfectus , de ese vir vere eloquens que Lucio Craso propone como ideal dentro de una sociedad plenamente romana. Pues bien, Cicerón, con esos mimbres y alguno que otro propio consigue un diálogo notablemente vivaz si se tiene en cuenta lo grave —y aun árido— de la materia a tratar, y todo ello creando o recreando un ambiente de fina camaradería, de iocunditas y aun de festivitas , en fin, de civilizada inteligencia, que logra transformar ese «pedazo de romanidad» —real y al mismo tiempo imaginada— en algo vivo y tangible, pero, al mismo tiempo, en un modelo, en una referencia vital e intelectual, no sólo para los romanos que lo leyeron, sino para otros lectores más alejados de ese mundo y esa cultura.

Pero hay otro punto importante en el De Oratore que va más allá de ese papel eminente que el verdadero orador ha de tener en un sociedad como la romana, y ello es el ámbito o los ámbitos en los que ese orador ideal ha de ejercer su elocuencia. Claro está que aquí Cicerón —o el personaje que en el diálogo le es más afín, Lucio Craso, aunque contrapesado en parte por Antonio— trata fundamentalmente las llamadas quaestiones civiles (zētḗmata politiká en la terminología estoica y luego desarrollada por Hermágoras) y que se concreta en el género judicial, en el deliberativo o político y en el epidíctico o encomiástico 58 . Y aun dentro de este reparto tradicional de las clases de discursos hay que observar, a mi juicio, dos cosas: la primera es una ejemplificación casi constante de los temas de retórica ‘civil’ con casos judiciales, sean de carácter privado o penal, sin mencionar casi los de carácter deliberativo o político 59 . La segunda es que el género epidíctico en cuanto tiene por objeto laudationes y encomios, aunque es mentado y hasta se enumeran los loci adecuados para este género, es omitido de un modo explícito por Antonio en su larga intervención del libro segundo como poco serio y más bien propio de los griegos; a lo sumo, tomará en cuenta una variante que es específicamente romana, la laus funebris .

Pero esto, en el fondo, no es algo esencial, pues se trata de hacer énfasis en un género oratorio o de preterir otro por no considerarlo importante. Lo que sí resulta llamativo es que al tiempo que se omite el género encomiástico, Craso a lo largo del libro primero y tercero y Antonio en el segundo reclamen como espacio específico del auténtico orador el poder exponer —dicere o disputare en latín— con soltura y elegancia sobre cualquier materia, siempre y cuando tenga un conocimiento básico pero no profundo de la misma; y que esa capacidad del orador corresponde al tertium genus .

No hay que decir que la pretensión de Craso era lo suficientemente insólita como para despertar en sus compañeros de discusión —en especial Mucio Escévola— un rechazo casi de plano en su auditorio; y que tal pretensión puede irritar a un lector moderno y aun invitarle a no continuar con la lectura del diálogo. Lo que sí quiero es plantear las razones de esa aparente contradicción e indagar en las razones de esa desmesura a la hora de reclamar la retórica como ámbito de omni re scibili . ¿Mera megalomanía o borrachera de alguien que se sabe un maestro de la palabra hablada y escrita? Es posible, pero un tanto dudoso, si a Craso o a Cicerón le suponemos un mímimo de sapientia .

Se podría intentar explicar esta ampliación del objeto de la retórica por parte de Cicerón como una «vuelta a los orígenes», a esa época anterior al Sócrates platónico en la que aún no se había producido esa escisión, ese discidium entre la oratoria y el saber, la filosofía, y que tan amargamente lamenta Craso 60 ; en fin, a la época no ya de un Isócrates, sino de un Gorgias de Leontinos que, ante una asamblea, se mostraba dispuesto a hablar «a bote pronto» del tema que le propusieran. Es posible, pero improbable: el mundo de la sofística, aunque brillante y atractivo, quedaba un poco lejano, y, por otra parte, la figura de Aristóteles pesaba demasiado como para ser ignorada al respecto. Por otra parte, esa supuesta vuelta a la sofística en retórica se compadece mal con el cuasi-silencio de Craso sobre el género encomiástico y el rechazo de Antonio del mismo, pues precisamente ese género en su vertiente panegírica fue especialmente cuidado tanto por Isócrates como por los sofistas.

Y volviendo a la aparente contradicción entre un casi rechazo de lo encomiástico y el recurso como tema mayor al tertium genus por parte de Craso, la cosa podría parcialmente resolverse suponiendo que el tertium genus era mucho más amplio que su concreción en el encomio o el denuesto; e, inmediatamente —y velando por el buen nombre de Craso y Cicerón— suponer que tal maioratio no era capricho o delirio de estos romanos y que podría encontrarse su origen en el Estagirita. Es casi seguro que los famosos tres géneros —judicial, deliberativo y epidíctico— que aparecen en Retórica se deben a Aristóteles pero también hay que recordar: que si la denominación o clasificación es obra de Aristóteles, la cosa clasificada o nombrada era objeto de actividad retórica ya desde antes; es decir, que había juicios y asambleas en las que se ejercía la persuasión y que la vertiente encomiástica o panegírica es evidente en una buena parte del Panegírico de Isócrates —380 a. C.—. Y también tener en cuenta que la clasificación aristotélica —que parte del tipo de oyente al que se dirige el discurso— distingue entre los dos primeros géneros, que tienen por objeto a un oyente que actúa como árbitro —de lo pasado o de lo futuro— y el tercero, en el que el oyente es tan sólo un espectador que juzga ‘sobre la capacidad’ (supuestamente del orador) y que a ese tercer género o clase le llama de un modo habitual epidiktikós , no enkomiastikós o panégyrikós . Bien es verdad que Aristóteles a continuación habla sistemáticamente del encomio o alabanza y vituperio como objeto de este tipo de discurso… pero se podría suponer —sin retorcer mucho más de lo habitual el pensamiento y las palabras del Estagirita— que en el contenido acudió a lo que era la práctica en algunos discursos de su tiempo; y que en cambio mantuvo una indefinición mayor en su denominación 61 así como en el recurso al espectador relajado, no concernido con una decisión a veces dolorosa, y que es propicio a considerar, no ya el contenido del discurso , sino la capacidad de quien lo dice , convirtiéndolo en un juego en el que es posible conjugar lo agradable con lo útil, como siglos más tarde formularía el viejo Horacio.

Queda, con todo, el problema de cómo ampliar ese supuesto tercer género solamente objeto del encomio o del vituperio —o, a lo más, de lo agradable— a un discurso expositivo, casi científico. Y, lo más problemático, relacionarlo con el pensamiento aristotélico. Aquí habría que enlazar esta cuestión con lo de lo agradable y relajado para replantearlo, como un todo, en el mundo de la retórica aristotélica. O, dicho de otro modo, ¿el tercer libro de la Retórica fue pensado por Aristóteles desde el principio como parte de su obra? ¿contribuyó este apartado sobre el estilo o lenguaje no corriente a replantear algunos aspectos importantes de la retórica? No tengo la competencia ni el espacio para tratar con un poco de detenimiento el tema, que no me parece impertinente al aspecto del De oratore que estoy tratando. Remito a la amplia y densa Introducción de Quintín Racionero a la Retórica en el volumen 142 de esta colección. Me limitaré aquí a resumir algunos puntos expuestos por este autor:

Es claro que en la primera redacción de su Retórica Aristóteles no tiene sitio ni para la léxis —elocutio — ni para la táxis —dispositio — como medios de prueba —písteis— , por no hablar de la crítica explícita de la utilización del páthos y el éthos , pues todo ello lo considera ajeno al asunto y en cierto modo inmoral pues se trata de confundir o engañar al juez. Es posible que el tratado Perì léxeōs que figura en el catálogo de Dionisio sea el núcleo el libro III que más adelante Aristóteles integró en su tratado; en cualquier caso, hay que intentar reconstruir verosímilmente las razones que le llevaron a ello. Racionero 62 afirma que en el tratamiento de una prosa artística, alejada tanto de la de los poetas como de la vulgar o propia de la expresión científica, Aristóteles va descubriendo y concibiendo el lenguaje, no ya como mímēsis , sino como sýmbolon o medio de reconocimiento de los hombres en su trato social; que, a traves de la noción platónica de la adecuación —tò prépon — pero considerando ya al lenguaje no como signo de las cosas, sino como signo de los estados del alma, Aristóteles introduce las nociones de léxis ethikḗ («expresión del talante o actitud del que habla») y léxis pathētikḗ («expresión de las pasiones que se quieren inducir en el oyente») en las que, según Racionero, por primera vez se combinan las funciones denotativas y connotativas del lenguaje. Naturalmente que estos modos de expresión se presentan en el tercer libro de la Retórica como procedimientos de persuasión, pero es lícito ver en ellos uno de los pasos a través de los cuales ha considerado Aristóteles a la léxis como un modo de persuasión. Es más, en III 11 señala nuestro autor que una función de la léxis es «poner ante los ojos» (enárgeia, evidentia) lo que es objeto de persuasión. Y que este hacer vívido lo que tiene una base lógico-conceptual es persuasivo porque —y cito verbatim a Racionero— «‘aparece como verdad’ y porque propone, en este nivel, a una manera de ‘enseñanza’ semejante a la de las demostraciones científicas. Pero es, en todo caso, la sensibilización de un argumento lógico-retórico, de modo que, aun sin dejar de ejercerse éste en el tópos o lugar común que le corresponde, la persuasión resulta del uso de enunciados específicos que son susceptibles de contener en concreto a tal tópos o lugar común 63 ».

Si esta visión de la génesis de la Retórica aristótelica en su última etapa es básicamente aceptable y pudo haber un momento en el que el lenguaje artístico o cuidado era una especia de horma en el que poder ubicar argumentaciones retóricas y que la misma forma contribuyese a la persuasión en cuanto acercaba lo expuesto a la verdad y se asemejaba a la didaskalía , entonces pudo existir en la retórica peripatética esta idea más o menos latente en la obra de Aristóteles, que, por otra parte, no parece haber recibido de su autor una última mano. Que tal idea hubiese sido desarrollada por Teofrasto, autor de un Perí léxeōs perdido pero abundantemente citado por Cicerón, no es imposible.

Vuelvo, pues, al De oratore . Que tal utilización de la lexis , de la elocutio y dentro de un determinado estilo es legítima y aun deseable para la exposición de contenidos noretóricos, está patente en el diálogo. Es posible, como acabo de apuntar, un origen aristotélico o peripatético. Pero, sea cuál sea el origen de esta pretensión, lo que es claro es que está estrechamente relacionada con otra idea que recorre el De Oratore y , asimismo, las siguientes obras retóricas del Arpinate. Se trata de algo que parecerá obvio, pero que a mi juicio no deja de tener importancia, tanto en la práctica oratoria como en la actividad de Cicerón como escritor: la naturalidad con la que un término tan usual como oratio alude a la oralidad, de acuerdo con su étimo, como a la noción, más que de simple expresión escrita, de expresión escrita cuidada y con una cierta elegancia, de ‘estilo’. Los casos son tan abundantes que una cita o dos no son sino a modo de ejemplo 64 . Y se podría aducir como causa un ejemplo más de literaturización de la palabra viva, de algo así como la oralidad vencida por la literatura, pero eso es falso. Bien es verdad que en una primera fase de la oratoria ática, en la que se prohibía que el acusado pudiese defenderse ante el tribunal por terceros, propició la existencia de discursos escritos por profesionales —logógrafos, como Lisias— y el que tales discursos tuvieran que ser memorizados, pero ya en la época de Demóstenes no existían tales restricciones y, sin embargo, era habitual su publicación al poco de ser pronunciados 65 . En Roma, donde al parecer siempre fue posible que un patronus defendiese a su cliente, sabemos de discursos escritos desde Catón el Censor. También es sabido que, en ocasiones, el discurso publicado era sensiblemente distinto al que se pronunció, como es el caso del En defensa de Milón . Sin embargo, sabemos por el De oratore que, según Cicerón, Antonio y Craso escribían sus discursos antes de pronunciarlos y que recomiendan la lectura de discursos ajenos y la redacción de los propios antes de su pronunciación como el mejor modo de cultivar y adquirir un estilo propio. Y que esta labor de escribir había de complementarse con una cuidadosa lectura de otros oradores o escritores —supuestamente griegos—. No podemos dudar de la veracidad de lo que Cicerón dice de Antonio, por más que no deje de causar extrañeza el que tales oradores no los publicasen 66 . En cualquier caso, es casi seguro que Cicerón no dejó de hacerlo.

De este modo, para nuestro autor —y no sólo para él en su época— la oratio , que por esencia ha de ser enunciado o discurso único, no repetido, era fruto de discurso escrito, pulido y modelado sobre otros discursos ajenos o propios; y que el tal discurso, en tanto que luego publicado, subrayaba ante los demás su carácter de discurso repetido. Y en estas circunstancias, no es nada de extrañar que —aparte de otros calcos e impregnaciones semánticas procedentes del griego— oratio fuera al mismo tiempo que ‘discurso pronunciado’, ‘modo de expresarse’, ‘modo de escribir’, ‘estilo’.

Y, desde esta práctica y método de trabajo oratorios, sabiéndose el mejor orador así como el mejor prosista dentro de ese mismo género oratorio, y apoyándose quizá en alguna rama del aristotelismo que invitaba a utilizar los recursos de la léxis como bastidor de cualquier contenido sin pretensiones de verdad, no es de extrañar que pretendiese aplicar esa disponibilidad de excelente orator en el momento en el que estaba escribiendo este diálogo, y que no abundaba precisamente en plumas señeras. Quizá puede sorprender —y hasta irritar— la conocida afirmación de que la historia es opus maxime oratorium , pero tanto la tradición griega a partir de Isócrates como la triste historiografía que Roma padeció hasta Salustio pueden justificar las pretensiones ciceronianas respecto al género, que no llegó a cultivar por circunstancias que no son del caso.

Entre el 56 y el 43, año de su muerte, Cicerón escribió tratados que versaban de retórica —El orador y Bruto , aparte de otras menores— o de filosofía. No es seguro afirmar que cuando escribía de filosofía —entre la disertación y el diálogo— estaba actuando como un orator capaz de escribir de omni re scibili desde una excelente cultura —anterior o actualizada—. Yo me inclino a pensar que Cicerón nunca abandonó el «programa» de Craso en el libro primero del De oratore . Se puede afirmar que esas incursiones en la literatura relacionada con la filosofía tuvieron como motivo esencial la de demostrar a sus contemporáneos que era posible —aun siendo homo novus — el hacer compatible una apreciable actuación política con una vida intelectual y artística más intensa de lo habitual; que ni la falsa modestia ni la verdadera fueron nunca un problema para el Arpinate, nadie va a negarlo; y casi todos estamos de acuerdo en que Cicerón, cuando tenía oportunidades de actuar en la vida pública, las ponía por delante de cualquier otra. Pero creo que no se puede dudar de que Cicerón era un romano de cuerpo entero —con todas las debilidades y miserias que se quiera— y que una de esos rasgos de romanidad era la conciencia y aun officium de dar —o devolver— a la comunidad lo que la comunidad había hecho posible para él. Y que, cuando veía difuminarse un papel efectivo en la vida política romana, volvía a él la evidencia de sus sobresalientes cualidades —por casi nadie puestas en duda— y la posibilidad de ser de utilidad a sus ciudadanos a través de su cultura y de su palabra. Lo sustentaba una excelencia en el foro y en la política y que quizá tenía más de un sustento en la filosofía griega.

Y esta voluntad de compartir con el resto de sus conciudadanos los resultados de la cultura griega tomando como instrumento esas habilidades y aun excelencias en la exposición pueden haberse dado en Cicerón de un modo eminente, pero no es un rasgo extraño al hombre antiguo, mucho más comprometido con su entorno social que el actual, por mucho que se hable sobre sobre comunicación, redes —sit venia verbo — globales, los encantos de la wired society y otras zarandajas solemnes que tantas veces no sirven sino para disfrazar una negotiosa voluntas .

Pues, en efecto, parece que Aristóteles, ya en su madurez, percibió —precisamente a través de una léxis cuidada, elegante y agradable— los beneficios de la retórica como un medio de hacer llegar a un gran número de personas algo que, por moverse en el terreno de lo verosímil, de lo probable, se acercaba a la verdad. Y, de este modo, la retórica terminaba integrándose en la paideía , como formación total —intelectual, moral y estética— del ciudadano. Que este posibilismo quizá hubiese escandalizado a Platón, es casi seguro; pero no más de lo que algunos de sus discípulos pudieron sentir cuando comprobaban en la famosa Carta séptima para qué servía en el mundo real el maximalismo de la República .

Ya he señalado la posibilidad de que, posiblemente a través de Teofrasto, Cicerón tomase estas posibilidades de la retórica más allá del ámbito de los tribunales y del foro. También he resaltado el hecho de una estrecha conexión en la educación del orador entre expresión hablada y escrita, siendo ésta, en una medida apreciable, el yunque en el que aquélla se forja. Pero ese tránsito tan natural de la palabra viva a la palabra escrita no debe hacemos olvidar que la sociedad antigua es, aun en sus momentos más ricos y complejos, una sociedad en lo que lo oral predomina y en el que, por razones obvias, la escritura y sus medios de circulación siguen siendo algo muy costoso y reservado a unos pocos. En consecuencia, cuando Craso o Cicerón piensan en ese orador ideal como un guía o educador de la sociedad, en el dicere , en la oratio no deja de estar nunca presente la palabra, la exposición viva.

Y todo esto no es sino una manifestación más de una idea básica de la sociedad griega y luego heredada por Roma: que la palabra es el mejor medio para que el individuo exponga públicamente su parecer y para que los grupos de la sociedad diriman racionalmente sus diferencias. Expuesta por vez primera por los sofistas, su excesiva rotundidad y hasta ufanía provocó el rechazo del Sócrates platónico y del joven Aristóteles. Una evolución de su pensamiento al respecto la integra dentro de un sistema intelectual más amplio como arte autónomo que trata de la persuasión de lo probable a través de una expresión lingüística que se diferencia tanto de la poética como de la cotidiana y la científica.

Cicerón fue sin duda quien expuso por vez primera en Roma, y en el De Oratore , estas posibilidades de la palabra como manifestación de la razón humana y en ámbitos al parecer reservados a los saberes particulares o a la filosofía. No es éste el lugar de examinar o comprobar hasta qué punto su producción posterior se ajustaba a este ideal. Ni, mucho menos, atisbar si otros géneros en prosa dentro de la literatura latina pueden encuadrarse dentro del programa ciceroniano.

La retórica —como sistema, repito, que trataba de combinar lo agradable y lo verosímil mediante la exposición y persuasión de lo probable— prestó sin duda buenos servicios a la sociedad antigua y puede prestarlos a otras culturas que en parte de ella derivan. Pero, como todo lo humano, llevaba en sí misma el germen de su corrupción. Posiblemente se vislumbró la cosa cuando tanto los griegos como los romanos hicieron énfasis en lo aptum —tò prépon —, como elemento central de quien elabora un discurso o exposición y sin lo cual nada vale todo lo demás: la adecuación de los medios a los fines, la subordinación de lo accesorio a lo principal. Pero si pudo prever el mal, fue sin duda incapaz de curarlo, entre otras cosas, porque el número de necios que confunden la luna con el dedo que la señala es infinito.

F. TRADICIÓN MANUSCRITA 67 , EDICIONES Y COMENTARIOS

La transmisión manuscrita del De Oratore , en buena medida compartida con la del Orator y Brutus , es particularmente compleja. Hay dos ramas, al parecer diferenciadas desde el fin de la Antigüedad, y que responden, por un lado a M (= mutili) , el arquetipo de un conjunto de manuscritos (HAEK) que habían perdido las siguientes partes del De Oratore: I 128-157; I 193-11 12; II 90-92; III 17-110; por la otra L (Laudensis) , códice descubierto en 1421 en la catedral de Lodi, cerca de Milán y en el que figuraban, aparte del De Oratore , el De Inventione , la Rhetorica ad Herennium , el Orator , y el Brutus; aunque este códice, de escritura continua, se perdió en torno al 1428, antes se hicieron de él unas cuantas copias (VOPU); pero ninguna de ellas tiene completo el contenido del Laudensis .

De la familia M, el más antiguo y completo es el H (Harleianus 2736 en la Biblioteca del Museo Británico) de mediados del s. IX y escrito de puño y letra de Lupo de Ferrières; sigue el A (Abrincensis 238, en la Biblioteca Municipal de Avranches) de fines del IX ; el E (Erlangensis 848, en Erlangen) del s. X ; y un florilegio, K (Vaticanus Reg. Lat . 1762), de fines del IX .

Como señala Reynolds (loc. cit ., pág. 104 ) el arquetipo de los mutili era un manuscrito insular 68 que posiblemente se extendió por la Europa medieval a partir de Fulda, aunque no parece haber dejado muchas huellas en Alemania. Por otra parte, como este mismo estudioso señala, tanto H como, sobre todo A y E sufrieron modificaciones a partir de las primeras fechas que he señalado, por adiciones —algunas ya posteriores al descubrimiento del Laudensis — como por pérdidas.

Es natural que estos manuscritos hayan tenido descendientes 69 . El problema es que tales descendientes mantienen distintos añadidos o «capas» del original y a veces parecen estar contaminados con otras tradiciones que pudieran tener lecturas valiosas. Esto lleva a Reynolds a reclamar más atención a estos testimonios en futuras ediciones, mientras que Kumaniecki en la suya parece prestarles poca importancia 70 . Incluso en un nivel más básico del stemma codicum puede no haber acuerdo en las últimas décadas: así, mientras que desde E. Stroebel 71 se admite que E y K «descend from a sister of A» 72 , D. Renting mantiene una filiación directa de E respecto a A 73 .

En la tradición que desciende del Laudensis , el texto correspondiente al De Oratore se ha reconstruido, fundamentalmente desde V (Vaticanus lat . 2901) que Stroux 74 considera que es una copia de L cuyo escriba tuvo asimismo un codex integer ya corregido; O (Vaticanus Ottob. lat . 2057, que contiene asimismo el Brutus) y P (Vaticanus Palat. lat . 1469, que tiene también Orator) parecen derivar ambos de un apógrafo corregido de L; B (Bolonia 468) y U (Biblioteca de la Universidad de Cornell. B. 2) 75 . En cualquier caso, como Reynolds apunta a este respecto, quedan todavía testimonios que examinar.

Ya Stroux en su citado estudio apuntó a una doble tradición de las obras incluidas tanto en M como en L que partiría de la Antigüedad, siendo M la representante de una versión «filológica» o gramatical y L la más ligada a una tradición de rétores.

Sobre el orador

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